Cartas americanas. Primera serie - 09

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_Parnaso Colombiano_, que es un dechado de buen decir, y fehaciente
documento de la civilización del pueblo donde tales poetas hay, y del
arte, magisterio y esmerado tino con que manejan el habla, instrumento
de la poesía.
Prestan además carácter á la poesía colombiana en general dos
condiciones, ó mejor diré circunstancias, que influyen mucho en que sea
buena y original. Es una el espectáculo de la magnífica naturaleza que
rodea al poeta y le inspira, y es otra la sencillez patriarcal de
costumbres, que transciende y da clara y dichosa muestra de sí en el
estilo, á pesar de ciertos refinamientos de cultura intelectual, y á
pesar de autores, grandes sí, pero enrevesados, ampulosos y gongorinos
á su manera, que á veces se toman por modelo, como Víctor Hugo por
ejemplo.
Para citar algo que ponga de manifiesto lo que digo, tengo que ir muy á
la ventura y no respondo de que lo que yo cite sea siempre de lo mejor.
Los poetas citados tienen además que permanecer para nosotros medio
desconocidos. Por unos cuantos versos no es posible apreciar á los que
han escrito mucho.
Hay; v. gr., un doctor Manuel María Madiedo que ha escrito tanto como el
Tostado. Ha escrito tragedias, dramas, sainetes, novelas y obras por
cuyos títulos, que es lo único que yo conozco, se calcula que han de ser
de filosofía, de religión y de política, como _La ciencia social_,
_Crítica general_, _Derecho de gentes_, _Nuestro siglo_ XIX, _El cáncer
de los siglos_, _La razón del hombre juzgada por sí misma_ y _La divina
profundidad de la filosofía del Evangelio_.
El Sr. Madiedo ha escrito muchísimo en los periódicos; es de los que más
han hecho por la instrucción pública de su país: ha sido rector y
catedrático en varios colegios. En su misma casa ha puesto cátedra y ha
dado lecciones gratis. Es jurisconsulto, etc., etc. Y, sin embargo, no
hay en el _Parnaso Colombiano_ más que una sola composición del doctor
Madiedo, tal vez de su mocedad, tal vez de las más descuidadas. Es,
pues, evidente que yo no intento dar á conocer el mérito del doctor
Madiedo por un trozo de la susodicha composición. Cito sólo el trozo
para muestra del candor natural y sin aliño con que sin duda hace
versos en Colombia todo hombre de ingenio y de ciencia, fijando sus
fugitivas impresiones por medio de la palabra rítmica y procurando
transmitir y perpetuar la idea y el sentimiento que ha despertado en su
espíritu la naturaleza circunstante.
Los versos del doctor son al río Magdalena, al que, entre otras mil
cosas que justifican no poco las que yo sospechaba que fuesen
ponderaciones de mi amigo el Sr. Cané, dice lo siguiente:
No nadan rosas en tus aguas turbias,
Sino los brazos de la ceiba anciana,
Que desgarró con hórrido estampido
Tremendo rayo de feroz borrasca.
Yo veo serpientes que tus aguas surcan,
Cuyos matices á la vista encantan,
Y oigo el ronquido del hambriento tigre
Rodar sobre tu margen solitaria;
Mientras salvaje el grito de los bogas,
Que entre blasfemias sus trabajos cantan,
Vuela á perderse en tus sagradas selvas,
Que aun no conocen la presencia humana.
¡Oh! ¡qué serían sátiros y faunos,
Bailando al son de femeniles flautas,
Sobre la arena que al caimán da vida
En tus ardientes y desiertas playas!
¡Ah! ¡qué serían cerca de los bogas
Que, rebatiendo las callosas palmas,
En el silencio de solemne noche
En derredor de las hogueras danzan!
Debe entenderse que estos _bogas_ son los indios briosos y sufridos,
aunque groseros y algo feroces, que se emplean en todas las faenas de la
navegación y tráfico por el gran río. Los sátiros y los faunos, el
doctor tiene razón, quedan chiquititos al lado de estos _bogas_, que
encienden las hogueras para ahuyentar á las bestias feroces, y que el
doctor ha visto
Dando á los aires la robusta espalda
Sobre la arena que marcado habían
De las tortugas la penosa marcha,
Y del caimán la formidable cola,
Y de los tigres la temible garra.
