Cuentos de amor - 07

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alma que se me tratase mal. Y lo que resultó de estas trifulcas, fué que
se echaron á buscarme marido para zafarse de mí. Por casualidad lo
encontraron pronto, sujeto acomodado, cuarentón, formal, recomendable,
seriote... En fin, mi mismo padre se dió por contento y convino en que
era una excelente proporción la que se me presentaba. Así es que ellos
en confianza trataron y arreglaron la boda, y un día, encontrándome yo
bien descuidada... ¡á casarse! y no vale replicar.
--¿Y qué efecto te hizo la noticia? ¿Malo, eh?
--Malísimo... porque yo tenía la tontuna de estar enamorada hasta los
tuétanos, como se enamora una chiquilla, pero chiquilla forrada de
mujer... de _uno_ de infantería, un teniente pobre como las ratas... y
se me había metido en la cabeza que aquel había de ser mi marido apenas
saliese á capitán. Las súplicas de mi padre; los consejos de las amigas;
las órdenes y hasta los pescozones de mi madrastra--que no me dejaba
respirar--me aturdieron de tal manera, que no me atreví á resistir. Y
vengan regalos, y desclávense cajones de vestidos enviados de Madrid, y
cuélguese usted los faralaes blancos, y préndase el embelequito de la
corona de azahar, y á la iglesia, y ahí te suelto la bendición, y en
seguida gran comilona, los amigos de la familia y la parentela del novio
que brindan y me ponen la cabeza como un bombo, á mí que más ganas
tenía de lloriquear que de probar bocado...
--Hija, por ahora no encuentro mucho de particular en tu historia.
Casarse así, rabiando y por máquina, es bastante frecuente.
--Aguarda, aguarda--advirtió amenazándome con la mano.--Ahora entra lo
ridículo, la peripecia... Pues señor, yo en mi vida había probado el tal
Champagne... Me sirvieron la primera copa para que contestase á los
brindis, y después de vaciarla me pareció que me sentía con más ánimos,
que se me aliviaban el malestar y la negra tristeza. Bebí la segunda, y
el buen efecto aumentó. La alegría se me derramaba por el cuerpo...
Entonces me deslicé á tomar tres, cuatro, cinco, quizás media docena...
Los convidados bromeaban celebrando la gracia de que bebiese así, y yo
bebía buscando en la especie de vértigo que causa el Champagne un olvido
completo de lo que había de suceder y de lo que me estaba sucediendo ya.
Sin embargo, me contuve antes de llegar á trastornarme por completo, y
sólo podían notar en la mesa que reía muy alto, que me relucían los
ojos, y que estaba sofocadísima.
Nos esperaba un coche á mi marido y á mí, coche que nos había de llevar
á una casa de campo de él, á pasar la primer semana después de la
boda.--Chiquillo, no sé si fué el movimiento del coche ó si fué el aire
libre, ó buenamente que estaba yo como una uva,--pero lo cierto es que
apenas me ví sola con el tal hombre y él pretendió hacerme garatusas
cariñosas, se me desató la lengua, se me arrebató la sangre, y le solté
de pe á pa lo del teniente, y que sólo al teniente quería, y teniente va
y teniente viene, y dale con si me han casado contra mi gusto, y toma
conque ya me desquitaría y le mataría á palos... Barbaridades, cosas que
inspira el vino á los que no acostumbran... Y mi esposo, más pálido que
un muerto, mandó que volviese atrás el coche, y en el acto me devolvió á
mi casa.--Es decir, esto me lo dijeron luego, porque yo, de puro
borrachina... de nada me enteré.
--¿Y nunca más te quiso recibir tu marido?
--Nunca más. Parece que le espeté atrocidades tremendas. Ya ves; quien
hablaba por mi boca era el maldito espumoso...
--¿Y... en tu casa? ¿Te admitieron contentos?
--¡Quiá! Mi madrastra me insultaba horriblemente, y mi padre lloraba por
los rincones... Preferí tomar la puerta, ¡qué caramba!
--¿Y... el teniente?
--¡Sí, busca teniente! Al saber mi boda se había echado otra novia, y se
casó con ella poco después.
--¿Sabes que has tenido mala sombra?
--Mala por cierto... Pero creo que si todas las mujeres hablasen lo que
piensan, como hice yo por culpa del Champagne, más de cuatro y más de
ocho se verían peor que esta individua.
