Cuentos de amor - 11

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que el esposo de su amada era ridículamente conformado, muy patituerto,
de rodillas huesudas é innoble pie... y una sonrisa de melancólica burla
jugó en su semblante grave y varonil.


La novela de Raimundo

¿Suponéis que no hay en mis recuerdos nada dramático, nada que despierte
interés, una novela tremenda?--nos dijo casi ofendido el apacible
Raimundo Ariza, á quien considerábamos el muchacho más formal de cuantos
remojábamos la persona en aquella tranquila playa y nos reuníamos por
las tardes á jugar á tanto módico en el Casino.--No pudimos menos de
mirar á Raimundo con sorpresa y algo de incredulidad. Sin embargo,
Raimundo no era feo: tenía estatura proporcionada, correctas facciones,
ojos garzos y dulces, sonrisa simpática y blanca tez; pero su bonita
figura destilaba sosería; no había nacido fascinador; parecía formado
por la naturaleza para ser á los cuarenta buen padre de familia, y
Alcalde de su pueblo.
--Dudamos de tu novela romántica--exclamó al cabo uno de nosotros.
--Pues es de las de patente...--replicó Raimundo.--Hay dos clases de
novelas, señores escépticos: las voluntarias y las involuntarias. Las
primeras, las buscan por la mano sus héroes. Las otras... se vienen á
las manos. De estas fué la mía. A ciertas personas suele decirse que
«_les sucede todo_;» y es porque ellas andan á caza de sucesos... A fe
que si se estuviesen quietecitos, las mujeres no se precipitarían á
echarles memoriales.
En mi pueblo, como sabéis, no suele haber grandes emociones, y cualquier
cosa se vuelve acontecimiento. Todo constituye distracción, rompiendo la
monotonía de aquel vivir.--Hará cosa de tres años, en primavera, nos
alborotó la llegada de una tribu errante de gitanos ó zíngaros.
Plantaron sus negruzcas tiendas y amarraron sus trasijadas monturas en
cierto campillo árido, cercano á uno de los barrios en construcción, y
formamos costumbre de ir por las tardes á curiosear las fisonomías y los
hábitos de tan extraña gente.
Nos gustaba ver cómo remendaban y estañaban calderos y componían
jáquimas y pretales, todo al sol y con la cabeza descubierta, porque
dentro de las tiendas no se rebullían. Comentábase mucho la noticia de
que el jefe de una taifa tan sórdida y desarrapada hubiese depositado en
el Banco, el día de su arribo, bastantes miles de duros en ricas onzas
españolas, de las que ya no se encuentran por ninguna parte. Viajaban
con su caudal, y por no ser desbalijados, al sentar sus reales lo
aseguraban así. Se decía también que poseían á docenas soberbias
cadenas de oro y joyeles bárbaros de pedrería; pero es la verdad que, al
exterior, sólo mostraban miserias, andrajos y densa capa de mugre, no
teniendo poco de asombroso que tan mala capa no bastase á encubrir ni á
degradar la noble hermosura y pintoresca originalidad de los bohemios
que admirábamos.
Resaltaba esta belleza en todos los individuos jóvenes de la tribu;
pero, como es natural, yo prefería observarla en las mujeres, y solía
acercarme á la tienda donde habitaba una gitanilla del más puro tipo
oriental que pueda soñarse. Esbelta, de tez finísima y aceitunada; de
ojos de gacela, tristes, almendrados é inmensos; de cabellera azulada á
fuerza de negror y repartida en dos trenzas de esterilla á ambos lados
del rostro, la gitana estaba reclamando un pintor que se inspirase en su
figura. Aunque era, según supe después, esposa del jefe de la tribu, su
vestimenta se componía de una falda muy vieja y un casaquín desgarrado,
por cuyas roturas salía el seno, y en lugar de los fantásticos joyeles
del misterioso tesoro, adornaba su cuello una sarta de corales falsos.
Su tierna juventud y su singular beldad resplandecían iluminando los
harapos y el interior de la tienda, por otra parte semejante á un
capricho de Goya, donde humeaba un pote sobre unas trébedes y un fuego
de brasa, atizado por una gitana vieja, tan caracterizada de bruja, que
pensé que iba á salir volando á horcajadas sobre una escoba.
