Cartas americanas. Primera serie - 03

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doctrinas, á par que me deleita contarlas, en resumen, como quien cuenta
un cuento ingenioso.
Desde Aristóteles hasta nuestros días no hubo, en mi sentir,
entendimiento más extraordinario y creador que el de Hégel. Su sistema,
para mí y hasta donde yo acierto á comprenderle, es pasmoso de
sublimidad y hermosura. Supongamos que mi sentido común me diese á
entender que todo el dicho sistema fuese un conjunto de disparates:
¿impediría esto que yo admirase y celebrase el arte, la dialéctica, la
maestría con que los disparates se coordinan para formar un todo
armónico? ¿No me será lícito maravillarme de la belleza de un poema, sin
dar por verdad lo que el poema refiere? ¿He de creer que Homero era
tonto, y he de despreciar la _Odisea_ porque no creo en los encantos de
Circe ni en la colosal estatura de Antifates?
Además, aunque yo sea escéptico á veces, no siempre ni en todo lo soy.
También yo tengo mis dogmas. Ríase de ellos quien quiera, y si lo hace
con mesura, no me enojaré ni entenderé que se burla de mí. Y desde luego
diré aquí que, en virtud de estos dogmas, yo no creo aceptable ningún
sistema de filosofía fundado sólo en ciencia empírica. Pero no es Ud. el
único que tiene hoy esta pretensión. Son muchos los que han levantado
sistemas del mismo modo, y de algunos de ellos he de hablar aún en estas
cartas. Y si al hablar de ellos río y dudo, ¿se ha de creer que maltrato
ú ofendo á sus autores, cuando, por el contrario, me enamora el saber, y
me atraen y me cautivan la voluntad, el talento y la fantasía que
despliegan? Yo no voy tan lejos como Lessing, el cual decía que si le
diesen la verdad en una mano y en otra el ingenio, la agudeza y la
fantasía que se emplean á veces en buscarla, desdeñaría la verdad y se
quedaría con las otras prendas. Yo no: yo me quedaría con la verdad;
pero, á falta de verdad, todas esas otras prendas susodichas encierran
para mi gusto un preciadísimo tesoro. Permítaseme, pues, que con buen
humor y sin burla siga yo mostrando algo de ese tesoro al exponer su
sistema de Ud., cuyas premisas, ó hechos científicos en que se funda, ni
niego ni afirmo.
Siguiendo mi tarea, y desechando los escrúpulos de conciencia, empezaré
por decir que no me explico ese odio que muestra Ud. á lo sobrenatural.
A mi ver, si por naturaleza ha de entenderse todo lo existente y todo lo
posible, lo que es y la fuerza que da ser á lo que es, Ud. tiene razón:
lo sobrenatural es un pleonasmo. Nada más natural que el mismo Dios. La
ley de naturaleza será la razón y la voluntad de Dios, que manda y
quiere que haya orden y prohibe turbarle. Por este camino vendremos á
parar á la definición que da San Agustín de la ley eterna, y estaremos
en plena ortodoxia. La diferencia consistirá en que lo que llamo yo
Dios, será llamado por otros fuerza eterna, _natura naturans_, agente
cósmico, alma del mundo, y otros mil nombres, que, si vienen á probar lo
poco que sabemos de esta _cosa en sí_, no prueban que la cosa no exista
y que no sea naturalísima.
Pero si por naturaleza entendemos otra cosa, tendremos que conceder que
todo es natural ó sobrenatural, según se mire. Para una piedra, la
planta más sencilla, que crece, se desenvuelve, se nutre y tiene vida,
es ya sobrenatural. Y para la planta, arraigada en el suelo, y que ni
ve, ni oye, ni se representa el mundo exterior, el más ruin animalejo,
un lagarto ó un sapo, es sobrenatural. Y con relación á los brutos, que
carecen de consciencia ó la tienen oscura y vaga, es sobrenaturalísimo
el hombre, que se reconoce, _se sabe_, y habla, y discurre, y
reflexiona. Y desde el salvaje hasta las personas cultas de hoy, las
_sobrenaturalidades_ se van acumulando y creciendo por estilo
prodigioso. Sobrepuesto á la naturaleza, añadido nuestro, obra de
nuestro ingenio y de nuestra voluntad, son las ciudades, los caminos,
los campos cultivados, las máquinas, las telas de que nos vestimos, los
objetos de arte y hasta, si se considera bien, la hermosura corporal,
hija del esmero, del aseo y del cuidado que pusimos para crearla. Una
linda muchacha de ahora, no lo dude Ud., es un ente sobrenatural. Lo
natural es la mona ó la _antropisca_, y casi casi no lo es ya la
hotentota.