--¿Y no te da tu marido alimentos? La ley le obliga.
--¡Bah! Eso ya me lo avisó un abogadito que tuve... ¡El diablo que se
meta á pleitear! ¿Voy á pedirle que me mantenga á ese, después del
desengaño que le costé? Anda, ponme más Champagne... Ahora ya puedo
beber lo que quiera. No se me escapará ningún secreto.


Sor Aparición

En el convento de las Clarisas de S..., al través de la doble reja baja,
ví á una monja postrada, adorando. Estaba de frente al altar mayor, pero
tenía el rostro pegado al suelo, los brazos extendidos en cruz, y
guardaba inmovilidad absoluta. No parecía más viva que los yacentes
bultos de una reina y una infanta, cuyos mausoleos de alabastro
adornaban el coro. De pronto la monja prosternada se incorporó, sin duda
para respirar, y pude distinguir sus facciones. Se notaba que había
debido de ser muy hermosa en sus juventudes, como se conoce que unos
paredones derruídos fueron palacios espléndidos. Lo mismo podría contar
la monja ochenta años que noventa: su cara, de una amarillez sepulcral,
su temblorosa cabeza, su boca consumida, sus cejas blancas, revelaban
ese grado sumo de la senectud en que hasta es insensible el paso del
tiempo.
Lo singular de aquella cara espectral, que ya pertenecía al otro mundo,
eran los ojos. Desafiando á la edad, conservaban, por caso extraño, su
fuego, su intenso negror, y una violenta expresión apasionada y
dramática. La mirada de tales ojos no podía olvidarse nunca. Semejantes
ojos volcánicos serían inexplicables en monja que hubiese ingresado en
el claustro ofreciendo á Dios un corazón inocente; delataban un pasado
borrascoso; despedían la luz siniestra de algún terrible recuerdo. Sentí
ardiente curiosidad, sin esperar que la suerte me deparase á alguien
conocedor del secreto de la religiosa.
Sirvióme la casualidad á medida del deseo. La misma noche, en la mesa
redonda de la posada, trabé conversación con un caballero machucho, muy
comunicativo y más que medianamente perspicaz, de esos que gozan cuando
enteran á un forastero. Halagado por mi interés, me abrió de par en par
el archivo de su feliz memoria. Apenas nombré el convento de las Claras
é indiqué la especial impresión que me causaba el mirar de la monja, mi
guía exclamó:
--¡Ah! ¡Sor Aparición! Ya lo creo, ya lo creo... Tiene un _no sé qué_ en
los ojos... Lleva escrita allí su historia. Donde usted la ve, los dos
surcos de las mejillas, que de cerca parecen canales, se los han abierto
las lágrimas. ¡Llorar más de cuarenta años! Ya corre agua salada en
tantos días... El caso es que el agua no le ha apagado las brasas de la
mirada... ¡Pobre Sor Aparición! Le puedo descubrir á usted el _quid_ de
su vida mejor que nadie, porque mi padre la conoció moza, y hasta creo
que la hizo unas miajas el amor... ¡Es que era una deidad!
Sor Aparición se llamó en el siglo Irene. Sus padres eran gente hidalga,
ricachos de pueblo; tuvieron varios retoños, pero los perdieron, y
concentraron en Irene el cariño y el mimo de hija única. El pueblo donde
nació se llama A... Y el destino, que con las sábanas de la cuna empieza
á tejer la cuerda que ha de ahorcarnos, hizo que en ese mismo pueblo
viese la luz, algunos años antes que Irene, el famoso poeta...
Lancé una exclamación y pronuncié, adelantándome al narrador, el
glorioso nombre del autor del _Arcángel maldito_,--tal vez el más
genuino representante de la fiebre romántica;--nombre que lleva en sus
sílabas un eco de arrogancia desdeñosa, de mofador desdén, de acerba
ironía y de nostalgia desesperada y blasfemadora. Aquel nombre y el
mirar de la religiosa se confundieron en mi imaginación, sin que todavía
el uno me diese la clave del otro, pero anunciando ya, al aparecer
unidos, un drama del corazón de esos que chorrean viva sangre.
--El mismo--repitió mi interlocutor--el célebre Juan de Camargo, orgullo
del pueblecito de A..., que ni tiene aguas minerales, ni santo
milagroso, ni catedral, ni lápidas romanas, ni nada notable que enseñar
á los que lo visitan, pero repite envanecido: «En esta casa de la plaza
nació Camargo.»