Así que me vió la gitanilla, con voz muy melodiosa y con gutural
pronunciación extranjera me pidió la mano para echarme la buenaventura.
Se la tendí, con dos pesetas para señalar, y después de oídas las
profecías que dicen siempre las gitanas, dejé gustoso las dos pesetas en
su poder. La mujer hablaba aprisa, porque un chiquillo desnudo, de
cobriza tez, arrastrándose por el suelo, lloriqueaba; así que su madre
le tomó en brazos, calló agarrando el seno. De súbito la gitana exhaló
un chillido de dolor: el crío acababa de morderla cruelmente, y ella,
casi en broma, aplicó dos azotes ligeros á la criatura. No sé que fué
más pronto, si romper el chico en llanto desconsolador ó entrar en la
tienda el jefe de la tribu, un arrogante bohemio de enérgicas facciones
y pelo rizado en largos bucles; y sin encomendarse á Dios ni al diablo,
profiriendo imprecaciones en su jerigonza, soltarle á su mujer un feroz
puntapié que la echó á tierra.
Indignado por tal brutalidad, me precipité á levantarla; se alzó pálida
y temblando; sus ojos oblongos, tan dulces poco antes, fulguraban con un
brillo sombrío, que me pareció de odio y furor, pero al fijarse en mí
destellaron agradecimiento. No lo pude remediar; aunque por sistema con
nadie ni en nada me meto, aquella escena me había trastornado: apostrofé
é increpé al gitano, y hasta le amenacé, si maltrataba de tal suerte á
una criatura indefensa, con denunciarle á la autoridad, que le aplicaría
condigno castigo. No sé qué pasaría por dentro del alma del bohemio: sé
que me escuchó muy grave, que chapurreó excusas, y al mismo tiempo, á
guisa de amo de casa que hace cortesía, me acompañó, sacándome fuera de
su domicilio, á pretexto de enseñarme los caballos y los carricoches; en
términos que, al despedirme de aquel hombre, me creí en el deber de
aflojar otras monedas... que aceptó sin perder la dignidad.
Al día siguiente, y los demás, volví al campamento y fuí derecho á la
tienda de la gitana... ¡No arméis alboroto ni me déis broma! Yo no
sentía nada parecido á lo que suele llamarse, no ya amor, sino sólo
interés ó capricho por una mujer. Quizás por obra de la suciedad salvaje
en que vivía envuelta la gitana, ó por el carácter exótico de su
hermosura de dieciséis abriles, lo que me inspiraba era una especie de
lástima cariñosa unida á un desvío raro: yo no concebía, con tal mujer,
sino la contemplación desinteresada y remota que despiertan un cuadro ó
un cachivache de museo. A veces me creía inferior á ella, que procedía
de raza más pura y noble, de aquel Oriente en que la humanidad tuvo su
cuna; otras, por el contrario, se me figuraba un animal bravío, un ser
de instinto y de pasión á quien yo dominaba por la inteligencia. Y
encontraba gusto en ir á verla, únicamente porque ella, al aparecer yo,
mostraba una alegría pueril, una exaltación inexplicable, sonriendo con
labios muy rojos y dientes muy blancos, diciéndome palabras zalameras,
contándome sus correrías, sus fatigas y sus deseos de regresar á una
patria donde el firmamento no tuviese nubes, ni llorase agua jamás.
«Feo cuando llueve», repetía. A esto se redujo nuestro idilio... No
tengo nada de héroe, y así que noté que el arrogante gitano fruncía las
negrísimas y correctas cejas al encontrarme en sus dominios, espacié mis
visitas, y ni siquiera me despedí de mi amiga--pues los bohemios
levantaron el campo de improviso una mañana, y desaparecieron, sin dejar
más huellas de su paso que varios montones de carbón y ceniza en el
real, y dos ó tres hurtos de poca monta que se les atribuyeron, quizás
falsamente.
