Cuentos de amor - 06

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«Así que se me quitó de la imaginación la madre, empecé á cuidar de la
niña. No tenía otra cosa para qué mirar en el mundo. Me propuse que no
había de perderse, ni arrimarme otro tiznón, y no la dejé salir ni al
portal. Aunque me dijese, es un verbigracia:--«Padre, tengo ganas de
correr» ó--«Padre, me pide el cuerpo ir á la plazuela»--nada, yo
sujetándola, que se divirtiese con su canario, ó con los pliegos de
aleluyas, ó con la maceta de albahaca, ¡pero sin sacar un dedo fuera! Y
así que fué espigando, y me hice cargo de que era muy bonita, tan bonita
como su madre, y parecida á ella como una gota á otra gota... y con una
voz de ángel también, se me abrieron los ojos de á cuarta, y dije:--No,
lo que es tú... no has de echarme el borrón.--Y me convertí en espía, y
la velé hasta el sueño, y no contento con guardarla dentro de casa, me
paseaba por la callejuela debajo de su ventana, á ver si andaba por allí
algún zángano; tanto que la castañera de la esquina me dijo
así:--Abuelo, está usted chiflado. ¿A quién se le ocurre rondar á su
propia hija? ¡Qué viejos mas escamones!--Pero no lo podía remediar. Toda
cuanta candidez y buena fe había tenido con la madre, ahora se me volvía
desconfianza; se me había clavado aquí, entre las cejas, que mi hija se
perdería, que era infalible que se perdiese, sobre todo si daba en
cantar; y me eché de rodillas delante de ella, y la obligué á que me
jurase que no cantaría nunca, así se hundiese el mundo. Y me lo juró:
sólo que, como ya no era yo aquel de antes, de allí á pocas mañanas,
acechando desde la esquina, la veo que abre la ventana, que se pone á
regar las macetas, y que al mismo tiempo, á competencia con el canario,
rompe á cantar... Me dió la sangre una vuelta redonda y se me quedaron
las manos frías. Volví á casa, entré en el cuarto de la muchacha, la
cogí por el pelo y debí de pegarla bastante, porque gritó y estuvo más
de una semana con una venda. ¿Creerá usted, Padre, que se enmendó? A
los quince días vuelvo á rondar y vuelve á asomarse, y otra vez el
canticio, y enfrente un grupo de mozalbetes que se para y la dice muchos
olés... Callé; no entré á castigarla; y por la tarde, mientras batía mi
suela, me parecía que una voz rara, como de algún chulo que se reía de
mí, me decía lo mismo que doce años antes:--No tienes vergüenza... Había
que matarla.--Cené muy triste, y después de que me acosté, la misma voz,
erre que erre: Matarla, matarla...--Entonces me levanté despacio, cogí
la herramienta, fuí en puntillas, me acerqué á la cama, y de un solo
golpe... Ahora hagan de mí lo que quieran, que ya tengo mi honra
desempeñada.»
--¿Creerán ustedes,--añadió el Padre Téllez, que no le pude quitar la
tema de la honra? Se arrepentía... pero á los dos minutos volvía á
porfiar que era un caballero, y su conducta, más que culpable,
ejemplar... En este terreno casi murió impenitente...
--Estaría loco--dijimos, á fin de consolar al sacerdote, que se había
quedado muy abatido al terminar su relato.


Primer amor

¿Qué edad contaría yo á la sazón? ¿Once ó doce años? Más bien serían
trece, porque antes es demasiado temprano para enamorarse tan de veras;
pero no me atrevo á asegurar nada, considerando que en los países
meridionales madruga mucho el corazón, dado que esta víscera tenga la
culpa de semejantes trastornos.
Si no recuerdo bien el _cuándo_, por lo menos puedo decir con completa
exactitud el _cómo_ empezó mi pasión á revelarse. Gustábame
mucho--después de que mi tía se largaba á la iglesia á hacer sus
devociones vespertinas--colarme en su dormitorio y revolverle los
cajones de la cómoda, que los tenía en un orden admirable. Aquellos
cajones eran para mí un museo: siempre tropezaba en ellos con alguna
cosa rara, antigua, que exhalaba un olorcillo arcáico y discreto, el
aroma de los abanicos de sándalo que andaban por allí perfumando la
ropa blanca. Acericos de raso descolorido ya; mitones de malla, muy
doblados entre papel de seda; estampitas de santos; enseres de costura;
un _ridículo_ de terciopelo azul bordado de canutillo; un rosario de
ámbar y plata, fueron apareciendo por los rincones: yo los curioseaba y
los volvía á su sitio. Pero un día--me acuerdo lo mismo que si fuese
hoy--en la esquina del cajón superior y al través de unos cuellos de
rancio encaje, ví brillar un objeto dorado.... Metí las manos, arrugué
sin querer las puntillas, y saqué un retrato, una miniatura sobre
marfil, que mediría tres pulgadas de alto, con marco de oro.
