Cuentos de amor - 09

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caramillo... pero le oirían; juntar y lanzar un ramillete de acianos,
margaritas y amapolas... pero era inaccesible el alto y calado ventanil.
Entonces tuvo una idea extraordinaria. Procuróse un pedazo de cristal, y
así que pudo volver á deslizarse en el recinto por la cueva, enfocó el
cristal de suerte que, recogiendo en él un rayo de sol, supo dirigirlo
hacia la princesa. Esta, maravillada, cerró los ojos, y al volver á
abrirlos para ver quién enviaba un rayo de sol á su camarín, divisó al
pastorcillo que la contemplaba extático. La cautiva sonrió, el enamorado
comprendió que aceptaban su obsequio... y desde entonces, todos los
días, á la misma hora, el centelleo del arco iris despedido por un
pedazo de vidrio alegró la soledad de la princesita y la cantó un
amoroso himno, que se confundía con la voz profunda de la selva allá en
lontananza...
De pronto sobrevino un cambio radical en la vida de la princesa.
Murieron en una batalla su padre y su hermano, y recayó en ella la
sucesión del trono. Brillante comitiva de señores, guerreros, obispos,
pajes y damas, vino á buscarla solemnemente y á escoltarla hasta la
capital de sus Estados. Y la que pocos días antes sólo conversaba con
los pájaros, y sólo esperaba el rayo de sol del pastorcillo, se halló
aclamada por millares de voces, aturdida por el bullicio de espléndidos
festejos, y admiró las iluminaciones entre el follaje, y oyó las músicas
ocultas en el jardín, y giró con las parejas que danzaban, y supo lo que
es la gloria, la riqueza, el placer, la pasión delirante y la alegría
loca...
Habían pasado muchos, muchos años, cuando la princesa, reina ya,--y casi
vieja ya,--tuvo el capricho de visitar aquella torre donde su padre, por
precaución y por tiránica desconfianza, la mantuvo emparedada durante
los momentos más bellos de la juventud. Al entrar en el camarín, una
nostalgia dolorosa, una especie de romántica melancolía se apoderó de la
reina y la obligó á reclinarse en el ajimez, sintiendo preñados de
lágrimas los ojos. La tarde caía inflamando el horizonte; el bosque
exhalaba su melodioso y hondo susurro... y la reina, tapándose la cara
con las manos, sentía que las gotas de llanto escurrían pausadamente al
través de los dedos entreabiertos. ¿Lloraba acaso al recordar lo sufrido
en el torreón; el largo cautiverio, la soledad, el aislamiento, el
fastidio? ¡Mal conocéis el corazón de las mujeres los que á eso atribuís
el llanto de tan alta señora!
Sabed que, desde el momento en que pisó la torre, la reina echaba de
menos el rayo de sol, que todos los días, á la misma hora, la enviaba el
pastorcillo enamorado por medio de un trozo de vidrio. Por aquel trozo
de vidrio daría ahora la soberana los más ricos diamantes de su corona
real. Sólo aquel rayo podía iluminar su corazón, fatigado, lastimado,
quebrantado, marchito. Y al dejar escurrir las lágrimas, sin cuidarse de
reprimirlas ni de secarlas con el blasonado pañuelo, lloraba la
juventud, la ilusión, la misteriosa energía vital de los años
primaverales... Nunca volvería el pastorcillo á enviarla el divino
rayo.


Los buenos tiempos

Siempre que entrábamos en el despacho del Conde de Lobeira, atraía mis
miradas--antes que las armas auténticas, las lozas hispano-moriscas y
los retazos de cuero estampado que recubrían la pared--un retrato de
mujer, de muy buena mano, que por el traje indicaba tener, próximamente,
un siglo de fecha.--«Es mi bisabuela, doña Magdalena Varela de Tobar,
vigésima segunda Condesa de Lobeira»--había dicho el Conde, respondiendo
á mi curiosa interrogación en el tono del que no quiere explicarse más ó
no sabe otra cosa. Y por entonces hube de contentarme, acudiendo á mi
fantasía para desenvolver las ideas inspiradas por el retrato.