Hasta aquí la historia es bien sencilla... Lo novelesco empieza ahora...
y consiste en un solo hecho, que ustedes explicarán como gusten... pues
yo me lo explico á mi modo, y acaso esté en un error! Al mes de alejarse
de mi ciudad la tribu zíngara, se supo por la prensa que en las
asperezas de la sierra de los Castros habían descubierto unos pastores
el cuerpo de una mujer muy joven, cuyas señas inequívocas coincidían con
las de mi gitanilla. El cuerpo había sido enterrado á bastante
profundidad, pero venteado por los perros y desenterrado prontamente,
dió á la justicia indicios de que se hallaba sobre la pista de un
horrendo crimen. Se inició el procedimiento sin resultado alguno, porque
los de la errante tribu estuvieron conformes en declarar que la
gitanilla había huído separándose de ellos, y que ellos no se habían
acercado ni á veinte leguas de la sierra de los Castros. La muerte de la
gitanilla fué un negro misterio más, de tantos como no desentraña la
justicia nunca. Sólo yo creí ver claro en el lance... Acordéme de las
palabras que Cervantes pone en boca del gitano viejo: «Libres y exentos
vivimos de la amarga pestilencia de los celos; nosotros somos los jueces
y verdugos de nuestras esposas y amigas; con la misma facilidad las
matamos y las enterramos por las montañas y desiertos, como si fuesen
animales nocivos; no hay pariente que las vengue, ni padres que nos
pidan su muerte...»


El encaje roto

Convidada á la boda de Micaelita Aránguiz con Bernardo de Meneses, y no
habiendo podido asistir, grande fué mi sorpresa cuando supe al día
siguiente--la ceremonia debía verificarse á las diez de la noche en casa
de la novia--que ésta, al pie del mismo altar, al preguntarle el Obispo
de San Juan de Acre si recibía á Bernardo por esposo, soltó un _no_
claro y enérgico; y como reiterada con extrañeza la pregunta se
repitiese la negativa, el novio, después de arrostrar un cuarto de hora
la situación más ridícula del mundo, tuvo que retirarse, deshaciéndose
la reunión y el enlace á la vez.
No son inauditos casos tales, y solemos leerlos en los periódicos; pero
ocurren entre gente de clase humilde, de muy modesto estado, en esferas
donde las conveniencias sociales no embarazan la manifestación franca y
espontánea del sentimiento y de la voluntad.
Lo peculiar de la escena provocada por Micaelita, era el medio ambiente
en que se desarrolló. Parecíame ver el cuadro, y no podía consolarme de
no haberlo contemplado por mis propios ojos. Figurábame el salón
atestado, la escogida concurrencia, las señoras vestidas de seda y
terciopelo, con collares de pedrería, al brazo la mantilla blanca para
tocársela en el momento de la ceremonia; los hombres con
resplandecientes placas ó luciendo veneras de Ordenes militares en el
delantero del frac; la madre de la novia, ricamente prendida, atareada,
solícita, de grupo en grupo, recibiendo felicitaciones; las hermanitas,
conmovidas, muy monas, de rosa la mayor, de azul la menor, ostentando
los brazaletes de turquesas, regalo del cuñado futuro; el Obispo que ha
de bendecir la boda, alternando grave y afablemente, sonriendo,
dignándose soltar chanzas urbanas ó discretos elogios, mientras allá en
el fondo se adivina el misterio del oratorio revestido de flores, una
inundación de rosas blancas, desde el suelo hasta la cupulilla, donde
convergen radios de rosas y de lilas como la nieve, sobre rama verde,
artísticamente dispuesta; y en el altar, la efigie de la Virgen
protectora de la aristocrática mansión, semioculta por una cortina de
azahar, el contenido de un departamento lleno de azahar que envió de
Valencia el riquísimo propietario Aránguiz, tío y padrino de la novia,
que no vino en persona por viejo y achacoso--detalles que corren de boca
en boca, calculándose la magnífica herencia que corresponderá á
Micaelita, una esperanza más de ventura para el matrimonio, el cual irá
á Valencia á pasar su luna de miel.--En un grupo de hombres me
representaba al novio, algo nervioso, ligeramente pálido, mordiéndose el
bigote sin querer, inclinando la cabeza para contestar á las delicadas
bromas y á las frases halagüeñas que le dirigen...
Y por último, veía aparecer en el marco de la puerta que da á las
habitaciones interiores una especie de aparición, la novia, cuyas
facciones apenas se divisan bajo la nubecilla del tul, y que pasa
haciendo crujir la seda de su traje, mientras en su pelo brilla como
sembrado de rocío la roca antigua del aderezo nupcial... Y ya la
ceremonia se organiza, la pareja avanza conducida por los padrinos, la
cándida figura se arrodilla al lado de la esbelta y airosa del novio...
