Cartas americanas. Primera serie - 05

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pronto habrán de realizarse. De esta suerte, el poeta tiene, hasta donde
es posible en lo humano y en una edad tan descreída como la nuestra,
algo del profeta antiguo: es el vate.
Ya se ve que debe ser difícil y delicado juzgar bien á Andrade; pero sin
creer en todas sus teorías y sin esperar el cumplimiento de todos sus
vaticinios, bien podemos celebrar el entusiasmo con que los expresa y
decir desde luego que por este entusiasmo le colocamos en el número de
aquellos poetas universales y sublimemente _didácticos_, entre los que
descuellan Schiller, Manzoni, Quintana y Víctor Hugo.
Con lo dicho se explica la razón de tan extenso preámbulo. Para entrar
de lleno en materia tendré que escribir otras cartas.
Ignoro si ésta alcanzará á Ud. en París, en Roma ó en Oriente; pero
donde quiera llega _El Imparcial_, á quien la confío. Con ella van mis
saludos afectuosos para el general D. Julio Roca, y para Ud. la
seguridad de que empiezo á cumplir mi promesa.
* * * * *

_23 de Abril de 1888._
III
Mi distinguido amigo: Cuando murió, poco há, Olegario Andrade, su muerte
dió ocasión para que se manifestase del modo más solemne el entusiasmo
que inspiraba á sus compatriotas. El gobierno nacional mandando publicar
á su costa, y con gran lujo, las obras del poeta; el general Roca
pronunciando la más sentida oración fúnebre; Benjamín Basualdo
escribiendo un prólogo altamente encomiástico, y la prensa periódica
aplaudiéndolo todo, vinieron á corroborar lo que ya era opinión del
público argentino, y había sido afirmado por los críticos de más
autoridad, como los doctores Wilde y D. Nicolás Avellaneda y el poeta
Carlos Guido Spano: que Andrade era un genio y que sus cantos tendrían
vida imperecedera y gloriosa.
Yo quiero y debo, no obstante, prescindir de todo esto al dar mi
parecer; darle como si nada de esto supiera, y no ceder al influjo de
los que tal vez por patriotismo y por la contagiosa sobreexcitación de
un momento ponen desmedida hipérbole en su alabanza.
Las poesías de Andrade son harto difíciles de juzgar con acierto y
suscitan multitud de dudas y cuestiones, supongo que en la mente de
todos, y de seguro en la mía, sobrado escéptica quizás, pues no sólo
halla muy sujeta á errores la aplicación de las reglas que sirven para
juzgar y apreciar las obras de un singular poeta, sino que, aun en las
reglas mismas, nota cierta confusión, contradicción é incertidumbre.
Lo llano, lo cómodo para mí sería no mostrar mis vacilaciones, seguir la
corriente y aplaudir sin reparo, como los otros; pero mi sinceridad se
sobrepone á toda consideración. El diablillo crítico que me atormenta, y
por el que estoy no sé si obseso ó poseído, no consiente que diga yo
cuando escribo aquello que quiero decir, sino aquello que él quiere que
yo diga; y lo más que logro á veces, y esto es peor, es decir lo que él
quiere y lo que yo quiero; de donde resulta, en algo como diálogo, más
que discurso, una verdadera sarta ó ristra de _antinomias_, según las
llaman ahora.
Yo he calificado á Andrade de poeta sublimemente didáctico, poniéndole
en el grupo en que pongo á Manzoni, á Quintana y á Víctor Hugo.
Pero, apenas dicto mi primera sentencia, cuando interviene mi diablillo
é interpone su apelación. ¿Qué enseña, dice, la poesía en nuestro siglo?
¿Qué sistemas filosóficos, qué doctrinas políticas y sociales, qué
dogmas religiosos, qué problemas y qué teoremas de la ciencia de
naturaleza podrá nadie resolver ó enseñar en verso, que no estén mejor
enseñados ó resueltos, explicados y demostrados, en el más compendioso
manual, catecismo ó cartilla para los niños de la escuela? Y como aun
reconociendo en el poeta, en Dante, Goethe ó Leopardi, por ejemplo,
todas las prendas de un sabio de primera magnitud, y creyendo que su
cerebro fué ó es el archivo de todos los conocimientos divinos y humanos
que en su época podían penetrar y conservarse con orden en el cerebro de
una persona mortal, todavía dudo de la virtud docente de su poesía, mil
veces más tengo que dudar de que ocurra y obre esta virtud en quien,
lejos de haber estudiado y aprendido mucho, deja el colegio
prematuramente con algunas ligeras nociones de historia y noticias muy
elementales de literatura, y se lanza á la vida del periodismo, tan
agitada y laboriosa.