Cuando uno está en Bélgica, por ejemplo, y piensa que, en estado
natural, apenas podría contener y alimentar aquel terreno medio millón
de hombres, y ve que contiene y alimenta seis, confiesa que, no ya el
tranvía que la electricidad mueve, ni el teléfono, ni el telégrafo, sino
cinco millones y medio de seres humanos son en Bélgica sobrenaturales:
han sido criados por arte y sobrepuestos á lo que la naturaleza,
abandonada á sí misma, hubiera podido criar y conservar.
Si á esto añadimos, por último, todas esas habilidades de entenderse con
los muertos, de recordar vidas pasadas y de salirnos del cuerpo sólido é
irnos con el cuerpo fluido por soles y planetas, lo sobrenatural cunde y
promete encumbrarse á una altura pasmosa con el andar de los siglos.
Aceptado ó aprobado por Ud. lo de que tenemos cuerpos fluidos
inmortales, no se ve término á nuestro progreso. Sólo hay un peligro,
aunque lejano: la fin del mundo. Las religiones y las mitologías tienen
profetizada esta fin. La ciencia también, en todos tiempos y contra su
costumbre de armar conflictos con las religiones, ha coincidido y
coincide en hacer tan triste pronóstico. Sólo lo que no tuvo principio
no tiene fin. Lo que nace muere. De aquí que el mundo ha de acabar de
una manera ó de otra. Y así como los sabios han inventado mil hipótesis
sobre su nacimiento, también sobre su muerte total ó parcial las han
inventado. Lucrecio la explica en sus hermosos versos. Leopardi atribuye
á Straton de Lampsaco una curiosa explicación de la muerte de nuestra
tierra, la cual explicación puede hacerse extensiva á todos los demás
astros. La fuerza de rotación va poco á poco comprimiendo los polos y
aumentando por el Ecuador el radio de la tierra. Así seguirá hasta que
la tierra se agujeree y venga á ser como un gordo buñuelo. Luego se hará
el agujero mayor, y la masa sólida vendrá á parecer un anillo. Y el
anillo, por último, se hará pedazos, y cada uno de los pedazos vagará
suelto por el espacio, ó irá á caer en nuestro sol ó en otro, ó tal vez
en algún planeta, como caen en la tierra los aerolitos.
Sabio hay que afirma que el sol puede pararse. El movimiento, ó sea la
fuerza con que gira hoy sobre su eje y con que va probablemente
caminando por el espacio en rápida traslación, se convertirá en calor,
si el sol se para. Entonces habrá una expansión espantosa de toda la
materia del sol, dilatándose hasta más allá de la órbita de su más
distante cometa. Todos volveremos así al estado de nebulosa. Podrá
también ocurrir que el sol se apague, y sobrevendrán las tinieblas y la
muerte. Pero aun sin tamaños cataclismos, nuestra tierra irá perdiendo
la fuerza que la hace girar en torno del sol; pues como no va por el
vacío, y como el éter le opone alguna resistencia, su fuerza centrífuga
se gasta. Hasta hay quien asegura que ya vamos caminando con más
lentitud y acercándonos al sol. La atracción del sol será así mayor á
cada momento, y podrá llegar uno, harto desdichado, en que la tierra se
caiga en el sol y allí se abrase y se consuma. Aun sin esto, la tierra
puede morirse, como la luna está ya muerta. Los metales se irán
oxidando. En esto el oxígeno se consumirá, y se acabará el aire
respirable. El agua se gastará, entre tanto, en formar rocas
_hidratadas_ y en entrar en otras composiciones. Sin aire y sin agua, se
extinguirá la vida. Plantas, animales y hombres, todo fenecerá. Pero no
hay que afligirnos. Para entonces ya todos los cuerpos fluidos vivos
sabrán hacer lo que hacía el cuerpo fluido de Swedenborg: sabrán salirse
de los cuerpos sólidos é irse á otros mundos. Y con tiempo, para que no
nos coja aquí la mala hora, nos escaparemos de la tierra y nos iremos á
fundar colonia en otro planeta más capaz y cómodo, donde seguiremos
progresando é inventando primores que ni siquiera concebimos en el
estado actual de nuestra cultura.
