Cartas americanas. Primera serie - 13

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¿Por qué ha de ser esto falso? ¿Por qué no ha de haber sátiros, faunos y
ninfas? La cortesana anhela ver un sátiro vivo: el poeta, una ninfa. La
aparición de la ninfa desnuda al poeta, en el parque de la quinta, á la
mañana siguiente, en la umbría apartada y silenciosa, entre los blancos
cisnes del estanque, está pintada con tal arte que parece verdad.
La ninfa huye y queda burlado el poeta; pero en el almuerzo, dice luego
la cortesana:
--«El poeta ha visto ninfas.»
«Todos la contemplaron asombrados, y ella me miraba como una gata y se
reía, se reía, como una chicuela á quien se le hiciesen cosquillas.»
_El velo de la reina Mab_ es precioso. Empieza así:
«La reina Mab, en su carro hecho de una sola perla, tirado por cuatro
coleópteros de petos dorados y alas de pedrería, caminando sobre un rayo
de sol, se coló un día por la ventana de una buhardilla, donde estaban
cuatro hombres flacos, barbudos é impertinentes, lamentándose como unos
desdichados.»
Eran un pintor, un escultor, un músico y un poeta. Cada cual hace su
lastimoso discurso, exponiendo aspiraciones y desengaños. Todos terminan
en la desesperación.
«Entonces la reina Mab, del fondo de su carro, hecho de una sola perla,
tomó un velo azul, casi impalpable, como formado de suspiros ó de
miradas de ángeles rubios y pensativos. Y aquel velo era el velo de los
sueños, de los dulces sueños que hacen ver la vida de color de rosa. Y
con él envolvió á los cuatro hombres flacos, barbudos é impertinentes.
Los cuales cesaron de estar tristes, porque penetró en su pecho la
esperanza, y en su cabeza el sol alegre, con el diablillo de la vanidad,
que consuela en sus profundas decepciones á los pobres artistas.»
Hay en el libro otros varios cuentos, delicados y graciosos, donde se
notan las mismas calidades. Todos estos cuentos parecen escritos en
París.
Voy á terminar hablando de los dos más transcendentales: _El rubí y La
canción del oro_.
El químico Fremy ha descubierto, ó se jacta de haber descubierto, la
manera de hacer rubíes. Uno de los gnomos roba uno de estos rubíes
artificiales del medallón que pende del cuello de cierta cortesana, y le
lleva á la extensa y profunda caverna donde los gnomos se reunen en
conciliábulo. Las fuerzas vivas y creadoras de la naturaleza, la
infatigable inexhausta fecundidad de la alma tierra están simbolizadas
en aquellos activos y poderosos enanillos que se burlan del sabio y
demuestran la falsedad de su obra. «La piedra es falsa, dicen todos:
obra de hombre ó de sabio, que es peor.»
Luego cuenta el gnomo más viejo la creación del verdadero primer rubí.
Es un hermoso _mito_, que redunda en alabanza de Amor y de la madre
Tierra, «de cuyo vientre moreno brota la savia de los troncos robustos,
y el oro y el agua diamantina y la casta flor de lis: lo puro, lo
fuerte, lo infalsificable». Y los gnomos tejen una danza frenética y
celebran una orgía sagrada, ensalzando á la mujer, de quien suelen
enamorarse, porque es espíritu y carne: toda Amor.
_La canción del oro_ sería el mejor de los cuentos de Ud. si fuera
cuento, y sería el más elocuente de todos si no se emplease en él
demasiado una _ficelle_, de que se usa y de que se abusa muchísimo en el
día.
En la calle de los palacios, donde todo es esplendor y opulencia, donde
se ven llegar á sus moradas, de vuelta de festines y bailes, á las
hermosas mujeres y á los hombres ricos, hay un mendigo extraño,
hambriento, tiritando de frío, mal cubierto de harapos. Este mendigo
tira un mordisco á un pequeño mendrugo de pan bazo: se inspira y canta
la canción del oro.
Todo el sarcasmo, todo el furor, toda la codicia, todo el amor
desdeñado, todos los amargos celos, toda la envidia que el oro engendra
en los corazones de los hambrientos, de los menesterosos y de los
descamisados y perdidos, están expresados en aquel himno en prosa.