Este representaba á una señora como de treinta y cinco años, de rostro
prolongado y macilento, de líneas austeras, que indicaban la existencia
sencilla y pura, consagrada al cumplimiento de nobles deberes y al
trabajo doméstico, ley de la fuerte matrona de las edades pasadas. La
modestia del vestir, en tan encumbrada señora, parecíame ejemplar; aquel
corpiño justo de alepín negro, aquel pañolito blanco sujeto á la
garganta por un escudo de los Dolores, aquel peinado liso y recogido
detrás de la oreja, eran indicaciones inestimables para delinear la
fisonomía moral de la aristocrática dama. No cabía duda: doña Magdalena
había encarnado el tipo de la esposa leal, casta y sumisa, fiel
guardadora del fuego de los lares; de la madre digna y venerada, ante
quien sus hijos se inclinan como ante una reina; del ama de casa
infatigable, vigilante y próvida, cuya presencia impone respeto y cuya
mano derrama la abundancia y el bienestar. Así es que me sorprendió en
extremo que un día, preguntándole al Conde en qué época habían sido
enajenadas las mejores fincas, los pingües estados de su casa, me
contestase sombríamente, señalando al retrato consabido.
--En tiempo de doña Magdalena.
El dato inesperado acrecentó mi interés. A fuerza de fijarme en el
retrato observé que aquella pintura ofrecía una particularidad rara y
siempre sugestiva: en cualquier punto de la habitación que me colocase
para mirarla, me seguían los ojos de doña Magdalena con expresión
imperiosa y ardiente. Casual acierto del pincel, ó alarde de destreza
del pintor, las pupilas del retrato estaban tocadas por tal arte que
pagaban con avidez y energía la mirada del que las contemplase desde
lejos. Algunas veces, sin querer, levantaba yo la vista como si me
atrajese tal singularidad y los ojos me llamasen. La severidad del fondo
obscuro en que se destacaba la cabeza, la única nota clara del rostro y
del pañolito, aumentaban la fuerza del extraño mirar.
Aunque el Conde de Lobeira es de carácter reservado y frío, hay
instantes en que el corazón más tapiado se abre y deja salir el opresor
secreto. Uno de esos momentos, siempre transitorios en ciertas
organizaciones, llegó para el Conde el día en que, incitada por mi
imaginación, traidora cuanto fecunda, me arrojé á trazar la silueta de
doña Magdalena, modelo de cristianas virtudes, emblema de otros tiempos
y otras edades en que el hogar olía á incienso como el sagrario, y la
familia tenía la sólida estructura del granito.
--¡Por Dios, no siga usted!--exclamó mi interlocutor, dejando de atizar
la chimenea y volviéndose hacia el retrato como nos volvemos hacia un
enemigo.--El error más craso de cuantos pueden cometerse es juzgar del
pasado por la impresión que nos causan sus reliquias. Cáscara vacía,
huella de fósil en la piedra, ¿qué verdad ha de contarnos un retrato, un
mueble ó un edificio ruinoso? Los soñadores como usted son los que han
falseado la historia, poetizado lo más prosaico y embellecido lo más
horrible. En ninguna época fué la humanidad mejor de lo que es ahora;
pero las iniquidades pasadas se olvidan y un lienzo embadurnado y lleno
de grietas basta para que nos abrume el descontento de lo presente. Ya
que también usted cae en esa vulgarísima y temible preocupación de que
se nos han perdido grandes virtudes, merece usted que para
desilusionarla le cuente la historia de doña Magdalena, tal como la he
entresacado de nuestro archivo y de otros documentos... ¡que obran en
archivos judiciales!
Esa señora que está usted viendo, retratada con su jubón de alepín y su
honesto pañolito, al casarse con mi bisabuelo, llevándole rica dote y el
condado de Lobeira, se mostró apasionada hasta un grado increíble,
despótico y furioso. Mi bisabuelo pasaba por el mozo más gallardo de
toda la provincia, y doña Magdalena por una señorita fanáticamente
devota: se susurraba que usaba cilicio y que se disciplinaba todas las
noches. Fuese ó no verdad, lo que es á su marido cilicio le puso doña
Magdalena, y hasta grillos, para que de ella no se apartase ni un
minuto. Poco después de la boda, los que vieron al Conde pálido,
demacrado y abatido, esparcieron el rumor absurdo de que su esposa le
daba hierbas y filtros para subyugarle y para que ardiese más viva la
tea del amor conyugal.
