Cuentos de amor - 03

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La creí sincera, pero cuanto más demostraba ansia de evitarme, más
crecía en mí la voluntad de detenerla, de que me escuchase, de que me
mirase otra vez, de que me amase sobre todo. La vehemencia de aquel
súbito antojo era tal, que si no fuese porque pasaba gente, creo que me
dejo caer de rodillas á los pies del dominó. Hasta me sentí elocuente é
inspirado, y noté que las frases acudían á mis labios incendiarias y
dominadoras, con el acento y la expresión que presta un sentimiento
real, aunque sólo dure minutos.
--Si querías huir de mí--dije á la máscara estrechándola de cerca--¿por
qué me miraste con esos ojos que me inflamaron el corazón? ¿Por qué me
clavaste la saeta, dí, si habías de negarte á curar mi herida? ¿No estás
viendo cómo has removido, con esa mirada sola, todo mi ser? ¿No oyes mi
voz alterada por la emoción, no observas el trastorno de mis sentidos,
no me ves hecho un loco? ¿No conoces que tengo fiebre? ¿No sabes que yo
te presentía, que adivinaba tu aparición, que vine á este baile en la
seguridad de que tu presencia lo llenaría de luz y de encanto? ¿Y crees
que voy á dejarte escapar así, que lo consentiré, que no te seguiré
hasta el infierno? Si no podrás irte. En tu mirada se delató el amor, y
sigue delatándose en tu actitud, en tu agitación, máscara mía.
Era verdad. La máscara, como fascinada, se reclinaba en la pared. Su
cuerpo se estremecía, su seno se alzaba y bajaba precipitadamente, y al
través de los reducidos agujeros del antifaz, ví temblar sobre el negro
terciopelo de sus pupilas dos ardientes lágrimas. Con voz que apenas se
oía, y en la cual también se quebraban los sollozos, murmuró lentamente,
cual si desease grabar sus palabras para siempre en mi memoria:
--Es cierto: sólo por acercarme á ti, por gozar de tu vista, he adoptado
este disfraz, he cometido la locura de venir al baile. Y mira qué
extraño caso: queriéndote así, lloro... á causa de que me dices palabras
de amor. Por oirlas con la cara descubierta daría mi sangre. Pero tú,
que acabas de jurar que me adoras, ahora que me ves envuelta en este
trapo verde, tú... huirías de mí si me presentase sin careta. Me has
perseguido, me has dado caza, sólo porque no veías mi rostro. Y ni soy
vieja ni fea... ¡No es eso! ¡Mírame y comprenderás! ¡Mírame y después...
ya no tendrás que volver á mirarme nunca!
Y alzándose el antifaz, el dominó verde me enseñó la cara de mi
abandonada, de mi rechazada, de mi desdeñada María... Aprovechando mi
estupor, corrió, saltó al coche que la aguardaba, y al quererme
precipitar detrás de ella, oí el estrépito de las ruedas sobre el
empedrado.
Desde tan triste episodio carnavalesco sé que lo único que nos trastorna
es un trapo verde--la Esperanza, la máscara eterna, la encubierta que
siempre huye, la que todo lo promete...--la que bajo su risueño disfraz
oculta el descolorido rostro del viejo Desengaño.


La aventura del ángel

Por falta menos grave que la de Luzbel, que no alcanzó proporciones de
_caída_, un ángel fué condenado á pena de destierro en el mundo. Tenía
que cumplirla por espacio de un año, lo cual supone una inmensa suma de
perdida felicidad: un año de beatitud es un infinito de goces y bienes,
que no pueden vislumbrar ni remotamente nuestros sentidos groseros y
nuestra mezquina imaginación. Sin embargo, el ángel, sumiso y pesaroso
de su yerro, no chistó: bajó los ojos, abrió las alas, y con vuelo
pausado y seguro descendió á nuestro planeta.
Lo primero que sintió al poner en él los pies, fue dolorosa impresión de
soledad y aislamiento. A nadie conocía, y nadie le conocía á él tampoco
bajo la forma humana que se había visto precisado á adoptar. Y se le
hacía pesado é intolerable, pues los ángeles ni son hoscos ni huraños,
sino sociables en grado sumo, como que rara vez andan solos, y se
juntan y acompañan y amigan para cantar himnos de gloria á Dios, para
agruparse al pie de su trono, y hasta para recorrer las amenidades del
Paraíso: además, están organizados en milicias y los une la estrecha
solidaridad de los hermanos de armas.