De esta suerte no será en balde y trabajo perdido todo lo que hemos
hecho hasta hoy por adelantar é instruirnos. Nuestros monumentos,
cuadros, estatuas, museos y bibliotecas, todo acabará al acabar la
tierra que habitamos; pero lo sustancial del saber adquirido se quedará
en nuestra memoria, y se salvará con los cuerpos fluidos vivos, que
otros llaman espíritus. Estos, más perfectos cada día, irán teniendo
nuevas prendas y llegarán á vivir como en la eternidad; como si no
hubiera para ellos pasado y todo fuera presente. Deberáse esto á lo
agudo y vivo de nuestra imaginación, que nos lo representará todo como
si acabase de suceder ó estuviese sucediendo. Y deberáse también á lo
penetrante y extenso de nuestra vista y á la rapidez más que eléctrica
con que nuestros cuerpos fluidos recorrerán el éter. Así podremos
llegar, por ejemplo, en menos de un minuto, á un sitio del espacio
adonde un rayo de luz de la tierra tarde cuatro siglos en llegar, y ese
rayo de luz traerá pintada la entrada triunfante de los reyes católicos
D. Fernando y D.ª Isabel en Granada, ó la vuelta de Colón á España y su
presentación á los mismos reyes en Barcelona. En suma: podremos verlo
todo, como si estuviera todo pasando en la actualidad y de veras.
Abreviando ahora, á fin de no hacer mis cartas á Ud. interminables, diré
que nuestra vida inmortal de cuerpos fluidos irá de bien en mejor, sin
cejar y aun sin parar. Porvenir tan risueño y venturoso me seduce.
Cuénteme Ud., pues, en el número de sus adeptos. Lo que yo no puedo es
aceptar su sistema sin algunas modificaciones y cambios, que voy á
proponer aquí.
La existencia de los cuerpos fluidos ó etéreos, en que se funda toda la
doctrina de Ud., me parece muy de acuerdo con la ciencia antigua y con
la ciencia moderna. ¿Qué otra cosa es ese cuerpo fluido sino el cuerpo
de la resurrección de la carne que algunas religiones afirman? ¿No
equivalen esos cuerpos fluidos á las sombras, á los manes de los
gentiles? Y en cuanto á la ciencia moderna, yo veo claro que se puede
bien apoyar la afirmación de Ud. en los _Principios de Biología_, tan
celebrados, de Herbert Spencer. Para este gran sabio, la vida consiste
en la correspondencia del organismo con el medio ambiente, ó sea
_environment_. La vida inmortal estriba, pues, en la perfecta
correspondencia con ese medio. Herbert Spencer dice: «Si no hubiera
cambios en el _environment_ sino aquellos que el organismo previó,
preparándose para encontrarlos y para que no le falte la eficacia con
que los encuentra, lograríamos eterna existencia y eterno conocimiento.»
Apoyado en estas palabras de Herbert Spencer, un sobresaliente discípulo
suyo, no sé si inglés ó _yankee_, el Sr. Enrique Drummond, ha escrito un
libro muy leído y celebrado en los Estados Unidos, _Ley natural en el
mundo espiritual_, y ha hecho allí muchos prosélitos. La teoría de
Drummond coincide en algo con la de Ud. y en mucho difiere. Yo me
inclino á adoptar parte de la teoría de Drummond para modificar la de
usted y aceptarla luego, hasta donde yo puedo aceptar lo transcendental,
fundado, no en metafísica y ciencia _a priori_, ni siquiera en estudio
del propio _yo_, sino en ciencia empírica y de observación del mundo que
nos rodea: en noticias adquiridas por los sentidos, aun suponiéndolos
aguzados por instrumentos ingeniosísimos, como microscopios,
telescopios, espectroscopios y radiómetros, y auxiliados por otros
sentidos sutilísimos y casi ubicuos, que poseen los cuerpos fluidos, y
por cuya virtud parece que nos entendemos con los espíritus ó con lo que
Ud. llama cuerpos fluidos, que vienen á ser lo mismo.