Mirando este asunto bajo su aspecto prosaico, acude al pensamiento, al
ver cómo nos dedicamos muchos al magisterio de la prensa antes de saber
algo que enseñar, aquello del «Maestro Ciruela, que no sabía leer y
ponía escuela», ó el chistoso epígrafe de un capítulo de la novela del
Padre Isla que ha quedado como refrán: «Deja Fray Gerundio los estudios
y se mete á predicador.»
Claro está que en este sentido, cuando ni los poetas que fueron también
grandes sabios pueden ser poetas didácticos en el siglo XIX, menos lo es
Olegario Andrade, cuyos estudios habían sido cortos y someros; pero hay
otro sentido, según el cual, como por ciencia infusa, puede un poeta ser
sublimemente didáctico en nuestros días.
Las elevadas aspiraciones, el ideal cuya realización se columbra en el
porvenir, los planes, doctrinas y esperanzas que están en la mente
colectiva de un pueblo ó de la humanidad toda, por estilo vago, informe
y confuso, resplandecen con mayor luz en el alma del poeta, y merced á
la energía plástica que el poeta tiene, se revisten de forma
determinada, precisa y hermosa, en versos que muestran con claridad
aquello mismo que agitaba el centro oscuro del alma y que el vulgo
apenas comprendía. Para ser así poeta didáctico se requieren dos grandes
y raras condiciones, sin las cuales no se alcanza la perfección de la
forma en que estriba el misterio. Se requieren el entusiasmo y el buen
gusto.
El entusiasmo, esto es, el sentimiento fervoroso y la imaginación
potente que le pone de manifiesto, habilitaban é ilustraban, sin duda,
el espíritu de Olegario Andrade: poseía esta primera condición para ser
gran poeta docente. Sobre la otra condición, sobre la del buen gusto,
hay reparos que poner.
En mi sentir, es necesario dar á la forma extraordinaria belleza para
que este género de poesía transcendental y encumbrada penetre bien en
las inteligencias y en los corazones, y venga á ser como la fórmula
duradera de una tendencia general, de una aspiración nacional ó humana.
No bastan las imágenes de que reviste y adorna el poeta su pensamiento,
ni el fuego de la pasión con que le presta calor y vida; son
indispensables, además, el esmero, la reflexión y el arte más exquisito.
Acontece en ocasiones que un poeta, sin pensamientos muy por cima de lo
vulgar, pero con sentimiento delicado, cuando posee y emplea ese arte
exquisito, comunica al lector dicho sentimiento y le conmueve más que el
poeta desaliñado, aunque tenga ideas más hondas y nuevas. Así entre
nosotros, Moratín, hijo, es el más artista, el más primoroso cincelador
de versos. Gracias á aquel magistral arte suyo, lo más insignificante á
veces, por el fondo, nos penetra, interesa ó enternece. El pensamiento
expresado con nitidez y mesura no toca en lo ridículo por el empeño de
llegar á lo sublime; y el sentir, expresado con mesura también, aparece
sincero, y se apodera de nosotros, mientras que un sentir, más sincero
quizá, si está expresado con exageración, nos parece falso, y nos hace
reir cuando pretende hacer que lloremos.
No es esto decir que lo primoroso y atildado de la forma salve nunca lo
que carece de fondo, lo que está vacío de pensamiento, y frío de
sentimiento, ó recalentado con sentimiento falso y postizo. Sean ejemplo
de esto los versos políticos de Monti: son un prodigio de _hechura_,
pero á mí me dejan helado: apenas tengo paciencia para leerlos.
