Cuentos de amor - 12

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En Marineda ya apenas se hablaba de Martina. Los más la creían
maniática. No la trataba nadie.
* * * * *
Una tarde golpeó el aldabón de la portalada un jinete, que regía un
caballejo castaño. El hortelano salió á abrir, y contestó la frase
sacramental: la señora no estaba, y además no acostumbraba admitir
visitas.
--Dígale usted--objetó el jinete apeándose--¡que es D. Lorenzo
Mendoza!... Puede ser que entonces...
A los diez minutos volvía el hortelano con respuesta negativa,
terminante. Mendoza bajó la cabeza é hizo ademán de volver á montar. De
pronto, como si variase de parecer y obedeciese á una inspiración
súbita, arrollando al hortelano, cruzó la puerta, se metió patio
adentro, subió una escalera exterior tapizada de madreselvas, que daba
acceso á la casa, y entró en una sala obscura, de vidrieras entornadas,
silenciosa. Oyó un grito de mujer; fué derecho á donde sonaba y
estrechó á Martina en los brazos. No hubo palabras: todo se expresó con
halagos, inarticulados sones, caricias insensatas por parte de él,
primero rechazadas débilmente y pagadas luego. Después vinieron las
excusas, los ruegos, las explicaciones que Mendoza dió casi de rodillas,
y ella oyó trémula, desfallecida, reclinada la cabeza en el hombro del
suplicante. Y siguieron las promesas, los juramentos, las protestas de
enmienda y lealtad, los plazos de ventura que Mendoza desarrollaba
risueño, enclavijando sus dedos en los de Martina, que no oponían
resistencia. La noche caía; la luna llena se alzaba blanca y apacible;
las madreselvas exhalaban su balsámico aroma. Los antiguos novios eran
ya amantes; la primavera se trocaba en estío; y el enajenado Mendoza no
echó de ver que Martina, en medio de su delirio, á veces gemía muy bajo,
como quien reprime la queja de mortal dolor--como había gemido años
antes al recibir la carta de despedida.
A la mañana siguiente, cuando despertó Mendoza, no vió á Martina: la
llamó á voces, y no contestó nadie. Por fin acudieron los criados;
sabían que su ama se había marchado tempranito, pero ignoraban adonde...
En Marineda se supo sin asombro, á la semana siguiente, que Martina
vivía reclusa, como _señora de piso_, en un convento de Compostela. Lo
que nunca se divulgó fué que hubiese adoptado tal resolución por evitar
el sonrojo de sentirse morir de felicidad cerca de _aquél_ que un día la
engañó y vendió.


Apólogo

Habíase enamorado Vicente de Laura oyéndola cantar una opereta en que
desempeñaba, con donaire delicioso, un papel entre cómico y patético. La
natural hermosura de la cantante parecía mayor, realzada por atavío
caprichoso y original, al reflejo de las candilejas, que jugueteaba en
la tostada venturina de sus ondeantes y sueltos cabellos, flotantes
hasta más abajo de la rodilla. Hallábase Laura en esos primeros años
felices de la profesión en que un nombre, después de hacerse conocido,
llega á ser célebre; esos años en que la chispita de luz se convierte en
astro, y los homenajes, las contratas, los ramilletes, las joyas, los
retratos en publicaciones ilustradas, los artículos elogiosos, caldeados
por el entusiasmo, llueven sobre la artista lírica, halagando su
vanidad, exaltando su amor propio y haciéndola soñar con la gloria. ¿Por
qué entre el enjambre de adoradores que zumbaba á su alrededor Laura
distinguió á Vicente, escogió á Vicente, oficial que no poseía más que
su espada y un apellido, eso sí, muy ilustre: el sonoro apellido
hispano-árabe de Alcántara Zegrí?.
Lo cierto es que la elección de Laura fué muy perjudicial á su
tranquilidad y dicha. Vicente Zegrí, como le llamaban sus amigos, por
atavismo y tradiciones de raza llevaba en la sangre el virus corrosivo
de los celos; y si esta enfermedad moral hace estragos donde quiera que
aparece, no pueden calcularse sus consecuencias en hombre que ama á
mujer de profesión artística, cuyas gracias, en cierto modo, tiene
derecho el publico á usufructuar. Antes anduvo Vicente rabioso que
gozoso; tragó la hiel cuando aún no gustara la miel, y nunca recibió el
divino premio de los halagos de la amada, sin que se lo amargasen con
amargor de muerte negras sospechas, infames imaginaciones y desesperados
recelos. Tanto pudo con él esta fatiga y desazón celosa, que un día--ó,
para no faltar á la verdad, una noche en que á la salida del teatro
había acompañado á Laura--ya no acertó á reprimirse, y abrió su corazón,
mostrando lo profundo de la llaga.