Es indudable que aceptada la existencia de dichos sentidos _fluidos_, el
campo de la observación y los lindes de la ciencia empírica se extienden
extraordinariamente. Con dichos sentidos llegamos á percibir lo más
etéreo y alcanzamos á columbrar lo más remoto, aunque lo sólido, macizo
y opaco se interponga. Para dichos sentidos no hay solidez ni opacidad
que valgan: un muro espesísimo de argamasa es más diáfano que el
cristal, y la grosera y ruda sustancia de que están amasados los Andes,
hasta sus raíces, goza de la transparencia del aire sereno y puro y aun
del mismo éter.
A lo que yo saco en claro de la atenta lectura de las obras de Allan
Kardec y de otros espiritistas, también ellos coinciden con Ud., sólo
que llaman á los cuerpos fluidos _periespíritus_, los cuales
_periespíritus_, aunque son cuerpos, son tan leves, tan volátiles y
vaporosos, que van por donde quieren y ven cuanto se les antoja. Aunque
viven envainados en los cuerpos sólidos, cuando llegan á cierto grado de
elevación en los estudios pueden salirse del cuerpo sólido, dejándole
dormido, en éxtasis y hasta cataléptico, é irse de bureo ó parranda por
los espacios infinitos. Sólo que los espiritistas ponen una condición
que Ud. no pone: dan por averiguado que, hasta el día de la muerte, el
_periespíritu_ está atado al cuerpo sólido por una cinta, guita ó cordón
etéreo y luminoso, cuya longitud ó elasticidad es enorme.
Si consideramos el cuerpo sólido como una placenta, este cordón etéreo
viene á ser como el cordón umbilical que une al _periespíritu_ con el
cuerpo en que se cria. La ruptura de este cordón umbilical y la vida
independiente ya del periespíritu son los fenómenos que el vulgo llama
muerte. Mientras dura la vida terrena, el _periespíritu_ está, pues,
como el jilguero que hace de cimbel, atado por un hilo, más ó menos
largo, al palillo en que se posa cuando vuelve de haber revoloteado.
Hallo todo esto tan sencillo, tan natural y tan llano, que no trasluzco
la más ligera objeción que lo invalide. La dificultad y la discrepancia
están en otros puntos.
Pero estos otros puntos son tan difíciles de tocar, que exigen nueva
carta. Termino ésta aquí, y créame Ud. su amigo.
* * * * *

_9 de Abril de 1888._
IV
Muy estimado señor mío: No pocas veces he hablado yo con risa de la
propensión de cierto amigo mío, á quien, sin embargo, respetaba y amaba,
á quejarse de que se lo sabía todo y de que no leía libro, por celebrado
que fuese, que le enseñara algo nuevo; pero, considerando esto como debe
considerarse, no hay fundamento para la risa. Mi amigo no se declaraba
omniscio, ni mucho menos. Lo que quería decir, lo que decía, tal vez con
razón, es que, prescindiendo de datos menudos, si despojamos de su
aparato magistral más de un tratado científico, casi siempre hallamos
que nos sabíamos todo aquello: que ya, más ó menos vagamente, lo
habíamos pensado. El autor del tratado no pierde por esto en nuestra
opinión. Lo que se pierde es la fe, lo que se pierde es la esperanza en
la ciencia. De aquí se origina muy aflictivo desconsuelo.
¿Quién ha de negar lo ingenioso de las palabras de Herbert Spencer que
hemos citado? En ellas se ve patente la posibilidad teórica de la vida
inmortal en un organismo. No ya un cuerpo etéreo, como el de que Ud.
trata, sino un cuerpo sólido humano puede teóricamente ser inmortal,
dadas ciertas condiciones. La vida es equilibrio movible. Mientras se
conserve éste, se conservará la vida. Las fuerzas que han de
equilibrarse son las internas ó del organismo, y las externas ó del
medio ambiente ó _environment_. El vivir estriba en esta
correspondencia.
Despoje Ud. de su majestad y método la Biología de Herbert Spencer, y
casi parece, con perdón sea dicho, que la ha compuesto Pero Grullo.
Claro está que si una persona adapta bien su organismo al medio
ambiente, ni se morirá de frío, ni de calor, ni cogerá un tabardillo
pintado. Si, por otra parte, dicha persona repone, con alimentos
exquisitos y haciendo digestiones inmejorables, las fuerzas que consume
en el trabajo ó ejercicio mecánico de los músculos, ó en el trabajo
mental de los nervios y del encéfalo, no hay razón para que estas
fuerzas se gasten. Seguirán siendo las mismas, ó irán en aumento. Y si
van en aumento, las empleará en crecer, y, cuando ya no crezca, á fin de
no reventar, dejará que se escapen las fuerzas que sobren por la
válvula de seguridad, predispuesta para el caso.