Aburrido de ver pasar caras desconocidas y gente indiferente, el ángel,
la tarde del primer día de su castigo, salió de una gran ciudad, se
sentó á la orilla del camino, sobre una piedra miliaria, y alzó los ojos
hacia el firmamento que le ocultaba su patria, y que estaba á la sazón
teñido de un verde luminoso, ligeramente franjeado de naranja á la parte
del Poniente. El desterrado gimió, pensando cómo podría volver á la
deleitosa morada de sus hermanos: pero sabía que una orden divina no se
revoca fácilmente, y entre la melancolía del crepúsculo apoyó en las
manos la cabeza, y lloró hermosas lágrimas de contrición, pues aparte
del dolor del castigo, pesábale de haber ofendido á Dios por ser quien
es, y por lo mucho que le amaba. Ya he cuidado de advertir, que, á pesar
de su desliz, este ángel era un ángel bastante bueno.
Apenas se calmó su aflicción, ocurrióle mirar hacia el suelo, y vió que
donde habían caído las gotas de su llanto, nacían y crecían y abrían sus
cálices con increíble celeridad muchas flores blancas, de las que llaman
margaritas, pero que tenían los pétalos de finas perlas y el corazoncito
de oro. El ángel se inclinó, recogió una por una las maravillosas
flores, y las guardó cuidadosamente en un pliegue de su manto. Al
bajarse para la recolección, distinguió en el suelo un objeto
blanco,--un pedazo de papel, un trozo de periódico.--Lo tomó también y
empezó á leerlo, porque el ángel de mi cuento no era ningún ignorante á
quien le estorbase lo negro sobre lo blanco; y con gozo profundo, vió
que ocupaban una columna del periódico ciertos desiguales renglones,
bajo este epígrafe:

Á UN ÁNGEL
¡A un ángel! ¡Qué coincidencia!--Leyó afanosamente, y, por el contexto
de la poesía, dedujo que el ángel vivía en la tierra y habitaba una casa
en la ciudad, cuyas señas daba minuciosamente el poeta, describiendo la
reja de la ventana tapizada de jazmín, la tapia del jardín de donde se
desbordaban las enredaderas y los rosales, y hasta el recodo de la
calle, con la torre de la iglesia á la vuelta. «Alguno de mis
hermanos--pensó el desterrado--ha cometido, sin duda, otro delito igual
al mío, y le han aplicado la misma pena que á mí. ¡Qué consuelo tan
grande recibirá su alma cuando me vea! ¡Qué felicidad la suya, y también
la mía, al encontrar un compañero! Y no puedo dudar que lo es. La poesía
lo dice bien claro: que ha bajado del cielo, que está aquí, en el mundo,
por casualidad, y teme el poeta que se vuelva el día menos pensado á su
patria... ¡Oh ventura! A buscarle inmediatamente.»
Dicho y hecho. El ángel se dirigió hacia la ciudad. No sabía en qué
barrio podría vivir su hermano, pero estaba seguro de acertar pronto.
Hasta suponía que de la casa habitada por el ángel se exhalaría un
perfume peculiar que delatase su celestial presencia. Empezó, pues, a
recorrer calles y callejuelas. La luna brillaba, y á su luz clarísima el
ángel podía examinar las rejas y las tapias, y ver por cuál de ellas se
enramaba el jazmín y se desbordaban las rosas.
Al fin, en una calle muy solitaria, un aroma que traía la brisa hizo
latir fuertemente el corazón del ángel; no olía á gloria, pero sí olía á
jazmín; y el perfume era embriagador y sutil como un pensamiento
amoroso. A la vez que percibía el perfume, divisó tras los hierros de
una reja una cara muy bonita, muy bonita, rodeada de una aureola de pelo
obscuro... No cabía duda; aquel era el otro ángel desterrado, el que
debía aliviarle la pena de la soledad. Se acercó á la reja trémulo de
emoción.
No archivan las historias el traslado fiel de lo que platicaron al
través de los hierros el ángel verdadero y el supuesto ángel, que
escondía su faz entre el follaje menudo y las pálidas flores del
fragante jazmín. Sin duda desde el primer momento, sin más
explicaciones, se convino en que, efectivamente, era un ángel la
criatura resguardada por la reja; habituada á oírselo llamar en verso,
no extrañó que una vez más se le atribuyese en prosa naturaleza
angélica.--Así es como los ripios falsean el juicio, y los poetas
chirles hacen más daño que la langosta.