Apíñase en primer término la familia, buscando buen sitio para ver
amigos y curiosos, y entre el silencio y la respetuosa atención de los
circunstantes... el Obispo formula una interrogación, á la cual responde
un _no_ seco como un disparo, rotundo como una bala. Y--siempre con la
imaginación--notaba el movimiento del novio, que se revuelve herido; el
ímpetu de la madre, que se lanza para proteger y amparar á su hija, la
insistencia del Obispo, forma de su asombro, el estremecimiento del
concurso, el ansia de la pregunta transmitida en un segundo: «¿Qué pasa?
¿Qué hay? ¿La novia se ha puesto mala? ¿Que dice _no_? Imposible...
¿Pero es seguro? ¡Qué episodio!...»
Todo esto, dentro de la vida social, constituye un terrible drama. Y en
el caso de Micaelita, al par que drama, fué logogrifo. Nunca llegó á
saberse de cierto la causa de la súbita negativa.
Micaelita se limitaba á decir que había cambiado de opinión y que era
bien libre y dueña de volverse atrás, aunque fuese al pie del ara,
mientras el _sí_ no partiese de sus labios. Los íntimos de la casa se
devanaban los sesos, emitiendo suposiciones inverosímiles. Lo indudable
era que todos vieron, hasta el momento fatal, a los novios satisfechos y
amarteladísimos; y las amiguitas que entraron á admirar á la novia
engalanada, minutos antes del escándalo, referían que estaba loca de
contento, y tan ilusionada y satisfecha que no se cambiaría por nadie.
Datos eran estos para obscurecer más el extraño enigma que por largo
tiempo dió pábulo á la murmuración, irritada con el misterio y dispuesta
á explicarlo desfavorablemente.
A los tres años,--cuando ya casi nadie iba acordándose del sucedido de
las bodas de Micaelita, me la encontré en un balneario de moda donde su
madre tomaba las aguas. No hay cosa que facilite las relaciones como la
vida de balneario, y la señorita de Aránguiz se hizo tan íntima mía, que
una tarde, paseando hacia la iglesia, me reveló su secreto, afirmando
que me permite divulgarlo, en la seguridad de que explicación tan
sencilla no será creída por nadie.
--Fué la cosa más tonta... De puro tonta no quise decirla; la gente
siempre atribuye los sucesos á causas profundas y trascendentales, sin
reparar de que á veces nuestro destino lo fijan las niñerías, las
_pequeñeces_ más pequeñas... Pero son pequeñeces que significan algo, y
para ciertas personas significan demasiado. Verá usted lo que pasó; y no
concibo que no se enterase nadie, porque el caso ocurrió allí mismo,
delante de todos; sólo que no se fijaron, porque fué, realmente, un
decir Jesús.
Ya sabe usted que mi boda con Bernardo de Meneses parecía reunir todas
las condiciones y garantías de felicidad. Además, confieso que mi novio
me gustaba mucho, más que ningún hombre de los que conocía y conozco;
creo que estaba enamorada de él. Lo único que sentía era no poder
estudiar su carácter: algunas personas le juzgaban violento; pero yo le
veía siempre cortés, deferente, blando como un guante, y recelaba que
adoptase apariencias destinadas á engañarme y á encubrir una fiera y
avinagrada condición. Maldecía yo mil veces la sujeción de la mujer
soltera, para la cual es un imposible seguir los pasos á su novio,
ahondar la realidad y obtener informes leales, sinceros hasta la
crudeza--los únicos que me tranquilizarían. Intenté someter á varias
pruebas á Bernardo, y salió bien de ellas; su conducta fué tan correcta,
que llegué á creer que podía fiarle sin temor alguno mi porvenir y mi
dicha.
Llegó el día de la boda. A pesar de la natural emoción, al vestirme el
traje blanco reparé una vez más en el soberbio volante de encaje que lo
adornaba, y era regalo de mi novio. Había pertenecido á su familia aquel
viejo Alenzón auténtico, de una tercia de ancho--una maravilla--de un
dibujo exquisito, perfectamente conservado, digno del escaparate de un
museo. Bernardo me lo había regalado, encareciendo su valor, lo cual
llegó á impacientarme, pues por mucho que el encaje valiese, mi futuro
debía suponer que era poco para mí.