El sabio biólogo compara el cuerpo humano á una máquina de vapor. El
vientre es la caldera, el carbón el alimento, y el vapor la sangre que
mueve los músculos ó los nervios, ya para sacudir puñetazos, ya para
escribir poemas ó resolver ecuaciones. Lo que sobra de este trabajo sale
silbando de la máquina de hierro ó sale procreando del cuerpo del
hombre. Cuando éste no anda bien, ora se gastan en títeres las fuerzas,
y el hombre es un Hércules estúpido; ora se gastan en discurrir, y
tenemos un sabio enclenque, anémico y cacoquimio; ora se consume todo en
sabidurías y lucubraciones mentales, y el doctor tiene que contentarse
con la posteridad espiritual: con adeptos y discípulos en vez de hijos.
Herbert Spencer no se resigna, con todo, á que se pierdan ó se
menoscaben unas aptitudes para que otras se desenvuelvan, y juzga
posible, con hábil higiene, que todo vaya á la par y que sirvamos para
todo, y hasta que progresemos.
El único progreso á que pone límites, y que sin pena se conforma con que
no siga, es el de la fuerza muscular. Con la maquinaria la supliremos.
Herbert Spencer se contentará con que seamos más ágiles, con que
bailemos y brinquemos mejor, y no tropecemos, ni nos caigamos. En cuanto
á las otras facultades más altas, el discurso y el sentimiento, el
pensar y el amar, casi debemos decir como Júpiter:
_His ego nec metas rerum nec tempora pono;_
_Imperium sine fine dedi._
Nuestros sesos irán pesando más cada día, y cada día habrá en ellos más
enmarañado laberinto de circunvoluciones y mayor cantidad, consumo y
despilfarro de fósforo.
Y ¡ay infeliz del que no adquiera todo esto! Carecerá del esencial
requisito para vivir. Sucumbirá en la lucha por la vida. Sólo quedará en
la tierra una raza humana superior y archilista, extinguiéndose las
demás razas.
Pero esta raza humana superior, como sabrá adaptarse cada vez más al
medio ambiente, si no logra la inmortalidad, logrará ser _macrobiótica_;
esto es, tendrá vida grande y más completa, por la intensidad, por la
duración y por las nuevas, variadas y numerosas correspondencias con el
medio ambiente ó _environment_.
Lo que será difícil, hasta rayar en lo imposible, será la inmortalidad
del individuo, en este sistema _spencerino_. El medio ambiente sufrirá
tan radicales mudanzas, que aun sin contar con la fin del mundo,
ocurrirán cosas que nos maten á todos, y no sabremos, por mucho que
estudiemos, adaptarnos al medio ambiente.
Cada veinte mil y pico de años, v. gr., sobrevendrán períodos glaciales,
y luego surgirán nuevas floras y nuevas faunas. ¡Vaya Ud., pues, á
precaverse contra todo esto, por mucho que sepa! No habrá más remedio
que morir, en lo tocante al cuerpo sólido; pero á bien que tenemos el
cuerpo fluido. Yo me refugio en él y en el sistema de usted, y vengan
períodos glaciales y estíos abrasadores:
_Ast insueti aestus, insuetaque frigora mundo_,
como ya anunciaba el divino y precitado Fracastoro; y truéquese la
tierra en mar y el mar truéquese en tierra, y con el ardor del sol quede
todo agostado y sin vida, ó bien salgan, del removido y fecundo cieno,
inauditos monstruos, bichos rarísimos y ponzoñosos, y una caterva de
desaforados gigantes,
_Ausuros patrio superos detrudere coelo,_
_Convulsumque Ossum nemoroso imponere Olympo._
De todo esto me reiré, de todo esto no se me importará un ardite,
teniendo el cuerpo fluido bien adiestrado ya.