Por esto afirmo que sería admirable la canción del oro si se viese menos
la _ficelle_: el método ó traza de la composición, que tanto siguen
ahora los prosistas, los poetas y los oradores.
El método es crear algo por superposición ó aglutinación, y no por
organismo.
El símil es la base de este método. Sencillo es no mentar nada sin
símil: todo es como algo. Luego se ha visto que salen de esta manera
muchísimos _comos_, y en vez de los _comos_ se han empleado los _eses_ y
las _esas_. Ejemplo: la tierra, esa madre fecunda de todos los
vivientes; el aire, ese manto azul que envuelve el seno de la tierra, y
cuyos flecos son las nubes; el cielo, ese campo sin límites por donde
giran las estrellas, etc. De este modo es fácil llenar mucho papel. A
veces los _eses_ y las _esas_ se suprimen, aunque es menos enfático y
menos francés, y sólo se dice: el pájaro, flor del aire; la luna,
lámpara nocturna, hostia que se eleva en el templo del espacio,
etcétera.
Y, por último, para dar al discurso más animación y movimiento, se ha
discurrido hacer enumeración de todo aquello que se semeja en algo al
objeto de que queremos hablar. Y terminada la enumeración, ó cansado ya
el autor de enumerar, pues no hay otra razón para que termine, dice: eso
soy yo: eso es la poesía: eso es la crítica: eso es la mujer, etc. Puede
también el autor, para prestar mayor variedad y complicación á su obra,
decir lo que no es el objeto que describe antes de decir lo que es. Y
puede decir lo que no es como quien pregunta. Fórmula: ¿Será esto, será
aquello, será lo de más allá? No; no es nada de eso. Luego..... la
retahila de cosas que se ocurran. Y por remate. Eso es.
Este género de retórica es natural, y todos le empleamos. No se critica
aquí el uso, sino el abuso. En el abuso hay algo parecido al juego
infantil de apurar una letra. «Ha venido un barco cargado de.....» Y se
va diciendo (si v. gr. la letra es b) de baños, de buzos, de bolos, de
berros, de bromas.....
Las composiciones escritas según este método retórico tienen la ventaja
de que se pueden acortar y alargar _ad libitum_, y de que se pueden leer
al revés lo mismo que al derecho, sin que apenas varíe el sentido.
En mis peregrinaciones por países extranjeros, y harto lejos de aquí,
conocí yo y traté á una señora muy entendida, cuyo marido era poeta; y
ella había descubierto en los versos de su marido que todos se leían y
hacían sentido empezando por el último verso y acabando por el primero.
Querían decir algunos maldicientes que ella había hecho el
descubrimiento para burlarse de los versos de la cosecha de casa; pero
yo siempre tuve por seguro que ella, cegada por el amor conyugal, ponía
en este sentido indestructible, léanse las composiciones como quiera que
se lean, un primor raro que realzaba el mérito de ellas.
Me ha corroborado en esta opinión un reciente escrito de D. Adolfo de
Castro, quien descubre y aplaude en algunos versos de Santa Teresa, casi
como don celeste ó gracia divina, esa prenda de que se lean al revés y
al derecho, resultando idéntico sentido.
La verdad del caso, considerado y ponderado todo con imparcial
circunspección, es que tal modo retórico es ridículo cuando se toma por
muletilla, ó sirve de pauta para escribir; pero si es espontáneo, está
muy bien: es el lenguaje propio de la pasión.
Figurémonos á una madre, joven, linda y apasionada, con un niño rubito y
gordito y sonrosado de dos años que está en sus brazos. Mientras ella le
brinca y él le sonríe, ella le dará natural y sencillamente
interminable lista de nombres de objetos, algunos de ellos disparatados.
Le llamará angel, diablillo, mono, gatito, chuchumeco, corazón, alma,
vida, hechizo, regalo, rey, príncipe, y mil cosas más. Y todo estará
bien, y nos parecerá encantador, sea el que sea el orden en que se
ponga. Pues lo mismo puede ser toda composición, en prosa ó verso, por
el estilo, con tal de que no sea buscado ni frecuente este modo de
componer.
El modelo más egregio del género, el ejemplar arquetipo, es la letanía.