Duró esta situación, sin que la modificase el nacimiento de varios
hijos. No obstante, á los diez ó doce años de matrimonio, observóse que
el Conde, habiéndose aficionado á cazar y haciendo frecuentes
excursiones por la montaña--pues pasaban largas temporadas en el campo,
en el palacio solariego de Lobeira, según costumbre de los señores de
entonces--recobraba cierta alegría y parecía rejuvenecido.
Como yo no estoy graduando el interés de mi historia, sino que se la
cuento á usted descarnada y sin galas--advirtió al llegar aquí el
narrador--diré inmediatamente lo que produjo la mejoría del Conde. Fué
que, algún tanto aplacada aquella pasión de vampiro de su mujer, pudo
respirar y vivir como las demás personas. Usted objetará que todo el
delito de doña Magdalena consistía en amar excesivamente á su esposo, y
que eso merece disculpa y hasta alabanza. Si yo discutiese tan delicado
punto, temería ofender sus oídos de usted con algún concepto malsonante.
Indicaré que hay cien maneras de amar, y que el santo nombre de amor
cubre á veces nuestros bárbaros egoismos ó nuestras morbosas
aberraciones. Y basta, que al buen entendedor... Ya continúo.
Como á veces se guardan bien los secretos en las aldeas, doña Magdalena
tardó bastante en enterarse de que su marido, al volver de la caza,
solía descansar en la choza de cierto labriego que tenía una hija
preciosa. En efecto era así: el Conde de Lobeira prefería á los
suculentos manjares de su cocina señorial, la _brona_ y la leche fresca
servidas por la gentil rapaza, que, con la inocencia en los ojos y la
risa en los labios, acudía solícita á festejarle. Doña Magdalena, ya
informada, no pensó ni un minuto que allí existiese un puro idilio; vió
desde el primer instante el pecado y la injuria. Y acaso acertase: no
pretendo excusar á mi bisabuelo, aunque las crónicas afirman que era
honesta y sencilla su afición á la hija del colono.
Lo histórico es que, en una noche de invierno muy obscura y muy larga,
la puerta del Pazo se abrió sin ruido para dejar entrar á un hombre
robusto, recio, vestido con el clásico traje del país, que hoy está casi
en desuso. La Condesa le esperaba en el zaguán: tomóle de la mano, y por
un pasadizo obscuro le llevó á una habitación interior, que alumbraba
una vela de cera puesta en candelabro de maciza plata.--Era el
oratorio.--Detrás de las colgaduras de damasco carmesí que lo vestían, y
que replegó la dama, el hombre vió abierto un boquete, á manera de
cueva; un agujero sombrío. Repito lo de antes: no busco _efectos_; pero
aunque los buscase, creo que ninguno tan terrible como decir sin más
circunloquios que el hombre--un _casero_, en las costumbres de entonces
casi un ciervo de la Condesa--era el mismo padre de la zagala á quien el
Conde solía visitar; y que doña Magdalena, enseñándole el negro hueco,
advirtió al labrador que allí ocultarían el cadáver del Conde. En
seguida le entregó un hacha nueva, afilada y cortante.
¿Temió aquel hombre por la vida de su hija y por la suya propia?
¿Impulsóle la cobardía ó el respeto tradicional á la casa de Lobeira?
¿Fué la sugestión que ejerce sobre un cerebro inculto y una voluntad
irresoluta y débil, la hembra resuelta, de arrebatadas pasiones? ¿Fué
codicia, tentación de onzas y de ricos joyeles que la esposa ultrajada
le ofrecía en precio de la sangre? El caso es, que si hubo resistencia
por parte del labriego, duró bien poco. Según su declaración, hizo la
señal de la cruz (¡atroz detalle!) descalzóse, empuñó el hacha y siguió
á la Condesa hasta el aposento en que el Conde dormía. Y mientras la
señora alumbraba con la vela de cera del oratorio, el labriego descargó
un golpe, otro, diez, en la frente, la cara, el pecho... El dormido no
chistó: parece que al primer hachazo abrió unos ojos muy espantados... y
luego, nada. Sábanas, colchones, el hacha y el muerto, todo fué arrojado
al escondrijo; la Condesa lavó las manchas del suelo, cerró la trampa, y
atestando de oro la faltriquera del asesino, le despachó con orden de
cruzar el Miño y meterse en Portugal.
