Cuentos de amor - 05

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acercarse á la preciosa gata. Le contuvieron el temor y el hábito de
obedecer, que siempre reprimen un tanto, al principio, los ímpetus
rebeldes; pero lo que no acertó á sujetar fué su lengua, y loco de
entusiasmo, refirió á la mamá cómo le tenía fuera de sí la aparición de
la gata celeste.
--Qué, ¿has visto á ese monstruo?--exclamó la madre.
--¡Monstruo una criatura tan encantadora!--suspiró el ratoncillo.
--Monstruo horrible, el más funesto, el más sanguinario, el más atroz
que, por tu negra suerte, pudiste encontrar. Huye de él, hijo mío, como
del fuego: mira que en huir te va la vida; mira que tu padre pereció en
las garras de esa maldita fiera, y que todas mis lágrimas son obra suya.
--Madre--repuso atónito el ratoncillo--apenas puedo creer lo que me
aseguras. El agua que corre limpia y clara entre las flores del prado no
tiene los matices de aquellos cándidos ojos ya verdes, ya azulados,
siempre dulces, donde siempre juega misteriosamente la luz. Los pétalos
de las azucenas y de los lirios del valle ceden en blancura á su nevada
piel, que debe de ser más suave que el terciopelo y más flexible que la
seda. ¿Cómo quieres que vea un monstruo sanguinario y horrible en la
gata? ¡Ay, madre! desde que la contemplé, sólo en ella pienso. Cuanto no
es ella, me parece indigno de existir. Antes me gustaban el prado y el
cielo y los árboles. Ahora todo me cansa y todo lo desprecio. Madre,
cúrame de este mal, porque me siento tan triste, que creo que se me va á
acabar la vida.
Ya supondréis que la pobre ratona haría cuanto cabe para distraer y
aliviar á su retoño. A fin de cambiar sus pensamientos en otros más
lícitos, llevóle al agujero de unas ratas algo parientas suyas, jóvenes,
ricas y honradas, que vivían royendo el trigo de repleto granero; pero
el ratón se aburría de muerte entre los montones de grano, en la
obscuridad de la troj, y echaba de menos el prado, que iluminaba, antes
que el sol, la presencia de la gata blanca. Porque ya varias veces la
había visto pasar juguetona y ligera, fijando sus radiantes pupilas en
las inaccesibles alturas del árbol, y siempre que la gata aparecía, el
ratón sentía ensanchársele la vida y escapársele el alma--sí, el alma,
porque el amor hasta en las bestias la infunde--detrás de aquella maga
de los verdes ojos.
No hubiese querido la ratona en tan críticas circunstancias separarse un
minuto de su hijo, pero era forzoso salir á cazar, á procurar
subsistencia para la familia, y llegó una mañana en que habiendo
madrugado la ratona á dejar el nido antes de que amaneciese, el joven
ratón, pensativo y melancólico, se asomó al agujero para ver nacer el
día. Recta faja dorada franjeó el horizonte; poco á poco la bruma se
rasgó y fué absorbiéndose en la clara pureza del cielo, por donde el sol
ascendía como una rosa de oro pálido; los pajaritos saludaron su
gloriosa luz con un himno de alegría alborozado y triunfal, y sobre la
hierba, aljofarada aún de rocío, como sobre una red de diamantes,
mostróse pasando con aristocrática delicadeza y remilgada precaución, la
hermosa gata blanca.
Exhaló el ratón un chillido de júbilo; la gata le miraba, parecía
llamarle, invitarle á que descendiese.--¿Quieres jugar
conmigo?--preguntóla él, sin reflexionar, sin acordarse para nada de las
maternales advertencias.--Baja--pareció contestar con sus ojos
misteriosos la gatita. Y el ratón bajó aprisa, disparado, ebrio de
felicidad, y el juego dió principio, con muchos saltos y carreras.
Fingía huir la gata; escondíase entre sauces y mimbres, y cuando el
ratón se cansaba de perseguirla, ella se dejaba caer sobre la muelle
alfombra del prado, y escondiendo las uñas recibía con las patitas de
terciopelo al ratón, y ya le despedía, en broma, ya le estrechaba,
retozando, en deleitosa mezcla é indescifrable confusión de tratamientos
ásperos y dulces.