Me quedé como embelesado al mirarla. Un rayo de sol se filtraba por la
vidriera y hería la seductora imagen, que parecía querer desprenderse
del fondo obscuro y venir hacia mí. Era una criatura hermosísima, como
yo no la había visto jamás sino en mis sueños de adolescente, cuando los
primeros estremecimientos de la pubertad me causaban, al caer la tarde,
vagas tristezas y anhelos indefinibles. Podría la dama del retrato
frisar en los veinte y pico; no era una virgencita cándida, capullo á
medio abrir, sino una mujer en quien ya resplandecía todo el fulgor de
la belleza. Tenía la cara oval, pero no muy prolongada; los labios
carnosos, entreabiertos y risueños; los ojos lánguidamente entornados, y
un hoyuelo en la barba, que parecía abierto por la yema del dedo
juguetón de Cupido. Su peinado era extraño y gracioso: un grupo
compacto, á manera de piña de bucles al lado de las sienes y un cesto
de trenzas en lo alto de la cabeza. Este peinado antiguo, que remangaba
en la nuca, descubría toda la morbidez de la fresca garganta, donde el
hoyo de la barbilla se repetía más delicado y suave. En cuanto al
vestido..... Yo no acierto á resolver si nuestras abuelas eran de suyo
menos recatadas de lo que son nuestras esposas, ó si los confesores de
antaño gastaban manga más ancha que los de hogaño; y me inclino á creer
esto último, porque hará unos sesenta años las hembras se preciaban de
cristianas y devotas, y no desobedecerían á su director de conciencia en
cosa tan grave y patente. Lo indudable es que si en el día se presenta
alguna señora con el traje de la dama del retrato, ocasiona un motín;
pues desde el talle (que nacía casi en el sobaco) sólo la velaban leves
ondas de gasa diáfana, señalando, mejor que cubriendo, dos escándalos de
nieve, por entre los cuales serpeaba un hilo de perlas, no sin descansar
antes en la tersa superficie del satinado escote. Con el propio impudor
se ostentaban los brazos redondos, dignos de Juno, rematados por manos
esculturales..... Al decir _manos_ no soy exacto, porque en rigor, sólo
una mano se veía, y esa apretaba un pañuelo rico.
Aún hoy me asombro del fulminante efecto que la contemplación de aquella
miniatura me produjo, y de cómo me quedé arrobado, suspensa la
respiración, comiéndome el retrato con los ojos. Ya había yo visto aquí
y acullá estampas que representaban mujeres bellas; frecuentemente, en
las _Ilustraciones_, en los grabados mitológicos del comedor, en los
escaparates de las tiendas, sucedía que una línea gallarda, un contorno
armonioso y elegante, cautivaba mis miradas precozmente artísticas; pero
la miniatura encontrada en el cajón de mi tía, aparte de su gran
gentileza, se me figuraba como animada de sutil aura vital; advertíase
en ella que no era el capricho de un pintor, sino imagen de persona
real, efectiva, de carne y hueso. El rico y jugoso tono del empaste,
hacía adivinar, bajo la nacarada epidermis, la sangre tibia; los labios
se desviaban para lucir el esmalte de los dientes; y, completando la
ilusión, corría alrededor del marco una orla de cabellos naturales,
castaños, ondeados y sedosos, que habían crecido en las sienes del
original. Lo dicho: aquello, más que copia, era reflejo de persona viva,
de la cual sólo me separaba un muro de vidrio..... Puse la mano en él,
lo calenté con mi aliento, y se me ocurrió que el calor de la misteriosa
deidad se comunicaba á mis labios y circulaba por mis venas. Estando en
esto, sentí pisadas en el corredor. Era mi tía que regresaba de sus
rezos. Oí su tos asmática y el arrastrar de sus pies gotosos. Tuve
tiempo no más que de dejar la miniatura en el cajón, cerrarlo, y
arrimarme á la vidriera, adoptando una actitud indiferente y nada
sospechosa.