Como quiera que sea, por el sistema de Herbert Spencer, si no se prueba
la posibilidad práctica de nuestra inmortalidad, á causa de estos
grandes trastornos que él pronostica, queda probada la posibilidad
teórica ó especulativa de la inmortalidad en una combinación de materia;
y por el sistema de Ud., la realidad práctica de esa inmortalidad en
dicha combinación, cuando es de una materia sutil, pura, activísima y
ligera. Yo no quiero ni debo poner objeción á esto. Sólo siento tener
que decir que no es muy nuevo. Los cuerpos gloriosos, la resurrección de
la carne, son lo que Ud. dice. Israelitas, cristianos y muslimes apoyan
su teoría de Ud., y creen por fe que Henoch y Elías, sin morir,
_eterizaron_ ó _fluidificaron_ sus cuerpos, y llegaron á la inmortalidad
sin pasar por la muerte.
Queda, pues, como inconcuso que puede haber y que hay combinación de
moléculas tan sabiamente organizadas, que ya ni en la eternidad se
separen, y que resistan, para conservar su forma, á toda externa
violencia. Pero ¿cómo se da esta combinación? Se da, sin duda, por obra
de una fuerza individua, indivisible, _organizante_ é _individuante_,
que no está en ninguna de las moléculas de la combinación, sino que se
extiende por todas, y está toda en cada una de ellas. Sin esta fuerza,
una, verdaderamente una, _insecable_, _átomo_ real y no imaginario,
mónada sencillísima y no extensa, _entelechia_, en fin, ó cifra de todas
las perfecciones en cierne, ¿cómo quiere ni puede usted concebir la
existencia, la organización y la animación de un cuerpo fluido?
Viene á corroborar este pensamiento la consideración de que apenas hay
molécula en un organismo que no se separe ó que no se conciba que puede
separarse sin que el organismo padezca, con tal de que otra molécula de
igual valer la reemplace. No es, por consiguiente, la confederación de
cierto número de moléculas lo que constituye la vida. Es casi seguro que
en un tiempo marcado desaparecen en todo cuerpo orgánico cuantas
moléculas le compusieron, y vienen á componerle otras. Un hombre, por
ejemplo, de cuarenta años, es lo probable que no tenga en su organismo
ni un solo átomo de la materia que tuvo á los diez años, á los quince ó
á los veinte. Este hombre, sin embargo, sigue siendo el mismo y tiene la
conciencia de que sigue siendo el mismo; guarda en la memoria los
sucesos de su vida y lo que ha estudiado y aprendido. Si es buena
persona, ha progresado en ciencia y en virtud; y como muestra aún la
fisonomía y traza de antes, aunque un poco deteriorada ó alterada,
porque los años no pasan en balde, todo el mundo le reconoce y le da el
nombre que le dió cuando muchacho, y persiste en creer que es el mismo
sujeto, cuando le ve en calles y plazas, tertulias y reuniones. ¿Qué es,
pues, lo que persiste en este señor para que siga siendo siempre él y no
otro? Usted dirá que persiste la forma, pero la forma no tiene nada de
sustantivo: es un adjetivo, es una calidad que cae sobre la sustancia.
Luego si la sustancia varía y la forma persiste, por fuerza hemos de
conceder un principio informante que va amoldando y sujetando á
determinada forma la sustancia que llama á sí para constituir un
organismo.
Claro está que, según el sistema de Ud., el cuerpo fluido es quien tiene
esta habilidad y hace esta operación en el cuerpo sólido. Pero con el
cuerpo fluido, con toda combinación, por tenue y etérea que sea, ha de
ocurrir idéntica dificultad. Un cuerpo fluido, una sombra, una
aglomeración orgánica de las más alambicadas chispas de éter, tendrá
también pérdidas sensibles é insensibles, sudará á su modo, se
alimentará de purísimos efluvios y de refinadísimos aromas, y en suma
hará también sus digestiones y sus secreciones, de suerte que al cabo de
cierto tiempo ocurrirá al cuerpo fluido orgánico lo que al sólido: ni un
solo átomo tendrá ya de los que antes tenía, si bien persistirán su
individualidad y su forma. Luego, no ya la inmortalidad, sino la
duración y la persistencia, no residen en la cohesión ó agrupamiento de
las moléculas, sino en una virtud plasmante ó informante, la cual atrae
y colecciona los átomos, concertándolos para fines prescritos y
prefijadas operaciones. Y como esta virtud es calidad, y no sustancia,
menester es que supongamos sustancia en que resida y que sea sujeto de
este atributo.