Nunca sabía el ratón, en aquel juego de veleidades, si iba á ser acogido
con demostración tierna y mimosa ó con fiero y desdeñoso zarpazo; y en
los amados ojos de la esfinge tan pronto veía piélagos de voluptuosidad
y relámpagos de risa, como destellos de ferocidad y chispazos sombríos y
crueles. Más de una vez creyó notar que las patitas blandas y muertas se
crispaban de súbito, y que bajo lo afelpado de la piel surgían uñas de
acero. Y ¡cosa rara! no bien pensaba advertir síntomas tan alarmantes,
el ratón cerraba los párpados y volvía gozoso y tembloroso á solazarse
con la gata blanca.
Duraba aún el juego, cuando por la tarde regresó la ratona y vió de
lejos la escena y á su hijo mano á mano con el monstruo. Llorando y
desesperada gritóle desde lejos:--Hijo mío, que te pierdes.--El ratón,
por supuesto, no la hizo maldito caso. ¡Sí, para oir consejos estaba él!
Subido al quinto cielo, nunca el juego le había encantado más. La gata,
por el contrario, empezaba á fatigarse y á sospechar que había perdido
bastante tiempo con un ratoncillo de mala muerte; y al notar que iba á
ponerse el sol, que se hacía tarde--sin modificar apenas su actitud,
siempre graciosa y juguetona, como el que no hace nada--torció la
cabeza, aseguró con la boca al ratoncillo, hincó los agudos dientes... y
le lanzó al aire palpitante y moribundo, para recibirle en las uñas,
tendidas con violencia feroz...
A punto que una nube de sangre cubría ya los ojos del desdichado, y el
delirio de la agonía ofuscaba sus sentidos, todavía pudo oirse cómo
murmuraba débilmente:--¿Quieres jugar conmigo, gatita blanca?
Por eso su madre hizo mal en llorar amargamente al incauto ratón. ¡El
espiró tan satisfecho, tan á gusto!


Así y todo...

La sanción penal para la mujer--dijo en voz incisiva Carmona, aficionado
á referir casos de esos que dan escalofríos--es no encontrar hombre
dispuesto á ofrecerla mano de esposo. Una imperceptible sombra, un
pecadillo de coquetería ó de ligereza, cualquier genialidad, la más leve
impremeditación, bastan para empañar el buen nombre de una doncella, que
podrá ser honestísima, pero que, cargada con el sambenito, ya se queda
soltera hasta la consumación de los siglos, sin remedio humano.
Sucediendo así, ¿cómo se explica que infinitas mujeres notoriamente
infames, y con razón difamadas, si cien veces enviudan, otras ciento
hallan quien las lleve al altar? Para probarles este curioso fenómeno,
les contaré un suceso presenciado allá en mis mocedades, que me produjo
impresión tan indeleble, que jamás en toda mi vida me ocurrió la idea de
casarme. Sí; por culpa de aquella historia moriré solero,--y no me
pesa, bien lo sabe Dios.
El lance pasó en M***, donde estaba de guarnición uno de los regimientos
más lucidos del ejército español, que por su arrojo y decisión en atacar
había merecido el glorioso sobrenombre de _El Adelantado_. Era yo
entrañable amigo del teniente Ramiro Quesada, mozo de arrogante figura y
ardorosa cabeza, uno de esos atolondrados simpáticos, á quienes queremos
como se quiere á los niños. No salía Ramiro sin mí; juntos íbamos al
teatro, á los saraos, á las juergas--que ya existían entonces aunque las
llamásemos de otro modo;--juntos dábamos largos paseos á caballo, y
juntos hacíamos corvetear á nuestras monturas ante las floridas rejas.
Nos confiábamos nuestros amoríos, nuestros apurillos de dinero, nuestras
ganancias al juego, nuestros sueños y nuestras esperanzas de los
veinticinco años. No éramos él ni yo precisamente unos anacoretas, pero
tampoco unos perdidos: muchachos alegres, y nada más.