Entró mi tía sonándose recio, porque el frío de la iglesia le había
encrudecido el catarro ya crónico. Al verme se animaron sus ribeteados
ojillos, y, dándome un amistoso bofetoncito con la seca palma, me
preguntó si le había revuelto los cajones, según costumbre.
Después, sonriéndose con picardía:
--Aguarda, aguarda--añadió--voy á darte algo, que te chuparás los dedos.
Y sacó de su vasta faltriquera un cucurucho, y del cucurucho tres ó
cuatro bolitas de goma adheridas entre sí, como aplastadas, que me
infundieron asco.
La estampa de mi tía no convidaba á que uno abriese la boca y se zampase
el confite: muchos años, la dentadura traspillada, los ojos enternecidos
más de lo justo, unos asomos de bigote ó cerdas sobre la hundida boca,
la raya de tres dedos de ancho, unas canas sucias revoloteando sobre las
sienes amarillas, un pescuezo flácido y lívido como el moco del pavo
cuando está de buen humor... Vamos, que yo no tomaba las bolitas, ¡ea!
Un sentimiento de indignación: una protesta varonil se alzó en mí, y
declaré con energía:
--No quiero, no quiero.
--¿No quieres? ¡Gran milagro! ¡Tú que eres más goloso que la gata!
--Ya no soy ningún chiquillo--exclamé creciéndome, empinándome en la
punta de los pies--y no quiero dulces.
La tía me miró entre bondadosa é irónica, y al fin, cediendo á la gracia
que le hice, soltó el trapo, con lo cual se desfiguró y puso patente la
espantable anatomía de sus quijadas. Reíase de tan buena gana, que se
besaban barba y nariz, ocultando los labios, y se le señalaban dos
arrugas, ó mejor, dos zanjas hondas, y más de una docena de pliegues en
mejillas y párpados; al mismo tiempo, la cabeza y el vientre se le
columpiaban con las sacudidas de la risa, hasta que al fin vino la tos á
interrumpir las carcajadas, y entre risas y tos, involuntariamente, la
vieja me regó la cara con un rocío de saliva... Humillado y lleno de
repugnancia, huí á escape y no paré hasta el cuarto de mi madre, donde
me lavé con agua y jabón, y me dí á pensar en la dama del retrato.
Y desde aquel punto y hora ya no acerté á separar mi pensamiento de
ella. Salir la tía y escurrirme yo hacia su aposento, entreabrir el
cajón, sacar la miniatura y embobarme contemplándola, todo era uno. A
fuerza de mirarla, figurábaseme que sus ojos entornados, al través de la
voluptuosa penumbra de las pestañas, se fijaban en los míos, y que su
blanco pecho respiraba afanosamente. Me llegó á dar vergüenza besarla,
imaginando que se enojaba de mi osadía, y sólo la apretaba contra el
corazón, ó arrimaba á ella el rostro. Todas mis acciones y pensamientos
se referían á la dama; tenía con ella extraños refinamientos y
delicadezas nimias. Antes de entrar en el cuarto de mi tía y abrir el
codiciado cajón, me lavaba, me peinaba, me componía, como ví después que
suele hacerse para acudir á las citas amorosas.
Me sucedía á menudo encontrar en la calle á otros niños de mi edad, muy
armados ya de su cacho de novia, que ufanos me enseñaban cartitas,
retratos y flores, preguntándome si yo no escogería también _mi niña_
con quien cartearme. Un sentimiento de pudor inexplicable me ataba la
lengua, y sólo les contestaba con enigmática y orgullosa sonrisa. Cuando
me pedían parecer acerca de la belleza de sus damiselillas, me encogía
de hombros y las calificaba desdeñosamente de _feas_ y _fachas_. Ocurrió
cierto domingo que fuí á jugar á casa de unas primitas mías, muy
graciosas en verdad, y que la mayor no llegaba á los quince. Estábamos
muy entretenidos en ver un estereóscopo, y de pronto una de las
chiquillas, la menor, doce primaveras á lo sumo, disimuladamente me
cogió la mano, y conmovidísima, colorada como una brasa, me dijo al
oído:
--Toma.
