Cuentos de amor - 10

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de Septiembre, templada y deliciosa; cada tarde los zurrones volvían
atestados de piezas, y para mayor satisfacción, nos habían anunciado que
andaban reses por el monte, y que el primer ojeo nos prometía rico
botín. Decidimos que este ojeo principiase un miércoles por la mañana, y
apenas despachadas las migas y el chocolate, salimos á cabalgar nuestros
jacos, que nos esperaban á la puerta, entre el tropel de las escopetas
negras y la gresca y alborozo de los perros. Como tengo tan presentes
las menores circunstancias de aquel día, recuerdo que me extrañó mucho
la furia con que los animales ladraban, y al asomarme fuera, ví, apoyada
en uno de los postes del emparrado que sombreaba la puerta, á una gitana
atezada, escuálida, andrajosa.
Podría tener sus veinte años, y si la suciedad, la descalcez y las
greñas no la afeasen, no carecería de cierto salvaje atractivo, porque
los ojos brillaban en su faz cetrina como negros diamantes, los dientes
eran piñones mondados y el talle un junco airoso. Los pingajos de su
falda apenas cubrían sus desnudos y delgados tobillos, y al cuello tenía
una sarta de vidrio, mezclada con no sé qué amuletos. Dije que sus ojos
brillaban, y era cierto; brillaban de un modo raro, que no supe definir;
los tenía clavados en Santiago--que, lo repito, era un muchacho
arrogante, rubio y blanco, y en aquel instante, subido al poyo de montar
y con un pie en el estribo, con su sombrero de alas anchas, su bizarro
capote hecho de una manta zamorana, de vuelto cuello de terciopelo
verde, y sus altos zajones de caza, que marcaban la derechura de la
pierna, aún parecía más apuesto y gallardo.--Y á Santiago fué á quien
dirigió sus letanías la egipcia, soltándole esos requiebros raros que
gastan ellas, y ofreciéndose á decirle la buenaventura. En aquel
momento, Santiago, de seguro, pensaba en el dulce rostro de su novia, y
el contraste con el de la gitana debió de causarle una impresión de
repugnancia hacia ésta; porque era galante con todas las mujeres, y sin
embargo, soltó una frase dura y hasta cruel, una frase fatal... yo así
lo creo...
--¿Qué buenaventura vas á darme tú?--exclamó Santiago.--¡Para ti la
quisieras! ¡Si tuvieses ventura, no serías tan fea y tan negra,
chiquilla!
La gitana no se inmutó en apariencia, pero yo noté en sus ojos algo que
parecía la sombra de un abismo; y fijándolos de nuevo en Santiago, que
estaba á caballo ya, articuló despacio, con indiferencia atroz y en voz
ronca:
--¿No quieres buenaventuras, jermoso? Pues toma mardisiones... Premita
Dios... Premita Dios... ¡que vayas montao y vuelvas tendío!
Yo no sé con qué tono pudo decirlo la malvada, que nos quedamos de
hielo. Leoncio, en especial, como adoraba en su hermano, se demudó un
poco y avanzó hacia la gitana en actitud amenazadora; los perros, que
conocen tan perfectamente las intenciones de sus amos, se abalanzaron
ladrando con furia; uno de ellos hincó los dientes en la pierna desnuda
de la mujer, que dió un chillido. Esto bastó para que Leoncio y yo, y
todos, incluso Santiago, nos distrajésemos de la maldición y pensásemos
únicamente en salvar á la bruja moza, en riesgo inminente de ser
destrozada por la jauría. Contenidos los perros, cuando volvimos la
cabeza, la gitana ya no parecía por allí; sin duda se había puesto en
cobro, aunque nadie supo por donde.
Al llegar aquí de su narración Gustavo, me hirió de súbito un recuerdo.
--Espere usted, espere usted...--murmuré recapacitando.--Creo que
conozco el final de la historia... Cuando usted nombró á los Mayoral,
empezó á trabajar mi cabeza... El nombre _me sonaba_... Tengo idea de
que conozco á los dos hermanos, y ya voy reconstruyendo su figura...
Leoncio, vivo, moreno, delgado; Santiago, rubio y algo más grueso...
¿Fué en esa cacería donde?...