Un rumor, vago al principio y después muy insistente, se alzó con motivo
de la desaparición del Conde de Lobeira. Su esposa hablaba de viajes
motivados por un pleito; y en el oratorio, bajo cuyo piso yacía mi
bisabuelo asesinado, celebrábase diariamente el santo sacrificio de la
misa, asistiendo á él doña Magdalena, lo mismo que la ve usted retratada
ahí: pálida, grave, modesta, rodeada de sus hijos, que la besaban la
mano cariñosos. En aquel tiempo no había prensa que escudriñase
misterios, y la coincidencia de la desaparición del Conde y la del
casero y su hija la linda moza, dió pie á que se sospechase que el
esposo de doña Magdalena vivía muy á gusto en algún rincón de esos que
saben buscar los enamorados. No faltó quien compadeciese á la abandonada
señora, en torno de la cual el respeto ascendió, como asciende la
marea. Al verla pasar, derecha, macilenta, siempre de negro, la gente se
descubría.
Y así corrió un año entero.
Al cumplirse, día por día, á corta distancia del Pazo de Lobeira
apareció un hombre profundamente dormido; era el casero de la Condesa; y
los demás labriegos, que le rodeaban esperando á que despertase,
quedaron atónitos cuando al volver en sí, á gritos confesó el crimen, á
gritos se denunció y á gritos pidió que le llevasen ante la justicia.
Hay fenómenos morales que no explica satisfactoriamente ningún
raciocinio: la mitad de nuestra alma está sumergida en sombras, y nadie
es capaz de presentir qué alimañas saldrían de esa caverna, si nos
empeñásemos en registrarla. El aldeano, cuando le preguntaron el móvil
de su conducta, afirmó con rústicas razones que no lo sabía; que una
gana irresistible--un _volunto_, como dicen ahora--le obligó á salir de
Portugal y á ver de nuevo el Pazo; y que al avistarlo, le acometió un
sueño letárgico, invencible también, y ya despierto, un ímpetu de
confesar, de decir la verdad, de ser castigado--porque sin duda, calculo
yo, su endeble alma no podía con el peso del secreto, que impenetrable y
tranquila guardaba el alma varonil de doña Magdalena.
La prendieron, claro está, y aún se enseña en la cárcel marinedina el
negro calabozo donde la Condesa de Lobeira se pudrió muchos meses... El
casero fue ahorcado; y para librar á mi bisabuela del patíbulo,
empeñóse la hacienda de mi casa. La justicia se comió con apetito tan
sabrosa breva, y nuestra decadencia viene de ahí.
* * * * *
Alcé los ojos y busqué los del retrato. La mirada de doña Magdalena se
me figuró más tenaz, más intensa, más dolorosa. El biznieto callaba y
suspiraba, como si le oprimiese el corazón el drama ancestral, como si
percibiese la humedad de las lágrimas evaporadas hace un siglo.


Sara y Agar

Explíqueme usted,--dije al señor de Bernárdez,--una cosa que siempre me
infundió curiosidad. ¿Por qué en su sala tiene usted, bajo marcos
gemelos, los retratos de su difunta esposa y de un niño desconocido, que
según usted asegura, ni es hijo, ni sobrino, ni nada de ella? ¿De quién
es otra fotografía de mujer, colocada enfrente, sobre el piano...? ¿no
sabe usted? ¿una mujer joven, agraciada, con flecos de ricillos á la
frente?
El sexagenario parpadeó, se detuvo, y un matiz rosa cruzó por sus
mustias mejillas. Como íbamos subiendo un repecho de la carretera, lo
atribuí á cansancio y le ofrecí el brazo, animándole á continuar el
paseo, tan conveniente para su salud; como que, si no paseaba, solía
acostarse sin cenar y dormir mal y poco. Hizo seña con la mano de que
podía seguir la caminata, y anduvimos unos cien pasos más, en silencio.
Al llegar al pie de la iglesia, un banco, tibio aún del sol y bien
situado para dominar el paisaje, nos tentó, y á un mismo tiempo nos
dirigimos hacia él. Apenas hubo reposado y respirado un poco Bernárdez,
se hizo cargo de mi pregunta.
--Me extraña que no sepa usted la historia de esos retratos: ¡en
poblaciones como Goyán, cada quisque mete la nariz en la vida del
vecino, y glosa lo que ocurre y lo que no ocurre, y lo que no averigua
lo inventa!