La Virgen es puerta del cielo, estrella de la mañana, torre de David,
Arca de la Alianza, casa de oro, y mil cosas más, en el orden que se nos
antoje decirlas.
La canción del oro es así: es una letanía, sólo que es infernal en vez
de ser célica. Es por el gusto de la letanía que Baudelaire compuso al
demonio; pero, conviniendo ya en que la canción del oro es letanía, y
letanía infernal, yo me complazco en sostener que es de las más
poéticas, ricas y enérgicas que he leído. Aquello es un diluvio de
imágenes, un desfilar tumultuoso de cuanto hay, para que encomie el oro
y predique sus excelencias.
Citar algo es destruir el efecto que está en la abundancia de cosas que
en desorden se citan y acuden á cantar el oro, «misterioso y callado en
las entrañas de la tierra, y bullicioso cuando brota á pleno sol y á
toda vida; sonante como coro de tímpanos, feto de astros, residuo de
luz, encarnación de éter: hecho sol, se enamora de la noche, y, al darle
el último beso, riega su túnica con estrellas como con gran muchedumbre
de libras esterlinas. Despreciado por Jerónimo, arrojado por Antonio,
vilipendiado por Macario, humillado por Hilarión, es carne de ídolo,
dios becerro, tela de que Fidias hace el traje de Minerva. De él son las
cuerdas de la lira, las cabelleras de las más tiernas amadas, los granos
de la espiga, y el peplo que al levantarse viste la olímpica aurora».
Me había propuesto no citar nada, y he citado algo, aunque poco. La
composición es una letanía inorgánica, y, sin embargo, ni la ironía, ni
el amor y el odio, ni el deseo y el desprecio simultáneos, que el oro
inspira al poeta en la inopia (achaque crónico y epidémico de los
poetas), resaltan bien sino de la plenitud de cosas que dice del oro, y
que se suprimen aquí por amor á la brevedad.
En resolución, su librito de Ud., titulado _Azul_...., nos revela en Ud.
á un prosista y á un poeta de talento.
Con el _galicismo mental_ de Ud. no he sido sólo indulgente, sino que
hasta le he aplaudido por lo perfecto. Con todo, yo aplaudiría muchísimo
más, si con esa ilustración francesa que en usted hay se combinase la
inglesa, la alemana, la italiana, y ¿por qué no la española también? Al
cabo, el árbol de nuestra ciencia no ha envejecido tanto que aun no
pueda prestar jugo, ni sus ramas son tan cortas ni están tan secas que
no puedan retoñar como mugrones del otro lado del Atlántico. De todos
modos, con la superior riqueza y con la mayor variedad de elementos,
saldría de su cerebro de Ud. algo menos exclusivo y con más altos, puros
y serenos ideales: algo más _azul_ que el azul de su libro de usted:
algo que tirase menos á lo _verde_ y á lo _negro_. Y por cima de todo,
se mostrarían más claras y más marcadas la originalidad de Ud. y su
individualidad de escritor.


EL TEATRO EN CHILE

_5 de Noviembre de 1888._
Á D. ANTONIO ALCALÁ GALIANO Y MIRANDA
I
Querido primo: Sin terminar han quedado las cartas que empecé á
escribirte sobre la vida de D. José Joaquín de Mora, escrita por D.
Miguel Luis Amunátegui. Yo no desisto, sin embargo, de terminar y
completar lo que deseo decir sobre Mora. Entre tanto me has enviado otro
libro, obra también póstuma de Amunátegui, cuyo interés más general me
atrae. Voy, pues, dejando para más tarde el continuar hablando de Mora,
á hablar hoy sobre el nuevo libro. Su modestísimo título no da idea de
su grande importancia. Se titula _Las primeras representaciones
dramáticas en Chile_; pero es, en realidad, una historia completa de la
literatura y del arte dramáticos en aquel país, desde los primeros
tiempos, después del descubrimiento y la conquista, hasta el día de hoy.
Dice el mismo Amunátegui: «Chile es un fragmento de España transportado
al Pacífico por ese aluvión llamado la conquista de América.»
La historia literaria de Chile forma, pues, parte de nuestra historia
literaria.
El libro de Amunátegui, además, no es de mera literatura: está lleno de
anécdotas, pinta las costumbres, la cultura, las diversiones públicas,
la vida de los chilenos, y por todo esto debe interesarnos doblemente.