Al propio tiempo sentí en la palma de la mano una cosa blanda y fresca,
y ví que era un capullo de rosa, con su verde follaje. La chiquilla se
apartaba sonriendo y echándome una mirada de soslayo; pero yo, con un
puritanismo digno del casto José, grité á mi vez:
--¡Toma!
Y le arrojé el capullo á la nariz, desaire que la tuvo toda la tarde
llorosa y de monos conmigo, y que aún á estas fechas, que se ha casado y
tiene tres hijos, no me ha perdonado probablemente.
Siéndome cortas para admirar el mágico retrato las dos ó tres horas que
entre mañana y tarde se pasaba mi tía en la iglesia, me resolví por fin
á guardarme la miniatura en el bolsillo, y anduve todo el día
escondiéndome de la gente lo mismo que si hubiese cometido un crimen. Se
me antojaba que el retrato, desde el fondo de su cárcel de tela, veía
todas mis acciones, y llegué al ridículo extremo de que si quería
rascarme una pulga, atarme un calcetín ó cualquiera otra cosa menos
conforme con el idealismo de mi amor purísimo, sacaba primero la
miniatura, la depositaba en sitio seguro y después me juzgaba libre de
hacer lo que más me conviniese. En fin, desde que hube consumado el
robo, no cabía en mí; de noche lo escondía bajo la almohada y me dormía
en actitud de defenderlo; el retrato quedaba vuelto hacia la pared, yo
hacia la parte de afuera, y despertaba mil veces con temor de que
viniesen á arrebatarme mi tesoro. Por fin lo saqué de debajo de la
almohada y lo deslicé entre la camisa y la carne, sobre la tetilla
izquierda, donde al día siguiente se podían ver impresos los cincelados
adornos del marco.
El contacto de la cara miniatura me produjo sueños deliciosos. La dama
del retrato, no en efigie, sino en su natural tamaño y proporciones,
viva, airosa, afable, gallarda, venía hacia mí para conducirme á su
palacio, en un carruaje de blandos almohadones. Con dulce autoridad me
hacía sentar á sus pies en un cojín, y me pasaba la torneada mano por la
cabeza, acariciándome la frente, los ojos y el revuelto pelo. Yo le leía
en un gran misal, ó tocaba el laúd, y ella se dignaba sonreirse,
agradeciéndome el placer que la causaban mis canciones y lecturas. En
fin, las reminiscencias románticas me bullían en el cerebro, y ya era
paje, ya trovador.
Con todas estas imaginaciones, el caso es que fuí adelgazando de un modo
notable, y lo observaron con gran inquietud mis padres y mi tía.
--En esa difícil y crítica edad del desarrollo, todo es alarmante--dijo
mi padre, que solía leer libros de medicina y estudiaba con recelo las
ojeras obscuras, los ojos apagados, la boca contraída y pálida, y sobre
todo, la completa falta de apetito que se apoderaba de mí.
--Juega, chiquillo; come, chiquillo--solían decirme.
Y yo les contestaba con abatimiento:
--No tengo ganas.
Empezaron á discurrirme distracciones; me ofrecieron llevarme al teatro;
me suspendieron los estudios, y diéronme á beber leche recién ordeñada y
espumosa. Después me echaron por el cogote y la espalda duchas de agua
fría, para fortificar mis nervios; y noté que mi padre, en la mesa ó por
las mañanas cuando iba á su alcoba á darle los buenos días, me miraba
fijamente un rato y á veces sus manos se escurrían por mi espinazo
abajo, palpando y tentando mis vértebras. Yo bajaba hipócritamente los
ojos, resuelto á dejarme morir antes que confesar el delito. En
librándome de la cariñosa fiscalización de la familia, ya estaba con mi
dama del retrato. Por fin, para mejor acercarme á ella, acordé suprimir
el frío cristal: vacilé al ir á ponerlo en obra; al cabo pudo más el
amor que el vago miedo que semejante profanación me inspiraba, y con
gran destreza logré arrancar el vidrio y dejar patente la plancha de
marfil.
Al apoyar en la pintura mis labios y percibir la tenue fragancia de la
orla de cabellos, se me figuró con más evidencia que era persona
viviente la que estrechaban mis manos trémulas. Un desvanecimiento se
apoderó de mí, y quedé en el sofá como privado de sentido, apretando la
miniatura.
