Cuentos de amor - 02

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duplicaban el precio de las reconciliaciones; allí la gorgona de irisado
vidrio de Salviati, con las últimas flores, ya secas y pálidas, que su
mano había dispuesto artísticamente para festejar mi presencia... Y
allí, por último, como maravillosa resurrección del pasado,
inmortalizando su adorable forma, ella, ella misma... es decir, su
retrato, su gran retrato de cuerpo entero, obra maestra de célebre
artista, que la representaba sentada, vistiendo uno de mis trajes
preferidos, la sencilla y cándida bata de blanca seda que la envolvía
en una nube de espuma. Y era su actitud familiar, y eran sus ojos verdes
y lumínicos que me fascinaban, y era su boca entreabierta, como para
exclamar, entre halago y reprensión, el «¡qué tarde vienes!» de la
impaciencia cariñosa; y eran sus brazos redondos, que se ceñían á mi
cuello como la ola al tronco del náufrago, y era, en suma, el fidelísimo
trasunto de los rasgos y colores, al través de los cuales me había
cautivado un alma; imagen encantadora que significaba para mí lo mejor
de la existencia... Allí, ante todo cuanto me hablaba de ella y me
recordaba nuestra unión; allí, al pie del querido retrato,
arrodillándome en el sofá, debía yo apretar el gatillo de la pistola
inglesa de dos cañones--que lleva en su seno el remedio de todos los
males y el pasaje para arribar al puerto donde _ella_ me
aguardaba...--Así no se borraría de mis ojos ni un segundo su efigie:
los cerraría mirándola, y volvería á abrirlos, viéndola no ya en
pintura, sino en espíritu...
La tarde caía; y como deseaba contemplar á mi sabor el retrato al apoyar
en la sien el cañón de la pistola, encendí la lámpara y todas las bujías
de los candelabros. Uno de tres brazos había sobre el _secreter_ de palo
de rosa con incrustaciones, y al acercar al pábilo el fósforo, se me
ocurrió que allí dentro estarían mis cartas, mi retrato, los recuerdos
de nuestra dilatada é íntima historia. Un vivaz deseo de releer aquellas
páginas me impulsó á abrir el mueble.
Es de advertir que yo no poseía cartas de ella: las que recibía
devolvíalas una vez leídas, por precaución, por respeto, por
caballerosidad. Pensé que acaso ella no había tenido valor para
destruirlas, y que de los cajoncitos del secreter volvería á alzarse su
voz insinuante y adorada, repitiendo las dulces frases que no habían
tenido tiempo de grabarse en mi memoria. No vacilé--¿vacila el que va á
morir?--en descerrajar con violencia el primoroso mueblecillo. Saltó en
astillas la cubierta, y metí la mano febrilmente en los cajoncitos,
revolviéndolos ansioso.
Sólo en uno había cartas.--Los demás los llenaban cintas, joyas,
dijecillos, abanicos y pañuelos perfumados.--El paquete, envuelto en un
trozo de rica seda brochada, lo tomé muy despacio, lo palpé como se
palpa la cabeza del ser querido antes de depositar en ella un beso, y
acercándome á la luz, me dispuse á leer. Era letra de ella: eran sus
queridas cartas. Y mi corazón agradecía á la muerta el delicado
refinamiento de haberlas guardado allí, como testimonio de su pasión,
como codicilo en que me legaba su ternura.
Desaté, desdoblé, empecé á deletrear... Al pronto creía recordar las
candentes frases, las apasionadas protestas y hasta las alusiones á
detalles íntimos, de esos que sólo pueden conocer des personas en el
mundo. Sin embargo, á la segunda carilla, un indefinible malestar, un
terror vago, cruzaron por mi imaginación, como cruza la bala por el aire
antes de herir. Rechacé la idea; la maldije; pero volvió, volvió... y
volvió apoyada en los párrafos de la carilla tercera, donde ya
hormigueaban rasgos y pormenores imposibles de referir á mi persona y á
la historia de mi amor... A la cuarta carilla, ni sombra de duda pudo
quedarme: la carta se había escrito á otro, y recordaba otros días,
otras horas, otros sucesos, para mí desconocidos...
Repasé el resto del paquete; recorrí las cartas una por una, pues
todavía la esperanza terca me convidaba á asirme de un clavo ardiendo...