Si yo no logro que interese, extractando aquí algo de su contenido,
culpa será de lo desmañado del extracto, y tal vez asimismo de la
profunda humildad que abate en el día el espíritu de los españoles,
sobre todo de los españoles más _elegantes_.
Se les ha metido en la cabeza que en España todo es malo ahora. De donde
nace la sospecha de que todo fué malo en las edades pasadas. Nada es
bueno sino lo de París. Y entre todas las cosas buenas en París y malas
en España, nada es allí mejor y aquí peor que el teatro: actores y
autores.
Y si actores y autores son malos en España, no es de presumir que en
Chile, prolongación de España en esto de literatura y de arte, sean
buenos tampoco.
Aunque sea empezar por lo secundario, voy á empezar hablando de los
actores.
Estos españoles _elegantes_, á que he aludido y que todo lo censuran,
rara vez se dignan escribir para el público; pero sus opiniones
desdeñosas se propagan en las tertulias, y en un país como el nuestro,
donde se lee poquísimo y donde se habla mucho, y se oye más que se lee,
las murmuraciones de viva voz tienen acaso más eco que lo que nosotros,
los que escribimos para el público, ponemos en letras de molde.
Además, los que escribimos para el público, á fuerza de hipérboles
encomiásticas, hemos perdido crédito y autoridad, y se nos hace menos
caso que á la lluvia quien oye llover. Y, sin embargo, ya es difícil
dejar de ser magníficos en el encomio. Cuando queremos ser razonables,
ofendemos á los encomiados. Llamar distinguido á un literato equivale
hoy á llamarle adocenado ó de tres al cuarto, y llamar simpática á una
señora equivale á llamarla fea y tonta.
Para remediar tanto mal importa restablecer el primitivo sentido de los
vocablos, y que toda alabanza valga lo que debe valer. Importa asimismo
no disimular los defectos, y aun reconocer algunos de los fundamentos y
razones en que se apoyan los que denigran.
Convengamos en que los actores de París son excelentes; pero convengamos
también en que muchas de sus excelencias nacen de que son ellos de
París; y como los de Madrid no son de París, es equitativo perdonarles
la falta de esas excelencias que en ser de París estriban.
En España, dicen, y acaso con razón, no hay actores para eso que llaman,
creo, la alta comedia, en que figuran personajes de la _high life_;
pero, por desgracia, todo es exótico en esta _high life_. ¿Cómo ha de
aprenderlo é imitarlo el actor ó la actriz que no ha salido de España?
¿Dónde están los amartelados lores ingleses, los ricos americanos, los
rusos tiernos y muníficos, que adiestren con su trato á nuestras
actrices en todos los primores del buen tono, y que les abran el camino
de las joyerías y de los talleres de los _modistos_ inspirados y
costosos? La actriz española, hablo en general, sólo conoce todo esto de
oídas. No lo ha _vivido_. Tal vez la actriz española, al pasar de su
casa á las tablas, pasa del mundo real á un mundo fantástico, mientras
la actriz francesa sigue en su elemento.
Otro defecto de que son acusadas nuestras actrices es más verdadero aún
y tiene menos excusa: el del continuo lloriqueo ó gimoteo, del sollozo
incesante, de lo que, con voz familiar, se llama _hipido_. Depende esto
de gran fuerza de imaginación y de cierta _presciencia_ estética.
Figurémonos un drama en cinco actos. Durante los cuatro primeros, la
heroína es dichosa en amores, en bienes de fortuna, en todo; pero en el
último ocurre la catástrofe, y tiene la heroína que arrojarse por un
tajo, ó que morir envenenada, ó que parar en las Recogidas ó en el
manicomio.
Como en la realidad la heroína no hubiera presentido ni sabido nada de
lo que le iba á suceder, lo natural es que hubiese estado más alegre que
unas castañuelas durante los cuatro primeros actos; pero, en la ficción,
como la actriz ha leído el drama, y sabe en qué va á parar todo aquello,
lo llora sin poderlo remediar, y lo lamenta mucho desde el principio. De
esto es menester corregirse, olvidando el actor y la actriz, al salir á
la escena, el tremendo fin que les aguarda.