Cuando recobré el conocimiento ví á mi padre, á mi madre, á mi tía,
todos inclinados hacia mí con sumo interés; leí en sus caras el asombro
y el susto; mi padre me pulsaba, meneaba la cabeza y murmuraba:
--Este pulso parece un hilito, una cosa que se va.
Mi tía, con sus dedos ganchudos, se esforzaba en quitarme el retrato, y
yo, maquinalmente, lo escondía y aseguraba mejor.
--Pero chiquillo... ¡suelta, que lo echas á perder!--exclamaba ella. ¿No
ves que lo estás borrando? Si no te riño, hombre... yo te lo enseñaré
cuantas veces quieras; pero no lo estropees; suelta, que le haces daño.
--Déjaselo--suplicaba mi madre--el niño está malito.
--¡Pues no faltaba más!--contestó la solterona.--¡Dejarlo! ¿Y quién hace
otro como ese... ni quién me vuelve á mí á los tiempos aquéllos? ¡Hoy
en día nadie pinta miniaturas... eso se acabó... y yo también me acabé y
no soy lo que ahí aparece!
Mis ojos se dilataban de horror; mis manos aflojaban la pintura. No sé
cómo pude articular:
--Usted... el retrato... es usted...
--¿No te parezco tan guapa, chiquillo? ¡Bah! veintitrés años son más
bonitos que... que... que no sé cuántos, porque no llevo la cuenta;
nadie ha de robármelos!
Doblé la cabeza, y acaso me desmayaría otra vez; lo cierto es que mi
padre me llevó en brazos á la cama, y me hizo tragar unas cucharadas de
Oporto.
Convalecí presto y no quise entrar más en el cuarto de mi tía.


La inspiración

Temporada fatal estaba pasando el ilustre Fausto, el gran poeta. Por una
serie de circunstancias engranadas con persistencia increíble, todo le
salía mal, todo fallido, raquítico, como si en torno suyo se secasen los
gérmenes y la tierra se esterilizase. Sin ser viejo de cuerpo, envejecía
rápidamente su alma, deshojándose en triste otoñada sus amarillentas
ilusiones. Lo que le abrumaba no era dolor, sino atonía de su ardorosa
sensibilidad y de su imaginación fecunda.
Acababa de romper relaciones con una mujer á quien no amaba; aquello
principió por una comedia sentimental, y duró entre una eternidad de
tedio, el cansancio insufrible del actor que representa un papel
antipático, que ya va olvidando de puro sabido, en un drama sin interés
y sin literatura. Y, no obstante, cuando la mujer mirada con tanta
indiferencia le suplantó descaradamente y le hizo blanco de acerbas
pullas que se repetían en los salones, Fausto sintió una de esas
amarguras secas, irritantes, que ulceran el alma, y quedó, sin
querérselo confesar, descontento de sí, rebajado á sus propios ojos,
saturado de un escepticismo vulgar y prosaico, embebido de la ingrata
convicción de que su mente ya no volvería á crear obra de arte, ni su
corazón á destilar sentimiento.
Sí; Fausto se imaginaba que no era poeta ya. Así como los místicos
tienen horas en que la frialdad que advierten les induce á dudar de su
propia fe, los artistas desfallecen en momentos dados, creyéndose
impotentes, paralíticos, muertos. Recluído en su gabinete, Fausto
llamaba á la musa; pero en vano brillaba la lámpara, ardía la chimenea,
exhalaban perfume los jacintos y las violetas, susurraba la seda del
cortinaje: la infiel no acudía á la cita, y Fausto, con la frente
calenturienta apoyada en la palma de la mano--actitud familiar para
todos los que han luchado á solas con el ángel rebelde--no sentía fluir
ni una gota del manantial delicioso: solo veía rocas negras, áridos
arenales caldeados por el sol del desierto.
En aquellos momentos de agonía, su conciencia le acusaba, diciéndole que
la decadencia del artista procedía del indiferentismo del hombre; que la
poesía no acude á los páramos, sino á los oasis, y que si no podía
volver á amar, tampoco podría volver á aparear versos--como quien unce
parejas de corzas blancas al mismo carro de oro.--Las mujeres que le
habían burlado y abandonado eran, sin duda, indignas de su amor; pero
tampoco él--Fausto, el poeta, el soñador, el ave--se había tomado el
trabajo de quererlo inspirar, ni menos de sentirlo. El desierto no era
el alma ajena, era su alma; quien sólo ofrece llanuras candentes y
peñascales yermos, no extrañe que el viajero cansado no se siente á
reposar, ni quiera dormir larga y dulce siesta, como la que se duerme á
la sombra de las palmeras verdes, al lado del fresco pozo...