No hay arte con que disimule el poeta la falta de convicción. Lo que sí
puede ser es que por ampulosidad sobrada se estropee un sentimiento leal
y sincero, y aparezca falso y mentido. Esto se advierte á veces en
Víctor Hugo. No ha de extrañarse, pues, que también se advierta en
Olegario Andrade, que tomó á Víctor Hugo por ídolo y modelo.
Víctor Hugo tenía mucho arte: ponía en la forma el mayor esmero y
estudio, como casi todos los poetas franceses; pero nuestros poetas
románticos, que no pueden imitar en la forma la poesía francesa, por ser
tan distinta, y que acaso se dejan engañar por lo que dice el poeta
extranjero de que la inspiración le arrebata y de que no reflexiona, ni
lima, ni pule, escriben sin arte y allá corren desbocados, dando rienda
suelta á su portentosa facilidad.
Presupuestos, con todo, el sentir y el pensar con hondura, y la
sinceridad, y el brío en el estilo, que todo esto tiene Andrade, no se
puede negar que fué egregio poeta, por más que á veces le falten el
arte, la mesura, la nitidez y la elegancia.
Contra los principios y doctrinas que sostiene y divulga, nada tiene que
decir el crítico que ama la poesía por la poesía. Lo que importa es la
nobleza del intento, la grandeza del fin, el valor de aquellas ideas y
aspiraciones generales en que estamos todos de acuerdo. Después, tan
gran poeta parece Schiller kantiano, como Manzoni católico-liberal,
como Whittier cuákero liberalísimo, como Quintana
enciclopedista-progresista.
La historia, la filosofía, las religiones, todo puede ser asunto de
versos con tal de que el asunto se trate bien; pero yo no me cansaré de
repetir que en estos asuntos han de exigirse más que en nada la
perfección de la forma, lo limpio y hermoso de la dicción, la riqueza de
las imágenes y el buen gusto y el peregrino empleo de frases y giros. El
poeta que no labre con todo esto sus versos filosóficos y políticos, se
expone á que parezcan _artículos de fondo_ con rimas ó índices y
extractos del Bouillet ó de cualquier librejo de texto, puestos en
coplas.
Con cuanto queda dicho se señalan y previenen los tropiezos á que se
expone el que se lanza á poeta _hierofante_, digámoslo así. Que Andrade
quería ser poeta de este género, y en lo posible lo era, se ve claro en
su composición á Víctor Hugo. Allí, al ensalzar al maestro, explica
Andrade el concepto que tuvo de la poesía y de la misión del poeta en
este mundo.
Diremos, entre paréntesis, que Víctor Hugo, que recibió la composición,
no la leyó, ó si la leyó, no entendió ni chispa, y contestó dando las
gracias, con tres frases huecas y frías, en vil prosa.
La composición á Víctor Hugo fué, pues, mal pagada, y, á mi juicio, fué
también despilfarrada. En este juicio no hay discrepancia entre mi
diablillo crítico y yo: estamos de acuerdo; pero el mal pago, y cuando
no el peor empleo, el derroche, no implican que sea mala la
composición. La composición, á pesar de las enormes alabanzas al poeta
francés, y á pesar de otros defectos, contiene, en mi sentir, bellezas
de primer orden.
Los que versificaban en castellano en el siglo XVI no se curaban de
evitar las asonancias.
En el día, nuestros oídos son más delicados y no las pueden sufrir; pero
Andrade se quedó con los antiguos y no cayó en esto. Sus versos están
plagados de asonancias que los desentonan y afean. Lo advierto, porque,
si bien procuraré citar versos en que no haya asonancias inoportunas,
será difícil.
Para Andrade, analizando ya la composición á Víctor Hugo, el poeta es un
hierofante, es quien trae luz á la humanidad cuando se extravía en las
tinieblas y quien le enseña el camino que debe seguir:
Así la humanidad despierta inquieta,
En la noche moral abrumadora,
Cuando surge el poeta,
Ave también de vuelo soberano,
Que en las horas sombrias
Canta al oído del linaje humano
Ignotas harmonías,
Misteriosos acordes celestiales,
Enseñando á los pueblos rezagados
El rumbo de las grandes travesías,
La senda de las cumbres inmortales.