De repente noté que Ramiro se volvía huraño, y retrayéndose de mi trato
y compañía se daba á andar solo, como si tuviese algo que le importase
encubrir. Vano intento, porque en M*** no caben tapujos. Poco tardamos
en averiguar la razón del cambio de carácter del teniente. La clave del
enigma no era sino la esposa del capitán Ortiz, una de esas hembras que
no calificaré de muy hermosas, pero peores que si lo fuesen: morena,
menuda, salerosa al andar, descolorida, de ojos que parecían candelas
del infierno y una cintura redonda de las que se pueden rodear con una
liga. Ortiz, al parecer (y con motivo, pero sin fruto), era
extremadamente celoso, y Ramiro, para avistarse con su tormento,
necesitaba emplear ardides de prisionero ó de salvaje. El día en que se
le frustraba una cita ó se le malograba furtivo coloquio en la reja que
abría sobre una callejuela obscura y solitaria, estaba el pobre muchacho
como demente: ni contestaba si le hablábamos. Aunque yo no alardease de
moralista, ni tuviese autoridad para aconsejar, y menos en tales
materias, declaro que las relaciones ilícitas de mi amigo me desazonaban
mucho, y un presentimiento--le llamo así, porque no sé cómo definir el
disgusto y la inquietud que sentía--me anunciaba que algo grave, algo
penoso debían acarrearle á Ramiro aquellos malos pasos. Con todo, lejos
estaba--á mil leguas de suponer la tragedia que aconteció.
Cierta mañana esparcióse por M*** la nueva de que el capitán Ortiz había
sido encontrado muerto, con un balazo en el pecho y otro en la cabeza,
casi á las puertas de su domicilio, cerca de la esquina donde se abría
la callejuela lóbrega. En los primeros momentos no me asaltó la terrible
sospecha: creía á Ramiro noble y leal, y sólo cuando el rumor público le
señaló, comprendí que únicamente él, poseído del demonio, podía haber
realizado la obra de tinieblas...
A las pocas horas de descubrirse el cadáver, Ramiro fué preso. Reunióse
el Consejo de guerra, y la causa marchó con la fulminante rapidez que
caracteriza á la justicia militar, estimulada por la voluntad expresa
del Capitán General, que deseaba se cumpliesen á rajatabla las
prescripciones legales y se enterrasen á la vez la víctima y el asesino.
Al pronto Ramiro intentó negar; pero dos ó tres frases de indignación
del Fiscal provocaron en él un arranque de altiva franqueza, y confesó
de plano que á traición había disparado dos pistoletazos, la noche
anterior, al capitán Ortiz. En cuanto á los móviles del crimen, juró y
perjuró que no eran otros sino ofensas de jefe á subalterno, rencores
por cuestiones de servicio. Llamada á declarar la esposa de Ortiz,
compareció de negro, impávida, y aseguró que apenas conocía al asesino
de vista. Este, sin pestañear, confirmó la declaración de la señora; y
hallándose el reo convicto y confeso, y no habiendo tiempo ni necesidad
de más averiguaciones, se pronunció la sentencia de muerte, y Ramiro
entró en capilla á las tres de la tarde, para ser arcabuceado al rayar
el siguiente día, á las veinticuatro horas justas del crimen.
No necesito decir que en la capilla me constituí al lado de mi amigo,
que demostraba estoica entereza. Sabiendo cuánto alivia una confidencia,
un desahogo, le dirigí preguntas afectuosas, llenas de interés; pero el
reo se encerró en un silencio sombrío, y noté que tenía los ojos
tenazmente fijos en la puerta de la capilla como en espera de que diese
paso á _alguien_... ¡Lo que esperaba el sin ventura--no necesité para
adivinarlo gran perspicacia--era la llegada de la mujer por quien iba á
beber el amargo trago! Sin duda que _ella_ no podía faltar; no podía
negarle el supremo consuelo de la despedida; sin duda, el sordo ruido de
pasos que resonaba en la antecámara era el de los suyos, que hacían
vacilantes el miedo y el dolor... Pero corrió la tarde, empezaron á
transcurrir lentas y solemnes las horas de la última noche, y la
esperanza abandonó al sentenciado. El sacerdote que le exhortaba y había
de absolverle y darle la sagrada comunión antes que el sol asomase en el
horizonte, se retiró un momento á descansar, y solo yo con Ramiro,
comprendí que por fin se abrían sus lívidos labios.