--Vamos--interrumpí--ya comprendo; Sor Aparición... digo, Irene, se
enamoró de Camargo, él la desdeñó, y ella, para olvidar, entró en el
claustro...
--¡Chsss!--exclamó el narrador sonriendo;--¡espere usted, espere usted,
que si no fuese más! De eso se ve todos los días; ni valdría la pena de
contarlo. No; el caso de Sor Aparición tiene miga. Paciencia, que ya
llegaremos al fin.
De niña, Irene había visto mil veces á Juan de Camargo, sin hablarle
nunca, porque él era ya mozo y muy huraño y retraído: ni con los demás
chicos del pueblo se juntaba. Al romper Irene su capullo, Camargo,
huérfano, ya estudiaba leyes en Salamanca, y sólo venía á casa de su
tutor durante las vacaciones. Un verano, al entrar en A..., el
estudiante levantó por casualidad los ojos hacia la ventana de Irene y
reparó en la muchacha, que fijaba en él los suyos... unos ojos de date
preso, dos soles negros, porque ya ve usted lo que son todavía ahora.
Refrenó Camargo el caballejo de alquiler, para recrearse en aquella
soberana hermosura; Irene era un asombro de guapa. Pero la muchacha,
encendida como una amapola, se quitó de la ventana cerrándola de golpe.
Aquella misma noche, Camargo, que ya empezaba á publicar versos en
periodiquillos, escribió unos, preciosos, pintando el efecto que le
había producido la vista de Irene en el momento de llegar á su pueblo...
Y envolviendo en los versos una piedra, al anochecer la disparó contra
la ventana de Irene. Rompióse el vidrio, y la muchacha recogió el papel
y leyó los versos, no una vez, ciento, mil: los bebió, se empapó en
ellos. Sin embargo, aquellos versos, que no figuran en la colección de
las poesías de Camargo, no eran declaraciones amorosas, sino algo raro,
mezcla de queja é imprecación. El poeta se dolía de que la pureza y la
hermosura de la niña de la ventana no se hubiesen hecho para él, que era
un réprobo. Si él se acercase, marchitaría aquella azucena... Después
del episodio de los versos, Camargo no dió señales de acordarse de que
existía Irene en el mundo, y en Octubre se dirigió á Madrid. Empezaba el
período agitado de su vida, las aventuras políticas y la actividad
literaria.
Desde que Camargo se marchó, Irene se puso triste, llegando á enfermar
de pasión de ánimo. Sus padres intentaron distraerla; la llevaron algún
tiempo á Badajoz, la hicieron conocer jóvenes, asistir á bailes; tuvo
adoradores, oyó lisonjas... pero no mejoró de humor ni de salud.
No podía pensar sino en Camargo, á quien era aplicable lo que dice Byron
de _Lara_: que los que le veían no le veían en vano; que su recuerdo
acudía siempre á la memoria, pues hombres tales lanzan un reto al desdén
y al olvido. No creía la misma Irene hallarse enamorada; juzgábase sólo
víctima de un maleficio, emanado de aquellos versos tan sombríos, tan
extraños. Lo cierto es que Irene tenía eso que ahora llaman obsesión, y
á todas horas veía _aparecerse_ á Camargo, pálido, serio, el rizado pelo
sombreando la pensativa frente... Los padres de Irene, al observar que
su hija se moría minada por un padecimiento misterioso, decidieron
llevarla á la corte, donde hay grandes médicos para consultar y también
grandes distracciones.
Cuando Irene llegó á Madrid, era célebre Camargo. Sus versos fogosos,
altaneros, de sentimiento fuerte y nervioso, hacían escuela; sus
aventuras y genialidades se comentaban. Asociada con él una pandilla de
perdidos, de bohemios desenfadados é ingeniosos, cada noche inventaban
nuevas diabluras, y ya turbaban el sueño de los honrados vecinos, ya
realizaban las orgiásticas proezas á que aluden ciertas poesías
blasfemas y obscenas, que algunos críticos aseguran que no son de
Camargo en realidad. Con las borracheras y el libertinaje alternaban las
sesiones en las logias masónicas y en los comités; Camargo se preparaba
ya la senda de la emigración. No estaba enterada de todo esto la
provinciana y cándida familia de Irene; y como se encontrasen en la
calle al poeta, le saludaron alegres, que al fin era _de allá_.