Lo que también comprendió el ángel desterrado, fué que el otro ángel era
doblemente desdichado que él, pues se quejaba de no poder salir de allí,
de que le guardaban y vigilaban mucho, de que le tenían sujeto entre
cuatro paredes, y de que su único desahogo era asomarse á aquella reja á
respirar el aire nocturno y á echar un ratito de parrafeo. El desterrado
prometió acudir fielmente todas las noches á dar este consuelo al
recluso, y tan á gusto cumplió su promesa, que desde entonces lo único
que le pareció largo fué el día, mientras no llegaba la grata hora del
coloquio.
Cada noche se prolongaba más, y por último, sólo cuando blanqueaba el
alba y se apagaban las dulces estrellas, se retiraba de la reja el
ángel, tan dichoso y anegado en bienestar sin límites, como si nadase
todavía en la luz del Empíreo, y le asistiese la perfecta
bienaventuranza. Sin embargo, el recluso iba mostrándose descontento y
exigente. Sacando los dedos por la reja y cogiendo los de su amigo,
preguntábale, con asomos de mal humor, cuándo pensaba libertarle de
aquel cautiverio.
El ángel, para entretenerle, fué regalándole las margaritas de corazón
de oro y pétalos de perlas; hasta que, muy estrechado ya, hubo de decir
que sin duda el encierro era disposición de Dios, y que no se debían
contrariar sus decretos santos. Una carcajada burlona fué la respuesta
del encerrado, y á la otra noche, al acudir á la reja, el ángel vió con
sorpresa que por la puertecilla del jardín salía una figura velada y
tapada, que un brazo se cogía de su brazo, y una voz dulce, apasionada y
melodiosa le decía al oído: «Ya somos libres... Llévame contigo...
escapemos pronto, no sea que me echen de menos.»
El ángel, sobrecogido, no acertó á responder: apretó el paso y huyeron,
no sólo de la calle, sino de la ciudad, refugiándose en el monte. La
noche era deliciosa, del mes de Mayo: acogiéronse al pie de un árbol
frondoso, él saboreando plácidamente, como ángel que era, la dicha de
estar juntos; ella--porque ya habrán sospechado los lectores que se
trataba de una mujer--nerviosa, sardónica, soltando lagrimitas y
haciendo desplantes.
No podía explicarse--ahora que ya no se interponía entre ellos la
reja--cómo su compañero de escapatoria no se mostraba más vehemente,
cómo no formaba planes de vida; cómo no hablaba de matrimonio y otros
temas de indiscutible actualidad. Nada: allí se mantenía tan sereno, tan
contento al parecer, extasiado, sonriendo, abrigándola con su manto de
anchos pliegues, y mirando al cielo, lo mismo que si de la luna fuese á
caerle en la boca algún bollo. La mujer, que empezó por extrañarse,
acabó por indignarse y enfurecerse; alejóse algunos pasos, y como el
ángel preguntase afectuosamente la causa del desvío, alzó la mano de
súbito y descargó en la hermosa mejilla angélica solemne y estruendoso
bofetón... después de lo cual rompió á correr como una loca en
dirección de la ciudad. Y el abandonado, sin sentir el dolor ni la
afrenta, murmuraba tristemente:
--¡El poeta mentía! ¡No era un ángel! ¡No era un ángel!
Al decir esto vió abrirse las nubes y bajar una legión de ángeles, pero
de ángeles reales y efectivos, que le rodearon gozosos. Estaba
perdonado: había vencido la mayor tentación, que es la de la mujer, y
Dios le alzaba el destierro. Mezclándose al coro luminoso, ascendió el
ángel al cielo, entre resplandores de gloria; pero al ascender, volvía
la cabeza atrás para mirar á la tierra á hurtadillas, y un suspiro
hinchaba y oprimía su corazón. Allí se le quedaba un sueño... ¡Y olía
tan bien el jazmín de la reja!


El fantasma

Cuando estudiaba carrera mayor en Madrid, todos los jueves comía en casa
de mis parientes lejanos los señores de Cardona, que desde el primer día
me acogieron y trataron con afecto sumo. Marido y mujer formaban
marcadísimo contraste: él era robusto, sanguíneo, franco, alegre,
partidario de las soluciones prácticas; ella pálida, nerviosa,
romántica, perseguidora del ideal. El se llamada Ramón; ella llevaba el
anticuado nombre de Leonor. Para mi imaginación juvenil, representaban
aquellos dos seres la prosa y la poesía.