--Hace un momento sentía que _ella_ no viniese--murmuró cogiéndome las
manos entre las suyas abrasadoras.--Ahora me alegro. Ya que me cuesta la
vida, que no me cueste también el alma. ¿Que cómo hice la atrocidad, el
cobarde asesinato de Ortiz? Mira, casi no lo sé. Me parece que quien
cometió esa acción villana no fué Ramiro Quesada, sino otra persona, un
hombre distinto de mí, que se me entró en el cuerpo. ¿Te acuerdas de lo
alegre, de lo franco que era yo? Desde que me acerqué á... esa mujer...
me volví otro. Estaba embrujado... Su marido, á quien ofendíamos, me
parecía mi enemigo personal, el obstáculo á nuestra felicidad; le
odiaba... creo que más de lo que la amaba á ella. Así que ella lo
notó... ¡guárdame siempre el secreto! ¡no lo digas ni á tu madre!
empezó á insinuarme, con medias palabras, la posibilidad del crimen. No
hablábamos claro de ese asunto, pero nos entendíamos perfectamente;
formábamos planes de retirarnos al campo _después_, y hasta--mira qué
detalle--ella se compró un traje negro nuevo, diciendo que _eso siempre
sirve_. Como un tornillo se fijó en mi cerebro el propósito del crimen.
Y así que ella me vió resuelto, se franqueó, me exaltó más, me ofreció
que compartiría mi destino, fuese el que fuese...
Aquí se detuvo Ramiro, y vi que se alteraba más profundamente su rostro.
Con voz húmeda murmuró:
--Yo no quería tanto... ¡Compartir mi destino! Ya ves que ante el
Consejo he logrado salvarla... Prefiero morir solo... Pero verla aquí,
un momento... antes de... Al fin, si fuí asesino, lo fuí por ella, sólo
por ella... ¡Maldita sea mi suerte! Si no conozco á esa mujer, soy
siempre honrado y tal vez me matan defendiendo á la Patria. ¡El sino del
hombre!
* * * * *
--¿Y le fusilaron?--preguntamos ansiosos.
--¡Pues no! Según deseaba el General, á un tiempo se cavó la hoya del
marido y la del amante. Yo, después del horrible día, me marché de M***,
donde me consumía el tedio. Al volver, pasados cinco años, tuve
curiosidad de saber qué había sido de la esposa del capitán Ortiz... y
aquí de lo que decíamos: supe que vivía tranquila, casada en segundas
nupcias con un acaudalado caballero. Sin embargo, en M*** era pública
la causa del triste fin de Ramiro...
Acabó así su relato Carmona, y vimos que inclinaba la cabeza, abrumado
por memorias crueles.


La cabellera de Laura

Madre é hija vivían, si vivir se llama aquello, en húmedo zaquizamí, al
cual se bajaba por los raídos peldaños de una escalera abierta en la
tierra misma: la claridad entraba á duras penas, macilenta y recelosa,
al través de un ventanillo enrejado; y la única habitación les servía de
cocina, dormitorio y cámara.
Encerrada allí pasaba Laura los días, trabajando afanosamente en sus
randas y picos de encaje, sin salir nunca ni ver la luz del sol,
cuidando á su madre achacosa, y consolándola siempre que renegaba de la
adversa fortuna. ¡Hallarse reducidas á tal extremidad dos damas de
rancio abolengo, antaño poseedoras de haciendas, dehesas y joyas á
porrillo! ¡Acostarse á la luz de un candil ellas, á quienes habían
alumbrado pajes con velas de cera en candelabros de plata! No lo podía
sufrir la hoy menesterosa señora, y cuando su hija, con el acento
tranquilo de la resignación, la aconsejaba someterse á la divina
voluntad, sus labios exhalaban murmullos de impaciencia y coléricas
maldiciones.
Como siempre los males pueden crecer, llegó un invierno de los más
rigurosos, y faltó á Laura el trabajo con que ganaba el sustento. A la
decente pobreza sustituyó la negra miseria; á la escasez, el hambre de
cóncavas mejillas y dientes amarillos y largos.
Entonces, con acerba ironía, la madre se mofó de Laura, que pensaba, la
muy ñoña y la muy necia, asegurar el pan por medio de la labor y las
constantes vigilias. ¡Valiente pan comería así que se quedase ciega!
Saldría con un perrito á pedir limosna... ¡Ah, si no fuese tan boba y
tan mala hija--teniendo aquel talle, aquel rostro y aquella mata de pelo
como oro cendrado, que llegaba hasta los pies--no dejaría que su madre
se desmayase por falta de alimento! Al oir estas insinuaciones, Laura se
estremeció de vergüenza y quiso responder enojada; pero recordando que
su madre estaba en ayunas desde hacía muchas horas, se cubrió el rostro
con las manos y rompió á sollozar. De pronto, como quien adopta una
resolución súbita y firme, púsose en pie, se envolvió en un ancho
capuchón de lana obscura, y salió á la calle, que raras veces pisaba,
convencida de que el retiro es la salvaguardia del recato. Sin titubear
fué en dirección de un tenducho que había entrevisto y donde creía poder
feriar el solo tesoro de que estaba secretamente envanecida y
orgullosa. Era dueña del baratillo la astuta vieja Brasilda,--gran
componedora de voluntades con ribetes de hechicera,--y, muy encubierto
el rostro, entró Laura en la equívoca mansión.