Comprendí que al buen señor debían de haberle molestado mucho antaño las
curiosidades y chismografías del lugar, y callé, haciendo un movimiento
de aprobación con la cabeza. Dos minutos después pude convencerme de
que, como casi todos los que han tenido alegrías y penas de cierta
índole, Bernárdez disfrutaba puerilmente en referirlas; porque no son
numerosas las almas altaneras que prefieren ser para sí propios á la par
Cristo y Cirineo y echarse á cuestas su historia.--He aquí la de
Bernárdez, tal cual me la refirió mientras el sol se ponía detrás del
verde monte en que se asienta Goyán.
«Mi mujer y yo nos casamos muy jovencitos: dos nenes, con la leche en
los labios. Ella tenía quince años, yo diez y ocho. Una muchachada,
quién lo duda. Lo que pasó con tanto madrugar fué, que queriéndonos y
llevándonos como dos ángeles, de puro bien avenidos que estábamos, al
entrar yo en los treinta y cinco, mi mujer empezó á parecerme así...
vamos, como mi hermana. La profesaba una ternura sin límites; no hacía
nada sin consultarla, no daba un paso que ella no me aconsejase, no veía
sino por sus ojos... pero todo fraternal, todo muy tranquilo.
»No teníamos sucesión, y no la echábamos de menos. Jamás hicimos
rogativa ni oferta á ningún santo para que nos enviase tal dolor de
cabeza. La casa marchaba lo mismo que un cronómetro: mi notaría
prosperaba; tomaba incremento nuestra hacienda; adquiríamos tierras;
gozábamos de mil comodidades; no cruzábamos una palabra más alta que
otra, y veíamos juntos aproximarse la vejez sin desazón ni sobresalto,
como el marino que se acerca al término de un viaje feliz, emprendido
por iniciativa propia, por gusto y por deber.
»Cierto día, mi mujer me trajo la noticia de que había muerto la
inquilina de una casucha de nuestra pertenencia. Era esta inquilina una
pobretona, viuda de un guardia civil, y quedaba sola en el mundo la
huérfana, criatura de cinco años.--Podíamos recogerla, Hipólito--añadió
Romana.--Parte el alma verla así. La enseñaríamos á planchar, á coser, á
guisar, y tendríamos, cuando sea mayor, una criadita fiel y humilde.--Dí
que haríamos una obra de misericordia y que tú tienes el corazón de
manteca.--Esto fué lo que respondí, bromeando. ¡Ay! ¡Si el hombre
pudiese prever dónde salta su destino!
»Recogimos, pues, la criatura, que se llamaba Mercedes, y así que la
lavamos y la adecentamos, amaneció una divinidad, con un pelo
ensortijado como virutas de oro, y unos ojos que parecían dos violetas,
y una gracia y una zalamería... Desde que la vimos... ¡adiós planes de
enseñarla á planchar y á poner el puchero! Empezamos á educarla del modo
que se educan las señoritas... según educaríamos á una hija, si la
tuviésemos. Claro que en Goyán no la podíamos afinar mucho, pero se hizo
todo lo que permite el rincón este. Y lo que es mimarla... ¡Señor! ¡En
especial Romana... un desastre! Figúrese usted que la pobre Romana, tan
modesta para sí que jamás la ví encaprichada con un perifollo...
encargaba los trajes y los abriguitos de Mercedes á la mejor modista de
Marineda. ¿Qué tal?
»Cuando llegó la chiquilla á presumir de mujer, empezaron también á
requebrarla y á rondarla los señoritos en los días de ferias y fiestas,
y yo á rabiar cuando notaba que la hacían cocos. Ella se reía y me decía
siempre, mirándome mucho á la cara:--Padrino (me llamaba así), vamos á
burlarnos de estos tontos; á usted le quiero más que á ninguno.--Me
complacía tanto que me lo dijese (¡cosas del demonio!) que la reñía sólo
por oirla repetir:--Le quiero más á usted...--Hasta que una vez, muy
bajito, al oído:--¡Le quiero más, y me gusta más... y no me casaré,
nunca, padrino!--¡Por éstas, que así habló la rapaza!
»Se me trastornó el sentido. Hice mal, muy mal, y sin embargo, no sé, en
mi pellejo, lo que harían más de cien santones. En fin, repito que me
puse como lunático, y sin intención, sin premeditar las consecuencias
(porque repito que perdí la chaveta completamente), yo, que había vivido
más de veinte años como hombre de bien y marido leal, lo eché á rodar
todo en un día... en un cuarto de hora...