Paseábase Fausto una tarde de Septiembre, á pie y sin objeto, por una de
las solitarias rondas madrileñas, y al borde de un solar cercado de
tablas divisó grupos de gente que examinaba con muestras de vivísimo
interés, algo caído en el suelo. Las cabezas se inclinaban, y del corro
salían exclamaciones de lástima y admiración. Fausto iba á pasar sin
hacer caso; pero una sensación indefinible de curiosidad cruel le empujó
al remolino. Pensó que la realidad es madre de la poesía, y que á veces
del incidente más vulgar salta la chispa generadora. No sin algún
trabajo consiguió abrirse camino, y ya en primera fila, pudo ver lo que
causaba el asombro de aquel gentío humilde.
Sobre la hierba enteca y mísera que á duras penas brotaba del terreno
arcilloso, yacía tendida una mujer joven, de sorprendente belleza. La
palidez de la muerte, y esa especie de misteriosa dignidad y calma que
imprime á las facciones, la hacían semejante á perfectísimo busto de
mármol, y el ligero vidriado de los árabes ojos no amenguaba su dulzura.
El pelo, suelto, rodeaba como un cojín de terciopelo mate la faz, y la
boca, entreabierta, dejaba ver los dientes de nácar entre los
descoloridos y puros labios. No se distinguía herida alguna en el cuerpo
de la joven, y sus ropas conservaban decente compostura. Estaba echada
de lado. Una faja de lana unía su cintura á la de un mocetón feo y
tosco, muerto también, de un balazo que, entrando por el oído, había
roto el cráneo. Sin duda en la agonía de los dos enamorados la faja
debió de aflojarse, pues la mujer aparecía algo vuelta hacia la derecha,
y el mozo á la izquierda, como desviándose de su compañera en el morir.
Con mezcla de piedad y de enojo, los albañiles, las lavanderas y los
guardias de orden público comentaban el trágico suceso.--Tratábase de un
doble suicidio, concertado de antemano, y hasta anunciado por el bruto
del mozo, en una taberna, la noche anterior.--La oposición de los padres
de ella, las malas costumbres de él, y el haber caído soldado, eran la
causa. Ella no podía resignarse á la separación: ella misma, la mujer
apasionada, había lanzado la terrible idea, acogida con fruición
estúpida por el hombre celoso y feroz: morir, irse abrazados á donde
Dios dispusiese; no apartarse ya nunca; pese á quien pese, desposarse en
el ataúd... Sin dilación adquirió el revólver, y después de una mañana
que pasaron juntos almorzando en un ventorro, los dos amantes se habían
recogido al extraviado solar, donde, arrollando primero la faja del mozo
alrededor de ambas cinturas, ella había tendido con sublime confianza el
seno izquierdo, sin que, ni al sentir sobre el corazón el cañón del
arma, se borrase de sus labios aquella sonrisa que aún conservaba fija
en la boca, ¡aquella sonrisa que lucía los dientes de nácar entre los
descoloridos y puros labios!
Por la noche, al retirarse Fausto á su casa, percibió una fiebre
singular que conocía de antemano, pues solía experimentarla cada vez que
se renovaba su ser con afectos nunca sentidos. Semejante excitación
nerviosa señalaba, como la manecilla del reloj, las etapas sucesivas de
su vida moral. La alegría extremada, la pena vehemente é inconsolable se
anunciaban igualmente para Fausto con un desasosiego raro, una inquietud
del corazón, que ya acelera sus latidos, ya se aquieta y desmaya hasta
el síncope. Las horas nocturnas las contó desvelado en la cama: no podía
apartar del pensamiento la imagen de la muchacha muerta; y mientras
volvía á ver el solar, el corro de curiosos, el grupo trágico de los
amantes que abrazados emprenden el viaje sin regreso, un bullir confuso
de rimas, un surgir de estrofas incompletas, un rodar oceánico de versos
sonoros ascendía de su corazón palpitante á su cerebro, y bajaba
después, á manera de corriente impetuosa, á su mano impaciente ya de
asir la pluma...