En aquel momento solemne, al verlo realzado por el denso raso del
vestido, me pareció que la delicadísima labor significaba una promesa de
ventura, y que su tejido tan frágil y á la vez tan resistente prendía en
sutiles mallas dos corazones. Este sueño me fascinaba cuando eché á
andar hacia el salón, en cuya puerta me esperaba mi novio. Al
precipitarme para saludarle llena de alegría, por última vez antes de
pertenecerle en alma y cuerpo, el encaje se enganchó en un hierro de la
puerta, con tan mala suerte, que al quererme soltar oí el ruido peculiar
del desgarrón, y pude ver que un girón del magnífico adorno colgaba
sobre la falda. Sólo que también vi otra cosa: la cara de Bernardo,
contraída y desfigurada por el enojo más vivo; sus pupilas chispeantes,
su boca entreabierta ya para proferir la reconvención y la injuria... No
llegó á tanto, porque se encontró rodeado de gente; pero en aquel
instante fugaz se alzó un telón y detrás apareció desnuda un alma.
Debí de inmutarme; por fortuna, el tul de mi velo me cubría el rostro.
En mi interior algo crujía y se despedazaba, y el júbilo con que
atravesé el umbral del salón se cambió en horror profundo. Bernardo se
me aparecía siempre con aquella expresión de ira, dureza y menosprecio
que acababa de sorprender en su rostro; esta convicción se apoderó de
mí, y con ella vino otra: la de que no podía, la de que no quería
entregarme á tal hombre, ni entonces, ni jamás... Y, sin embargo, fui
acercándome al altar, me arrodillé, escuché las exhortaciones del
Obispo... Pero cuando me preguntaron, la verdad me saltó á los labios,
impetuosa, terrible...
Aquel _no_ brotaba sin proponérmelo; me lo decía á mí propia... ¡para
que lo oyesen todos!
--¿Y por qué no declaró usted el verdadero motivo, cuando tantos
comentarios se hicieron?
--Lo repito: por su misma sencillez... No se hubiesen convencido jamás.
Preferí dejar creer que había razones de esas que llaman serias...


Martina

Hija única de cariñosos padres que la habían criado con blandura, sin un
regaño ni un castigo, Martina fué la alegría del honrado hogar donde
nació y creció. Cuando se puso de largo, la gente empezó á decir que era
bonita, y la madre, llena de inocente vanidad, se esmeró en componerla y
adornarla para que resaltase su hermosura virginal y fresca. En el
teatro, en los bailes, en el paseo de las tardes de invierno y de las
veraniegas noches, Martina, vestida al pico de la moda y con atavíos
siempre finos y graciosos, gustaba y rayaba en primera línea entre las
señoritas de Marineda. Se alababa también su juicio, su viveza, su
agrado, que no era coquetismo, y su alegría, tan natural como el canto
en las aves. Una atmósfera de simpatía dulcificaba su vivir. Creía que
todos eran buenos, porque todos le hablaban con benevolencia en los ojos
y mieles en la boca. Se sentía feliz, pero se prometía para lo futuro
dichas mayores, más ricas y profundas, que debían empezar el día en que
se enamorase. Ninguno de los caballeretes que revoloteaban en torno de
Martina atraídos por la juventud y la buena cara, unidas á no
despreciable hacienda, mereció que la muchacha fijase en él las grandes
y rientes pupilas arriba de un minuto. Y en ese minuto, más que las
prendas y seducciones del caballerete, solía ver Martina sus
defectillos, chanceándose luego acerca de ellos con las amigas. Chanzas
inofensivas, en que las vírgenes, con malicioso candor, hacen la
anatomía de sus pretendientes, obedeciendo á ese instinto de hostilidad
burlona que caracteriza el primer período de la juventud.
Así pasaron tres ó cuatro inviernos; en Marineda empezó á susurrarse que
Martina era delicada de gusto, que picaba alto y que encontrar su media
naranja le sería difícil.