Otro defecto tienen, por lo común, nuestros actores, contra el cual se
pone el grito en el cielo: cantan los versos demasiado, y se
entusiasman tanto cantándolos, que, según aseguran los detractores,
parecen energúmenos, y rompen ó descomponen los tímpanos del auditorio.
Además, como no hay garganta, aunque sea de bronce, que resista á tan
desaforados aullidos, el ó la que los da se enronquece, y se diría que
va á ahogarse, fatigándose con la carraspera é infundiendo en el público
el cansancio y el dolor que se apoderan de los órganos respiratorios.
Unese á este disgusto el de la monotonía, porque la música ó melopeya
con que el actor ó la actriz canta los versos es siempre la misma, y hay
quien supone que no se puede aguantar al cabo de un rato.
Muchas de estas observaciones son justas, y no he de negar yo que
conviene corregirse de los defectos que delatan.
Con lo que no me conformo es con que los actores franceses no tengan
semejantes defectos y aun peores. También ellos gastan tonillo para
recitar los versos, tonillo mil veces más inaguantable por lo monótono.
¿Cómo comparar el martilleo de los alejandrinos pareados, en una lengua
sin prosodia, con la variedad de acentos y cesuras que hay en el
endecasílabo español, por ejemplo? Si no fuera porque todo lo de París
nos hechiza, ¿qué oídos españoles habrían de sufrir un drama francés,
todo en verso? Por fortuna, se dice, los dramas franceses están hoy casi
siempre en prosa; contra lo cual nada he de decir, á fin de no entrar en
la cuestión de si debe á no desecharse el verso, porque en francés sea
cansado, sobre todo á la larga. Pero añaden algunos, y yo me pasmo de
oírlo, que no importa que haya verso, con tal de que suene como prosa y
parezca prosa cuando se recita. La verdad, no entiendo qué propósito ha
de tener una dificultad vencida, si no ha de nacer de ella efecto
sensible; si al espectador inocente y profano se le podrá decir al salir
del teatro: Pues mire Ud., eso que ha oído, y que le ha parecido prosa
tan natural y tan llana, es verso todo.
Lo que sí confieso es que los actores franceses no chillan ni se
desgañitan como los nuestros: economizan más el resuello y el empuje de
los pulmones; pero en cambio tienen el _subrayado_ ó la _letra
bastardilla_, que, lo que es á mí, me encocora mucho más. Un actor ó una
actriz de Francia, de pretensiones y de fuste, no se contenta con
aprender bien su papel y declamarle con el sentido, y con el accionar,
el gesto y la expresión convenientes, realzando así su papel y
completándole. No, señor; ha de _crear el papel_. Y por culpa de la
perversa y soberbia aspiración que denota la frase, tan contraria á la
piadosa sentencia de Quevedo, de que el crear es un oficio
Que sólo le sabe Dios
Con su poder infinito,
apenas queda palabra del papel que el actor no _subraye_, procurando
poner en ella ideas y sentimientos que no se le ocurrieron al poeta al
escribir la obra. Yo había entendido siempre que el verdadero productor
ó inventor de los personajes de un drama es el poeta que le escribe; y
que el actor lo que hace es interpretar fiel y hábilmente la invención
ó producción del poeta, presentándola de bulto, viva y animada. Hacer
esto bien es grande arte y muy rara y laudable habilidad; pero en lo de
_crear el papel_, ó hay _filfa_, ó se da ocasión á la más monstruosa
discordancia. Si el actor recita y acciona interpretando bien la mente
del poeta, hará algo de sublime, de estupendo, de todo lo que se quiera,
pero no creará el papel; y si para crearle va torciendo las palabras que
repite de memoria, dándoles distinto valer y significado á fuerza de
_subrayar_, ó también con los adornos mímicos que les pone, tal vez
resultará que el personaje así representado sea fenómeno inaudito, caso
teratológico, ser doble: uno, según el sencillo valor gramatical de lo
que dice; y otro, según las _sublíneas_ del actor y sus ademanes y
muecas.
Infiero yo de esta larga digresión, ó mejor diré preámbulo, que todo el
mundo es Popayán, que no es oro todo lo que reluce, y que, tanto aquí
como en París, el arte es difícil, los aciertos son raros, lo malo
abunda y lo bueno escasea.