--Mi sufrimiento es tal--declaró estrujando las manos de su amiga, en
aquel momento heladas de terror--que necesito echar por la calle de en
medio, realizar una acción decisiva: á seguir así, me volvería loco, y
haga lo que haga, quiero hacerlo estando cuerdo, poseyendo la conciencia
de mis actos. Cuando te aplauden, siento impulsos de prender fuego al
teatro; cuanto se te llena de necios y de osados el _camerino_, se me
ocurre sacar la espada y entrar pegando tajos á diestro y siniestro. La
tentación es tan fuerte, que por no ceder á ella suelo marcharme á mi
casa; pero como me conozco y sé que tarde ó temprano cedería, prefiero
consultarte, confesarme contigo, á ver si entre los dos discurrimos modo
de salvarnos.
Laura miraba fijamente al oficial, notando con profundo estremecimiento
el brillo siniestro de sus pupilas, el temblor involuntario de sus
labios cárdenos, lo fruncido de sus cejas, la crispación de sus dedos,
la alteración de su voz; y con dulce sonrisa y acento que chorreaba
ternura, le preguntó, entre un intento de caricia que rehuyó el celoso:
--¿Y qué has pensado hacer, Vicente mío? Ya que discutimos
amigablemente, dímelo sin reparo y te contestaré con franqueza.
--¡He pensado que nos casemos, que seas mi esposa!--declaró Zegrí.
--¿Y que yo... renuncie al arte?
--¡Pues si no renunciases, bonito negocio!--exclamó el enamorado con
exaltada vehemencia.--¿Te habrás figurado otra cosa, eh? Desde el
momento en que Vicente Zegrí se llame tu marido, á tu marido
pertenecerás, y él y sólo él podrá contemplar tus hechizos, oir tu canto
y ver desatada esta cabellera.--Al hablar así agarró la profusa mata de
pelo, sacudiéndola con furor apasionado.
Púsose Laura más blanca que los encajes de su bata de seda; el tirón
había dolido; pero ni la sonrisa se apartó de sus labios, ni un punto
cambió la lánguida y acariciadora expresión de sus ojos. Dirigiéndose á
Vicente con reposo y dulzura, le interrogó:
--¿Me permites que te cuente un cuento oriental? Me lo refirieron allá
en Rusia, donde he cantado hace dos inviernos, y donde tienen muchas
ganas de que vuelva una temporadita.
Pasándose la mano por la frente como para espantar una pesadilla,
Vicente hizo con la cabeza señal de que estaba dispuesto á oir.
--Parece--empezó Laura--que hubo en Rusia, no sé en qué siglo, un Rey
muy malo y feroz, á quien le pusieron por sus desafueros y tiranías el
sobrenombre de _Iván el Terrible_. Aunque con Dios no debía de estar muy
á bien, el caso es que se le ocurrió construir una catedral magnífica,
dedicada á un santo que allí le llaman _Vassili Blagennoi_, lo cual
significa _el Bienaventurado Basilio_...
--¿Y qué tiene que ver...?--murmuró Vicente, no sin impaciencia.
--¡Aguarda, aguarda...! El Rey buscó mucho tiempo arquitecto capaz de
comprender toda la suntuosidad y grandeza que él deseaba para la
catedral, hasta que por fin se presentó uno con un plano asombroso, que
dejó al Rey encantado. Elevóse el templo, y fué pasmo y admiración de
todos; y el Rey, contentísimo, colmó de regalos y de honores y
distinciones al arquitecto.--Un día, terminadas las obras, le llamó á
palacio y le preguntó si se creía capaz de erigir otro templo tan
magnífico y sorprendente como aquél. El arquitecto, lisonjeado,
respondió que sí, y que hasta esperaba idear nuevo edificio que superase
al primero en belleza y esplendor. Entonces el bárbaro del Rey,
sirviéndose del agudo chuzo de hierro que llevaba siempre á la cintura,
le vació al pobre arquitecto los dos ojos uno tras otro, á fin de que
jamás pudiese construir para nadie un templo...