Como Brasilda preguntase maliciosamente qué traía á vender la tapada y
gallarda moza, Laura, sin dejar de esconder el semblante en los pliegues
del capuz, se volvió de espaldas y mostró tendida la espléndida
cabellera rubia, brillante y suave más que la seda, y que, con magnífico
alarde, rebosando de la orla de la saya, barría el suelo. «Esto vendo en
diez escudos--exclamó--y córtese ahora mismo.» Convenía la proposición á
la vieja, porque la mata de pelo daba para muchas pelucas y postizos, y
asiendo unas tijeras segó y tonsuró la copiosa melena. Al observar que
la moza seguía encubriendo el rostro, y creyendo advertir que lloraba
muy bajo, silbó á su oído: «Si eres doncella y tan hermosa como promete
tu cabello, aquí te esperan, no diez escudos, sino cien ó doscientos,
cuando te venga en voluntad.»
Recogió Laura el dinero y alejóse sin responder palabra; en la puerta se
cruzó con un caballero, de buen talle y porte, que no reparó en ella:
Laura sí le miró á hurtadillas y sin querer le encontró galán. El
caballero que penetraba en la mansión de la bruja era don Luis de
Meneses, el mozo más rico, libre y desenfrenado de toda la ciudad, el
cual no visitaba á humo de pajas á la madre Brasilda, sino que acudía
allí como el cazador á que se le señalen do está la caza, y que se la
ojeen y acorralen para asegurarla y matarla á gusto.
Después de un rato de conversación, don Luis divisó la soberana
cabellera rubia, que sobre un paño blanco había extendido la vieja, y en
la cual los destellos del velón, siempre encendido en las obscuridades
del tenducho, rielaban como en lago de oro. «¿De qué mujer es ese
pelo?»--preguntó sorprendido el galán.--«A fe que no lo sé,
hijo»--contestó la vieja.--«Una moza acaba de estar aquí, muy airosa de
cuerpo, pero tapadísima de cara, que no logré vérsela; vendióme esa
mata, cobró y con extraño misterio se fué un minuto antes que
entrases...»
--«¿Por qué no la seguiste, buena pieza?»--«Porque sin duda ella está
más pobre que las arañas, y volverá á ganar los cien escudos que la
ofrecí...»--«¡Bruja condenada! Ese pelo es mío, y la mujer también, si
parece.» Y don Luis aflojó la bolsa, cogió delicadamente el paño y el
tesoro que contenía, y ocultándolo bajo el capotillo, se volvió á su
casa.
Desde aquel día realizóse en don Luis un cambio sorprendente.
Renunciando á sus galanteos y aventuras, olvidando el juego, las burlas
y los desafíos, pareció otro hombre. Se le veía, eso sí, en la calle, en
el paseo, en la iglesia; sus ojos ávidos registraban y escudriñaban sin
cesar, buscando algo que le importaba mucho; pero al anochecer se
recogía, y en vida honesta y arreglada no tenían que reprenderle los
devotos viejos, de grave apostura y rosario gordo. No faltó quien dijese
que el mozo, tocado de la gracia, andaba en meterse capuchino; y es que
ni sabían, ni podían sospechar que don Luis estaba enamorado, ciegamente
enamorado, de la cabellera rubia.
Habiéndola colocado respetuosamente sobre un cojín de tisú de plata, se
pasaba ante ella las horas muertas, ya besándola en ideal éxtasis de
devoción, como á venerada reliquia, ya estrujándola con frenesí de
amante que quisiera despedazar y morder lo mismo que adora. Exaltada la
imaginación de don Luis por la vista de aquella cascada de oro, de
aquella crin en que Febo parecía haber dejado presos sus rayos
juguetones, y de la cual se desprendía un aroma vivo, un olor de
juventud y de pureza, fantaseaba el tronco á que tal follaje
correspondía y adivinaba la mata larguísima, caudalosa, perfumada,
cayendo en crenchas y vedijas sobre unas espaldas de nieve, sobre unas
formas virginales de rosa y nácar, ó rodeando, como nimbo de santa
imagen, un rostro de angelical expresión en que se abrían las flores
azules de los luminosos ojos. Había ideas y recelos que enloquecían al
soñador amante. ¿Quién sabe si la infeliz hermosa, después de vender su
cabello por conservar la honestidad, había tenido que perder la
honestidad por conservar la vida?