»Todo á rodar, no; porque tan cierto como que Dios nos oye, yo seguía
consagrando un cariño profundo, inalterable, á mi mujer, y si me
proponen que la deje y me vaya con Mercedes por esos mundos--se lo
confesé á Mercedes misma, no crea usted, y lloró á mares,--antes me
aparto de cien Mercedes que de mi esposa. Después de tantos años de vida
común, se me figuraba que Romana y yo habíamos nacido al mismo tiempo, y
que reunidos y cogidos de las manos debíamos morir. Sólo que Mercedes me
sorbía el seso, y cuando la sentía acercarse á mí, la sangre me daba una
sola vuelta de arriba abajo, y se me abrasaba el paladar, y en los oídos
me parecía que resonaba galope de caballos, un estrépito que me
aturdía.»
--¿Es de Mercedes el retrato que está sobre el piano?--pregunté al
viejo.
--De Mercedes es. Pues verá usted: Romana se malició algo, y los
chismosos intrigantes se encargaron de lo demás. Entonces, por evitar
disgustos, conté una historia: dije que unos señores de Marineda, que
iban á pasar larga temporada en Madrid, querían llevarse á Mercedes, y
lo que hice fué amueblar en Marineda un piso, donde Mercedes se
estableció decorosamente, con una criadita. A pretexto de asuntos, yo
veía á la muchacha una vez por semana lo menos. Así, la situación fué
mejor... vamos, más tolerable que si estuviesen las dos bajo un mismo
techo, y yo entre ellas.
»Romana callaba,--era muy prudente,--pero andaba inquieta, pensativa,
alterada; y decía yo: ¿por dónde estallará la bomba? Y estalló... ¿por
dónde creerá usted? Una tarde que volví de Marineda, mi mujer, sin darme
tiempo á soltar la capa, se encerró conmigo en su cuarto y me dijo que
no ignoraba el estado de Mercedes... ¡Ya supondrá usted cuál sería el
estado de Mercedes!... y que, pues había sufrido tanto y con tal
paciencia, lo que naciese, para ella, para Romana, tenía que ser en toda
propiedad..... como si lo hubiese parido Romana misma.
»Me quedé tonto. Y el caso es que mi mujer se expresaba de tal manera,
¡con un tono y unas palabras!, y tenía además tanta razón y tal sobra de
motivos para mandar y exigir, que apenas nació el niño y lo ví empañado,
lo envolví en un chal de calceta que me dió Romana para ese fin, y en el
coche de Marineda á Goyán hizo su primer viaje de este mundo.»
--¿Ese niño es el que está retratado al lado de su esposa de usted,
dentro de los marcos gemelos?
--Ajajá. Precisamente. ¡Mire usted: dificulto que ningún chiquillo, ni
Alfonso XIII, se haya visto mejor cuidado y más estimado! Romana, desde
que se apoderó del pequeño, no hizo caso de mí, ni de nadie, sino de él.
El niño dormía en su cuarto; ella le vestía, ella le desnudaba, ella le
tenía en el regazo, ella le enseñaba á juntar las letras y ella le hacía
rezar. Hasta formó resolución de testar en favor del niño... Sólo que él
falleció antes que Romana; como que al rapaz le dieron las viruelas el
20 de Marzo, y una semana después voló á la gloria... y Romana, el 7 de
Abril fué cuando la desahució el médico, y la perdí á la madrugada
siguiente.»
--¿Se la pegaron las viruelas?--pregunté al señor de Bernárdez, que se
aplicaba el pañuelo sin desdoblar á los ribeteados y mortecinos ojos.
--¡Naturalmente... Si no se apartó del niño!
--¿Y usted, cómo no se casó con Mercedes?
--Porque malo soy, pero no tanto como eso--contestó en voz temblona,
mientras una aguadilla que no se redondeó en lágrima asomaba á sus
áridos lagrimales.


Maldición de gitana

Siempre que se trata, entre gente con pretensiones de instruída, de
agorerías y supersticiones, no hay nadie que no se declare exento de
miedos pueriles, y punto menos desenfadado que don Juan frente á las
estatuas de sus víctimas. No obstante, transcurridos los diez minutos
consagrados á alardear de espíritu fuerte, cada cual sabe alguna
historia rara, algún sucedido inexplicable, una «coincidencia». (Las
coincidencias hacen el gasto.)