Laura calló, y Vicente Zegrí, que acababa de comprender la moraleja del
apólogo, la miró con una especie de estravío. Ligera espuma asomó al
canto de su boca, y por sus venas serpeó el frío sutil del aura
epiléptica, que incita al crimen. Dominándose con esfuerzo supremo se
incorporó, dispuesto á marcharse, y articuló pausadamente mientras
recogía su airosa capa española:
--Ese Rey hizo mal. Sacar los ojos es acción propia de un verdugo. Si
quería inutilizar al arquitecto, debió matarle.
Diciendo así, con súbito impulso se acercó Vicente á Laura, la rodeó con
los brazos, y tan violentamente la apretó, de tan insensato modo,
incrustándole tan reciamente los dedos en las costillas, que la artista
exhaló un grito de miedo, un chillido que salía del fondo de su ser, de
esos que sólo dicta el instinto de conservación, el horror á la nada y
al sepulcro. Al oir el grito, Vicente la soltó, embozóse en su capa y
salió tropezando con las paredes.
Pasóse lo que faltaba hasta el amanecer vagando por las calles, en un
estado tan horrible, que dos ó tres veces se recostó en una puerta para
llorar. El día que siguió á aquella noche no fue menos cruel. Escribió á
Laura cien cartas, que desgarraba después con furia; adoptó y desechó
mil planes contradictorios; pensó en echarse de rodillas, en suicidarse,
en abrasar el barrio, en secuestrar á su amada á viva fuerza, y, por
último, la idea de la muerte fué la que se esculpió en su espíritu con
relieve poderoso. Su alma pedía sangre, hierro y fuego, violencia,
destrozo y aniquilamiento; el instinto anárquico que tantas veces
acompaña al amor, se alzaba rugiente y desatado como racha de huracán.
Ya ni siquiera intentaba Vicente recobrar la razón, la cordura y el
aplomo: las imágenes suscitadas por los celos, Laura atrayendo á sí los
ojos de tantos hombres, que se recreaban en sus gracias y picardías, que
bebían su voz, que la admiraban con el cabello suelto, eran flechas de
llama que le desatinaban, como al toro la ardiente banderilla. Ni aun
creía amar á Laura: la consideraba una enemiga mortal. Figurábase por
momentos que la odiaba con toda su voluntad iracunda, y este odio
clamaba por saciarse y gozarse en la destrucción.
Llegada la hora de ir al teatro, donde cantaba Laura una de las operetas
en que estaba más linda y recogía más aplausos, Vicente, resuelto, algo
aliviado por la decisión fiera, concreta, irrevocable, se echó al
bolsillo el revólver. Si sufría demasiado... allí tenía el remedio. Ya
habían alzado el telón, pero no aparecía Laura; y Vicente, abstraído en
su frenesí, hubo de notar por fin que la gente profería exclamaciones de
descontento y que la función no era la anunciada, la que Laura debía
representar. Alarmado, antes de terminarse el acto dejó su asiento,
corrió á informarse entre bastidores... Aquella mañana misma, la
cantante había rescindido su contrata perdiendo lo que quiso el
empresario, y partido en dirección á San Petersburgo.


A secreto agravio...

Aquella tienda de ultramarinos de la calle Mayor regocijaba los ojos y
era orgullo de los moradores de la ciudad, quienes, después de mostrar á
los forasteros sus dos o tres monumentos románicos y sus Docks, no
dejaban de añadir: «Fíjese usted en el establecimiento de Riopardo, que
compite con los mejores del extranjero.»
Y competía. Los amplios vidrios; los escaparates de blanco mármol; las
relucientes balanzas; los grifos de dorado latón; el artesonado techo;
las banquetas forradas de rico terciopelo verde de Utrecht; las
brillantes latas de conservas formando pirámides; las piñas y plátanos
maduros en trofeo; las baterías de botellas de licor, de formas raras y
charoladas etiquetas, todo alumbrado por racimos de bombillas
eléctricas, hacían del establecimiento un suntuoso palacio de la
golosina. Así como en Madrid salen las señoras á revolver trapos, en la
apacible capital de provincia salían «á ver qué tiene Riopardo de
nuevo.» Riopardo sustituía al teatro y á otros goces de la civilización;
y los turrones y los quesos y los higos de Esmirna eran el pecadillo
dulce de las pacíficas amas de casa y sus sedentarios maridos, por lo
cual no faltaban censores mal humorados y flatulentos que acusasen á
Riopardo de haber corrompido las costumbres y trocado la patriarcal
sencillez de las comidas en fausto babilónico...