Sin embargo, al aparecer en la ciudad el capitán de artillería Lorenzo
Mendoza, conocióse que Martina había recibido plomo en el ala. Lorenzo
Mendoza venía de Madrid: era apuesto, cortés, reservado, serio, más bien
un poco triste, aunque en sociedad se esforzaba por aparecer ameno y
expansivo; su vestir y modales revelaban el hábito de un trato escogido
y de un respeto á sí mismo que no degeneraba en fatuidad ni en
afectación; sin que presumiese de buen mozo, era en extremo simpática su
cara morena, de obscura barba y facciones expresivas. Con todo esto, hay
más de lo necesario para sorber el seso á una niña provinciana, hasta
sin pretenderlo, como en efecto no lo pretendía Mendoza al principio.
Las bromas de los compañeros, la fama de _picar alto_ de Martina y
también sus atractivos y gracias, su belleza en plena florescencia
entonces, impulsaron á Mendoza á acercársele, á preferir su conversación
y, poco á poco, á cortejarla.
El pintor que quisiese trazar una personificación de la dicha pudo tomar
á Martina por modelo en aquella época deliciosa en que creía sentir que
su sangre circulaba como río de néctar y su corazón se iluminaba como
ardiente rubí en la perpetua fiesta de sus esperanzas divinas.
Al ocupar Lorenzo la silla libre al lado de la muchacha, ésta se ponía
alternativamente roja y pálida: sus oídos zumbaban, brillaban sus ojos,
enfriábanse sus manos de emoción; y á las primeras palabras del capitán,
un gozo embriagador fijaba en la boca de Martina una sonrisa como de
éxtasis.
Rara vez dejan de provocar envidia estas felicidades, y más cuando no se
ocultan, como no ocultaba la suya Martina, que no veía razón para
esconder un sentimiento puro y legítimo. Si no fué la envidia, fué la
curiosidad la que escudriñó el pasado de Mendoza, como se registra una
casa para encontrar un arma oculta y herir con ella. Y averiguóse sin
gran esfuerzo--porque casi todo se sabe, aunque se sepa truncado y sin
ilación lógica,--que Mendoza, al venirse, había cortado una de esas
historias pasionales, borrascosas, largas, complicadas, un imposible
adorado y funesto, de esos lazos que obligan á huir á los confines del
mundo y que, elásticos á medida de la ausencia, no siempre se rompen por
mucho que se estiren. Con la falta de penetración que caracteriza al
vulgo, opinaban los curiosos de Marineda que Mendoza habría olvidado
inmediatamente á su tirana, la cual, sobre costarle desazones y
amarguras sin cuento, ni era niña ni hermosa. Al lado de aquel capullo,
de aquella Martina cándida y radiante como un amanecer y que llevaba en
sus lindas manos un caudal, ¿qué podía echar de menos el bizarro capitán
de artillería?
Así y todo, almas caritativas se deleitaron en enterar de la historia
vieja al padre de Martina, seguros de que él, solícito é inquieto, á su
hija se lo había de contar. No se equivocaban: una noche, en el paseo
del terraplén, á la hora en que la salitrosa brisa del mar refresca el
rostro y vigoriza el ánimo, y en que la música militar, sonora y
vibrante, cubre la voz y sólo permite el cuchicheo íntimo y dulce de los
enamorados, Martina preguntó lealmente, y Lorenzo contestó turbado y
sombrío... ¿Quién se lo había dicho?... Tonterías. Eran cosas pasadas,
bien pasadas; muertas y bien muertas. Mendoza no comprendía ni por qué
las recordaba nadie ni á santo de qué las sacaba á relucir Martina... Y
ella, alzando los ojos llenos de lágrimas y relucientes de pasión,
sonriendo de aquel modo extático, olvidando el lugar donde se
encontraba, murmuró hondamente: «No me he de casar con otro sino
contigo, y me parece justo saber si hay algo que lo estorbe». Conmovido,
sin darse cuenta de lo que hacía, Mendoza se inclinó, y buscando
disimuladamente la mano de la muchacha, y estrechándola con apretón
furtivo entre el remolino de los paseantes, que encubre tales
expansiones, la murmuró al oído:
--Pues no hay nada... y por mí que sea prontito... ¡Te quiero!
Al acabar la frase Mendoza, Martina se volvió hacia su padre, que venía
detrás, exclamando:
--No estoy bien... Llévame á sentarme... ¡El brazo!
Pronto se repuso, porque la alegría puede trastornar, pero hace daño
rara vez: y de allí á dos semanas, la boda de Martina y de Mendoza era
noticia oficial, y se sabía el encargo del equipo y galas, y se discutía
el mobiliario y alojamiento de los novios.