Camargo, sorprendido otra vez de la hermosura de la joven; notando que
al verle se teñían de púrpura las descoloridas mejillas de una niña tan
preciosa, les acompañó, y prometió visitar á sus convecinos. Quedaron
lisonjeados los pobres lugareños, y creció su satisfacción al notar que
de allí á pocos días, habiendo cumplido Camargo su promesa, Irene
revivía. Desconocedores de la crónica, les parecía Camargo un yerno
posible, y consintieron que menudease las visitas.
Veo en su cara de usted que cree adivinar el desenlace... ¡No lo
adivina! Irene, fascinada, trastornada como si hubiese bebido zumo de
yerbas, tardó sin embargo seis meses en acceder á una entrevista á
solas, en la misma casa de Camargo. La honesta resistencia de la niña
fué causa de que los perdidos amigotes del poeta se burlasen de él, y el
orgullo, que es la raíz venenosa de ciertos romanticismos, como el de
Byron y el de Camargo, inspiró á éste una apuesta, un desquite satánico,
infernal. Pidió, rogó, se alejó, volvió, dió celos, fingió planes de
suicidio, é hizo tanto, que Irene, atropellando por todo, consintió en
acudir á la peligrosa cita. Gracias á un milagro de valor y decoro,
salió de ella pura y sin mancha, y Camargo sufrió una chacota que le
enloqueció de despecho.
A la segunda cita, se agotaron las fuerzas de Irene, se obscureció su
razón y fué vencida. Y cuando, confusa y trémula, yacía, cerrando los
párpados, en brazos del infame, éste exhaló una estrepitosa carcajada,
descorrió unas cortinas, é Irene vió que la devoraban los impuros ojos
de ocho ó diez hombres jóvenes, que también reían y palmoteaban
irónicamente...
Irene se incorporó, dió un salto, y sin cubrirse, con el pelo suelto y
los hombros desnudos, se lanzó á la escalera y á la calle. Llegó á su
morada seguida de una turba de pilluelos que la arrojaban barro y
piedras. Jamás consintió decir de dónde venía, ni qué le había
sucedido.--Mi padre lo averiguó, porque, casualmente, era amigo de uno
de los de la apuesta de Camargo.--Irene sufrió una fiebre de septenarios
en que estuvo desahuciada; así que convaleció, entró en este
convento--lo más lejos posible de A...--Su penitencia ha espantado á las
monjas: ayunos increíbles; mezclar el pan con ceniza; pasarse tres días
sin beber; las noches de invierno descalza y de rodillas, en oración:
disciplinarse, llevar una argolla al cuello, una corona de espinas bajo
la toca, un rallo á la cintura...
Lo que más edificó á sus compañeras, que la tienen por santa, fué el
continuo llorar. Cuentan--pero serán consejas--que una vez llenó de
llanto la escudilla del agua. ¡Y quién le dice á usted que de repente se
le quedan los ojos secos, sin una lágrima, y brillando de ese modo que
ha notado usted!--Esto aconteció más de veinte años hace; las gentes
piadosas creen que fué la señal del perdón de Dios. No obstante, Sor
Aparición, sin duda, no se cree perdonada, porque, hecha una momia,
sigue ayunando y postrándose y usando el cilicio de cerda...
--Es que hará penitencia por dos--respondí, admirada de que en este
punto fallase la penetración de mi cronista.--¿Piensa usted que Sor
Aparición no se acuerda del alma infeliz de Camargo?


¿Justicia?

Sin ser filósofo ni sabio; con sólo la viveza del natural discurso,
Pablo Roldán había llegado á formarse en muchas cuestiones un criterio
extraño é independiente; no digo que superior, porque no pienso que lo
sea,--pero al menos distinto del de la generalidad de los mortales.--En
todo tiempo habrán existido estas divergencias entre el modo de pensar
colectivo y el de algunos individuos innovadores ó retrógrados con
exceso, pues tanto nos separamos de nuestra época por adelantarnos como
por rezagarnos.