--Donde Leoncio, creyendo disparar á un corzo, mató á Santiago de un
balazo en la cabeza--respondió lentamente Gustavo, cruzando las manos
con involuntaria angustia.--Santiago _volvió tendido_... Perdí á la vez
mis dos amigos; porque el matador, si no enloqueció de repente, como
pasa en las novelas y en las comedias, quedó en un estado de
perturbación y de alelamiento que fué creciendo cada día; y quizás por
olvidar cortos instantes la horrible escena, se entregó--él que era tan
formalillo que hasta le embromábamos--á mil excesos, acabando así de
idiotizarse. ¿Después de saber esta _coincidencia_, extrañará usted que
me agrade poco sentarme á una mesa de trece? Por más que quiero
dominarme, se me conoce el miedo... ¡El miedo, sí; hay que llamar á las
cosas por su nombre!
--¿Y volvió á parecer la gitana?--pregunté con curiosidad.
--¡La gitana! ¡Quién sabe adónde vuelan esas cornejas agoreras!--exclamó
Gustavo sombríamente.--Los de esa casta no tienen poso ni paradero...
Como dice Cervantes, á su ligereza no la impiden grillos, ni la detienen
barrancos, ni la contrastan paredes... Cuando velábamos al pobre
Santiago, y tratábamos de impedir que se suicidase el desesperado
Leoncio, ya la bruja debía de estar entre breñas, camino de Huelva ó de
Portugal.


La bicha

Han leído ustedes á Selgas?--preguntó la discreta viuda, cerrando su
abanico antiguo de _vernis Martín_, una de esas joyas que para todo
sirven, excepto para abanicarse.--¿Han leído á Selgas?
Los que formábamos _peñita_ en la estufa, huyendo de los sofocados y
atestados salones, movimos la cabeza. ¿Selgas? Un autor á quien, como
suele decirse, «le ha pasado el sol por la puerta»... Nombre casi
borrado ya...
--Pues era ingenioso--declaró la viudita--y á mí me divertía
muchísimo... En no sé qué libro suyo--las citas exactas allá para los
sabiondos--sienta una teoría sustanciosa, no crean ustedes. A propósito
del sistema parlamentario, que le fastidiaba mucho, dice que mientras
nadie se queja de lo que no escoge, todo el mundo rabia con lo que
escogió; que rara vez nos mostramos descontentos de nuestros padres ni
de nuestros hijos, pero que de los cónyuges y de los criados siempre hay
algo malo que contar. ¿Verdad que es gracioso? Sólo que en ese capítulo
de la elección conyugal, le faltó distinguir... Se le olvidó decir que
sólo los hombres eligen, mientras las mujeres toman lo que se
presenta... Y el caso es que la elección conyugal confirma la teoría de
Selgas: los hombres, que escogen amplia y libremente, son los que
escogen peor.
Esta afirmación de la viuda levantó un turbión de humorísticas protestas
entre el elemento masculino de la peñita.
--No hay que amontonarse--exclamó la señora intrépidamente.--Los hombres
que aciertan, aciertan como _el consabido_ de la fábula... Y si no... á
la prueba. Todos los jueves que nos reunamos aquí--en este rincón, á la
sombra de estos pandanos tan colosales, cerca de esta fuente tan bonita
con la luz eléctrica--me ofrezco á contarles á ustedes una historia de
elección conyugal masculina... que les parecerá increíble. Empezaremos
ahora mismo... Ahí va la de hoy.
Cuando perdí á mi marido, tuve que vivir varios años en una capital de
provincia, desenredando asuntos de mucho interés para mí y para mis
hijos. Ya saben ustedes que no soy huraña, y pasado el luto, aproveché
las contadas ocasiones de ver gente que se ofrecían allí. Había una
Sociedad de recreo que daba en Carnaval dos ó tres bailes de máscaras, y
me gustaba ir á sentarme en un palco, acompañada de varias amigas y
amigos de los que solían hacerme tertulia, y divertirme en remirar los
disfraces caprichosos, la animación y las bromas que se corrían abajo,
en el hervidero de la sala. Eran bailes en que se mezclaban el señorío y
la mesocracia con bastantes familias artesanas, sin que se conociesen
mucho las diferencias entre estas clases sociales--porque las artesanas
de M*** se visten, peinan y prenden con gusto, son guapas y tienen aire
fino.--La Junta directiva sólo excluía rigurosamente á las mujeres
notoriamente indignas; y figúrense ustedes el espanto de la concurrencia
cuando, la noche del lunes de Carnaval, empezó á esparcirse la voz de
que estaba en el baile, enmascarada y del brazo de un socio, la célebre
Natalia, por otro nombre _La Bicha_ (la _Culebra_); la daban este apodo
por su fama de mala y engañadora, ó, según otros, porque tenía la cabeza
pequeñita, la tez morena aceitunada y el pelo casi azulado de puro
negro; señas de cuya exactitud pudimos cerciorarnos todos, como verán
ustedes.