Sobre los autores, ó sea sobre la literatura dramática de España, diré
menos aún. Me parece tan evidente mi propia opinión y tan infundada la
contraria, que ésta no merece que se refute.
No son muchas las naciones del mundo que han tenido ó tienen un gran
teatro; y entre estas naciones figuran como las primeras, Grecia en lo
antiguo, y en las modernas edades España é Inglaterra. Concedamos que
Francia tiene también un gran teatro, pero no le sobrepongamos al
nuestro. No se ha agotado el filón de la dramática española. Todavía
podemos contraponer los dramas de Echegaray á los de Sardou, y los
sainetes de Ricardo Vega y de otros á los más chistosos _vaudevilles_.
Con este concepto elevado de nuestro teatro ya se puede prestar atención
y mirar sin desdén al teatro de Chile, que es retoño del nuestro.
Como el Sr. Amunátegui cree también que es retoño del teatro español el
teatro chileno, lejos de deprimir, ensalza el árbol de que ha brotado el
retoño, y celebra su hermosura, fecundidad, constante florecimiento y
lozanía. Para él, Lope y Calderón, «gigantes de inmensa fama, han legado
á la posteridad obras maestras, cuya excelencia se ha proclamado por la
humanidad entera sin protesta ni discrepancia alguna. Tirso de Molina,
Alarcón, Moreto y otros, son capitanes capaces de igualar y aun de
superar á sus jefes, en tal cual ocasión». «Esta savia poderosa, añade,
no se ha agotado con el transcurso del tiempo.» Y luego celebra á
Martínez de la Rosa, á Bretón, al duque de Rivas, á López de Ayala, á
Gil y Zárate, á García Gutiérrez, á Hartzenbusch y á Zorrilla. De Tamayo
dice que «ha compuesto dramas que han dado la vuelta al mundo, que han
sido traducidos en todo idioma y que han sido representados en todo
país». Y en elogio de Echegaray, le llama «obrero poderoso del arte,
que, en medio de demasiados horrores y de muchas inverosimilitudes,
concibe escenas magníficas y pensamientos espléndidos, sin perjuicio de
haber dado á luz dos obras muy notables: _Locura ó santidad_ y _El gran
Galeoto_».
Proclamando así el Sr. Amunátegui la fecunda y perenne vida del teatro
español, lo que extraña y deplora es que aun sea tan pobre el chileno.
«¿Cuál es la razón, exclama, de que nosotros no hayamos sido movidos por
igual impulso? ¿De qué depende que andemos rezagados en ese camino, á
cuyo término se divisa la gloria?»
En mi sentir, es obvia la razón de este atraso. El teatro llega después
de otros géneros poéticos: en la plena madurez de la literatura
nacional; y Chile, como nación independiente, cuenta pocos años de vida.
No debe inferirse, por lo tanto, que la literatura chilena no será rica
en obras dramáticas porque ya no lo ha sido.
El conocimiento de lo que Chile ha hecho hasta ahora, aunque sea poco,
es interesante, y voy á dar de ello una idea, recorriendo á largos pasos
el extenso campo que el Sr. Amunátegui recorre.
Apenas había pasado un siglo desde el descubrimiento y la conquista, á
mediados del XVII, ya en Chile se representaban comedias. No había
teatros, y las representaciones se hacían en los cementerios, en las
fiestas religiosas y en los conventos de monjas y frailes. Claro está
que tales comedias se procuraba que fuesen _á lo divino_: de vidas de
santos y de otros asuntos devotos.
El obispo de Santiago era á la sazón, por los años de 1657, un varón
piadosísimo, aunque tolerante y alegre, de aquella santa alegría que se
regula por la eutropelia cristiana. D. Fray Gaspar de Villarroel gustaba
muchísimo de las comedias, y hacía sabia y elocuentemente su defensa.
Para ello se valía de un medio ingenioso. Suponía que los padres y
doctores de la Iglesia han anatematizado el teatro, porque en lo antiguo
eran los dramas tan lascivos, tan deshonestos y tan indecentemente
representados, «que fué menester que los santos armasen contra ellos
todas sus plumas». Pero, en los días del señor obispo, los dramas nada
tenían ya de pecaminosos, y, por lo tanto, no había para qué
prohibirlos.