Quizá las demás cartas eran las mías, y sólo aquella se había deslizado
en el grupo como aislado memento de una historia vieja y relegada al
olvido... Pero al examinar los papeles; al descifrar, frotándome los
ojos, un párrafo aquí y otro acullá, hube de convencerme: ninguna de las
epístolas que contenía el paquete había sido dirigida á mí... Las que yo
recibí y restituí con religiosidad, probablemente se encontraban
incorporadas á la ceniza de la chimenea; y las que, como un tesoro,
_ella_ había conservado siempre, en el oculto rincón del secreter, en el
aposento testigo de nuestra ventura... señalaban, tan exactamente como
la brújula señala el norte, la dirección verdadera del corazón que yo
juzgara orientado hacia el mío... ¡Más dolor, más infamia! De los
terribles párrafos, de las páginas surcadas por rengloncitos de una
letra que yo hubiese reconocido entre todas las del mundo saqué en
limpio que _tal vez_... al _mismo tiempo_ ó _muy poco antes_... Y una
voz irónica gritábame al oído: «Ahora sí... ahora sí que debes
suicidarte, desdichado!»
Lágrimas de rabia escaldaron mis pupilas; me coloqué, según había
resuelto, frente al retrato; empuñé la pistola, alcé el cañón... y
apuntando fríamente, sin prisa, sin que me temblase el pulso... con los
dos tiros... reventé los dos verdes y lumínicos ojos, que me
fascinaban.


La última ilusión de don Juan

Las gentes superficiales, que nunca se han tomado el trabajo de observar
al microscopio la complicada mecánica del corazón, suponen buenamente
que á don Juan, el precoz libertino, el burlador sempiterno, le bastan
para su satisfacción los sentidos y á lo sumo la fantasía, y que no
necesita ni gasta el inútil lujo del sentimiento, ni abre nunca el
dorado ajimez donde se asoma el espíritu para mirar al cielo cuando el
peso de la tierra le oprime. Y yo os digo en verdad que eses gentes
superficiales se equivocan de medio á medio y son injustas con el pobre
don Juan, á quien sólo hemos comprendido los poetas, los que tenemos el
alma inundada de caridad y somos perspicaces... cabalmente porque,
cándidos en apariencia, creemos en muchas cosas.
A fin de poner la verdad en su punto, os contaré la historia de cómo
alimentó y sostuvo don Juan su última ilusión... y cómo vino á
perderla.
Entre la numerosa parentela de don Juan--que dicho sea de paso, es
hidalgo como el Rey--se cuentan unas primitas provincianas muy
celebradas de hermosas. La más joven, Estrella, se distinguía de sus
hermanas por la dulzura del carácter, la exaltación de la virtud y el
fervor de la religiosidad, por lo cual en su casa la llamaban _la
beatita_. Su rostro angelical no desmentía las cualidades del alma:
parecíase á una Virgen de Murillo, de las que respiran honestidad y
pureza (porque algunas, como la morena _de la servilleta_, llamada
_Refitolera_, sólo respiran juventud y vigor). Siempre que el humor
vagabundo de don Juan le impulsaba á darse una vuelta por la región
donde vivían sus primas, iba á verlas, frecuentaba su trato, y pasaba
con Estrella pláticas interminables. Si me preguntáis qué imán atraía al
perdido hacia la santa, y más aún á la santa hacia el perdido, os diré
que era quizás el mismo contraste de sus temperamentos... y después de
esta explicación, nos quedaremos tan enterados como antes.
Lo cierto es que mientras don Juan galanteaba por sistema á todas las
mujeres, con Estrella hablaba en serio, sin permitirse la más mínima
insinuación atrevida; y que mientras Estrella rehuía el trato de todos
los hombres, veníase á la mano de don Juan como la mansa paloma,
confiada, segura de no mancharse el plumaje blanco. Las conversaciones
de los primos podía oirlas el mundo entero: después de horas de charla
inofensiva, reposada y dulce, levantábanse tan dueños de sí mismos, tan
tranquilos, tan venturosos, y Estrella volaba á la cocina ó á la
despensa á preparar con esmero algún plato de los que sabía que
agradaban á don Juan. Saboreaba éste, más que las golosinas, el mimo con
que se las presentaban, y la frescura de su sangre y la anestesia de sus
sentidos le hacían bien, como un refrigerante baño al que caminó largo
tiempo por abrasados arenales.