Al saberse la noticia, justamente se hallaba en mi palco el presidente
de la Sociedad, señor viudo, acaudalado y respetable, padre de una niña
preciosa que yo me llevaba á casa por las tardes á jugar con la
chiquilla mía. Sobrecogido y turbado, el presidente se agitaba en el
asiento, haciendo coraje, como suele decirse, para bajar á cumplir su
deber de expulsar á la intrusa. Comprenderán ustedes que no existe deber
más penoso: ir á darle en público un bofetón á una mujer... ¡sea quien
sea! Todos seguíamos con los ojos á la máscara sospechosa, y la
indignación fermentaba. Abandonada desde el primer run-run por el socio
que la introdujo y que se dió prisa á desaparecer; asaltada por unos
cuantos mozalbetes, que la asaetaban con insolentes pullas y
dicharachos; aislada á la vez en un espacio libre--porque todas las
demás mujeres se apartaban--la _Culebra_, apretando contra el rostro su
antifaz, recogiendo los pliegues de su manto de _beata_, como para
ocultarse, permanecía apoyada en una columna de las que sostienen los
palcos, en actitud de fiera á quien acosan. Por fin, el presidente se
decidió, y, tomando precipitadamente el sombrero, salió al pasillo;
pronto le vimos aparecer en el salón y dirigirse á donde estaba la
_Culebra_. A las frases secas y rápidas, cual latigazos, del presidente,
los mozalbetes se desviaron, dejando sola á la mujer; y ésta, con un
movimiento de soberbia que remedaba la dignidad, revolviéndose bajo el
ultraje, se arrancó de súbito la careta de raso negro, echó atrás el
manto, y descubierta la cabeza, erguido el cuello, rechispeantes los
ojos, miró, retó, fulminó al presidente primero, después, circularmente,
á todo el concurso, á las señoras, á las señoritas, que volvían la cara
ruborizándose, á los hombres que cuchicheaban y se reían... Y despacio,
sin bajar la frente, pasó por entre la multitud apiñada que se
estremecía á su contacto, y todavía, desde la puerta, volviéndose,
disparó el venablo de sus pupilas (¡qué mirada aquella, Dios mío!) al
presidente, que accionaba entre un círculo de individuos de la Directiva
y de señores que le felicitaban por su acción... Minutos después, muy
exaltado, volvía al palco el buen señor, y al acompañarme, á la salida,
todavía hablaba del descoco de la pájara, refiriéndonos, con el recato
posible, su vida y milagros, capaces, ciertamente, de poner colorada á
una estatua de piedra.
A la vuelta de cinco meses; cuando á las frioleras diversiones del
Carnaval reemplazan los idílicos goces de las giras y de las campestres
romerías,--empezó á susurrarse en M*** que el presidente de la Sociedad
_Centro de Amigos_, el honrado y formal don Mariano Subleiras, con sus
cincuenta del pico, su viudez y su niña encantadora, pasaba á segundas
nupcias... ¿Ya han adivinado ustedes con quién?... ¡Con la propia
Natalia, la _Bicha_, la prójima echada del baile!--Al oirlo, sepan
ustedes que no lo puse en duda ni un momento. Dirán ustedes que soy
pesimista... Digan lo que quieran, ¡El caso es que yo, en seguida, creí
firmemente que era gran verdad eso que á todos les parecía el colmo de
lo absurdo!--¿Pero no se acuerda usted?--me objetaban.--Pero si fué él
mismo quien la puso de patitas...--Pues por eso, cabalmente por
eso--contestaba yo, dejándoles con la boca de un palmo. Al fin, tanto me
calentaron la cabeza con la boda dichosa, que entre el deseo de
complacer y la lástima que me infundía la pequeña, aquella rubita
monísima, amenazada de madrastra semejante, me decidí á meterme donde
no me llamaban y á hacer á don Mariano el siempre inoportuno regalo del
buen consejo... Le llamé á capítulo, le prediqué un sermón que ni un
padre capuchino; estuve elocuente, les aseguro que sí... Y me puse muy
hueca cuando al terminar mi plática, don Mariano, al parecer conmovido,
murmuró aplicando el pico del pañuelo á los ojos:--Prometo á usted que
no me casaré con la Natalia...