Aducía el señor obispo como prueba que Lope escribió comedias á pesar de
haber vivido tan reformado en sus postreros años, ordenádose de
sacerdote y dado á Dios lo asentado y sesudo de su edad. El señor obispo
no podía haber leído el curioso libro del Sr. Asenjo Barbieri sobre los
_últimos amores_ del gran poeta; pues si no, ya hubiera visto con dolor
adónde fueron á parar el _asiento_ y el _seso_ de que habla. Pero de
todos modos, el razonamiento de D. Fray Gaspar de Villarroel era
irrefutable: Lope hizo comedias á vista del arzobispo de Toledo, del
nuncio de Su Santidad y del Consejo Supremo de Castilla, y no es de
suponer que personas tan santas lo hubieran sufrido si las comedias
fuesen pecado. Otro argumento más poderoso aún añade el señor obispo:
«Nuestros católicos reyes--dice--tienen en su salón comedias cada
martes.» _Ergo_ ni el componer, ni el representar, ni el oir comedias es
pecado. «Unos amores, honestamente referidos, concluye su señoría
ilustrísima, no inducen á pecar juicios cuerdos.»
Sin embargo, el señor obispo, con cierta apariencia de contradicción,
gustando mucho de las comedias, aborrecía á los farsantes, y los llamaba
_canalla_ y _gente perdida_. No podía elogiarlos, aunque quisiese, y él
mismo cuenta que, en sus mocedades, hallándose en Madrid, predicó en la
iglesia de San Sebastián un sermón, en una función que los farsantes
costeaban, y que los trató tan mal, que los curas de la parroquia le
dieron por baldado para su púlpito y los de la cofradía estuvieron á
punto de apedrearle.
Esta ojeriza contra los comediantes inclinaba además al señor obispo á
amonestar á los padres y á los maridos para que no llevasen al teatro á
sus hijas y mujeres: por donde el espectáculo debía ser para hombres
solos. Las mujeres se exponían mucho oyendo comedias. En apoyo de esto,
contaba el señor obispo un caso ocurrido, á lo que parece, en Lima, y en
que él había intervenido: «Una miserable tragedia de cierta doncella
principalísima. Crióse sin madre, y colgó su padre en ella grandes
esperanzas. Tenía cien mil ducados que darle en dote. Fué á una comedia
y aficionóse á un farsante. Desatóse el listón de una jervilla, y
enviósele con su criada. Y díjole de parte de su señora que en la
primera comedia que representara se le pusiera en la gorra. Estimó el
favor de la dama, pero temió por su vida. Perseguíale ella. Pidióme
consejo: di el que debía; pero vencieron la codicia y la hermosura.»
Hazte cargo de lo que sucedería siendo joven y guapo el farsante, y la
doncella tan determinada y fogosa que le envió de buenas á primeras la
cinta de sus zapatos ó botines.
De todos modos, yo hallo cruel que el obispo Villarroel condenase á las
mujeres á no oir comedias porque oyéndolas había pecado una; pero aun
así, Villarroel fué el menos severo de los obispos. Otro hubo, D. Manuel
de Aldai, cuya rigidez impidió que se fundase en Chile teatro
permanente, en el año de 1778. El Sr. Aldai afirmaba que, según la
mayoría de los teólogos, era pecado mortal el asistir á las comedias.
Con tan firme oposición, y en una colonia sumisa y obediente á la tutela
de la autoridad eclesiástica, no era posible que el teatro floreciese.
Aun así, hubo varias representaciones, con ocasión de grandes fiestas y
solemnidades, señalándose entre todas las que tuvieron lugar en 1693
para celebrar el casamiento del nuevo presidente D. Tomás Marín de
Poveda con la señorita peruana D.ª Juana Urdánegui, hija del marqués de
Villa Fuerte. En esta ocasión se dió en Chile el primer drama escrito
allí, titulado _El Hércules chileno_.
Con todo, la oposición, según hemos dicho, de la autoridad eclesiástica,
que hasta por motivos económicos prohibía las representaciones, á fin de
evitar gastos de trajes y galas, en un país entonces pobre, no permitió
que la afición al teatro creciera y diera fruto. Las representaciones
dramáticas siguieron haciéndose muy de tarde en tarde y con lamentable
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