Cuando don Juan levantaba el vuelo, yéndose á las grandes ciudades en
que la vida es fiebre y locura, Estrella le escribía difusas cartas, y
él contestaba en pocos renglones,--pero siempre.--Al retirarse á su casa
al amanecer, tambaleándose, aturdido por la bacanal ó vibrantes aún sus
nervios de las violentas emociones de la profana cita; al encerrarse
para mascar, entre risa irónica, la hiel de un desengaño--porque también
don Juan los cosecha;--al prepararse al lance de honor templando la
voluntad para arrostrar impávido la muerte; al reir, al blasfemar, al
derrochar su mocedad y su salud cual pródigo insensato de los mejores
bienes que nos ofrece el cielo, don Juan reservaba y apartaba, como se
aparta el dinero para una ofrenda á Nuestra Señora, diez minutos que
dedicar á Estrella. En su ambición de cariño, aquella casta consagración
de un ser tan delicado y noble representaba el sorbo de agua que se bebe
en medio del combate y restituye al combatiente fuerzas para seguir
lidiando. Traiciones, falsías, perfidias y vilezas de otras mujeres
podían llevarse en paciencia, mientras en un rincón del mundo alentase
el leal afecto de Estrella la beatita. A cada carta ingenua y
encantadora que recibía don Juan, soñaba el mismo sueño; se veía
caminando difícilmente por entre tinieblas muy densas, muy frías, casi
palpables, que rasgaban por intervalos la luz sulfurosa del relámpago y
el culebreo del rayo; pero allá lejos, muy lejos, donde ya el cielo se
esclarecía un poco, divisaba don Juan blanca figura velada, una mujer
con los ojos bajos, sosteniendo en la diestra una lamparita encendida y
protegiéndola con la izquierda. Aquella luz no se apagaba jamás.
En efecto, corrían años; don Juan se precipitaba más, despeñado por la
pendiente de su delirio, y las cartas continuaban con regularidad
inalterable, impregnadas de igual ternura latente y serena. Eran tan
gratas á don Juan estas cartas, que había determinado no volver á ver á
su prima nunca, temeroso de encontrarla desmejorada y cambiada por el
tiempo, y no tener luego ilusión bastante para sostener la
correspondencia. A toda costa deseaba eternizar su ensueño, ver siempre
á Estrella con rostro murillesco, de santita virgen de veinte años. Las
epístolas de don Juan, á la verdad, expresaban vivo deseo de hacer á su
prima una visita, de renovar la charla sabrosa; pero como nadie le
impedía á don Juan realizar este propósito, hay que creer, pues no lo
realizaba, que no debía de apretarle mucho.
Eran pasados dos lustros, cuando un día recibió don Juan, en vez del
ancho pliego acostumbrado, escrito por las cuatro carillas y cruzado
después, una esquelita sin cruzar, grave y reservada en su estilo, y en
que hasta la letra carecía del abandono que imprime la efusión del
espíritu guiando la mano y haciéndola acariciar, por decirlo así, el
papel. ¡Oh mujer, oh agua corriente, oh llama fugaz, oh soplo de aire!
Estrella pedía á don Juan que ni se sorprendiese ni se enojase, y le
confesaba que iba á casarse muy pronto... Se había presentado un novio á
pedir de boca, un caballero excelente, rico, honrado, á quien el padre
de Estrella debía atenciones sin cuento; y los consejos y exhortaciones
de _todos_ habían decidido á la santita,--que esperaba, con la ayuda de
Dios, ser dichosa en su nuevo estado y ganar el cielo.
Quedó don Juan absorto breves instantes; luego arrugó el papel y lo
lanzó con desprecio á la encendida chimenea. ¡Pensar que si alguien le
hubiese dicho dos horas antes que podía casarse Estrella, al tal le
hubiese tratado de bellaca calumniador! ¡Y se lo participaba ella misma,
sin rubor, como el que cuenta la cosa más natural y lícita del mundo!