Yo los he visto en derredor del fuego
Danzar al eco de sonora gaita,
Mientras silbaba el huracán del Norte
Sobre tus olas con sañuda rabia.
El cuadro es completo en su sencillez y se ve que está tomado del
natural. Allí impera el hombre primitivo, libre, fuerte, luchando con
una naturaleza terriblemente poderosa, bella y rebelde.
En vano busca en tu desierta margen
El hombre, que cual leve sombra pasa,
Palacios y ciudades de una hora
Que derrumban del tiempo las pisadas.
Pero, en cambio, ¡cuánta poesía, cuánta libertad y cuánta hermosura,
apacible á veces,
Cuando, en un cielo plácido y sin mancha,
Mira la luna en tus remansos bellos
Su faz rotunda de bruñido nácar!
Entonces, al contemplar el poeta el Magdalena,
En sus riberas vírgenes admira
La creación saliendo de la nada,
y piensa que
El hombre libre, que sus redes seca
En tu sublime margen solitaria,
Como en Edén nuestros primeros padres,
Sólo de Dios adora la palabra.
* * * * *
Cedros y flores ornan tu ribera
Y aves sin fin que con tus ondas hablan,
En sus variados armoniosos cantos
De tus desiertos la grandeza ensalzan.
Si la pompa y la grandeza de estos desiertos han sido ensalzadas por los
poetas colombianos, natural es que lo haya sido más la útil y cómoda
beldad de la llanura elevada donde Bogotá se encuentra, y que, por
parecerse á Granada, con su Sierra Nevada y con su vega, valió á
aquellas regiones el nombre de Nueva Granada.
El prodigioso salto del Tequendama debió ser y ha sido también asunto
adecuado y frecuente de la poesía, compitiendo con el Niágara. Ya los
indios habían poetizado el Tequendama en su mitología. Nemterequeteba es
uno de los nombres del ser sobrenatural, que, como Manco Capac con
relación á los peruanos, trajo la civilización á los chibchas,
apareciendo entre ellos, estableciendo religión y vida política, y
enseñándoles á tejer, á labrar la tierra y á fundir y esculpir el oro,
aunque no el hierro, que desconocían.
El río Funca ó Bogotá se desbordó y cubrió la llanura toda. Los hombres,
para no morir ahogados, tuvieron que encaramarse y refugiarse en lo alto
de las montañas. Y entonces fué cuando Nemterequeteba, hiriendo con su
báculo una firmísima roca, abrió paso al agua, que se precipitó por allí
con estruendo y como en un abismo. Tal origen tuvo el salto del
Tequendama, en la imaginación de los chibchas. Los modernos colombianos
le celebran y describen en hermosos versos.
Uno de los cantores del Tequendama es D. José Joaquín Ortiz, de quien
tengo que decir lo mismo que de Madiedo, y que de casi todos. Es autor
de multitud de obras que no hemos visto por aquí; de novelas, de
comedias, de _Lecciones de literatura castellana_, de muchas _Poesías_ y
de un libro titulado _Testimonio de la historia y de la filosofía acerca
de la divinidad de Jesucristo_.
Sus versos al Tequendama son buenos, pero no los citaré para citar otros
que me parecen mucho mejores. Y no creo que el Sr. Ortiz se enoje ó se
aflija de esta preferencia, como dicen que una vez se enojó y afligió
mucho Píndaro de que, en los Juegos Olímpicos, Corina le venciese. En
tiempo de Píndaro no se usaba la galantería que ahora se usa, y que
tanto resplandece en otros versos del Sr. Ortiz, donde lindamente
encomia á sus paisanas. Yo, por otra parte, ya que no cite los versos
del Sr. Ortiz á la catarata, he de citar algo de estos otros de que
hablé, no sólo por el encomio de las damas colombianas y porque en ellos
se alude también al gigantesco salto, sino porque, escritos para una
fiesta nacional, y llenos del más ardiente afecto á Colombia,
manifiestan profundo amor filial á la antigua metrópoli, amor que nos
enorgullece, que procuramos pagar, y que muestran y sienten los
hispano-americanos, á pesar de los errores y torpezas en que han
incurrido con frecuencia nuestros gobiernos en sus relaciones con
aquellas repúblicas.