Uno de los problemas que Pablo Roldán consideraba de modo original y
hasta chocante, era el de la infidelidad de la esposa. Es de advertir
que Pablo Roldán estaba casado, y con dama tan principal, moza, hermosa
y elegante, que se llevaba los ojos y quizás el corazón de cuantos la
veían. Un tesoro así debiera hacer vigilante á su guardador; pero Pablo
Roldán no sólo alardeaba de confianza ciega, rayana en descuido, sinó
que declaraba que la vigilancia le parecía inútil, porque no juzgándose
_propietario_ de su bella mitad, no se creía en el caso de guardarla
como se guarda una viña, un huerto ó una caja de valores. Una
mujer--decía sonriendo Pablo--se diferencia de una fruta y de un rollo
de billetes de Banco, en que tiene conciencia y lengua. A nadie se le ha
ocurrido hacer responsable á la pavía si un ratero la hurta y se la
come. La mujer es capaz y responsable--y vean cómo realmente, pareciendo
tan bonachón, soy más rígido que ustedes los celosos extremeños.--La
mujer es responsable, culpable... entendámonos: cuando engaña. Claro que
la mía, moralmente, no conseguirá nunca engañarme, porque yo sería la
flor de los imbéciles si al acercarme á ella no comprendiese la
impresión que la produzco; si me ama, ó la soy indiferente, ó no me
puede sufrir. Del estado de su alma no necesitará mi esposa darme
cuenta: yo adivinaré... ¡No faltaría más! Y al adivinar--tan cierto como
me llamo Pablo Roldán y me tengo por hombre de honor--consideraré roto
el lazo que la sujeta á mí, y no haré al autor de las almas la ofensa de
violentar un alma esencialmente igual á la mía... Desde el día en que no
me quiera, mi mujer será _interiormente_ libre como el aire. Sin
embargo--pues el nudo legal es indisoluble y la equivocación mutua,--le
advertiré que queda obligada á salvar las apariencias, á tener muy en
cuenta la exterioridad, á no hacerme blanco de la burla; y yo, por mi
parte, me creeré en el deber de seguir amparándola, de escudarla contra
el menosprecio. ¡Bah! Amigo mío, esto es hablar por hablar; Felicia
parece que aun no me ha perdido el cariño... Son teorías, y ya sabe
usted que, llegado el caso práctico, raro es el hombre que las aplica
rigurosamente.
No platicaba así Roldán sino con los pocos que tenía por verdaderos
amigos y hombres de corazón y de entendimiento; con los demás creía él
que no se debían conferir puntos tan delicados. Al parecer, el sistema
amplio y generoso de Pablo daba resultados excelentes: el matrimonio
vivía unido, respetado, contento. No obstante, yo que lo observaba sin
cesar, atraído por aquel experimento curioso, empecé á notar,
transcurridos algunos años--poco después de que la mujer de Pablo entró
en el período de esplendor de la belleza femenina, los treinta--ciertos
síntomas que me inquietaron un poco. Pablo andaba á veces triste y
meditabundo; tenía días de murria, momentos de distracción y ausencia,
aunque se rehacía luego y volvía á su acostumbrada ecuanimidad. En
cambio, su mujer demostraba una alegría y animación exageradas y
febriles, y se entregaba más que nunca al mundo y á las fiestas. Seguían
yendo siempre juntos; las buenas costumbres conyugales no se habían
alterado en lo más mínimo; pero yo, que tampoco soy la flor de los
imbéciles, no podía dudar que existía en aquella pareja antes venturosa
algún desajuste, alguna grieta oculta, algo que alteraba su contextura
íntima. Para la gente, el matrimonio Roldán se mantenía inalterable;
para mí, el matrimonio Roldán se había disuelto.
Por aquel entonces se anunció la boda de cierta opulenta señorita, y los
padres convidaron á sus relaciones á examinar las _vistas_ y ricos
regalos que formaban la canastilla de la novia. Encontrábame entretenido
en admirar un largo hilo de perlas, obsequio del novio, cuando ví entrar
á Pablo Roldán y á su mujer. Acercáronse á la mesa cargada de preseas
magníficas, y la gente agolpada les abrió paso difícilmente. La señora
de Roldán se extasió con el hilo de perlas: ¡qué iguales! ¡qué gruesas!