Lo más raro de todo era que Fausto, con la fantasía, enmendaba la plana
al ciego Destino. La hermosa niña que había recibido en el seno
izquierdo la bala, no estaba enamorada del bárbaro y plebeyo borrachín,
del perdulario soez que descansaba á su lado, y que la amarró con la
faja antes de darle muerte. No: el predilecto de aquella mujer que sabía
querer y morir; el que antes de asesinarla había aspirado el aliento de
su boca de virgen, era Fausto, el poeta; Fausto, que por fin encontraba
su ideal, y que al encontrarlo prefería dejar la tierra, sellando con el
sello de lo irreparable tan magnífica pasión.
¿Quién duda que sólo Fausto, capaz de comprender el valor de la acción
sublime, merecía haberla inspirado? Corrigiendo la inepcia de los
hechos, despreciando la vana apariencia de lo real, Fausto recogía para
sí la ardiente flor amorosa, la flor de sangre sembrada en el erial de
la ronda madrileña. Él era el compañero de aquella muerta que sonreía;
él era quien había apoyado el revólver sobre el impávido seno de la
heroina, no sólo tranquila ante la muerte, sino prendada de la muerte
que une eternamente, sin separación posible, á los que se quisieron con
delirio... Y la sugestión fue tan fuerte, que Fausto arrojó las sábanas,
encendió luz y empezó á emborronar papel...
* * * * *
Tal fué el origen del poema _Juntos_, el mejor timbre de gloria de
Fausto, lo que consagrará ante la posteridad su nombre, porque _Juntos_
es (lo afirma la crítica) una maravilla de sentimiento verdadero, y se
comprende que está escrito con lágrimas vivas del poeta, que corresponde
á penas y goces no fingidos,--á algo que no se inventa, porque no puede
inventarse.


Champagne

Al destaparse la botella de dorado casco, se obscurecieron los ojos de
la compañera momentánea de Raimundo Valdés, y aquella sombra de dolor ó
de recuerdo despertó la curiosidad del joven, que se propuso inquirir
por qué una hembra que hacía profesión de jovialidad se permitía
demostrar sentimientos tristes, lujo reservado solamente á las mujeres
honradas, dueñas y señoras de su espíritu y de su corazón.
Solicitó una confidencia y, sin duda, la _prógima_ se encontraba en uno
de esos instantes en que se necesita expansión, y se le dice al primero
que llega lo que más hondamente puede afectarnos, pues sin dificultades
ni remilgos contestó, pasándose las manos por los ojos:
--Me conmueve siempre ver abrir una botella de Champagne, porque ese
vino me costó muy caro... el día de mi boda.
--¿Pero tú te has casado alguna vez... ante un cura?--preguntó Raimundo
con festiva insolencia.
--Ojalá no--repuso ella con el acento de la verdad, con franqueza
impetuosa.--Por haberme casado ando como me veo.
--Vamos, ¿tu marido será algún tramposo, algún perdis?
--Nada de eso. Administra muy bien lo que tiene, y posee miles de
duros... miles, sí, ó cientos de miles.
--Chica, ¡cuántos duros! En ese caso... ¿te daba mala vida? ¿Tenía líos?
¿Te pegaba?
--Ni me dió mala vida, ni me pegó, ni tuvo líos, que yo sepa... ¡Después
sí que me han pegado! Lo que hay es que le faltó tiempo para darme vida
mala ni buena, porque estuvimos juntos, ya casados, un par de horas nada
más.
--¡Ah!--murmuró Valdés, presintiendo una aventura interesante.
--Verás lo que pasó, prenda. Mis padres fueron personas muy regulares,
pero sin un céntimo. Papá tenía un empleíllo, y con el angustiado sueldo
se las arreglaban. Murió mi madre; á mi padre le quitaron el destino...
y como no podía mantenernos el pico á mi hermano y á mí, y era bastante
guapo, se dejó camelar por una jamona muy rica, y se casó con ella en
segundas. Al principio mi madrastra se portó... vamos, bien: no nos
miraba á los hijastros con malos ojos. Pero así que yo fuí creciendo y
haciéndome mujer, y que los hombres, dieron en decirme cosas en la
calle, comprendí que en casa me cobraban ojeriza. Todo cuanto yo hacía
era mal hecho, y tenía siempre detrás al juez y al alguacil... la
madrastra. Mi padre se puso muy pensativo, y comprendí que le llegaba al
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