Esmerábase Leonor en presentarme los platos que me agradaban, mis
golosinas predilectas, y con sus propias manos me preparaba, en bruñida
cafetera rusa, el café más fuerte y aromático que un aficionado puede
apetecer. Sus dedos largos y finos me ofrecían la taza de porcelana
_cáscara de huevo_, y mientras yo paladeaba la deliciosa infusión, los
ojos de Leonor, del mismo tono obscuro y caliente á la vez que el café,
se fijaban en mí de un modo magnético. Parecía que deseaban ponerse en
estrecho contacto con mi alma.
Los señores de Cardona eran ricos y estimados. Nada les faltaba de
cuanto contribuye á proporcionar la suma de ventura posible en este
mundo. Sin embargo, yo dí en cavilar que aquel matrimonio entre personas
de tan distinta complexión moral y física, no podía ser dichoso.
Aunque todos afirmaban que á Don Ramón Cardona le rebosaba la bondad y á
su mujer el decoro, para mí existía en su hogar un misterio. ¿Me lo
revelarían las pupilas color café?
Poco á poco, jueves tras jueves, fui tomándome un interés egoísta en la
solución del problema. No es fácil á los veinte años permanecer
insensible ante ojos tan expresivos, y ya mi tranquilidad empezaba á
turbarse y á flaquear mi voluntad. Después de la comida, el señor de
Cardona salía; iba al casino ó á alguna tertulia, pues era sociable, y
nos quedábamos Leonor y yo de sobremesa, tocando el piano, comentando
lecturas, jugando al ajedrez ó conversando. A veces, las vecinas del
segundo bajaban á pasar un ratito; otras estábamos solos hasta las once,
hora en que acostumbraba á retirarme, antes de que cerrasen la puerta.
Y, con fatuidad de muchacho, pensaba que era bien ridículo que no
tuviese D. Ramón Cardona celos de mí.
Una de las noches en que no bajaron las vecinas,--noche de Mayo, tibia y
estrellada,--estando el balcón abierto y entrando el perfume de las
acacias á embriagarme el corazón, me tentó el diablo más fuerte, y
resolví declararme. Ya balbuceaba entrecortadas palabras, no
precisamente de pasión, pero de adhesión, rendimiento y ternura, cuando
Leonor me atajó diciéndome que estaba tan cierta de mi leal amistad, que
deseaba confiarme algo muy grave, el terrible secreto de su vida.
Suspendí mis confesiones para oir las de la dama, y me fué poco grato
escuchar de sus labios, trémulos de vergüenza, la narración de un
episodio amoroso. «Mi único remordimiento, mi único yerro--murmuró
acongojada doña Leonor--se llama el marqués de Cazalla. Es, como todos
saben, un perdido y un espadachín. Tiene en su poder mis cartas,
escritas en momentos de delirio. Por recogerlas, no sé qué daría.» Y vi,
á la luz de los brilladores astros, que se deslizaba de las pupilas
obscuras una lágrima lenta...
Al separarme de Leonor, llevaba formado propósito de ver al marqués de
Cazalla al día siguiente. Mi petulancia juvenil me dictaba tal
resolución. El Marqués, á quien hice pasar mi tarjeta, me recibió al
punto en artístico _fumoir_, y á las primeras palabras relativas al
asunto que motivaba mi visita, se encogió de hombros y pronunció
afablemente:
--No me sorprende el paso que usted da, pero le ruego que me crea, y le
empeño palabra de honor de que es la pura verdad cuanto voy á decirle.
Considero el caso de la señora de Cardona el más raro que en mi vida me
ha sucedido. No sólo no poseo ni he poseído jamás los documentos á que
esa señora se refiere, sino que no he tenido nunca el gusto...--porque
gusto sería--de tratarla... ¡Repito que lo afirmo bajo palabra de honor!
Era tan inverosímil la respuesta, que no obstante el tono de sinceridad
absoluta del Marqués, yo puse cara escéptica, quizás hasta insolente.