El Sr. Ortiz quiere cantar á su patria, duda de su estro y dice:
¡Oh! ¡no! para cantarte dignamente
Poderosa no fuera
Del viejo Homero la robusta trompa,
Ni de Marón la lira lisonjera.
¿Y yo he de alzar loándote mi acento,
De tu gran día en la solemne pompa?
¿Qué es la humilde retama
Junto al baobab, patriarca de la selva,
Que su gigante mole saca al cielo?
¿Qué el menguado arroyuelo
Que corre sin rüido,
En la callada soledad perdido.
En medio de los Andes,
Con nuestro poderoso Tequendama,
Que, al arrojarse en el abismo, brama
Atronando el desierto en voces grandes?
Toda esta composición está llena de apasionado lírico arrebato. El
poeta, ya anciano, es uno de los últimos testigos de la gloriosa guerra
de la independencia, y lamenta las discordias civiles del día, mientras
que las hazañas de Bolívar y de los demás libertadores dan á su ánimo
afligido
Consuelo celestial con su memoria.
Bolívar es para él tan grande como Colón. Si éste descubre la América,
el otro la liberta. Si Colón,
... el inmortal piloto,
Ve salir lentamente de la espuma,
Como alza el cáliz el fragante loto,
La americana tierra,
y si Colón puede entonces exclamar, ebrio de gozo,
¡Gloria al Señor! ¡He descubierto un mundo!
Bolívar también
Al través de los campos de la muerte,
Llega por fin, de donde el mar recibe
Al Orinoco en amoroso abrazo,
A la cima en que eleva al firmamento
Su frente de granito el Chimborazo,
Y derrama la vista abajo, y mira
Cual salidas del báratro profundo
Cinco grandes naciones,
Y clamar puede al fin, ebrio de gozo,
¡Gloria al Señor! ¡He libertado un mundo!
Pero este mismo anciano poeta, que vió al libertador y que tanto le
ensalza, ama á España y nos asegura que no cesó de pensar en ella y de
desear la reconciliación.
En esos años de la ausencia fiera,
El recuerdo de España
Seguíamos doquiera.
Todo nos es común: su Dios, el nuestro;
La sangre que circula por sus venas
Y el hermoso lenguaje;
Sus artes, nuestras artes; la armonía
De sus cantos, la nuestra; sus reveses,
Nuestros también, y nuestras
Las glorias de Bailén y de Pavía.
Hasta las mujeres de su país traían al poeta, en su mocedad, el recuerdo
y el amor de España:
En el porte elegante,
En el puro perfil de su semblante,
En su mirada ardiente y en el dejo
Meloso de la voz, eran retrato
De sus nobles abuelas;
Copia feliz de gracia soberana,
En que agradablemente se veía
El decoro y nobleza castellana
Y el donaire y la sal de Andalucía.
Quien, á la edad de setenta años, echa aún tan bonitos requiebros á sus
paisanas, estoy seguro, repito, de que no ha de afligirse de que se dé á
una de ellas la preferencia en lo de cantar el Tequendama. Y no es esto
decir que el Sr. Ortiz no sienta y exprese bien la naturaleza, sino que,
ante la catarata, fué menos feliz que una poetisa. Ortiz, en su
composición _A una golondrina_, prueba que vale mucho en este género. No
me atrevo á decidir si es coincidencia ó imitación; pero, en el corte,
en el tono, en la serena melancolía de sus versos _A una golondrina_, se
recuerda á Leopardi, salvo siempre que la fe, que no abandona á Ortiz,
quita á sus versos la amarga desesperación que la incredulidad de
Leopardi prestaba siempre á cuanto escribía. Hay además en Ortiz no poco
de _quintanesco_ y clásico, al ver siempre al hombre y al pensar más en
su destino, en su progreso, en su libertad, en su infelicidad ó en su
dicha, que en todas las magnificencias de la tierra y de los cielos.
Todo esto es para él como el fondo que pinta ligeramente el artista en
un cuadro donde campea la figura humana.
En cambio, la ilustre poetisa antioqueña Agripina Montes siente y
refleja con gran viveza y vigor la hermosura y sublimidad de los seres
inanimados ó inferiores al hombre.