¡qué oriente tan nacarado y tan puro! Mientras expresaba su admiración
hacia la joya, noté...--¿quién explicaría el por qué me fijaba
ansiosamente en los movimientos de la mujer de Pablo?--noté, digo, que
se deslizaba hacia ella, como para compartir su admiración, Dámaso
Vargas Padilla, mozo más conocido por calaveradas y despilfarros que por
obras de caridad, y hube de ver que sobre el color avellana del guante
de Suecia de la dama relucía un objetito blanco, inmediatamente
trasladado á los dominios de un guante rojizo del Tirol... Y sentí el
mismo estremecimiento que si de cosa propia se tratase, al cerciorarme
de que Pablo Roldán, demudado y con el rostro color de muerto, había
visto como yo, y sorprendido, como yo, el paso del billete de manos de
su mujer á manos de Vargas...
Temí que se arrojase sobre los que así le escarnecían en público. No se
arrojó; no dió la más leve muestra de cólera ó pesadumbre. Al contrario,
siguió curioseando y alabando las galas bonitas, revolviendo y mezclando
los objetos colocados más cerca, deteniéndose y obligando á su mujer á
que se detuviese y reparase el mérito de cada uno. Tan despacio procedió
á este examen, que la gente fué retirándose poco á poco, y ya no
quedamos en el gabinete sino media docena de personas. Y cuando me
disponía á cruzar la puerta, en una ojeada que lancé al descuido, volví
á ver algo que me hizo el efecto de la espantable cabeza de Medusa,
paralizándome de horror, dejándome sin voz, sin discurso, sin aliento...
Pablo Roldán había deslizado rápidamente en el bolsillo de su chaleco el
hilo de perlas, y salía tranquilo, alta la frente, bromeando con su
esposa, elogiando un cuadro, en el cual logró concentrar toda la
atención de los circunstantes.
Desde el día siguiente empezó á murmurarse sobre el tema del robo,
primero en voz baja, después con escandalosa publicidad. Hubo periódicos
que lo insinuaron; el _tole tole_ fué horrible. Las muchas personas
distinguidas que habían admirado las galas de la novia clamaban al cielo
y mostraban, naturalmente, deseo furioso de que se descubriese al
ladrón. Se calumnió á varios inocentes, y el rencor buscó medios de
herir, devolviendo la flecha. Todos respiraron por fin al saber que el
juez, avisado por una delación anónima, acababa de registrar la casa de
Pablo, encontrando el hilo de perlas en un armario del tocador de la
señora de Roldán...
Sólo yo comprendí la tremenda venganza. Sólo yo logré penetrar el
siniestro enigma, sin clave para la propia señora, que no anda lejos de
expiar con años de presidio el delito que no cometió. Y un día que
encontré á Pablo y le abrí mi alma y le confesé mis perplejidades, mis
dudas respecto á si debía ó no revelar la verdad, puesto que la conocía,
Pablo me respondió con lágrimas de rabia al borde de los lagrimales:
--No intervengas; ¡paso á la justicia, paso!... Dejó de amarme, y no me
creí con derecho ni á la queja; quiso á otro, y únicamente la rogué que
no me entregase á la risa del mundo... ¡Ya sabes cómo atendió á mi
ruego... ya lo sabes! Antes que consiguiese ridiculizarme, la infamé...
¡Los medios fueron malos, pero... se lo tenía advertido! Si tú eres de
los que creen que la venganza pertenece á Dios, apártate de mí, porque
no nos entendemos. Amor, odio y venganza... ¿dónde habrá nada más
humano?
Me desvié de Pablo Roldán y no quiero volver á verle. No sé juzgarle;
tan pronto le compadezco, como me inspira horror.


Más allá

Era un balneario elegante; pero no de esos en que la gente rica,
antojadiza y maniática cuida imaginarias dolencias, sino de los que
reciben todos los años, desde principios de Junio, retahilas de
verdaderos enfermos pálidos y débiles, y donde, á la hora de la
consulta, se ven á la puerta del consultorio gestos ansiosos,
enrojecidos párpados, y señoras de pelo gris, que dan el brazo y
sostienen á señoritas demacradas, de trabajoso andar. Para decirlo
pronto: aquellas aguas convenían á los tísicos.