Hecha ya esta definición, la ilustra con varios ejemplos históricos:
pone como prototipos de estos poetas que enseñan á la humanidad y que la
sacan ó tratan de sacarla del atolladero y de las tinieblas en que se
ha hundido, á Isaías, á Esquilo, á Juvenal y á Dante; y, por último,
síntesis maravillosa de todos éstos, y superándolos á todos, suscita
Dios á Víctor Hugo, cuya misión es más alta que la de Isaías, que la de
Juvenal y que la de Dante, porque viene á renovar el linaje humano, nada
menos.
Diré aquí con toda franqueza que si yo fuese Víctor Hugo, y alguien me
hubiera echado tanto incienso, y no tontamente, sino con gracia, y
moviendo bien el turíbulo, hubiera yo escrito una carta menos seca,
pagando al poeta sus alabanzas con otras iguales y no menos justas. La
carta de Víctor Hugo me da rabia, como si yo fuese Andrade. La única
disculpa que tiene la carta es que Víctor Hugo no sabía castellano y no
entendió los versos de su admirador.
La verdad es que, ó debe uno callarse y dejar que le adoren como á un
Dios, ó contestar con algo mejor que tres frases hechas á requiebros
como los que siguen:
Todo lo tienes tú, la voz de trueno
Del gran profeta hebreo,
Fulminador de crímenes y tronos!
El grito fragoroso del que un día
Encarnó, para ejemplo de los siglos,
La idea del derecho en Prometeo;
La cuerda de agrios tonos
De Juvenal, aquel Daniel latino,
Tremendo justiciero de su siglo,
Y el rumor de caverna de los cantos
Del viejo Ghibelino.
Todo lo tienes tú; por eso el cielo
Te dió tan vasto sin igual proscenio.
No hay notas que no vibren en tu lira,
Ni espacios que no se abran á tu genio.
Cantas al porvenir, y los que sufren,
Esclavos de la fuerza ó la mentira,
Sienten abrirse á sus llorosos ojos
De la esperanza las azules puertas.
Apostrofas al tiempo, y se levantan,
Mágico evocador de edades muertas,
Como viviente, inmenso torbellino,
Razas extintas, pueblos fenecidos,
Fantasmas y vestiglos,
Para contarte en misterioso idioma
La colosal _Leyenda de los siglos!_
Todo lo tienes tú; todo lo fuiste:
Profeta, precursor, mártir, proscrito.
Gigante en el dolor te levantaste
Cuando en la noche lóbrega sentiste
Temblar los mares, vacilar la tierra,
Con pavorosa conmoción extraña,
Cual si un titán demente forcejease
Por arrancar de cuajo una montaña.
Era Francia, montaña en cuya cumbre
Anida el genio humano;
La Francia de tu amor, que tambaleaba
Herida por el hacha del germano;
Y arrojando la lira en que cantabas
La _Canción de los bosques y las calles_,
Fuiste á tocar llamada,
De París sobre el muro ennegrecido,
En el ronco clarín de Roncesvalles.
Larga es la cita que acabo de hacer; pero ella muestra la excesiva,
candorosa y casi desdeñada adoración á Víctor Hugo; el concepto que
formaba Andrade de lo que era ó debía ser un poeta grande; y aun algunos
de sus sentimientos y creencias sobre el progreso y la libertad, y sobre
el alto destino de Francia, _cumbre donde anida el genio humano_.
Las faltas de Andrade se ven también en los versos que acabo de citar.
Por ellos se puede afirmar que se le empieza á conocer; mas para
conocerle á fondo, es fuerza hablar de su _Prometeo_, de su _Atlántida_
y de otras composiciones que piden más cartas. Por hoy añadiré sólo que
al terminar los versos á Víctor Hugo, muestra Andrade otro de sus
entusiasmos y sus creencias más poéticas: que el glorioso porvenir del
humano linaje está en el mundo que descubrió Colón.
Desde aquí, teatro nuevo
Que Dios destina al drama del futuro,
Razas libres te admiran y se mezclan
Al coro de tu gloria,
Orfeo que bajaste
En busca de tu amante arrebatada,
La santa democracia,
A las más hondas simas de la historia!
Desde aquí te contemplan
Entre dos siglos batallando airado
Y arrancando á la lira
La vibración del porvenir rasgado
O el triste acento de la edad que espira!