Entretanto, el establecimiento medraba, y Riopardo, moreno, afeitado,
lucio, adquiría ese aplomo que acompaña á la prosperidad. Los negocios
iban como una seda, y esperaba morir capitalista, á semejanza de otros
negociantes de la misma plaza que habían tenido comienzos más humildes
aún... Hoy convenía trabajar, aprovechando el vigor de los treinta años
y la salud férrea. De día, desde las seis de la mañana, al pie del
cañón, haciendo limpiar y asear, pesando, despachando, cobrando; de
noche, compulsando registros, copiando facturas, contestando cartas... y
así, sin descanso ni más intervalo que el de algún corto viaje á
Barcelona y Madrid.
De uno de éstos volvió casado Riopardo; su mujer, linda muchacha, hija
de un perfumista, apareció en la tienda desde el primer día, ayudando en
el despacho á su marido y al dependiente. La cara juvenil y la fina
habla castellana de María fueron otro aliciente más para la clientela.
Sin ser activa ni laboriosa como su esposo, María era zalamera y
solícita y daba gozo verla, bien ceñida de corsé, muy fosca de peinado,
cortar con su blanca manecita de afilados dedos una rebanada de Gruyère
ó una serie de rajas de salchichón, sutiles como hostias, pesarlas
pulcramente y envolverlas en papeles de seda atados con cinta azul. La
tienda sonreía, animada por el revuelo de unas faldas ligeras, y nadie
como María para aplacar á una parroquiana descontenta, para halagar á un
parroquiano exigente, para regalar un cromo á un niño ó deslizar un
puñado de dátiles en el delantal de una cocinera gruñona...
El ejemplo de María, su atractivo, su complacencia, habían influído en
el dependiente Germán. Mientras estuvo solo con Riopardo, Germán era
hosco, indiferente y torpe; no se mudaba, no se rasuraba. María le
arregló el cuarto--porque Germán vivía con sus patrones en el piso
principal--le surtió de buen lavabo, de toallas; le repasó la ropa
blanca y le compró cuellos y puños, con lo cual el dependiente sacó á
luz su figura adamada, su rubio pelo rizado con gracia sobre la sien, y
las criadas y las mismas señoras compraron de mejor gana en el
establecimiento, que al fin las cosas de comer gusta recibirlas de gente
aseada, moza y no fea... «También se come con la vista», solían decir.
Una tarde, casi anochecido, Riopardo, volviendo de arreglar asuntos
urgentes en la Aduana, prefirió entrar en su casa por la puerta trasera,
que caía á la Marina, ahorrándose así diez minutos de callejeo inútil,
pues era, á fuer de hombre de acción, avaro de tiempo. Tenía en el
bolsillo el llavín: abrió, salvó un pasadizo, y empujó la puerta del
almacén, que cedió sin rechinar. El almacén, atestado de latas de
petróleo, bocoyes de aguardiente y aceite, y sacas de arroz y harina,
estaba á obscuras, y allá á su extremidad, Riopardo creyó percibir un
cuchicheo ahogado y suave. Se detuvo, resguardado por una gran barrica,
y miró. Al pronto no se ve nada, viniendo de fuera, cuando la luz es
poca; pero á los tres minutos, la vista se acostumbra, y algo se
percibe. Riopardo logró distinguir dos personas. De pronto, una de
ellas, Germán, dijo en alta voz: «Está alguien en la tienda.» Y el modo
de separarse, brusco, azorado, fué más inequívoco aún que la proximidad
de los dos bultos...
Retrocedió Riopardo: salió por donde había entrado, y sin cuidarse ya de
economizar tiempo penetró por la tienda en su casa. Cerróse ésta á la
hora habitual; cenaron los tres, marido, mujer y dependiente, y se
recogieron en paz á sus respectivos dormitorios los dos últimos.
Riopardo volvió á bajar: era el momento de repasar cuentas y manejar
libros. Llevaba su linterna sorda que le servía para registrar el
almacén, en previsión de un incendio; y ya dentro del vasto recinto,
empezó por atrancar la puerta que daba al pasadizo, y probar los
cerrojos de la que con la tienda comunicaba.