Desde aquel día don Juan, el alegre libertino, ha perdido su última
ilusión; su alma va peregrinando entre sombras, sin ver jamás el
resplandorcito de la lámpara suave que una virgen protege con la mano; y
el que aún tenía algo de hombre, es solo fiera, con dientes para morder
y garras para destrozar sin misericordia. Su profesión de fe es una
carcajada cínica, su amor un latigazo que quema y arranca la piel
haciendo brotar la sangre...
Me diréis que la santita tenía derecho á buscar felicidades reales y
goces siempre más puros que los que libaba sin tregua su desenfrenado
ídolo. Y acaso diréis muy bien, según el vulgar sentido común y la enana
razoncilla práctica. ¡Que esa enteca razón os aproveche! En el sentir de
los poetas, menos malo es ser galeote, del vicio que desertor del ideal.
La santita pecó contra la poesía y contra los sueños divinos del amor
irrealizable.--Don Juan, creyendo en su abnegación eterna, era, de los
dos, el verdadero soñador.


Desquite

Trifón Liliosa nació raquítico y contrahecho, y tuvo la malaventura de
no morirse en la niñez. Con los años creció más que su cuerpo su
fealdad, y se desarrolló su imaginación combustible, su exaltado amor
propio y su nervioso temperamento de artista y de ambicioso. A los
quince, Trifón, huérfano de madre desde la cuna, no había escuchado una
palabra cariñosa; en cambio había aguantado innumerables torniscones,
sufrido continuas burlas y desprecios, y recibido el apodo de
_Fenómeno_; á los diez y siete se escapaba de su casa, y, aprovechando
lo poco que sabía de música, se contrataba en una murga, en una orquesta
después. Sus rápidos adelantos le entreabrieron el paraíso: esperó
llegar á ser un compositor genial, un Weber, un Listz. Adivinaba en toda
su plenitud la magnificencia de la gloria, y ya se veía festejado,
aplaudido, olvidada su deformidad, disimulada y cubierta por un haz de
balsámicos laureles. La edad viril--¿pueden llamarse así los treinta
años de un escuerzo?--disipó estas quimeras de la juventud. Trifón
Liliosa hubo de convencerse de que era uno de los muchos llamados y no
escogidos; de los que ven cercana la tierra de promisión, pero no llegan
nunca á pisar sus floridos valles. La pérdida de ilusiones tales deja el
alma muy negra, muy ulcerada, muy venenosa. Cuando Trifón se resignó á
no pasar nunca de maestro de música á domicilio, tuvo un ataque de
ictericia tan cruel, que la bilis le rebosaba hasta por los amarillentos
ojos.
Lecciones le salían á docenas, no sólo porque era en realidad un
excelente profesor, sino porque tranquilizaba á los padres su ridícula
facha y su corcova. ¿Qué señorita, ni la más impresionable, iba á correr
peligro con aquel macaco, cuyo talle era un jarrón, cuyas manos
desproporcionadas parecían, al vagar sobre las teclas, arañas pálidas á
medio despachurrar? Y se lo espetó en su misma cara, sin reparo
alguno--al llamarle para enseñar á su hija canto y piano,--la madre de
la linda María Vega. Sólo á un sujeto «así como él», le permitiría
acercarse á niña tan candorosa y tan sentimental. ¡Mientras mayor
inocencia en las criaturas, más prudencia y precaución en las madres!
Con todo, no era prudente, y menos aún delicada y caritativa la
franqueza de la señora. Nadie debe ser la gota de agua que hace
desbordar el vaso de amargura, y por muy convencido que esté de su
miseria el miserable, recia cosa es arrojársela al rostro. Pensó sin
duda la inconsiderada señora que Trifón, habiéndose mirado al espejo,
sabría de sobra que era un monstruo; y ciertamente, Trifón se había
mirado y conocía su triste catadura; y así y todo le hirió, como hiere
el insulto cobarde, la frase que le excluía del número de los hombres; y
aquella noche misma, revolviéndose en su frío lecho, mordiendo de rabia
las sábanas, decidió entre sí: «Esta pagará por todas: ésta será mi
desquite. ¡La necia de la madre, que sólo ha mirado mi cuerpo, no sabe
que con el espíritu se puede seducir á las mujeres que tienen espíritu
también!»