--Veo que no me cree usted--añadió el Marqués entonces.--No me doy por
ofendido. Lo descontaba. Podrá usted dudar de mi palabra, pero ni usted
ni nadie tiene derecho á suponer que soy hombre que rehuye, por medio de
subterfugios, un lance personal. Si lo que busca usted es pendencia, me
tiene á su disposición. Sólo le suplico que antes de resolver esta
cuestión de un modo ó de otro, consulte... al señor de Cardona. He dicho
_al señor_. No me mire usted con esos ojos espantados... Oigame hasta
que termine. Doña Leonor Cardona, que según opinión general es una
señora honradísima, ha debido de padecer una pesadilla y soñar que
teníamos relaciones, que nos veíamos, que me había escrito, etc. Bajo el
influjo de ilusorios remordimientos, le ha contado á su marido _todo_...
es decir, _nada_... pero _todo_ para ella; y el marido ha venido aquí,
como usted, sólo que más enojado, naturalmente, á pedirme cuentas, á
querer beber mi sangre. Si yo no la tuviese bastante fría, á estas horas
pesa sobre mi conciencia el asesinato de Cardona..., ó él me habría
matado á mí (no digo que no pudiese suceder). Por fortuna no me aturdí,
y preguntando á Cardona las épocas en que su esposa afirmaba que habían
tenido lugar nuestras entrevistas criminales, pude demostrarle de un
modo fehaciente que á la sazón me encontraba yo en París, en Sevilla ó
en Londres. Con igual facilidad le probé la inexactitud de otros datos
aducidos por doña Leonor. Así es que el señor Cardona, muy confuso y
asombrado, tuvo que retirarse pidiéndome excusas. Si usted me pregunta
cómo me explico suceso tan extraordinario, le diré que creo que esa
señora, á quien después he procurado conocer (por la memoria de mi madre
le juro á usted que antes, ni de vista...!), sufre alguna enfermedad
moral..., y ha tenido una visión...; vamos, que se le ha aparecido un
espectro de amor..., y ese espectro ¡vaya usted á saber por qué! ha
tomado mi forma. Y no hay más... No se admire usted tanto. Dentro de
diez años, si trata usted algunas mujeres, se habituará á no admirarse
casi de nada.
Salí de casa del marqués en un estado de ánimo indefinible. No había
medio de desmentirle, y al mismo tiempo la incredulidad persistía.
Impresionado, no obstante, por las firmes y categóricas declaraciones
del _dandy_, me dediqué desde aquel punto, no á cortejar á Leonor, sino
á observar á Cardona. Procuré hablarle mucho, hacerle hablar, y fuí
sacando, hilo por hilo, conversaciones referentes á la fidelidad
conyugal, á los lances que pueden originar un error, á las alucinaciones
que á veces sufrimos, á los estragos que causa la fantasía... Por fin,
un día, como al descuido, dejé deslizar en el diálogo el nombre del
marqués de Cazalla y una alusión á sus conquistas... Y entonces Cardona,
mirándome cara á cara, con gesto entre burlón y grave, preguntó:
--¿Qué? ¿Ya te han enviado allá á ti también? ¡Pobrecilla Leonor, está
visto que no tiene cura!
No necesité más para confesar de plano mis gestiones, y Cardona,
sonriendo, aunque algo alterada su sonora voz, me dijo:
--Has de saber que cuando fuí á casa del marqués de Cazalla, ya llevaba
yo ciertos barruntos y sospechas de la alucinación de Leonor, de la cual
me convencí plenamente después. Si bien no parezco celoso, y hasta se
diría que me pierdo por confiado, he vigilado á Leonor siempre, porque
la quiero mucho, y en ninguna época hubiese podido ella cometer, sin que
yo me enterase, los delitos de que se acusaba. Comprendí que se trataba
de una fantasmagoría, de un sueño, y me resigné á la hipótesis de una
falta imaginaria... ¡Quién sabe si ese fantasma de pasión y
arrepentimiento la sirve de escudo contra la realidad! Lo que te aseguro
es que Leonor, viviendo yo, nunca saldrá de la región de los
fantasmas... ¡Y no volvamos á hablar de esto en la vida!
Aproveché el aviso, y de allí en adelante evité quedarme á solas con
Leonor, y hasta fijar la mirada en sus obscuros ojos, nublados por la
quimera.