Después, entregóse á una faena extraña: abrió un centenar de latas de
petróleo y las inclinó para que el mineral corriese por el suelo; en
seguida, ensopando una gran escoba en los charcos que se formaban,
barnizó bien un punto determinado del techo, rociándolo de continuo con
hisopazos fuertes. De un rincón trajo brazados de paja, papeles y
astillas--residuos de los embalajes de las botellas--y los hacinó hasta
formar una pirámide, que con ayuda de una escalera subió á la altura de
las vigas del techo, en el mismo punto en que las había untado de
petróleo. Hecho esto, siguió destapando latas y dió la vuelta al grifo
de un inmenso barril de alcohol. El trajín había sido largo; Riopardo
sentía que un sudor helado brotaba de sus cabellos. Descansó un instante
y miró el reloj: era la una menos cuarto. Entonces se descalzó, abrió la
puerta exterior dejándola arrimada, subió furtivamente la escalera y no
paró hasta su alcoba. María dormía ó aparentaba dormir serenamente. La
alcoba no tenía ventana. Riopardo, con maravilloso silencio, colocó
delante de la vidriera sillas, butacas, ropas, un cofre, cuantos objetos
pudo trasladar sin hacer ruido.
Retiróse, y al salir echó por fuera cerrojo y llave á la puerta del
gabinete que comunicaba con la alcoba. Descendió otra vez á la tienda,
metióse en el almacén, raspó un fósforo, encendió una mecha corta y la
aplicó al suelo encharcado de aceite mineral. La llamarada súbita que se
alzó le chamuscó pestañas y cabello. Sólo tuvo tiempo de huir á la
tienda. El almacén no tardaría tres minutos en ser un brasero enorme.
El marido, con flema, se calzó, se limpió las manos y subió pisando
recio. Golpeó á la puerta del dormitorio de Germán, que salió medio
desnudo, despavorido. «Creo que hay fuego... Huele á humo... Baje
usted... ¡No, antes de pedir socorro hay que cerciorarse!» Germán se
precipitó sin más ropa que unos pantalones vestidos á escape y babuchas.
Mal despierto aún del primer sueño de los veinte años, casi no
comprendía lo que pasaba. Le precedía, Riopardo con la indispensable
linterna.
Tienda y portal estaban ya llenos de un humo acre, asfixiante. «Pase
usted, mire á ver dónde es...» Titubeaba el dependiente, ciego y
atónito; Riopardo le empujó, le precipitó, ya sin disimular, dentro del
horno, y aún tuvo fuerzas para correr los cerrojos y huir, saliendo al
portal y á la calle. En ella respiró con delicia, cerciorándose de que
por allí no andaba el sereno, ni pasaba nadie, y probablemente sucedería
lo mismo durante el cuarto de hora necesario...
Sin embargo, á los diez minutos el humo era tal que, temeroso de ver
abrirse ventanas y oir voces de socorro, el mismo Riopardo gritó. Al
llegar los primeros auxilios, la casa, sobre todo el bajo y principal,
no formaban más que una hoguera. Se atendió á aislar las casas vecinas y
á salvar con escalas á los inquilinos del segundo y tercero. La
fatalidad--observaron las gentes--quiso que el fuego se iniciase en la
parte del almacén que correspondía con el dormitorio de la esposa de
Riopardo, la cual, asfixiada por el humo, ni pudo levantarse á pedir
socorro. Apareció carbonizada, lo mismo que el dependiente, presunto reo
de imprudencia temeraria por fumar en el almacén.
No estando aseguradas las existencias del establecimiento, sobre el
dueño no recayeron sospechas, sino gran lástima. Arruinado
completamente, no faltó quien, estimando sus cualidades mercantiles, su
laboriosidad, le adelantase dinero para abrir otra lonja; pero Riopardo
dice tristemente á su antigua y fiel clientela:
--Ya no tengo ilusión... ¡Una esposa y un dependiente como los que
perdí, no he de encontrarlos nunca!


La religión de Gonzalo

¿Y qué tal tu marido?--preguntó Rosalía á su amiga de la niñez Beatriz
Córdoba, aprovechando el momento de intimidad y confianza que crea entre
dos personas la atmósfera común, tibia de alientos y saturada de ligeros
perfumes, de una berlina bien cerrada, bien acolchada, rodando por las
desiertas calles del Retiro á las once de una espléndida y glacial
mañana de Diciembre.