Al día siguiente empezaron las lecciones de María, que era en efecto una
niña celestial, fina y lánguida como una rosa blanca, de esas que para
marchitarlas basta un soplo de aire. Acostumbrado Trifón á que sus
discípulas sofocasen la carcajada cuando le veían por primera vez, notó
que María, al contrario, le miraba con lástima infinita, y la piedad de
la niña, en vez de conmoverle, ahincó su resolución implacable. Bien
fácil le fué observar que la nueva discípula poseía un alma delicada,
una exquisita sensibilidad, y la música producía en ella impresión
profunda, humedeciéndose sus azules ojos en las páginas melancólicas,
mientras las melodías apasionadas apresuraban su aliento. La soledad y
retiro en que vivía hasta que se vistiese de largo y recogiese en
abultado moño su hermosa mata de pelo de un rubio de miel, la hacían
más propensa á exaltarse y á soñar. Por experiencia conocía Trifón esta
manera de ser, y cuanto predispone á la credulidad y á las aspiraciones
novelescas. Cautamente, á modo de criminal reflexivo que prepara el
atentado, observaba los hábitos de María, las horas á que bajaba al
jardín, los sitios donde prefería sentarse, los tiestos que cuidaba ella
sola; y prolongando la lección sin extrañeza ni recelo de los padres,
eligiendo la música mas perturbadora, cultivaba el ensueño enfermizo á
que María iba á entregarse.
Dos ó tres meses hacía que la niña estudiaba música, cuando una mañana,
al pie de cierta maceta que regaba todos los días, encontró un billetito
doblado. Sorprendida, abrió y leyó. Más que declaración amorosa, era un
suave preludio de ella: no tenía firma, y el autor anunciaba que no
quería ser conocido, ni pedía respuesta alguna: se contentaba con
expresar sus sentimientos, muy apacibles y de una pureza ideal. María,
pensativa, rompió el billete; pero al otro día, al regar la maceta, su
corazón quería salirse del pecho y temblaba su mano, salpicando de
menudas gotas de agua su traje. Corrida una semana, nuevo
billete,--tierno, dulce, poético, devoto;--pasada otra más, dos pliegos
rendidos, pero ya insinuantes y abrasadores. La niña no se apartaba del
jardín, y á cada ruido del viento en las hojas pensaba ver aparecerse al
desconocido, bizarro, galán, diciendo de perlas lo que de oro escribía.
Mas el autor de los billetes no se mostraba, y los billetes
continuaban, elocuentes, incendiarios, colocados allí por invisible
mano, solicitando respuestas y esperanzas. Después de no pocas
vacilaciones, y con harta vergüenza, acabó la niña por trazar unos
renglones, que depositó en la maceta, besándola;--eran la ingenua
confesión de su amor virginal.--Varió entonces el tono de las cartas: de
respetuosas se hicieron arrogantes y triunfales; parecían un himno; pero
el incógnito no quería presentarse; temía perder lo conquistado; ¿á qué
ver la envoltura física de un alma? ¿qué le importaba á María el barro
en que se agitaba un corazón? Y María, entregado ya completamente el
albedrío á su enamorado misterioso, ansiaba contemplarle, comerle con
los ojos, segura de que sería un dechado de perfecciones, el sér más
bello de cuantos pisan la tierra. Ni cabía menos en quien de tan
expresiva manera y con tal calor se explicaba, que María, sólo con
releer los billetes, se sentía morir de turbación y gozo. Por fin,
después de muchas y muy regaladas ternezas que se cruzaron entre el
invisible y la reclusa, María recibió una epístola, que decía en
substancia: «Quiero que vengas á mí»; y después de una noche de desvelo,
zozobra, llanto y remordimiento, la niña ponía en la maceta la
contestación terrible: «Iré cuando y como quieras.»
¡Oh! ¡Qué temblor de alegría maldita asaltó á Trifón, el monstruo, el
ridículo _Fenómeno_, al punto en que, dentro del carruaje sin faroles
donde la esperaba, recibió á María con los brazos! La completa
obscuridad de la noche--escogida, de boca de lobo--no permitía á la
pobre enamorada ni entrever siquiera las facciones del seductor... Pero,
balbuciente, desfallecida, con explosión de cariño sublime, entre
aquellas tinieblas, María pronunció bajo, al oído del ser deforme y
contrahecho, las palabras que éste no había escuchado nunca, las rotas
frases divinas que arranca á la mujer de lo más secreto de su pecho la
vencedora pasión... y una gota de humedad deliciosa, refrigerante como
el manantial que surte bajo las palmeras y refresca la arena del Sahara,
mojó la mejilla demacrada del corcovado... El efecto de aquellas
palabras, de aquella sagrada lágrima infantil, fué que Trifón, sacando
la cabeza por la ventanilla, dió en voz ronca una orden, y el coche
retrocedió, y pocos minutos después María, atónita, volvía á entrar en
su domicilio por la misma puerta del jardín que había favorecido la
fuga.