Y al través de los mares,
Astro que bajas al ocaso, envuelto
En torrentes de llama brilladora,
Entonando tus cantos seculares,
Te saludan los hijos de la aurora.
Este final es magnífico.
No es más grandioso y arrogante nada de Víctor Hugo; pero, como el poeta
argentino, envolviendo á su ídolo en nubes de incienso y en nimbos y
aureolas de luz, le llama viejo y astro que baja al ocaso, ¿quién sabe
si Víctor Hugo lo entendería y se enojaría un poco?
Basta ya, por ahora. Otro día veremos cómo entrevé y predice Andrade el
porvenir de su América, y cómo teje guirnaldas ó coronas poéticas con
las flores que toma en la filosofía de la historia; jardín público donde
cada cultivador planta y recoge las flores que le convienen ó le gustan;
ciencia que cada cual construye, entiende y explica según le place.
* * * * *

_7 de Mayo de 1888._
IV
Mi distinguido amigo: La última producción de Andrade, titulada
_Atlántida_, es el canto de cisne, donde su sentir patriótico y de raza
está expresado con mayor elegancia y brío. Premiado el canto en público
certamen, y siendo además la obra más encomiada del poeta, bien puede
afirmarse que las ideas y los sentimientos que contiene son de los más
populares en las orillas de La Plata.
No pretendo yo negar que el canto es hermoso. No me propongo escatimar
las alabanzas, ni deslustrar los aciertos sacando á relucir faltas y
errores. Tampoco gusto, por lo común, de impugnar, con la fría
dialéctica de la prosa, lo que tal vez afirma un poeta arrebatado por el
estro; pero ¿cómo prescindir de mi propia manera de sentir, de mi ser de
español-peninsular, y no contradecir sentimientos é ideas que en la
_Atlántida_ se expresan y que en algo ó en mucho nos lastiman?
El canto _Atlántida_ está dedicado al porvenir de _la raza latina en
América_, y esto de _raza latina_ ofende mi amor propio español. En
esto, para España, hay algo que hiere, como se sentiría herido un
anciano al saber que un hijo suyo, emancipado, rico, con gran porvenir,
establecido en remotos países y lleno de altas miras ambiciosas, justas
y fundadas, había renegado del apellido paterno, y en vez de llamarse
como se llamó su padre, había adoptado el apellido de un amo, á quien su
padre sirvió en la mocedad.
Al llamarse latinos los americanos de origen español, se diría que lo
hacen por desdén ó desvío del ser que tienen y de la sangre que corre
por sus venas. Ellos se distinguen, entre sí y de nosotros, llamándose
argentinos, mexicanos, colombianos, peruanos, chilenos, etc. Pero si
buscan luego algo de común que enlace pueblos tan diversos é
independientes, me parece que el tronco de las distintas ramas no está
en el Lacio, sino en esta tierra española. Los Estados y las naciones
que han surgido en América de nuestras antiguas colonias son tan
españoles como fueron griegas las colonias independientes que los
griegos fundaron en Africa, en Asia, en Italia, en Sicilia, en España y
en las Galias. No se avergonzaron estos griegos independientes de seguir
llamándose griegos, y no imaginaron llamarse pelasgos ó arios para
borrar ó esfumar su helenismo en calificación más vasta y comprensiva.
Y aunque se diga que los portugueses no son españoles y que hay un gran
imperio de origen portugués en América, el argumento no vale. Si hemos
de reducir á un común denominador á los luso-americanos y á los
hispano-americanos, á fin de sumarlos luego, más natural sería hacerlos
á todos, no latinos, sino ibéricos y hasta españoles. Los portugueses,
en los siglos de su mayor auge y florecimiento, cuando tenían
navegantes, héroes y poetas, como Gama, Cabral, Diego Correa, D. Juan de
Castro, Alburquerque y Camoens, no desdeñaban el ser españoles, por más
que dentro de este predicamento general pusieran la distinción
específica de portugueses. Ni sé yo que los austriacos, cuando no son
húngaros, bohemios ó croatas, así como tampoco otros pueblos germánicos,
que no dependen del imperio alemán, fundado por los prusianos, repugnen
el dictado de alemanes y pretendan llamarse de otra manera. Más derecho
sería negar al imperio flamante el exclusivo título de alemán.