--¿Mi marido?--contestó Beatriz marcando sorpresa, porque creía que su
completa felicidad debía leerse en la cara.--¿Mi marido? ¿No me ves?
¡Otro así...! Por la de nadie cambiaría yo mi suerte...
Rosalía hizo un gestecillo, el mohín de instinto malévolo con que los
mejores amigos acogen la exhibición de la ajena dicha, y murmuró
impaciente:
--Mira, yo no te pregunto de interioridades. No soy tan indiscreta...
Me refería á las ideas religiosas... ¿No te acuerdas?... ¡Gonzalo era...
así... de la cáscara amarga, vamos!
Beatriz guardó silencio algunos instantes; y después, como si se
resolviese á completas revelaciones, de esas que hacemos más por oirnos
á nosotros mismos que porque un amigo las escuche, se volvió hacia su
compañera de encierro, y alzando el velito á la altura de la nariz para
emitir libremente la voz, habló aprisa:
--¡La irreligiosidad de Gonzalo! ¿Y si te dijese que por ella estuvimos
á punto de no casarnos nunca? La pura verdad. Tú ya sabes que Gonzalo es
mi primo, y mi familia y la suya siempre soñaron con hacer la boda,
hasta que la mala reputación de Gonzalo en materias religiosas desbarató
por completo el proyecto. Bien conociste á la pobre mamá, y no
extrañarás si te digo que llegó al extremo de cerrarle la puerta á
Gonzalo á piedra y lodo; vino diez veces lo menos, ¡y siempre habíamos
salido! «Reconozco--decía mamá--que mi sobrino es muy simpático, que ha
recibido una educación escogida, que posee una ilustración más que
mediana; no puedo negar su hermosa figura, ni su clara inteligencia, ni
su caballerosidad; tiene mi sangre, no le faltan bienes de fortuna...
pero me horroriza pensar que no cree en nada, y ni se toma el trabajo de
disimularlo. Malo es padecer desvaríos del alma y peor no ocultarlos
siquiera.» Al escuchar estas cosas, yo salía á la defensa de Gonzalo; no
me era posible dejar de quererle... un poco... es decir ¡mucho!
Francamente, le seguía queriendo, incapaz de olvidar los tiempos en que
le consideraba mi novio. Mamá notó de qué pie cojeaba su hija, y, para
desimpresionarme, arregló mis bodas con Leoncio Díaz Saravia, el que
ahora es subsecretario de Gobernación; era muchacho de valía, y se le
presentaba un porvenir brillante; pero así y todo, yo no estaba
entusiasmada: á lo sumo me resignaba, sin frío ni calor, al casamiento.
¡Somos tan raros! Lo único que me prestaba cierta tranquilidad, lo que
me daba fuerzas cuando sentía sobre mí el peso abrumador de una tristeza
involuntaria, era la voz que corría de que Gonzalo no quería amores, de
que había resuelto no casarse jamás. «Eso lo hace por mí, por mi
recuerdo», pensaba yo; y me consolaba al pensarlo.
--El que no se consuela...--murmuró sonriendo Rosalía, mientras alisaba
con repetidos pases la blanda y densa piel de su manguito.
--Un día... no, una noche, porque estábamos en el teatro cuando nos
enteramos... cundió la noticia de que Gonzalo, en un café, la había
emprendido á bofetadas con un sujeto, y que se encontraban desafiados;
lance serio, en condiciones de las que ya no se estilan, á quedar uno
sobre el terreno... ¿Causa del conflicto? Voz unánime: «Una mujer.» El
mismo Gonzalo lo confesaba, según decían los bien informados: tratábase
de una señora, insultada delante de Gonzalo, y cuya defensa había tomado
éste hiriendo el rostro del villano ofensor... ¡Lo que yo sentí! ¡En
qué estado volví á casa! ¡Qué noche pasé, querida Rosalía! Es lo que no
puede pintarse... Aparte del terror de que matasen á Gonzalo, otra cosa
me encendía la sangre y me atirantaba los nervios...
--¿Los celos?--preguntó Rosalía con malicia gozosa.
--¿Quién lo duda?--Figúrate que se venían á tierra todas mis ilusiones.