--¿Y al poco tiempo se casó?--interrogaron con malicia los de la peña.
--No, señores... No se casó al poco tiempo... ¡Cuando me empeñaba una
palabra inquebrantable... estaba ya casado... secretamente!
Hubo en el grupo exclamaciones, risas, comentarios, y Ramiro Nozales,
que la echaba de observador, pronunció con énfasis:
--¡Qué humano es eso!
--Lo que á mí me preocupó mucho entonces--prosiguió la señora--fué
averiguar cómo se las había compuesto la lagarta para hacer presa en don
Mariano. Su móvil era patente: una venganza que eriza el pelo... Pero,
¿de qué medios se había valido? Cuando fué expulsada del baile, don
Mariano sólo la conocía de vista y por su lamentable reputación...
Excitada mi curiosidad, en que entraba tanto interés por la pobre niña,
pude averiguar algo... ¡Algo que también va usted á decir que es _muy
humano_, amigo Nozales, porque conozco su escuela de usted!... Parece
que la _Bicha_ se presentó en casa de don Mariano días después de la
expulsión, y bañada en lágrimas, y con hartos desmayos y suspiros, le
pidió reparación del ultraje; reparación... ¿cómo diré yo?, una
reparación privada, una palabra benévola, una excusa, algo que la
consolase, porque desde aquel episodio se sentía enferma, abatida y á
punto de muerte... «De otra persona, mire usted, no me hubiese
importado; pero de usted... vamos, de usted... un señor tan digno, un
señor tan virtuoso...», dicen que silbaba la _Culebra_, empezando
insensiblemente á enroscarse... De aquí al vasito de agua, á contar una
larga historia, á ser escuchada y compadecida, visitada después, á
enlazar con el primer anillo, á deslizarse, á abrazar ya con las roscas
flexibles el pecho, la cabeza y el cuerpo todo... el camino ni es largo
ni difícil, y en cuatro meses y medio lo anduvo la _Bicha_... hasta
llegar á la iglesia.--Al año siguiente, la noche del lunes de Carnaval,
don Mariano y su señora ocupaban el palco fronterizo al mío... Fué la
primera vez que aparecieron juntos en público. Después, ya nunca vimos
solo á don Mariano; á ella, sí. Contaban que su mujer le mandaba de tal
suerte, que, al salir de casa, le dejaba encerrado...
--¿Y la niña?--preguntó Nozales con afán triste.
--¡Ah!--suspiró la señora.--La niña... me han escrito de allá que murió
tísica!...


Sangre del brazo

El lunes de Pascua de Resurrección, con un sol esplendente y un aire
tibio y perfumado, que provocaba impaciencias y fervorines primaverales
en los retoños frescos de los árboles y en los senderos que deseaban
florecer y donde á las últimas violetas descoloridas hacían competencia
las primeras campánulas blancas y las margaritas de rosado
cerco,--unieron sus destinos en la capilla del restaurado castillo
señorial la linda heredera de la noble casa y estados de Abencerraje,
con el apuesto y galán marquesito de Alcalá de los Hidalgos.
Todo sonreía en aquella boda, lo mismo la naturaleza que el porvenir de
los desposados. Al cuadro de su juventud, del amor del novio, que
revelaban mil finezas y extremos, y á la cándida belleza de la novia,
servían de marco de oro y rosas la cuantiosa hacienda, la ilustre cuna,
el respeto y cariño de la buena gente campesina, y hasta la venturosa
circunstancia de verse enlazadas por ella, ante el cielo y ante el
mundo, las dos casas más ricas y nobles de la provincia, las que la
representaban en la historia nacional.
