Cartas americanas. Primera serie - 15

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representándose dramas inmorales é impíos.
En 1841 había en Santiago una actriz limeña, idolatrada del público, y
que era una revolución andando. Se llamaba Toribia Miranda. Amunátegui
la pone por las nubes, y es tal su entusiasmo, que hace recelar que él,
allá en su mocedad, fué uno de los muchos admiradores de la Toribia:
«Tenía, dice, un instinto artístico admirable. Se introducía
maravillosamente bajo la piel de la heroina á quien caracterizaba, y
procedía como tal. Sentía lo que hablaba y lo que accionaba. La pasión
palpitaba en sus labios. El llanto corría por sus mejillas. La belleza
de que estaba adornada, contribuía poderosamente á la influencia y
fascinación que ejercía en el auditorio. Tenía la tez pálida; los ojos
negros, rasgados, incendiarios; el cuerpo contorneado y voluptuoso; los
pies pequeños, y ese donaire que es la sal de su suelo nativo. Los mozos
se inflamaban con sus miradas. Los viejos perdían el seso con ellas. Los
sujetos más graves y doctos le componían sonetos y decían en prosa:
«Esta mujer tiene en su cuerpo todo el fuego de su patria.»
Tal era la actriz destinada á trasplantar en Chile el romanticismo
vehemente, á pesar de las quejas del arzobispo y del escándalo de los
timoratos.
La más tremenda batalla que se riñó en esta guerra fué en la
representación de _Angelo, tirano de Padua_, de Víctor Hugo. El drama
fué frenéticamente aplaudido, y no fué menos frenética la protesta que
se levantó entre los devotos, censurando duramente que la cortesana
brillase con mengua de la legítima esposa; que el amor impuro se
albergase en el corazón de todos los personajes, y que la mujer casada
muriese para el marido y viviese para el amante. El drama fué calificado
de inmoral en grado sumo por muy respetable porción de la sociedad.
El gobierno tuvo al fin que ceder á las quejas del arzobispo y dirigir
severa amonestación al censor de teatros, que lo era D. Andrés Bello.
Los dramas románticos siguieron, no obstante, representándose, pero
mutilados ó desfigurados por la censura.
_El paje_, de García Gutiérrez, se representó con no pocas de estas
mutilaciones ó cambios.
A veces se cambiaban, no sólo frases, sino los desenlaces, á fin de que
no fuesen tan tétricos.
En el drama _Los hijos de Eduardo_, de Delavigne, traducción de Bretón
de los Herreros, aquellos interesantes niños lograban escapar de la
Torre de Londres, á despecho de la historia.
Poco á poco fué haciéndose en Chile menos asustadizo el público. La
censura acabó por consunción; pero hasta más de mediado el siglo
presente se opusieron en Chile á las libertades del teatro un ardiente
espíritu religioso y lo que llama Amunátegui _la excesiva gazmoñería en
materia de amor_.
El romanticismo tuvo en Chile un eco prodigioso. Los románticos se
diferenciaban de los demás hombres hasta en el vestido. Los cuatro
poetas de quienes más se admiraban, procurando imitarlos, eran Víctor
Hugo, Dumas, Espronceda y Zorrilla. Venía después D. Nicomedes Pastor
Díaz, cuya _Mariposa negra_ se sabía la juventud de memoria.
Los poetas chilenos, con todo, apenas escribían para el teatro más que
arreglos y traducciones.
D. Andrés Bello tradujo _Teresa_ y _Antony_, de Dumas.
D. José Victorino Lastarria arregló _El proscrito_, de Federico Soulié.
D. Santiago Urzúa tradujo _Pablo el marino_, de Dumas.
Y D. Juan García del Río, _Pizarro_, tragedia en cinco actos, de
Sheridam.
El primer drama romántico original que se representó en Chile, con éxito
muy lisonjero, fué producción de un hijo de D. Andrés Bello, llamado D.
Carlos. El drama se titulaba _Los amores del poeta_, y se representó en
1842. Era de lo más poético, exaltado y lleno de lirismo.
D. Carlos Bello, que sin duda tenía notable talento de poeta, dejó por
concluir otro drama titulado _Inés de Mantua_, cuyo principal héroe era
César Borgia. D. Carlos Bello murió muy joven, y este segundo drama se
ha perdido.