Y como si esta sustancia fuese corporal ó extensa, volveríamos á las
andadas, y meteríamos en el cuerpo fluido otro más fluido y más sutil, y
así hasta lo infinito, ha sido menester poner, como hipótesis para
explicar esto, una sustancia incorpórea ó sin extensión, á la cual hemos
llamado _archea_, _entelechia_, alma ó espíritu, sustancia, en suma, que
ha tenido mil nombres y de cuya esencia convengo en que no se sabe nada;
pero como de la esencia de la materia no se sabe más, me parece que por
este lado espíritu y materia quedan iguales y nada tienen que echarse en
cara en cuanto al concepto oscurísimo que de ambos formamos. Por lo
cual, si hemos de negar el espíritu porque no sabemos lo que es, bien
podemos con el mismo fundamento negar la materia; y ya Ud. sabe que casi
ó sin casi la negaba Berkeley. Hasta se puede ir más allá y asegurar que
procedemos menos de ligero afirmando la existencia del espíritu, que
afirmando la existencia de la materia, porque la percepción del espíritu
es inmediata y la de la materia no.
Para percibir la materia necesita uno de ojos, de oídos ó de otro
sentido; y si no los tiene muy agudos, de lentes ó de trompetillas
acústicas; y si la materia es muy menuda, de microscopios; y si está muy
distante, de catalejos; mientras que para percibirse uno á sí mismo, no
tiene más que pensar y no necesita más medio ni más instrumento que el
pensamiento mismo.
De todo lo cual se infiere, y tengo que decirlo con la franqueza que me
es propia, que sus cuerpos fluidos de Ud. no explican nada como no les
prestemos alma inmortal que los informe y habilite. Hecho este préstamo,
su sistema de Ud. me agrada. Estamos de acuerdo, y hasta estamos de
acuerdo también con Allan Kardec y los espiritistas. Y si no reparamos
en pelillos, ni entramos en menudencias, y damos á nuestros asertos una
interpretación amplísima, generosa y conciliante, hasta estamos de
acuerdo con todo buen cristiano, que cree en la inmortalidad del alma
espiritual y en el cuerpo glorioso informado por ella.
Lástima es que no acepte Ud. también para todo el universo, que es
unidad á par que conjunto de cosas varias, cierta fuerza unitiva é
inteligente que lo ordene, enlace y una todo; algo, en suma, que se
parezca al Dios en que nosotros creemos; pero Ud. se muestra enojadísimo
contra Dios y le suprime, lo cual me apesadumbra de veras.
Y es lo más extraño que en el proceder de usted hay una inconsecuencia
capital que salta á la vista. Tal vez el motivo más fundamental que
tiene Ud. para suprimir á Dios es la existencia del mal moral y físico,
que, siendo Dios todopoderoso, inteligente y bueno, no consentiría.
Pero, como en seguida se pone Ud. á cavilar, á trabajar y á arreglar el
mundo, y resulta que todo está á pedir de boca, y que no podemos
quejarnos, no comprendo cómo no vuelve Ud. á Dios el crédito que ha
querido quitarle, y ya que lo halla todo tan bien y tan enderezado á
nuestro progreso físico, intelectual y moral, no vuelve á dar á Dios la
gobernación de todas las cosas, y aun á celebrar en su honor una función
eucarística y de desagravios.
La verdad es que acerca de todo eso, así como acerca de cuanto en su
sistema de Ud. tiene que ver con la moral y con las ciencias sociales y
políticas, hay muchísimo que decir todavía, y más importante que lo
dicho hasta ahora; pero yo estoy cansado de escribir sobre tan arduas
cuestiones, y Ud., y el público, á quien comunico las cartas que á Ud.
escribo, recelo yo que estén cansados de estas filosofías que voy
enjaretando. Dejémoslas, pues, al menos por ahora, y ya veremos si más
adelante vuelvo á escribir á usted sobre su libro con más serenidad y
reposo. Entre tanto, aunque disto mucho de haber expuesto aquí toda la
doctrina que el libro contiene, y de haberla juzgado, ya creo que doy
alguna idea, así de la doctrina como de lo que pienso acerca de ella.
Sólo añadiré hoy cierta alabanza, que lo es para un escéptico como yo,
aunque para usted no lo sea. Su libro de Ud. no convence, pero
entretiene. Luce Ud. en él su brillante imaginación, y llena no pocas de
sus páginas de elocuentísimas frases. Ya esto es mucho, y yo le doy por
ello mi más cumplida y cordial enhorabuena.


POESÍA ARGENTINA

_26 de Marzo de 1888._
Á D. RAFAEL OBLIGADO
I
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