La perla rosa

Sólo el hombre que de día se encierra y vela muchas horas de la noche
para ganar con qué satisfacer los caprichos de una mujer querida (díjome
en quebrantada voz mi infeliz amigo) comprenderá el placer de juntar á
escondidas una regular suma, y así que la redondea, salir á invertirla
en el más quimérico, en el más extravagante é inútil de los antojos de
esa mujer. Lo que ella contempló á distancia como irrealizable sueño, lo
que apenas hirió su imaginación con la punzada de un deseo loco, es lo
que mi iniciativa, mi laboriosidad y mi cariño van á darla dentro de un
instante... y ya creo ver la admiración en sus ojos, y ya me parece que
siento sus brazos ceñidos á mi cuello, para estrecharme con delirio de
gratitud.
Mi único temor, al echarme á la calle con la cartera bien lastrada y el
alma inundada de júbilo, era que el joyero hubiese despachado ya las
dos encantadoras perlas color de rosa que tanto entusiasmaron á Lucila
la tarde que se detuvo, colgada de mi brazo, á golosinear con los ojos
el escaparate. Es tan difícil reunir dos perlas de ese raro y peregrino
matiz, de ese hermoso oriente, de esa perfecta forma globulosa, de esa
igualdad absoluta, que juzgué imposible que alguna señora antojadiza
como mi mujer, y más rica, no las encerrase ya en su guardajoyas. Y me
dolería tanto que así hubiese sucedido, que hasta me latió el corazón
cuando vi sobre el limpio cristal, entre un collar magnífico y una
cascada de brazaletes de oro, el fino estuche de terciopelo blanco donde
lucían misteriosamente las dos perlas rosa orladas de brillantes.
Aunque iba preparado á que me hiciesen pagar el capricho, me desconcertó
el alto precio en que el joyero tasaba las perlas. Todas mis economías,
y un pico, iban á invertirse en aquel par de botoncitos, no más gruesos
que un garbanzo chiquitín. Me asaltó la duda--¡soy tan poco experto en
compras de lujo!--de si el joyero pretendería explotar mi ignorancia
pidiéndome, sólo por pedir, un disparate, creyendo tal vez que mi pelaje
no era el de un hombre capaz de adquirir dos perlas rosa. A tiempo que
pensaba así, observé, al través del alto y diáfano vidrio de la tienda,
que pasaba por la acera mi antiguo condiscípulo y mejor amigo Gonzaga
Llorente. Ver su apuesta figura y salir á llamarle fué todo uno. ¿Quién
mejor para ilustrarme y aconsejarme que el elegante Gonzaga, tan al
corriente de la moda, tan lanzado al mundo, tan bien relacionado, que
cada visita que hacía á nuestra modesta y burguesa casa--y hacía
bastantes desde algún tiempo acá--yo la estimaba como especialísima
prueba de afecto?
Manifestando cordial sorpresa, Gonzaga se volvió y entró conmigo en la
joyería, enterándose del asunto. Inmediatamente se declaró admirador de
las perlas rosa, y añadió que sabía que andaban bebiendo los vientos por
adquirirlas ciertas empingorotadas señoras, entre las cuales citó á dos
ó tres de altisonantes títulos. En un discreto aparte me aseguró que el
precio que exigía el joyero no tenía nada de excesivo, en atención á la
singularidad de las perlas. Y como yo recelase aún, molestado por el
piquillo que en aquel momento no me era posible abonar, Gonzaga, con su
simpática franqueza, abrió la cartera y me entregó varios billetes,
bromeando y jurando que si yo no admitiese tan pequeño servicio, en
todos los días de su vida volvería á mirarme á la cara. ¡Qué miserables
somos! No debí aceptar el préstamo; no debí llevar á mi casa sino lo que
pudiese pagar al contado... pero la pasión me dominaba, y hubiese besado
de rodillas la mano que me ofrecía medio de satisfacerla. Convinimos en
que Gonzaga almorzaría con nosotros al día siguiente, en celebración del
estreno de las perlas rosa, y con el estuche en el bolsillo me dirigí á
mi casa disparado; quisiera tener alas.
Lucila trasteaba cuando yo entré, y al verme plantado delante de ella,
diciéndola con cara de beatitud «Regístrame», comprendió y murmuró
«Regalo tenemos». Viva y traviesa (¡su manera de ser!) revolvió mis
bolsillos haciéndome cosquillas deliciosas, hasta acertar con el
estuche. El grito que exhaló al ver las perlas, es de eso que no se
olvida jamás. En la efusión de su agradecimiento, me sobó la cara y
hasta me besó... ¡Puede que en aquel instante me quisiese un poco! No
acertaba á creer que joya tan codiciada y espléndida fuese suya; no
podía convencerse de que iba á ostentarla. Y yo mismo, desabrochando los
sencillos aretes de oro que Lucila llevaba puestos, enganché las perlas
rosa en las orejitas pequeñas, encendidas de placer. Me hace mucho daño
acordarme estas tonterías, pero me acuerdo siempre.