El sentimiento de la naturaleza es en su alma todo lo profundo que
puede ser en un alma católica y española; porque la idiosincrasia de
nuestra raza pone la propia individualidad por cima de todo, y jamás
hubo teósofo español que la disolviese en la inmensidad del Universo, ni
místico, y eso que los hemos tenido maravillosos, que la sepultase en el
abismo interior del centro del espíritu.
Yo no aclamo, me limito á repetir el grito de admiración con que, en su
patria, saludan á doña Agripina, aclamándola _Musa del Tequendama_.
Añadiré además que, por las noticias que me da el colector Añez, D.ª
Agripina es una señora guapa, joven aún, que se casó, en muy temprana
edad, con D. Miguel del Valle, de quien tuvo numerosa prole, y de quien,
en 1886, quedó viuda. Vive consagrada á sus hijos, á par que da
lecciones en establecimientos de educación y en casas particulares. En
1887 ha sido nombrada directora de la Escuela normal de Santamarta. El
Sr. Añez la celebra por no menos hábil y activa en labores caseras que
con la pluma.
Para muestra de esta última y superior habilidad quisiera yo poner aquí
toda la oda al Salto; pero no me atrevo á llenar mucho las columnas de
_El Imparcial_, y me limitaré á trasladar á ellas algunos fragmentos.
Aun así, lo dejaré para otro día, porque va ya siendo demasiado extensa
esta carta.
* * * * *

_3 de Septiembre de 1888._
IV
Muy estimado señor mío: Yo hago muchos distingos y no afirmo ni niego
por completo sino rarísimas veces. Por esto me acusan de escéptico.
Pero, en fin, yo soy así, y no lo puedo remediar. La famosa sentencia
_ut pictura poesis_, que en Alemania y en Inglaterra ha sido fundamento
de sendas escuelas de poesía, me parece falsa como no se limite mucho.
Hay, debe haber poesía descriptiva, como hay pintura de paisaje; pero la
poesía describe de un modo reflejo lo que la pintura pinta de un modo
más directo. La poesía vence á la pintura, cuando la poesía describe, no
el objeto que se ve, sino la impresión, el sentimiento y la idea que el
objeto que se ve produce en lo profundo del alma. En cambio, para
conocer bien el objeto, tal como es, ó al menos tal como aparece, la
pintura y hasta la fotografía valen más que la poesía más fiel y más
pintoresca.
La palabra fría de la prosa, fórmulas aritméticas áridas, nomenclaturas
técnicas, dan más cumplido concepto de lo que es cualquier objeto ó
fenómeno del mundo exterior que los versos más elocuentes y sublimes.
Heredia, poeta de Cuba; Pérez Bonalde, poeta de Venezuela, han compuesto
versos hermosísimos al Niágara. Mas para formar idea del Niágara dice
más el que dice: el río se precipita desde una altura de más de 50
metros; contando con la isla de la Cabra, que está en medio, y divide la
catarata, la anchura del río, en el lugar en que se precipita, vendrá á
ser de 1.300 metros; y el volumen de agua que cae, cada hora, es de
noventa mil millones de pies cúbicos ingleses, según los cálculos de
Lyell.
No hay oda, ni himno, que haga concebir mejor la grandeza del Niágara.
De donde yo infiero que la poesía realista ó naturalista vale poco, y
que el verdadero valor de la poesía está, no en lo real, sino en lo
ideal, en la pasión en el sentimiento que produce el objeto en el
espíritu de quien le contempla: en lo sobrenatural y en lo infinito,
cuyo volumen Lyell no calcula: en Dios ó en el diablo que al poeta se le
aparece, ó que surge evocado por él del seno agitado y estrepitoso de
aquellos noventa mil millones de pies cúbicos por hora, que, desde hace
tantos siglos, sin que disminuyan, se van derrumbando á un lado y á otro
de la isla de la Cabra.
Siempre he leído con gusto el precioso libro de Víctor de Laprade sobre
_El sentimiento de la naturaleza_; y no porque me ha convencido, sino
porque ha corroborado, con todo su saber y su discreción, lo mismo que
yo pensaba y sentía. La poesía tiene por objeto al hombre, con todo lo
que hay en su espíritu. Su pensamiento, su acción es siempre el asunto.