Que Gonzalo no me quisiese, pase, y era mucho pasar; pero que quisiese á
otra tanto, hasta abofetear á la gente, hasta jugarse la vida... Yo
había estado soñando por lo visto... ¡soñando como una necia! Mi novio
de los primeros años, mi oculto anhelo de siempre, ni se ocupaba de mí;
por otra iba á cruzar la espada, por otra á quien secretamente también
prefería... ¿Quién era aquella mujer? ¿De qué sílabas se componían su
nombre y su apellido? ¿Soltera? ¿Casada? Casada de seguro, cuando tal
misterio la envolvía, que Gonzalo se negaba á nombrarla... Y yo daba
vueltas en la cama, y la almohada se impregnaba de lágrimas calientes...
Entonces me parecía estúpida mi resignación, inconcebible, absurda mi
obediencia, absurda mi boda; y apenas amaneció, me fuí derecha al
dormitorio de mi madre, y me abracé á ella en tal estado de aflicción y
de trastorno, que la pobrecilla (bien recordarás lo extremosa que era en
quererme) me dijo así: «Pequeña, serénate... Voy á ver qué le ha
sucedido al talabarte de mi sobrino... Si está herido, te prometo
cuidarle como su propia madre le cuidaría...»
Herido estaba en efecto, pero no de gravedad; su adversario sí que se
llevó una buena estocada, ¡que á no resbalar en una costilla...! Así que
Gonzalo pudo salir--y fué muy pronto--vino apresurado á dar las gracias
á mamá. ¡Ay, Rosalía! ¡Qué impresión! Noté que me miraba... vamos...
como otras veces... y á las primeras palabritas que deslizó, estando los
dos en el hueco de una ventana que daba al jardín... no lo pude
remediar... solté la pregunta difícil...
--¿Esa mujer por quien te has batido...?
Se puso encarnadísimo, lo cual me pareció mala señal, y contestó muy
confuso y medio riendo:
--¡Mujer!... Sí, ¡una mujer ha sido la causa!...
Hice un movimiento para separarme, para huir (estaba furiosa, le hubiese
pegado), y entonces él, con ese modo que tiene de decir las cosas, que
no hay remedio sino creerle, exclamó:
--Beatriz, no caviles... A mí no me ha dado en qué pensar, en cierto
terreno y por cierto estilo, ninguna mujer sino una... ¡que tú conoces
mucho...! Ea, no te alteres, no pongas esa cara... Si no te burlas, te
enteraré... El bárbaro á quien di una lección estaba injuriando...
--¿A quién?--pregunté con afán al ver que Gonzalo se paraba.
--A... ¡á la Virgen María!...
--¡A la Virgen María!--repetí yo atónita.
--Justamente... Por mi honor que es verdad... Ya conozco que te parecerá
raro... Por eso no permití que se divulgase; más vale que se figuren
otra cosa; así al menos no se reirán de mí... no me llamarán Quijote...
--Pero tú... Gonzalo... tú... Entonces, mamá, que dice que tú... que tus
creencias... tartamudeé, temiendo asfixiarme de alegría.
--¿Qué tienen que ver las creencias?--me replicó él casi con dureza.--La
Virgen es una mujer... y delante de quien tenga vergüenza y manos, á una
mujer no se la ofende...
* * * * *
Rosalía callaba sorprendida; Beatriz, conmovida, afectaba mirar hacia
fuera, á los árboles despojados de hoja, finos como arborizaciones de
ágata sobre el cielo puro.
--¿Y después, sin más, os casásteis?--interrogó la amiga con picardía y
sorna.
--Sin más--respondió con energía Beatriz.--Mamá dijo que Gonzalo, á su
manera, tenía religión, tenía una fe... el honor, ¿sabes? y que la
Virgen haría lo que faltaba... Y lo hizo, Rosalía. Mi marido, cuando yo
voy á misa... no se queda ya á la puerta!


El panorama de la Princesa

El palacio del Rey de Magna estaba triste, muy triste, desde que un
padecimiento extraño, incomprensible para los médicos, obligaba á la
Princesa Rosamor á no salir de sus habitaciones. Silencio glacial se
extendía, como neblina gris, por las vastas galerías de arrogantes
arcadas y los salones revestidos de tapices, con altos techos de
grandiosas pinturas; y el paso apresurado y solícito de los servidores,
el andar respetuoso y contenido de los cortesanos, el golpe mate del
cuento de las alabardas sobre las alfombras, las conversaciones en voz
baja, susurrantes apenas, producían impresión peculiar de antecámara de
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