Al otro día, que era domingo, almorzó en casa Gonzaga y estuvimos todos
bulliciosos y decidores. Lucila se había puesto el vestido de seda gris,
que la sentaba muy bien, y una rosa en el pecho,--una rosa del mismo
color de las perlas.--Gonzaga nos convidó al teatro y nos llevó á Apolo,
á una función alegre, en que sin tregua nos reimos. Al otro día volví
con afán á mis quehaceres, pues deseaba saldar cuanto antes el pico,
resto de las perlas. Regresé á mi casa á la hora de costumbre, y al
sentarme á la mesa, mi primera mirada fué para las orejas de Lucila. Dí
un salto y lancé una interjección al ver que faltaba del diminuto cerco
de brillantes una de las perlas rosa.
--¡Has perdido una perla!--exclamé.
--¿Cómo una perla?--tartamudeó mi mujer echando mano á sus orejas y
palpando los aretes.--Al ver que era cierto, quedóse tan aterrada, que
me alarmé, no ya por la perla, sino por el susto de Lucila.
--Calma--la dije.--Busquemos, que parecerá.
Excuso decir que empezamos á mirar y registrar por todas partes,
recorriendo la alfombra, sacudiendo las cortinas, alzando los muebles,
escudriñando hasta cajones que Lucila afirmaba no haber abierto desde un
mes antes. A cada pesquisa inútil, los ojos de Lucila se arrasaban de
lágrimas. Mientras revolvíamos, se me ocurrió preguntarla:
--¿Has salido esta tarde?
--Sí... creo que sí...--respondió titubeando.
--¿A dónde?
--A varios sitios... es decir... Fuí... por ahí... á compras...
--Pero... ¿á qué tiendas?
--¡Qué sé yo! A la calle de Postas... á la plazuela del Angel... á la
Carrera...
--¿A pie ó en coche?
--A pie... Luego tomé un cochecillo.
--¿No recuerdas el punto... el número?
--¿Cómo quieres que lo recuerde? ¡Válgame Dios! Si era un coche que
pasaba--objetó nerviosamente Lucila, que rompió á sollozar con amargura.
--Pero las tiendas sí las recordarás... Dímelas, que iré una por una, á
ver si en el suelo ó en el mostrador... Pondremos anuncios...
--¡Si no me acuerdo! ¡Por Dios, déjame en paz!--exclamó tan afligida,
que no me atreví á insistir, y preferí aguardar á que se calmase.
Pasamos una noche de inquietud y desvelo; oí á Lucila suspirar y dar
vueltas en la cama, como si no consiguiese dormir. Yo, entretanto,
discurría modos de recuperar la perla rosa. Levantéme temprano, me
vestí, y á las ocho llamaba á la puerta de Gonzaga Llorente. Había oído
decir que la policía, en casos especiales, averigua fácilmente el
paradero de los objetos perdidos ó robados, y esperaba que Gonzaga, con
su influencia y sus altas relaciones, me ayudaría á emplear este supremo
recurso.
--El señorito está durmiendo, pero pase usted al gabinete, que dentro de
diez minutos le entraré el chocolate y preguntaré si puede usted
verle--dijo el criado, al notar mi insistencia y mi premura.
Me avine á esperar. El criado abrió las maderas del gabinete, en cuyo
ambiente flotaban esencias y olor de cigarro. ¡Cuando pienso en lo
distinta que sería mi suerte si aquel criado me hace pasar
inmediatamente á la alcoba...!
Lo cierto es... que al primer alegre rayo de sol que cruzó las
vidrieras, y antes de que el criado me dijese «tome usted asiento», yo
había visto brillar sobre el ribete de paño azul de la piel de oso
blanco, tendida al pie del muelle diván turco, ¡la perla, la perla rosa!
Si esto que me sucedió le sucede á usted, y usted me pregunta qué debe
hacerse en tales circunstancias, yo respondo de seguro con gran energía:
«Coger una espada de la panoplia que supera el diván, y atravesársela
por el pecho al que duerme ahí al lado, para que nunca más despierte.»
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