Donde no hay acción humana, la poesía descriptiva se diría que está de
sobra; acuden á la memoria los versos de Lope:
En este valle y líquida laguna,
Si he de decir verdad como hombre honrado,
Jamás me sucedió cosa ninguna.
Así es que Homero, guiado por su instinto divino é infalible, no
describe, y si describe, la descripción se vuelve acción. No se para
Homero á describir las armas de Aquiles, sino que nos lleva á la fragua,
y vemos á Vulcano con el martillo y las tenazas; y vemos el oro y el
bronce que se derriten, y los fuelles que soplan, y el fuego que arde; y
vemos trabajar al dios, y salir de entre sus manos ágiles, y de su
maravillosa mente de artista, la fuerte coraza, el penachudo morrión y
el estupendo escudo, en cuyas cinco zonas el dios va esculpiendo á
nuestra vista, llena de grato asombro, cuanto hay de más hermoso en el
cielo y en la tierra.
Con el Tequendama ocurre lo mismo que con el Niágara. Cualquiera
descripción en prosa, la de Humboldt, la del matemático Caldas, la del
barón de Japurá, dan más cumplida idea que los mejores versos. La masa
de agua que se precipita es muy inferior, pero cae de un lugar cerca de
cuatro veces más alto. El agua además choca primero contra un banco de
piedra, y allí revienta; hierve y se lanza de nuevo en plumas
divergentes hacia el abismo. En el fondo es más terrible el choque y no
puede mirarse sin horror. Las plumas de agua, las puntas de lanzas, que
tal parecen, se despeñan con increíble rapidez y se suceden unas á
otras. Al llegar al fondo, cuando no antes, en virtud de su vertiginoso
descenso, se desmenuza el agua y se pulveriza, y asciende luego en
forma de nubes, que el sol dora y adorna con el iris. Se diría que el
Bogotá, acostumbrado á correr por las regiones elevadas de los Andes,
baja á pesar suyo á aquella profundidad y quiere otra vez elevarse
orgulloso en difusos vapores. Estos vapores asegura Humboldt que se ven
desde la ciudad de Bogotá á cinco leguas de distancia.
Después de esto, ¿qué podrá añadir la poetisa; qué ponderación realzará
en sus versos la pintura de la catarata? La impresión propia, el vuelo
de su espíritu, su humano pensamiento y su elevada fantasía, que entrevé
á Dios en el horrendo arco que forma el agua.
Después prosigue la poetisa:
¿Qué buscas en lo ignoto?
¿Cómo, adónde, por quién vas empujado?
Envuelto en los profusos torbellinos
De la hervidora tromba de tu espuma,
E irisado en fantástico espejismo
Con frenesí de ciego terremoto,
Entre tu aérea clámide de bruma,
Te lanzas despeñado,
Gigante volador, sobre el abismo.
Se irgue á tu paso murallón inmoble
Cual vigilante esfinge del Leteo;
Mas de tu ritmo bárbaro al redoble
Vacila con medroso bamboleo.
Y en tanto al pie del pavoroso salto,
Que desgarra sus senos al basalto,
Con tórrida opulencia
En el sonriente y pintoresco valle
Abren las palmas florecida calle.
* * * * *
La indiana piña de la ardiente vega,
Adorada del sol, de ámbar y de oro,
Sus amarillos búcaros despliega.
Sus ánforas de jugo nectarino
Te ofrece hospitalaria
La guanábana en traje campesino,
A la par que su rica vainillera
El tamarindo tropical desgrana,
Y la silvestre higuera
Reviste al alba su lujosa grana.
Bate del aura al caprichoso giro
Sus granadillas de oro mejicano
Con su plumaje de ópalo y zafiro
La pasionaria en el palmar del llano;
Y el cámbulo deshoja reverente
Sus cálices de fuego en tu corriente.
Miro á lo alto. En la sien de la montaña
Su penacho imperial gozosa baña
La noble águila fiera;
Y espejándose en tu arco de topacio,
Que adereza la luz de cien colores,
Se eleva majestuosa en el espacio
Llevándose un jirón de tus vapores.