Gran sorpresa la de los padres de María cuando se enteraron de que
Trifón no quería dar más lecciones en aquella casa; pero mayor la
incredulidad de los contados amigos que Trifón posee, cuando le oyen
decir alguna vez, torvo, suspirando y agachando la cabeza:
--También á mí me ha querido, ¡y mucho! ¡y desinteresadamente!, una
mujer preciosa...


El dominó verde

Increíble me pareció que me dejase en paz aquella mujer, que ya no
intentase verme, que no me escribiese carta sobre carta, que no apelase
á todos los medios imaginables para acercarse á mí. Al romper la cadena
de su agobiador cariño, respiré cual si me hubiese quitado de encima un
odio jurado y mortal.
Quien no haya estudiado las complicaciones de nuestro espíritu, tendrá
por inverosímil que tanto deseemos desatar lazos que nadie nos obligó á
atar, y hasta deplorará que mientras las fieras y los animales brutos
agradecen á su modo el apego que se les demuestra, el hombre, más duro é
insensible, se irrite porque le halagan, y aborrezca á veces á la mujer
que le brinda amor. Mas no es culpa nuestra si de este barro nos
amasaron, si el sentimiento que no compartimos nos molesta y acaso nos
repugna, si las señales de la pasión que no halla eco en nosotros nos
incitan á la mofa y al desprecio, y si nos gozamos en pisotear un
corazón, por lo mismo que sabemos que ha de palpitar y verter sangre
bajo nuestros crueles pies.
Lo cierto es que yo, cuando ví que por fin guardaba silencio María,
cuando transcurrió un mes sin recibir recados ni epístolas delirantes y
húmedas de lágrimas, me sentí tan bien, tan alegre, que me lancé al
mundo con el ímpetu de un colegial en vacaciones, con ese deseo é
instinto de renovación íntima que parece que da nuevo y grato sabor á la
existencia. Acudí á los paseos, frecuenté los teatros, admití convites,
concurrí á saraos y tertulias, y hasta busqué diversiones de vuelo bajo,
á manera de hambriento que no distingue de comidas. En suma, me desaté,
movido por un instinto miserable, de humorística venganza, que se
tradujo en el deseo de regalar á cualquier mujer, á la primera que
tropezase casualmente, los momentos de fugaz embriaguez que negaba á
María--á María triste y pálida, á María medio loca por mi abandono, á
María enferma, desesperada, herida en lo más íntimo por mi implacable
desdén.
Es la casualidad tan antojadiza en esto de proporcionar aventuras, que
si á veces presenta ocasiones en ramillete, otras no brinda una por un
ojo de la cara. En muchos días de disipación y bureo, de rodar por
distintas esferas sociales pidiendo guerra, no encontré nada que me
tentase; y ya mi capricho se exaltaba, cuando el domingo de
Carnestolendas, aburrido y por matar el tiempo, entré en el insípido
baile de máscaras del Teatro Real.
Transcurrida más de una hora, sentí que empezaba á hastiarme, y
reflexionaba sobre la conveniencia de tomar la puerta y refugiarme entre
sábanas cortando las hojas de un libro nuevo de favorito autor, á tiempo
que cruzó entre el remolino del abigarrado tropel una máscara envuelta
en amplio dominó de rica seda verde. Era la máscara de fino porte y
trazas señoriles, cosa ya de suyo extraña en aquel baile, y noté que con
singular insistencia clavaba en mí los ojos como si desease acercarse y
no se atreviese, á pesar de las franquicias del antifaz. La chispa de
las pupilas ardientes de la máscara determinó en mí un repentino
interés, una especie de emoción de la cual me reí por dentro, pero que
me impulsó á hendir la multitud y aproximarme á la encubierta. Al ir
consiguiéndolo, me convencí más y más de que la del verde dominó era
dama, y dama muy principal, y que sólo la curiosidad ó algún empeño más
hondo, debía de haberla arrastrado á un baile de tan mal género. «Grande
será el interés que la trajo aquí--pensé--y muy visible su posición en
la sociedad, para que se venga así, sin la compañía de una amiga, sin el
brazo protector de un hombre. A toda costa quiere que se ignore el
lance; que nadie la pueda delatar.» Y al advertir que seguía mirándome,
que sus ojos me buscaban enmedio del gentío, ocurrióseme que aquel
interés decisivo podía ser yo.