Poco después del estreno de _Los amores del poeta_ empieza á figurar en
la no larga lista de los autores dramáticos de Chile un español que,
como Mora, emigró á Chile, mal avenido con el gobierno absoluto de
Fernando VII, y contribuyó muchísimo al desenvolvimiento intelectual de
aquel país. Tuvo colegio, primero en Buenos Aires y después en Santiago,
y por él fueron educados no pocos personajes ilustres de aquellas
repúblicas.
Este español, aunque hijo de francés, había nacido en San Felipe de
Játiva, y se llamaba D. Rafael Minvielle.
Era gran matemático, á más de ser literato y poeta, y hablaba con igual
perfección el francés, idioma de su padre, y el castellano, lengua de su
madre y suya.
Minvielle vivió en Chile hasta principios del año pasado de 1887, en que
ocurrió su muerte, siendo tan lamentada cuanto encomiado él por haber
sido de los que más cooperaron, durante medio siglo, al progreso
intelectual de aquella república, como maestro, como empleado en
administración y en Hacienda, y como escritor infatigable, ya
componiendo obras originales, ya traduciendo.
Su drama _Ernesto_, representado en 1842, fué aplaudido y encomiado. En
su primera representación, la Toribia Miranda «arrancó muchas lágrimas á
las señoritas concurrentes».
Aunque Minvielle era medio francés, se consideraba tan español, que
durante la última guerra de España con Chile no quiso permanecer en
aquella república, y se fué á Buenos Aires, de donde no volvió hasta que
se ajustó la tregua, que fué la paz sin el nombre.
Aquí casi puede decirse que termina la historia de la literatura
dramática en Chile.
La mojigatería, según el Sr. Amunátegui, ha sido causa de que el teatro
chileno, como fecundo ramo del español, no haya florecido todo lo que
debiera.
Tres puntos toca el Sr. Amunátegui extensamente al terminar su libro,
que son como síntomas de que la mojigatería va á pasar y de que el
teatro va á florecer en Chile.
Estos tres puntos no son en realidad tres puntos, sino tres personas
hechas y derechas, que han venido sucesivamente á prestar atractivo casi
irresistible á las representaciones teatrales chilenas, á vencer la
repugnancia de los timoratos, y á dar fuego á la inspiración dramática
de los autores.
Fué la primera persona, en el tiempo aún del romanticismo, una gentil
bailarina de Chile, llamada Carmen Pinilla, á quien apellidaban la
Terpsícore araucana y la Sílfide de los Andes. Dicen que era el genio
alado de la _zamacueca_.
Tenía otra hermana, notable también, aunque no tanto. Cuando se las
mentaba juntas, se las designaba con el nombre de las _Petorquinas_;
pero la Carmen era la que se llevaba la palma.
Dos cosas consiguió esta Carmen: la primera suscitar aún una tremenda y
postrera lucha entre despreocupados y timoratos, horrorizados aquéllos y
entusiasmados éstos por la ágil, gallarda y hermosa bailarina, que
enviaba su retrato con el anuncio de su beneficio; «para quien vestirse
de gasa transparente era casi desnudarse, y que ostentaba su carne
juvenil á la luz de la batería escénica ante la vista de dos mil
espectadores».
El segundo triunfo fué la sumisión del baile al teatro, y la
consiguiente decadencia de las _chinganas_, visto que el baile chileno
formaba estrecha alianza con el histrionismo.
Después, ya en 1885, hay un momento solemne para el teatro de Chile.
Amunátegui se entusiasma y dice: que sus jóvenes compatriotas van á
sentir bullir en sus cabezas magníficas escenas; que un choque ligero
hará saltar la chispa eléctrica; que una frase va á revelar una vocación
ó á poner de manifiesto una aptitud; que el teatro va á florecer en
Chile, y que una semilla que el viento trae de tierras remotas va á
convertirse en árbol majestuoso ó en flor espléndida.
Todo este alegre y entusiasta vaticinio le produjo la llegada á Chile
del actor D. Rafael Calvo con una compañía dramática en que figuraban su
hermano D. Ricardo, D. Donato Jiménez y las Sras. Contreras, Revilla,
Casa y Tobar.
Fueron extraordinarios los aplausos y la simpatía que ganaron en Chile
los cómicos españoles. Amunátegui considera á la compañía como una de
las mejores y más completas que por allí habían ido, y á su director D.
Rafael Calvo le llama artista eminente.