De esta suerte pudieran los portugueses, si hubiera tribunal con
jurisdicción para decidir y el negocio importase más, poner pleito á
España por haberse alzado con el nombre de España y pedir que este
Estado se llamase Reino Unido de Aragón y Castilla.
Me parece, por otra parte, que el título de América latina disuena más
al promover la contraposición con la América _yankee_, que han dado en
apellidar _anglo-sajona_. Para que la contraposición fuese exacta,
convendría, si llamamos anglo-sajona á una América porque se apoderó de
Inglaterra un pueblo bárbaro llamado anglo-sajón, llamar visogótica á
la otra América, porque otro pueblo bárbaro, llamado visogodo, conquistó
la España. Igual razón habría para llamar á los Estados Unidos y al
Canadá América normanda, con tal de que la restante América se llamase
moruna ó berberisca.
La verdadera contraposición, la innegable diferencia entre los _yankees_
y los hispano-americanos de cualquier república que sean, no está en lo
germánico, ni en lo latino, ni en lo normando, ni en lo moruno, ni en lo
anglo-sajón, ni en lo visogótico, sino en que una América, civilizada
ya, procede de ingleses, y de españoles otra, cuando Inglaterra y España
eran al fin dos naciones perfectamente formadas y distintas, con
condiciones propias y con carácter peculiar y con sello de originalidad
indeleble. Y este sello tiene ó debe tener fuerza y virtud informante
para marcar y asimilar á la gente que entre por aluvión á ser parte de
la población de los nuevos Estados. Y así como no es de presumir que los
franceses del Canadá y de Nueva Orleans, y que los españoles de origen
de California, Texas y la Florida, y mucho menos los seis ó siete
millones de negros, ciudadanos libres hoy de la república que fundó
Washington, cambien el ser de aquella república y borren su origen, en
su mayor parte inglés, menos debe temerse que los italianos ó los
franceses que emigran ahora á la América, de origen, no en su mayor
parte, sino exclusivamente española ó ibérica, borren la filiación y las
señales de la procedencia y conviertan aquella América en latina.
Hechas estas consideraciones para que quede en su punto la verdad,
severa y prosaicamente considerada, no debiéramos disputar más con el
poeta, sino repetir la sentencia de Horacio del _quidlibet audendi_, y
dejarle imaginar lo que se le antojara y convertir en latinos á todos
los hispano-americanos desde Nueva Méjico á Patagonia.
En medio de todo no hay concepto generalizador que, aun pareciendo
absurdo por un lado, no tenga por otro cierto racional fundamento, el
cual estriba en nociones vagas, que se desprenden de ciencias nuevas,
como, en este caso, de la filosofía de la historia, de la etnografía y
de la filología comparativa, y pasan al dominio del vulgo. De aquí, sin
duda, que habiendo sido tan pocos los latinos, allá en un principio, nos
convirtamos ahora todos en latinos, con sorpresa y pasmo de los que no
están en el secreto y por obra y gracia de las mencionadas ciencias.
Podemos llamarnos latinos, aunque no raza latina, como ya nos llamaron
latinos los griegos del Bajo Imperio, para quienes los alemanes y los
ingleses, y con sobrada razón, eran latinos, porque habíamos sido todos
civilizados por el latín y con el latín: por el Imperio latino de Roma y
después por la Iglesia latina, de Roma. Podemos llamarnos latinos,
porque nuestras lenguas proceden del latín, y, en este sentido, no son
latinos los alemanes; pero no sé yo por qué los ingleses han de ser más
germánicos que latinos ó celtas. Si es cuestión de vocablos, acaso, casi
de seguro, hay en un Diccionario inglés tantas palabras tomadas del
latín como tomadas de otro idioma. Y si nuestro latinismo se funda en
el influjo civilizador de la Iglesia romana, desde la caída del Imperio
hasta la Reforma, los ingleses y los irlandeses resultan más latinos que
los españoles, quienes, durante toda la edad media, estuvieron mucho más
separados que Inglaterra y que Irlanda del influjo de Roma.