Con la fatiga de tal pensamiento, don Luis aborrecía el comer, se
consumía de rabia y se abrasaba en extraños celos. Hecho un
azotacalles, no cesaba de inquirir, pretendiendo ver al través de todos
los postigos y calar todas las rejas y celosías. ¡Trabajo perdido!
Ninguna cabeza juvenil cubierta de sortijas doradas y cortas de aquel
matiz único, incomparable, se ofrecía á sus ojos. Don Luis adelgazaba,
se desmejoraba, estaba á pique de desvariar, cada vez que la vieja
hechicera Brasilda, aturdida y desconsolada, repetía alzando las manos
secas:
--Bruja será también la del cabello de oro, y habráse untado y volado
por la chimenea... No parece, hijo, no parece por más que me descuajo
buscándola...
Perdido ya de amores don Luis, como hombre á quien le han dado extraño
bebedizo, llegó al caso de temer morirse de pasión y furia celosa, y
apretando al corazón la cabellera, cuyas roscas le acariciaban las manos
febriles, hizo un voto.--«Que encuentre á tu dueña, y sea rica ó pobre,
buena ó mala, noble ó de plebeya estirpe, con ella me casaré. Pongo por
testigo á este Crucifijo que me escucha.»--Después del voto, lleno de
esperanza y de ilusión salió don Luis á la calle, y al obscurecer, como
fuese muy embozado, le paró cerca de su puerta una pobre, envuelta y
cubierta con un viejísimo capuz de lana.
--Señor caballero--decía en voz lastimera y humilde,--¿necesitan por
casa de su merced una labrandera buena y diligente? No hay donde
trabajar, y mi madre no tiene qué comer.
--Esa es mi casa--respondió distraidamente don Luis, que pensaba en sus
fantásticos amores;--ven mañana, que tendrás harta labor... Toma á
cuenta,--y dejó en la mano tendida un escudo.
Al otro día, Laura, sentada en el hueco de una reja de la casa de don
Luis, con una canastilla de ropa blanca delante, cosía en silencio, sin
tomar parte en la charla de las dueñas; sufría al dejar su morada, su
enferma, su retiro; la fatiga encendía sus mejillas antes pálidas.
Entraban por la reja los dardos del sol, y se prendían en los anillos,
cortos y sedosos como plumón de pajarito nuevo, de la cabeza
descubierta, que no velaba el capuz. Y, casualmente, pasó don Luis tan
absorto, que ni miró á la joven labrandera. Pero ella, reconociendo en
don Luis al caballero galán de quien no había cesado de acordarse,--el
que vió cuando salía de vender su cabellera en casa de la bruja,--exhaló
un grito involuntario... Al oirlo, volvióse don Luis, y cruzando las
manos, creyó que alguna aparición del cielo le visitaba, pues reconoció
el matiz único de la melena rubia en la ensortijada testa que bañaba el
sol... Y dirigiéndose á las dueñas y á las mozas de servicio con imperio
y ufanía, dijo solemnemente:
--No labréis más; hoy es día de fiesta; saludad á vuestra señora...


Delincuente honrado

De todos los reos de muerte que he asistido en sus últimos
instantes--nos dijo el Padre Téllez, que aquel día estaba animado y
verboso--el que me infundió mayor lástima fué un zapatero de viejo,
asesino de su hija única. El crimen era horrible. El tal zapatero,
después de haber tenido á la pobre muchacha rigurosamente encerrada
entre cuatro paredes; después de reprenderla por asomarse á la ventana;
después de maltratarla, pegándola por leves descuidos, acabó llegándose
una noche á su cama, y clavándola en la garganta el cuchillo de cortar
suela. La pobrecilla parece que no tuvo tiempo ni de dar un grito,
porque el golpe segó la carótida. Esos cuchillos son un arma atroz, y al
padre no le tembló la mano; de modo que la muchacha pasó, sin
transición, del sueño á la eternidad.