Por último, la tercera persona cuyo advenimiento á su país celebra
Amunátegui, como despertadora también del ingenio dramático de los
chilenos, es la célebre actriz francesa Sarah Bernhardt.
Estuvo ésta en Chile en 1886 con una compañía de representantes
franceses. Las obras que representó fueron _Fedora_, _La Dama de las
camelias_, _Fedra_, _Frou-Frou_, y no sé si otras.
A estas representaciones acudió muchísima gente, á pesar de ser en un
idioma extraño que no es razonable exigir que en Chile conozca un
numeroso público, hasta el extremo de comprender todos los primores y
matices de las palabras y frases. Debe de haber, no obstante, en Chile
muchos sujetos que sepan muy bien el francés, y no pocos tan aficionados
á la literatura y arte dramáticos, que para comprender á fondo á la
actriz leerían y estudiarían el drama antes de ir á verle representado.
Lo cierto es que Sarah Bernhardt fué muy aplaudida, y perfectamente
comprendida por el público y por los críticos chilenos.
No se cumplió la profecía del elegante crítico francés Julio Lemaître,
quien, al despedir á la actriz, en el _Journal des Débats_, con la tan
acostumbrada _outrecuidance_ parisina, le dice: «Vais á exhibiros allí
ante hombres de poco arte y de poca literatura, que os estimarán mal,
que os mirarán con los mismos ojos que á un ternero de cinco patas, y
que no comprenderán vuestro talento sino porque pagarán caro el veros.»
Sin duda que en Chile pagaron caro, pero comprendieron el talento de
Sarah Bernhardt sin apelar á consideraciones crematísticas y sin
calentarse demasiado la cabeza, pues al cabo el talento de Sarah
Bernhardt no es asunto tan embrollado y sublime que requiera cursar los
_boulevares_ de París para penetrar bien en todos sus misteriosos
abismos y remontar el espíritu á todas sus sobrehumanas elevaciones.
Otro temor manifestó además Julio Lemaître, que por dicha no se ha
realizado: que Sarah Bernhardt se resabiase é inficionase para agradar á
los sudamericanos. Sarah Bernhardt ha vuelto á París sana y salva á
pesar de la tremenda prueba. Los sudamericanos se la han restituído á
Julio Lemaître artísticamente intacta y sin ningún resabio ni vicio
paladino.
Julio Lemaître, lleno con esto de gratitud, casi elogia á los
sudamericanos, allá á su manera; los llama candorosos, sensuales,
bulliciosos y buenos; les ruega que no se enojen si los _vaudevillistas_
parisienses los ponen á veces en caricatura. Y para consolarlos de que
en París los pinten grotescos, les dice: «Las pobres niñas que, entre
nosotros, viven del amor, tienen predilección hacia vosotros, porque
sois generosos, y os buscan cuando venís á París.» ¿Qué más pueden,
pues, desear los sudamericanos que ser buscados por estas _pobres
niñas_, que quieren traspasarles el epíteto de _pobres_ y quedarse sin
él?
La suave longanimidad con que responde el señor Amunátegui á las
citadas impertinencias de Julio Lemaître, las pone más de realce y las
hace más ridículas.
En resolución, el libro del Sr. Amunátegui, á más de ser muy ameno y de
demostrar, como todos los suyos, gran discreción, mucha diligencia para
allegar datos, y alta y serena imparcialidad en los juicios, nos da á
conocer algo que podemos considerar como parte de nuestra total historia
literaria y artística, y nos muestra y describe extensas regiones, de
donde pueden venir á esta Península riquezas que acrecienten el tesoro
intelectual de nuestra raza y lengua, y adonde pueden ir también
nuestros artistas y nuestras obras literarias, y aun nuestros autores,
como Mora y Minvielle, á ganar honra y provecho.
El viaje á la América del Sur del actor Rafael Calvo, cuya reciente y
temprana muerte deploramos hoy, probó lo que valen para las artes y
letras de España aquellas repúblicas. Se cuenta un rasgo de Calvo, que
le honra mucho, y que voy á referir para excitar la emulación y para
corroborar mis asertos. Al volver de su excursión por América, y sin
ninguna obligación legal que cumplir, Calvo entregó á D. José Echegaray
una buena cantidad de dinero, como producto de los dramas suyos que en
aquel Nuevo Mundo español había representado, fijando para ello el mismo
tanto por ciento que cobran en Madrid los autores.
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