Con tal suposición dió un vuelco mi sangre, y jugando los codos y las
rodillas lo mejor que supe, pugné por alcanzar á la gentil encapuchada.
La multitud, desgraciadamente, se arremolinaba compacta y densa,
formando viva muralla que me era imposible romper. De lejos veía asomar
la cabeza del dominó y flotar los lazos complicados de la capucha, que
disimulaba la forma, sin duda hechicera, de la testa juvenil; pero
insensiblemente deslizábase hasta perderse, y el miedo de que se
escabullese me espoleaba. Iba yo ganando terreno, mas la enmascarada me
llevaba gran ventaja sin duda, y empecé á recelar que huía de mí, y que
después de derramar en mi alma el veneno de sus fogosos ojos, ahora me
evitaba, se escurría, se volvía duende para evaporarse como una
visión... Este temor que sentí fué ardoroso incentivo del deseo de
reunirme á la máscara. Con sobrehumano esfuerzo rompí la valla que me
oprimía, y aprovechando un resquicio, me hallé poco distante del dominó
verde. Sólo que este, á su vez, apretó el paso y desapareció por una de
las puertas del salón.
Una persecución en toda regla emprendí entonces: persecución franca,
ardorosa, caza más bien. Anhelante, acongojado, como si realmente la
mujer que trataba de evadirse fuese algo que me importase mucho, recorrí
velozmente los pasadizos, las escaleras, las galerías, el _foyer_,
buscando donde quiera á la incitante máscara. Sin duda ella había
adivinado con sagacidad mi violento antojo, pues parecía complacerse en
desesperarme, y si teniéndome lejos se dejaba envolver por algún grupo
de hombres ó se paraba en actitud negligente, apenas comprendía que me
acercaba, levantaba el vuelo con ligereza de sílfide y me desorientaba
por medio de impensada maniobra. De improviso alegraba un palco el
fresco color verde del dominó; yo me precipitaba, y cuando llegaba
jadeante á la puerta del palco, la desconocida no estaba ya en él, sino
en otro de más arriba, para subir al cual había que invertir cinco
minutos, tiempo suficiente á que la máscara se enhebrase por un pasillo,
saliendo enfrente de mí á buena distancia. Desalado, loco, con la
imaginación caldeada y secas las fauces por el afán, me apresuraba,
bajaba, subía, ponía en tensión todas las fuerzas de mi cuerpo y de mi
espíritu sin dar alcance á la misteriosa hermosura que (ya era evidente)
se complacía en burlarme.
La astucia me sirvió mejor que la agilidad en este caso. Comprendiendo
que tan aristocrático dominó no querría permanecer en el baile pasadas
las primeras horas de la noche, y evitaría el momento de las cenas y de
las cabezas calientes; seguro de que sólo había venido allí para
marearme, y logrado este objeto desaparecería, adiviné que toda su
estrategia era batirse en retirada hacia la puerta, y cortándole la
salida la atrapaba de fijo. También supuse que saldría por el punto más
solitario, por la puerta menos alumbrada, por la calle donde es más
fácil saltar furtivamente dentro de un coche que espera y huir sin dejar
rastro. Mis cálculos resultaron exactísimos. Me situé en acecho con tal
fortuna, que al cuarto de hora de espera ví asomar á la encapuchada del
verde dominó, la cual, mirando á uno y otro lado, como recelosa,
exploraba el terreno. Me arrojé á cerrarla el paso, y á mis primeras
palabras suplicantes y rendidas contestó con el chillón falsete habitual
en las máscaras, rogándome, por Dios, que la dejase, que no me opusiese
á su marcha y que no insistiese en acosarla así.
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