Y las mil ignoradas resonancias
Del antro y la floresta,
Y místicas estancias
Do urden alados silfos blanda orquesta,
Como final tributo de reposo
¡Oh émulo del destino!
Ofrece á tu suicidio de coloso
La tierra engalanada en tu camino.
Todo esto es bello; pero en el fondo del cuadro, la figura principal es
la misma poetisa. El Tequendama es el pedestal ingente sobre el cual se
pone su espíritu
A retocar sus desteñidos sueños.
El desaliento que se apodera del espíritu en presencia de tan grande
escena, hace concebir mejor su magnificencia que la descripción más
atinada y exacta.
Manzoni, cantando á Napoleón, que al fin era un hombre como él, y por la
elevación del pensamiento mucho menor que él, puede decir, sin que nos
ofenda la jactancia, que va á entonar un cántico que _forse non morrà_.
Simónides, reviviendo en los versos de Leopardi, puede pedir para sus
versos la misma inmortalidad que da la gloria á los trescientos héroes
que los versos celebran; pero ante el espectáculo solemne de aquella
fuerza ciega, fatal y sin término, el ánimo se apoca. Es además una
mujer la que canta, y yo veo algo de amable y de muy delicado en la
timidez y desconfianza con que la poetisa predice, engañada por su
modestia, que su canto va á morir; que
Así como se pierden á lo lejos,
Blancos al alba y al morir bermejos,
En nívea blonda de la errante nube,
O en chal de la colina,
Los velos primorosos
De tu sutil neblina,
Va en tus ondas mi cántico arrollado
Bajo tu insigne mole confundido,
E, inermes ante el hado,
Canto y cantor sepultará el olvido.
No es de recelar que tal suceda, porque los versos son hermosos y
muestran el arte de la poetisa, su viva imaginación y el buen gusto para
la dicción poética. Tal vez el _bamboleo_ con que, alucinada ella por un
momento, cree que se estremecen y vacilan las inmobles rocas al rudo
golpe del agua, parezca á alguien palabra sobrado vulgar; pero es
gráfica y está realzada por el epíteto _medroso_.
La pintura de la vegetación tropical, que se extiende al pie del Salto,
no es inferior á la de D. Andrés Bello, que la poetisa recordó é imitó,
y aun se puede afirmar que hace más impresión que la de Bello, porque no
habla en general de las plantas y flores de la zona tórrida, sino que
describe lo que está viendo allí mismo.
No es Agripina Montes la única poetisa de nota que el _Parnaso
Colombiano_ nos da á conocer. Hay otras que llaman mucho la atención y
se ganan el aprecio y las simpatías de los lectores.
Yo me figuro que en Colombia no deben de ocurrir las varias causas que
en España, y sobre todo en Madrid, influyen para que las mujeres no
escriban versos. Nuestros padres y abuelos, hartos de los discreteos,
latines y tiquis-miquis de las damas de Calderón, condenaron el saber en
las mujeres, denigraron á las mujeres sabias con los apodos de licurgas
y marisabidillas, y pusieron el ideal femenino en la más crasa
ignorancia. Mas tarde, y ya bien entrado este siglo de las luces, volvió
la mujer á querer saber y á saber; pero en muchas partes, y sobre todo
en Madrid, en las clases elegantes y abastadas, la educación de la mujer
fué exótica: en colegios, ingleses ó franceses, con ayas inglesas ó
alemanas. De aquí que el castellano fuese en boca de muchas damas la
lengua del vulgo, sólo aristocratizada por la pronunciación gangosa de
las erres. Si la dama salía aficionada á leer, leía á Musset ó á
Lamartine ó á los poetas británicos, y lo español le parecía tonto y
cursi, aunque no lo dijese ella. Cuando la dama no salía muy aficionada
á leer, como esta vida de Madrid, la _high life_, es un torbellino de
fiestas, toros, bailes y paseos, no había para qué leer ni siquiera por
pasatiempo. Al teatro se iba á oir música, y de la dama _comm’il faut_,
si por acaso se allanaba á ir á la comedia, se podía decir lo que ya
Iriarte decía de las _currutacas_ de su tiempo:
Aplauden cuando más al tramoyista;
Oyen tal cual chulada del sainete,
Y sirve lo demás de sonsonete,
Mientras que están haciendo una conquista.