A la puerta de la capilla aguardaba el coche familiar que había de
conducir á los esposos á la estación del camino de hierro. Iban á
emprender uno de esos viajes que son la realidad de un sueño divino:
Italia y sus ciudades-museos; Suiza y sus lagos, trozos de la bóveda
azul del firmamento caídos sobre la nieve; Alemania con sus ríos, en que
las ondinas nadan al rayo de la luna; después el Oriente, Grecia,
Constantinopla, y, por último, el invierno en París, entre los
prestigios del lujo y la magia de la refinadísima civilización; París
con sus fiestas y sus elegancias exquisitas, sus nidos de coquetería y
de molicie para la dicha renovada... La perspectiva de tantos días
risueños y venturosos; más que todo la del amor puro, noble, legítimo,
constante regocijo y secreta y dulce efusión del alma, hacía latir de
gozo el corazón de la novia, de la rubia y tierna María de las Azucenas,
cuando el coche arrancó al trote largo de los cuatro fogosos caballos
que lo arrastraban, llevándosela á ella, al que ya era su dueño, y á la
doncella, Luisilla, aldeana viva y fiel, elegida y designada para,
acompañar y servir á María durante el viaje...
Por espacio de algunos meses fueron llegando al castillo faustas nuevas
de los novios. Aun cuando la escondida aldea de Abencerraje distaba
tanto de esas lejanas tierras por donde ellos paseaban la ufanía de su
felicidad, por mil no sospechados conductos--cartas, sueltos de
periódicos, referencias de otros viajeros, de cónsules, de amigos, de
desconocidos quizás--en Abencerraje se sabía confusamente que el viaje
era feliz, alegre, fecundo en incidentes gratos, y que marido y mujer
disfrutaban de salud y contento. Corrió así el verano, pasóse el otoño,
y se averiguó que, cumpliendo estrictamente el programa, se encontraban
ya en la capital de la república francesa los marqueses, divertidos,
festejados, girando en el torbellino del placer. Hacia Febrero ó Marzo
se habló de que la recién casada sufría una grave enfermedad, pero casi
se supo al mismo tiempo el mal y la mejoría. Y pocas semanas después, el
lunes de Pascua de Resurrección, á la caída de una tarde admirable por
lo serena, cuando las últimas violetas descoloridas exhalaban su
delicado aroma y los árboles desabrochaban su flor de primavera, el país
vió asombrado que el coche familiar regresaba de la estación con mucho
repique de cascabeles, y las gentes, que se asomaban curiosas á las
puertas de las cabañas, no divisaron dentro del coche más que á María de
las Azucenas, tan descolorida como las últimas violetas de los senderos,
y á Luisilla, sentada á su lado, también desmejorada y amarillenta,
sosteniendo en el hombro la fatigada cabeza de su señora; ambas mudas,
ambas tristes, ambas con la huella del padecimiento en el rostro.--Y ni
aquel día, ni los siguientes, ni nunca más, asomó el Marqués de Alcalá
en el castillo de su mujer, ni por la comarca siquiera, y María y
Luisilla vivieron solas, siempre juntas, más que como ama y criada, como
hermanas amantísimas é inseparables.
Repicaron las lenguas, y se fantasearon historias de ilícitas pasiones y
desvaríos del Marqués, tragedias horribles, duelos, conatos de
envenenamiento, y otras mil invenciones novelescas que prueban la
ardorosa imaginación de los naturales de Abencerraje. La verdad no se
supo hasta que corrieron algunos años, cuando el Marqués de Alcalá
comisionó á un sacerdote para lograr de su esposa que le perdonase y
consintiese en vivir á su lado. Habiendo fracasado por completo la
diplomacia del sacerdote, en los primeros momentos de contrariedad éste
se espontaneó con el párroco de Abencerraje, éste con el boticario, éste
con el médico, el notario, el Alcalde... y así llegó á conocer la
comarca la siguiente aventura.
Después de un viaje que fué un idilio, llegaron á París los enamorados
esposos en busca de alguna quietud, pues la reclamaba el estado
interesante de María, expuesta á percances en fondas y trenes. A pesar
del cuidado y del método que observó la Marquesa, hacia el sexto mes del
embarazo cayó en cama, con síntomas de parto prematuro. Acaeció la
temida desgracia, y fué lo peor que una hemorragia violenta puso en
peligro inminente la vida de la señora. «Se desangra, se nos va», había
dicho el médico, un español ilustre, después de ensayar los recursos de
su ciencia, luchando denodadamente con la muerte que se aproximaba
silenciosa. Y entonces el marido, que veía á su esposa desfallecer en
síncope mortal, blanca como la almohada donde apoyaba su frente de cera,
preguntó al doctor:
--¿Pero no hay algún medio de salvarla? ¿No hay alguno?