La ocasión más frecuente de hablar de supersticiones la ofrecen los
convites. De los catorce ó quince invitados se excusan uno ó dos: al
sentarse á la mesa, alguien nota que son trece los comensales,--y al
punto decae la animación, óyense forzadas risas y chanzas poco sinceras,
y los amos de la casa se ven precisados á buscar, aunque sea en los
infiernos, un número catorce. Conjurado ya el mal sino, renace el
contento; las risitas de las señoras tienen un sonido franco; se ve que
los pulmones respiran á gusto. ¿Quién no ha asistido á un episodio de
esta índole?
En el último que presencié pude observar que Gustavo Lizana, mozo asaz
despreocupado, era el más carilargo al contar trece, y el que más
desfrunció el gesto cuando fuímos catorce. No hacía yo tan supersticioso
á aquel infatigable cazador y _sportsman_, y extrañándome verle hasta
demudado en los primeros momentos, á la hora del café le llevé hacia un
ángulo del saloncillo japonés, y le interrogué directamente.
--Una coincidencia--respondió, como era de presumir; y al ver que yo
sonreía, me ofreció con un ademán el sofá bordado, en cuyos cogines una
bandada de grullas blancas con patitas rosa volaba sobre un cañaveral de
oro, nacido en fantástica laguna: se sentó él en una silla de bambú, y
rápidamente, entrecortando la narración con agitados movimientos, me
refirió su _coincidencia_ del número fatídico.
--Mis dos amigos íntimos--los de corazón--eran los dos chicos de
Mayoral, de una familia extremeña antigua y pudiente. Habíamos estado
juntos en el colegio de los jesuítas, y cuando salimos al mundo, la
amistad se estrechó. Llamábanse el mayor Leoncio y el otro Santiago; y
habrá usted visto pocas figuras más hermosas, pocos muchachos más
simpáticos y pocos hermanos que tan entrañablemente se quisiesen.
Huérfanos de padre y madre, y dueños de su hacienda, no conocían tuyo ni
mío: bolsa común, confianza entera, y á pesar de la diferencia de
caracteres--Leoncio nervioso y vehemente hasta lo sumo, y Santiago de un
genio igual y pacífico--inalterable armonía. A mí me llamaban, en broma,
su otro hermano, y la gente, á fuerza de vernos unidos, había llegado á
pensar que éramos, cuando menos, próximos parientes los Mayoral y yo.
Apasionados cazadores los tres, nos íbamos semanas enteras á las dehesas
y cotos que los Mayoral poseían en la Mancha y Extremadura, donde hay de
cuanta alimaña Dios crió, desde perdices y conejos hasta corzos,
venados, jabalís, ginetas y gatos monteses.
Con buen refuerzo de escopetas negras y una jauría de excelentes
podencos, hacíamos cada ojeo y cada batida, que eran el asombro de la
comarca. De estas excursiones resolvimos una cierto día de San Leoncio;
no cabe olvidar la fecha. Nos había convidado juntos una tía de los de
Mayoral, señora discretísima y madre de una muchacha encantadora, por
quien Santiago bebía los vientos: sutilizando mucho, creo que esta
pasión de Santiago tuvo su parte de culpa en la desgracia que sucedió:
ya diré por qué.
Ello es que nos reunimos en la casa, donde, con motivo de la fiesta,
había otros varios convidados: amiguitas de la niña, señores formales,
íntimos de la mamá... Y yo, que jamás contaba entonces los comensales,
al pasar al comedor, involuntariamente, me fijo en los platos... ¡Eramos
trece, trece justos!
Ni se me ocurrió chistar: por otra parte, no sentía aprensión.
Estaríamos á la mitad de la comida, cuando lo advirtió el ama de la
casa, y dijo riéndose:--«¡Hola! ¡Pues con el resfriado de Julia, que la
impidió venir, nos hemos quedado en la docena del fraile! No asustarse,
señores; que aquí nadie ha cumplido los sesenta más que yo, y en todo
caso seré la escogida.»--¿Qué habíamos de hacer? Lo echamos á broma
también, y brindamos alegremente por que se desmintiese el augurio. Y
había allí un señor que, presumiendo de gracioso, dijo con sorna:--«Es
muy malo comer trece... cuando sólo hay comida para doce».
A la madrugada siguiente tomamos el tren y salimos hacia el cazadero. La
expedición se presentaba magnífica; la temperatura era, como de mediados
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