Se fijó la ceremonia para fines de Septiembre. ¿Qué falta hacía esperar?
El amor que está en sazón debe cogerse, como la fruta madura. Iban
llegando cajones con ropa blanca, trajes de seda, capotitas, estuches de
joyas: en la sala de los padres de Martina servía de escaparate ancha
mesa; amigas y amigos venían, contemplaban, aprobaban, censuraban y
salían contentos, displicentes ó taciturnos, según su carácter más ó
menos generoso. Martina, todas las mañanas, arrancaba triunfalmente una
hoja del calendario, cortado ya por la fecha de la boda. ¡Qué pocas
hojas faltan! ¡Diez... ocho... una semanita no más! Este domingo es el
último de soltera... Cuatro días... Mañana... Sí, mañana á las ocho; ahí
están el vestido blanco, los guantes blancos, el abanico, el azahar que
llegó de Valencia y que embalsama el ambiente. Lorenzo venía por las
noches á hacer tertulia á su novia y se mostraba galán, aunque siempre
grave.
La víspera de la boda, Martina le esperaba, como de costumbre, en el
gabinetillo. La madre, que vigilaba sus coloquios, no creyó que aquella
noche fuese preciso hacer centinela: ocupada en quehaceres múltiples,
dejó sola á su hija. Y Martina, en vez de alegrarse, sintió de pronto
una pena agobiadora, inmensa, una desolación sin límites, un miedo
horrible á algo que no se explicaba, ni se fundaba en nada racional.
Tardaba ya Mendoza. Sonó la campanilla, y por instinto Martina se lanzó
á la escalera. El criado la presentó una carta que acababa de traer «el
asistente del señorito». ¡Una carta! Las piernas de Martina parecían de
algodón: creyó que nunca podría andar el trecho que separaba la antesala
del gabinete. Se acercó á la lámpara, rompió el sobre, leyó... Antes que
sus ojos la había leído su corazón, fiel zahorí.
Aquellas excusas, aquellas forzadas frases de cariño, aquellas mentiras
con que se pretendía paliar la infame deserción, las presentía Martina
desde una hora antes. Y los motivos de la repentina marcha, bien sabía
Martina que no eran los que fingía la carta, sino otros, que no podían
decirse, pero que explicaban á la vez el viaje y la continua tristeza,
invencible, misteriosa, de su futuro... Llamábale otra vez el abismo;
resucitaba lo que sin duda no había muerto. Martina cayó desplomada en
el sofá: no lloraba: gemía bajito, como quien reprime la queja de mortal
dolor. Sin embargo, la misma violencia del golpe; la indignación,--mil
sentimientos confusos,--la impulsaron á levantarse, tomar un fósforo,
pegar fuego á la carta, abrir la ventana y echar á volar las cenizas,
cual si temiera que la delatasen. Buscando luego á sus padres, les
declaró con voz firme y serena que había renunciado, por su gusto y
deliberadamente, á casarse con Lorenzo Mendoza, al cual no volverían á
ver más, porque salía aquella noche en el tren correo hacia Madrid.
Poseían los padres de Martina una casa de campo no muy distante de la
ciudad, y en ella se ocultaron con su hija, para dejar disiparse la
primer polvareda de la deshecha boda. Allí pasaron el invierno; Martina
parecía contenta. La hablaron de viajes á la corte, al extranjero:
rechazó la idea con disgusto. Vino la primavera y ya no pensaron en
dejar la residencia campestre. Al acercarse el otro invierno preguntaron
á Martina, y pidió, por favor, encarecidamente, un año más de soledad.
La misma escena se repitió al siguiente; los padres empezaban á
impacientarse: les parecía que ya era hora de que su hija volviese al
mundo y se le buscase otro novio formal y auténtico, que borrase de su
memoria lo pasado. Mas en esto aconteció que enfermaron los viejos, y
con distancia de pocos días sé los llevó al sepulcro, al padre una
fiebre reumática, y á la madre un inveterado padecimiento del corazón.
Martina, sola ya, de luto riguroso, negóse á recibir pésames, á admitir
consuelos de amigas, y se encerró más que nunca entre las paredes de su
tapia, y entre los árboles de su solitaria finca. Corrió algún tiempo.
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