--Hay uno todavía--respondió el médico.--Si se encuentra una persona
sana, robusta, joven y que quiera lo bastante á esta señora para dar
sangre de las venas de su brazo... verificaremos la transfusión y verá
usted á la enferma resucitar.
Al hablar así, el doctor miraba afanosamente al Marqués, clavándole en
el rostro, y mejor aún en el espíritu, sus ojos interrogadores y
desengañados de hombre que ha presenciado en este pícaro mundo muchas
miserias; y al notar que el Marqués no contestaba y se volvía tan pálido
como si ya le estuviesen extrayendo de las venas la sangre que le pedía
de limosna el amor, el médico se encogió de hombros murmurando
vagamente:
--Pero es difícil... muy difícil. Hay que renunciar á esa esperanza.
En aquel punto mismo se levantó una mujer que permanecía acurrucada á
los pies del lecho de la moribunda, y sencillamente, presentando su
brazo izquierdo desnudo, blanco, grueso, surcado de venas azules,
exclamó:
--Ahí tiene, señor... ahí tiene... Sangre no me falta, y sana estoy como
las propias manzanas en el árbol... Ahí tiene, y ojalá que la sangre de
una pobre aldeana sirva para resucitar á la señora.
Ni un minuto tardó el doctor en aceptar la oferta de Luisilla. Aplicando
la cánula, sangró copiosamente el recio brazo, pues se necesitaba mucha,
mucha sangre, setecientos gramos, para reparar las pérdidas sufridas. La
muchacha, sonriente, no pestañeaba, repitiendo á cada paso:
--Saque, señor; tengo yo la mar de sangre buena que ofrecer á mi ama.
El Marqués había huído de la habitación. Cuando la sutil jeringuilla
empezó á inyectar el precioso licor en el cuerpo de la agonizante, y
ésta á notar el calor delicioso que de las venas pasaba al corazón
reanimándolo; cuando su rostro de mármol se coloreó y sus ojos se
abrieron lentamente, lo primero que buscaron fué al amado, á la mitad de
su ser, pues había comprendido al revivir que alguien la daba su sangre
en compensación de la que había perdido, y creía que sólo podía ser él,
el esposo, el compañero, el adorado, el ídolo de su alma. Y al no
encontrarle; al ver á Luisa, á quien vendaban y á quien hacían beber,
para reanimarla del desfallecimiento, café puro, la esposa comprendió, y
volvió á cerrar los ojos, como si aspirase al desmayo del cual solo se
despierta en los brazos de la muerte...
Apenas pudo ponerse en camino, María partió sin más compañera que la
aldeanita, cuya humilde sangre llevaba en las venas y á quien debía el
existir. Todas las gestiones del Marqués de Alcalá se estrellaron contra
la invencible repugnancia, ó más bien el horror de su mujer. Demasiado
altiva para buscar consuelo de aquel desengaño, vivió con Luisilla,
haciendo caridades y llorando á solas muchas veces,--sobre todo en
Pascua de Resurrección, cuando la implacable naturaleza reflorecía.


Consuelo

Teodoro iba á casarse perdidamente enamorado. Su novia y él aprovechaban
hasta los segundos para tortolear y apurar esa dulce comunicación que
exalta el amor por medio de la esperanza próxima á realizarse. La boda
sería en Mayo, si no se atravesaba ningún obstáculo en el camino de la
felicidad de los novios. Pero al acercarse la concertada fecha se
atravesó uno terrible: Teodoro entró en sorteo de oficiales, y la suerte
le fué adversa: le reclamaba la patria.
Ya se sabe lo que ocurre en semejantes ocasiones. La novia sufrió
síncopes y ataques de nervios; derramó lágrimas que corrían por sus
mejillas frescas, pálidas como hojas de magnolia, ó empapaban el
pañolito de encaje; y en los últimos días que Teodoro pudo pasar al lado
de su amada, trocáronse juramentos de constancia y se aplazó la dicha
para el regreso. Tales fueron los extremos de la novia, que Teodoro
marchó con el alma menos triste, regocijado casi por momentos, pues era
animoso y no rehuía, ni aun de pensamiento, la aceptación del deber.