De aquí que, con relación á la gracia, chiste, despejo y portentosa
facundia de la mujer española, hayan sido muy pocas las que han escrito
y han ganado alta fama escribiendo. Y estas pocas han venido casi
siempre á este centro, desde el fondo de alguna apartada ciudad de
provincia. Así la Avellaneda, de Cuba; Carolina Coronado, de una villa
de Extremadura; María Mendoza y Josefa Barrientos, de Málaga; y de la
Coruña, doña Emilia Pardo Bazán.
En toda mujer que se lanza en España á ser autora, hay que suponer una
valentía superior á la valentía de la Monja-Alférez ó á la de la propia
Pentesilea. Cada _dandy_, si por acaso la encuentra, será contra ella un
Aquiles, más para matarla, que para llorar su hermosura después de
haberla muerto. Quiero decir, dejando mitologías á un lado, que en la
literata suelen ver los solteros algo de anormal y de vitando, de
desordenado y de incorrecto, por donde crecen las dificultades para una
buena boda, etc., etc. De aquí que, si una jovencita sale aficionada á
literatear ó á versificar, ella misma lo oculta como un defecto ó
impedimento dirimente, cuando no es la propia familia la que procura
ocultarlo. Sólo la más ardiente y firme vocación y un extraordinario
mérito pueden sobreponerse á tanto cúmulo de inconvenientes.
Una pícara sentencia de Horacio, cuya falsedad é injusticia, perdóneme
Horacio, ofenden al recto juicio, viene á hacer más penosa la situación
de toda poetisa: la medianía en versos no la sufren ni los postes. De
modo que sufrimos la medianía en la cocinera (y ojalá que la mía fuese
siquiera mediana), en la planchadora, en la que borda, en la que dibuja,
en la que canta, y sólo para versos es menester que los haga una mujer
mejor que Safo, ó que no los haga. Yo declaro esto absurdo. Yo declaro
que sufro mejor, no ya un mediano soneto, sino una oda mala, que una
camisa mal planchada, que un caldo mal hecho, que un aria mal cantada, ó
que una melodía de Chopin chapuceramente tocada en el piano ó en el
arpa. Si por temor de hacer mal una cosa no se ha de hacer, la misma
razón hay para que una mujer no haga versos, que para que no cante, ó
baile, ó toque el piano. En verso se pueden decir tonterías: esto es
verdad; pero ¿acaso hablando en prosa no pueden también decirse
tonterías? ¿Y hemos de anudar ó cortar la lengua de las mujeres para que
no las digan? No niego yo que una tontería, dicha en verso, adquiere
cierta consistencia, compromete más, es más solemne, resonante y
repercutiente, que en prosa; pero, en cambio, debemos convenir en que,
por facilidad que se tenga para hacer versos, y por malos y flojos que
los versos sean, no se improvisan tanto, ni salen, ni manan con tanta
fluidez y copiosa vena como las tonterías en prosa desatada.
Otro argumento tengo yo en favor de los versos. Reflexiónese bien y no
se me rechace por sutil: es muy fundado. Todos, hombres y mujeres,
tenemos cierta dosis ó capital de tonterías, que gastamos ó difundimos
durante nuestra vida mortal. Ellas han de brotar de nosotros como la
flor de la planta. ¿No es mejor, pues, que se digan que no que se hagan?
Y al decirlas, ¿no es mejor decirlas con rima y con metro? No niego que
así subirá más alto, pero también será más delgada la tontería, como
cuando en el caño de la fuente que se desborda ponemos un apretado y más
angosto canuto, por donde sube más el surtidor, pero sale también menos
líquido.
Es indudable que, en la mujer, el hacer versos presenta otra dificultad
más grave; pero yo la allano ó salto por cima. La poesía, la lírica
sobre todo, siendo sincera como debe ser para ser buena, es
_autobiografía_ del corazón y de la mente: es exhibir el alma al público
en su desnudez; y esto parece que lastima algo el pudor y la modestia.
¿Cómo enterar á todo el género humano de tus afectos y pasiones? Pues
peor es todavía que le engañes y que supongas lo que no eres. Entonces
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