En resolución, y bajo cualquier aspecto que esto se mire, yo comprendo
que, con el andar de los siglos, desaparezca del todo entre los
_yankees_ la huella de su origen inglés, y entre los hispano-americanos
la huella de su origen español, para que _yankees_ é hispano-americanos
sean algo enteramente nuevo; pero no comprendo que _yankees_ é
hispano-americanos se borren el ser inglés ó español que tienen para que
aparezca por bajo un ser anglo-sajón ó latino, á la manera que se puede
borrar lo escrito recientemente en un palimpsesto, para que salga á
relucir por bajo alguna obra clásica de antigüedad remota.
Si otro modo de transformación puede ó no ocurrir, misterio es profético
en el que no debo entrar. Sólo digo que esta transformación, por cuya
virtud quedasen _descastados_ los españoles ultramarinos, los vejaría
más á ellos que á los españoles peninsulares. ¿Carecerá la raza que
colonizó tan inmensa extensión de ambas Américas de vigor y de nervio
suficientes para imponer el sello característico que la distingue?
¿Cederá al empuje de la inmigración creciente, dejando, v. gr.,
que los franceses ó los italianos se sobrepongan, y que las
nuevas nacionalidades y tal vez las lenguas sean un conjunto
italo-franco-hispano-lusitano, que venga á denominarse _latino_, para
que no sea tan largo el término de expresión?
Me parece que, en todo caso, han de pasar centenares de años antes de
que esto ocurra.
Lo más probable, así como lo más deseable, será que el Brasil,
prescindiendo de tupinambas y guaranies, y de negros bundas y minas, y
considerado como nación civilizada, siga siendo portugués de casta y
origen, y que sus habitantes sigan hablando y escribiendo la lengua
portuguesa, enriquecida ya por ellos con un tesoro de poesía épica y
lírica y con muy estimables libros de historia y de derecho; que todas
las repúblicas hispano-americanas, como pueblos civilizados, sigan
siendo de origen español, y que sus ciudadanos sigan hablando la lengua
de Castilla, en que han escrito Alarcón, Sor Juana Inés, Valbuena,
Gorostiza, Ventura de la Vega, Baralt, Bello y Olmedo; y que los sesenta
millones de _yankees_, que podrán dentro de poco pasar de ciento, sigan
siendo ingleses por su origen, como pueblo civilizado, y sigan hablando
la lengua inglesa. Las literaturas de estos pueblos seguirán siendo
también literaturas inglesa, portuguesa y española, lo cual no impide
que con el tiempo, ó tal vez mañana, ó ya salgan autores _yankees_ que
valgan más que cuanto ha habido hasta ahora en Inglaterra; ni impide
tampoco que nazcan en Río Janeiro, en Pernambuco ó en Bahía escritores
que valgan más que cuanto Portugal ha producido; ó que en Buenos Aires,
en Lima, en México, en Bogotá ó en Valparaíso lleguen á florecer las
ciencias, las letras y las artes con más lozanía y hermosura que en
Madrid, en Sevilla y en Barcelona.
No niego yo la posibilidad de que los hispano-americanos nos superen; y
si no deseo que se nos adelanten, porque la caridad bien ordenada
empieza por uno mismo, deseo que nos igualen. Lo que niego es que, á no
ser por decadencia y no por primor ó por adelanto, se vuelvan latinos.
Afirmo la persistencia del españolismo, y en este sentido creo que la
sentencia del Duque de Frías no puede fallar. Durante muchos siglos aún
podremos exclamar con dicho poeta:
Españoles seréis, no americanos,
y podremos afirmar que el navegante que vaya por allí desde Europa,
Al arrojar el áncora pesada
En las playas antípodas distantes,
Verá la Cruz del Gólgota plantada
Y escuchará la lengua de Cervantes.
Bolívar pudo sacudir el yugo del tirano Fernando VII; pero el otro yugo,
suave y natural, del Manco de Lepanto y del ejército de escritores que
le sigue, es yugo que nadie quiere, ni debe, ni puede sacudir.
Otro sentimiento, que no nos es favorable, se deja traslucir además en
el canto _Atlántida_. Es legítimo, sin duda, el deseo, y no deja de
tener fundamento la esperanza que anima á los americanos, esto es, á los
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