Escribió siempre que pudo, y no le faltaron cartas amantes y fervorosas,
en contestación á las suyas algo lacónicas, redactadas después de una
jornada de horrible fatiga, robando tiempo al descanso, y evitando
referir las molestias y las privaciones de la cruel campaña, por no
angustiar á la niña ausente. Un amigo á prueba, comisionado para espiar
á la novia de Teodoro--no hay hombre que no caiga en estas puerilidades,
si se va muy lejos y ama de veras--mandaba noticias de que la muchacha
vivía en retraimiento, como una viuda. Al saberlo, Teodoro sentía un
gozo que le hacía olvidarse de la ardiente sed, del sol que abrasa, de
la fiebre que flota en el aire y de las espinas que desgarran las
epidermis.
Cierto día, de espeso matorral salieron algunos disparos al paso de la
columna que Teodoro mandaba. Teodoro cerró los ojos y osciló sobre el
caballo: le recogieron y trataron de curarle, mientras huía cobardemente
el invisible enemigo. Trasladado el herido al hospital, se vió que tenía
destrozado el hueso de la pierna,--fractura complicada, gravísima.--El
médico dió su fallo: para salvar la vida había que practicar
urgentemente la amputación por más arriba de la rótula, advirtiendo que
consideraba peligroso dar cloroformo al paciente. Teodoro resistió la
operación con los ojos abiertos, y vió cómo el bisturí incindía su piel
y resecaba sus músculos, cómo la sierra mordía en el hueso hasta llegar
al tuétano, y cómo su pierna derecha, ensangrentada, muerta ya, era
llevada á que la enterrasen... Y no exhaló un grito ni un gemido: tan
sólo, en el paroxismo del dolor, tronzó con los dientes el cigarro que
chupaba.
Según el cirujano, la operación había salido divinamente. No hubo
inflamación ni gangrena; cicatrizó bien y pronto, y Teodoro no tardó en
ensayar su pierna de palo, una pata vulgar, mientras no podía encargar á
Alemania otra, hecha con arreglo á los últimos adelantos...
Al escribir á su novia desde el hospital sólo había hablado de herida, y
herida leve. No quería afligirla ni espantarla. Así y todo, lo de la
herida alarmó á la muchacha tanto, que sus cartas eran gritos de terror
y efusiones de cariño. ¿Por qué no estaba ella allí para asistirle, y
acompañarle y endulzar sus torturas? ¿Cómo iba á resistir hasta la carta
siguiente, donde él participase su mejoría?
Aquellas páginas tiernas y sencillas, que debían consolar á Teodoro, le
causaron, por el contrario, una inquietud profunda. Pensaba á cada
instante que iba á regresar, á ver á su adorada, y que ella le vería
también... ¡pero cómo! ¡Qué diferencial Ya no era el gallardo oficial de
esbelta silueta y andar resuelto y brioso. Era un inválido, un pobrecito
inválido, un infeliz inútil. Adiós las marchas, adiós los fogosos
caballos, adiós el vals que embriaga, adiós la esgrima que fortalece:
tendría que vivir sentado, que pudrirse en la inacción, y que recibir
una limosna de amor ó de lástima, otorgada por caridad á su desventura.
Y Teodoro, al dar sus primeros pasos apoyado en la muleta, presentía la
impresión de su novia cuando él llegase así, cojo y mutilado,--él, el
apuesto novio que antes envidiaban las amigas.--Ver la luz de la
compasión en unos ojos adorados... ¡qué triste sería, qué triste! Miróse
al espejo y comprobó en su rostro las huellas del sufrimiento, y pensó
en el ruido seco de la pata de palo sobre las escaleras de la casa de su
futura... Con el revés de la mano se arrancó una lágrima de rabia que
surgía al canto del lagrimal: pidió papel y pluma, y escribió una breve
carta de rompimiento y despedida eterna.
Dos años pasaron. Teodoro había vuelto á la Península, aunque no á la
ciudad donde amó y esperó. Por necesidad tuvo que ir á ella pocos días,
y aunque evitaba salir á la calle, una tarde encontró de improviso á la
que fué su novia y,--sofocado, tembloroso,--se detuvo y la dejó pasar.
Iba ella del brazo de un hombre--su marido.--El amputado, repuesto,
firme ya sobre su pata hábilmente fabricada en Berlín, maravilla de
ortopedia, que disimulaba la cojera y terminaba en brillante bota, notó
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