La indignación de las comadres del barrio y de cuantos vieron el
cadáver de una criatura preciosa de diez y siete años, tan alevosamente
sacrificada, pesó sobre el Jurado; y como el asesino no se defendía y
parecía medio estúpido, le condenaron á la última pena. Cuando tuve que
ejercer con él mi sagrado ministerio, á la verdad, temí encontrar,
detrás de un rostro de fiera, un corazón de corcho, ó unos sentimientos
monstruosos y salvajes. Lo que ví fué un anciano de blanquísimos
cabellos, cara demacrada y ojos enrojecidos, merced al continuo fluir de
las lágrimas, que poco á poco se deslizaban por las mejillas consumidas,
y á veces paraban en los labios temblones, donde el criminal, sin
querer, las bebía y saboreaba su amargor.
Lejos de hallarle rebelde á la divina palabra, apenas entré en su celda
se abrazó á mis rodillas y me pidió que le escuchase en confesión,
rogándome también que, después de cumplir el fallo de la justicia,
hiciese públicas sus revelaciones en los periódicos, para que
rehabilitasen su memoria y quedase su decoro como correspondía. No
juzgué procedente acceder en este particular á sus deseos: pero hoy los
invoco, y me autorizan para contarles á ustedes la historia. Procuraré
recordar el mismo lenguaje de que él se sirvió, y no omitiré las
repeticiones, que prueban el trastorno de su mísera cabeza:
»--Padre confesor--empezó por decir,--ante todo sepa usted que yo soy un
hombre decente, todo un caballero. Esa niña... que maté... nació... al
año de haberme casado. Era bonita, y su madre también... ¡ya lo creo!
preciosa, que daba gloria el mirarla! Yo tenía ya algunos añitos... y
ella, una moza de rumbo, más fresca que las mismas rosas. Digo la madre,
señor; digo su madre, porque por la madre tenemos que principiar. Los
hijos, así como heredan los dineros del que los tiene... heredan otras
cosas... Usted, que sabrá mucho, me entenderá. Yo no sé nada, pero... á
caballero no me ha ganado nadie!
La madre... yo me miraba en sus ojos, porque la quería de alma, según
corresponde á un marido bueno. Le hacía regalos; trabajaba día y noche
para que tuviese su ropa maja y su mantón y sus aretes, y sobre todo...
¡porque eso es antes! á diario su puchero sano, y cuando parió, su
cuartillo de vino y su gallina... No me remuerde la conciencia de
haberla escatimado un real. Ella era alegre y cantaba como una
calandria, y á mí se me quitaban las penas de oirla. Lo malo fué que
como la celebraron la voz y las coplas, y empezaron á remolinarse para
escucharla, y el uno que llega y el otro que se pega, y éste que encaja
una pulla, y aquél que suelta un requiebro... en fin, ví que se ponía
aquello muy mal, y la dije lo que venía al caso. ¿Sabe usted lo que me
contestó? Que no lo podía remediar, que la gustaba el gentío y oir cómo
la jaleaban, que cada cual es según su natural y que no le rompiese la
cabeza con sermones... De allí á un mes--no se me olvida la fecha, el
día de la Candelaria--desapareció de casa, sin dar siquiera un beso á la
niña... que tenía sus cinco añitos y era como un sol.»
--Aquí--intercaló el Padre Téllez--tuvo una crisis de sollozos, y por
poco me enternezco yo también, á pesar de que la costumbre de asistir á
los reos endurece y curte. Le consolé cuanto era posible, le di á beber
un trago de anís, y el desdichado prosiguió.
«Supe luego que andaba por los coros de los teatros, y sabe Dios cómo...
y lo que más me barajaba los sesos--¡porque la honra trabaja mucho!--era
que me decían los amigos, al pasar delante de mi obrador:--No tienes
vergüenza... Yo que tú, la mato.--De tanto oirlo, se me pegó el
estribillo, y mientras batía suela, ¡tan, tan, catán! repetía en
alto:--No tengo vergüenza... ¡Había que matarla!--Sólo que ni la
encontré en jamás, ni tuve ánimos para echarme en su busca. Y así que
pasaron tres años, nadie me venía con que la matase, porque ella rodaba
por Andalucía, hasta que se la llevaron á América... ¡qué sé yo adonde!
¡Si vive y lee los diarios y ve como murió su hija...!» El reo tuvo un
ataque de risa convulsiva, y le sosegué otra vez á fuerza de
exhortaciones y consejos.
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