Pared por medio estaban los dos. _Ella_, la niña apasionada y romántica,
la interesante enfermita que--indiferente á la muerte como
aniquilamiento del ser físico--no la aceptaba como abdicación de la
gracia y la belleza; que, á su paso por los salones, cuando los cruzaba
con porte airoso de ninfa joven, solía levantar un rumor halagüeño, un
murmurio pérfido de mar que acaricia y devora; y defendiendo hasta el
último instante su corona de encantos, que iba á marchitarse en el
sepulcro, se rodeaba de flores y perfumes, sonreía dulcemente, envolvía
su cuerpo enflaquecido en finos crespones de China y delicados encajes,
y calzaba su pie menudo de blanco tafilete, con igual coquetería que si
fuese á dirigir alegre y raudo cotillón.--_El_, el mozo galán que había
derrochado sus fuerzas vitales con prodigalidad regia, despreciando las
advertencias de la tierna é inquieta madre y la indicación hereditaria
de los dos tíos maternos arrebatados en lo mejor de la edad--hasta que
un día sintió á su vez el golpe sordo que le hería el pecho y le
disolvía lentamente el pulmón, avivando, en vez de extinguirlo, el
incendio que siempre había consumido su alma.
Pared por medio estaban los dos, sin conocerse ni saber que existían, y
sin embargo, el mal que los llevaba á la tumba tenía idéntico origen; el
mismo anhelo insaciable había atacado en ellos las fuentes de la vida.
Ella y él, fascinados por el propio sueño, hicieron de la pasión único
ideal de la existencia, y aspiraron á un amor grande, profundamente
estético, ardiente y resuelto como si fuese criminal, noble y altivo
como si fuese legítimo, puro á fuerza de intensidad, abrasador á fuerza
de pureza. Y como quien busca ave fénix ó talismán poderoso, habían
buscado ambos la encantada isla de sus ensueños, ella entre los sosos
incidentes del diario _flirt_, él entre los episodios no menos vulgares
de la calvatronería orgiástica; hasta que una serie de decepciones
tristes, cómicas ó indignas les arruinó la salud, dejando intacto el
tesoro de ilusiones y aspiraciones nunca satisfechas, la sed de amar
inextinta, más bien exacerbada por la calentura y el alta tensión
nerviosa, fruto del padecimiento.
¡Quién les dijera que allí, detrás del tabique en cuyo papel de
caprichosos dibujos hallaban maquinal entretenimiento los aburridos
ojos, se encontraba lo que habían buscado en balde tanto tiempo, lo que
necesitaban para asirse otra vez á la existencia!
Porque ya ni él ni ella podían salir del cuarto, ni bajar las escaleras,
ni comer en el comedor. Postrados y exánimes, les traían el agua mineral
en un vaso puesto boca abajo sobre un platillo; últimamente, hasta no se
atrevieron á beber, y el médico, presintiendo fatal desenlace, advirtió
que convendría atender al alma, señal casi siempre funestísima para el
pobre del cuerpo.
El y ella se prepararon á recibir á Jesucristo con todo el agasajo que
tal visita merece. No hubo fuerzas humanas que les impidiesen vestirse y
engalanarse como para un sarao. Ella se lavó con esencias fragantes y
jabones exquisitos, hizo peinar esmeradamente la negra mata de pelo, se
puso traje de blanco gró, y con sonriente coquetería prendió en la
mantilla sus agujas de turquesas; él atusó la bien recortada barba,
eligió la camisa más bruñida y tersa, el chaleco de mejor caída, y de
frac y corbata blanca, esperó á su Dios. Y él y ella, al sentir en los
labios la sagrada partícula, gozaron un momento de emoción deliciosa:
les pareció que la efusión esperada en vano, el supremo arrobamiento del
éxtasis, vendría después de despojada la vestidura carnal, cuando el
alma, libre y dichosa, volase al seno de su Creador...
Así fué que tuvieron unas últimas horas edificantes, ejemplares, de un
ardor místico sublime, que hacía derramar lágrimas á los que rodeaban el
lecho. Sus palabras de esperanza sonaban conmovedoras y misteriosas,
dichas desde el borde de la huesa. Hablaban del cielo, y diríase que al
nombrarlo lo veían ya; de tal suerte se iluminaban sus ojos y
resplandecía en sus rostros la beatitud y la fe que transfigura.
A la misma hora fallecieron, y sus espíritus se encontraron en el camino
del otro mundo, antes de tomar rumbos distintos, pues él se encaminaba
al purgatorio en forma de llama rojiza, y ella al cielo, convertida en
ligero fueguecillo azul. Entonces se vieron por primera vez, y
sorprendidos, detuviéronse á contemplarse. Como á aquellas alturas todo
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