Belarmino y Apolonio - 13

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«Niños, loquines, que ya es tarde. Cada mochuelo a su olivo y cada pollo
a su corral.» Yo no quería separarme de Angustias ya en la vida. «Qué
súbito es don Pedrito--comentó Felicita--; claro, tiene hambre atrasada.
Tonto, ¿de quién es la culpa? Ya lo arreglaremos todo, y de prisita,
para que no te consuma la impaciencia.» Sin embargo, yo no quería
separarme de Angustias sin llevarme por lo menos un retrato que
contemplar en las horas de ausencia. Por fortuna, Angustias tenía en
casa un pequeño retrato. Quedamos que se lo traería a Felicita y que
ésta me lo enviaría al punto. En días contados (y todos los días nos
veíamos), Felicita ideó, maduró y dispuso el plan de lo que habíamos de
hacer. Angustias y yo no poníamos nada de nuestra parte; nos dejábamos
llevar por Felicita, y en verdad que si grande era nuestro gozo no era
menor el de la pobre solterona. Sólo de raro en raro se detenía a
murmurar, con acento de quejumbre: «¡Qué envidia me dais, tortolines...!
Pero no caigáis en soberbia o egoísmo, que no sois solos en el mundo.
También a mí me llegará mi hora; y quizá muy pronto. Cuando Anselmo y yo
nos casemos, seremos amigos los dos matrimonios, aunque vosotros
pertenezcáis a una clase humilde. Yo no reparo en eso, y no reparando
yo, Anselmo no reparará tampoco.» Felicita era de opinión que por las
buenas y siguiendo los trámites usuales no llegaríamos a casarnos. Por
lo tanto, era menester apelar a un procedimiento rápido y enérgico; nos
escaparíamos, pediríamos luego, por carta, perdón y consentimiento a
nuestros padres, y a la postre, para evitar el escándalo, todo se
arreglaría a pedir de boca. Angustias, por no causar una pena a
Belarmino, repugnaba la idea de la escapatoria. «¿Por qué hemos de
escaparnos? Se escapan los que han hecho una cosa mala, y nosotros no
la hemos hecho. ¿Qué pensará mi padre?», decía Angustias, con angelical
mansedumbre. Yo, por la violencia de mi amor, me sentí violento en la
lengua: «Nos escapamos, porque es el único camino que se nos abre, y si
tú no lo sigues conmigo, es que no me quieres.» «No digas eso», suspiró
Angustias, con lágrimas nacientes, que yo acudí a evitar con mis labios.
«¡Jesús! ¡Jesús!--chillaba la solterona, en tono burlesco--. Niños, no
os pongáis pecaminosos, que me ruborizo y se me alargan los dientes....»
¡Pobre mujer; alma jugosa y generosa, como la vid buena, revestida de un
tronco sarmentoso y casi momia! No había inconveniente u obstáculo a
nuestra presunta evasión que ella no saliese al paso con el adecuado
remedio. Ella nos facilitó el dinero, que yo luego entregué a Angustias;
ella nos sugirió la idea de avisar a nuestro fiel amigo Celesto, para
que nos proporcionase el carruaje y nos sirviese de mayoral; ella
apercibió todos los pormenores; ella, por fin, desinteresada sacerdotisa
del amor, vetusta vestal, nos bendijo enternecida, cuando partíamos.
¡Cómo llovía el día de nuestro éxodo feliz! ¡Cómo sonaba el agua a
cristal, a campanas de gloria! Era un nuevo diluvio, que anegaba a la
humanidad entera; nuestro coche, como el arca de salvación; sólo
nosotros sobrevivíamos al universal naufragio, destinados a ser origen
de una humanidad nueva. Pronto brillaría el arco de la alianza. A la
mañana siguiente, temprano, repicaron con los nudillos a nuestra
puerta. Me incorporé. Angustias, blanca y dulce, con el cuello en
escorzo, dormía como una paloma. Decía la sirvienta, de fuera del
postigo, que unos señores me esperaban abajo. Venían, sin duda, en
nuestra persecución, a quebrantar nuestra dicha. Yo estaba resuelto a
dejarme matar, antes que entregarme. No tenía armas. Miré en torno. Nada
había que pudiese servirme de arma eficaz. La sirvienta insistía desde
fuera. Lo que yo más temía era que Angustias se despertase. Me vestí de
cualquier modo. Salí a la puerta con intención de sobornar a la
sirvienta. Unas manos de hierro, las de aquel bárbaro Patón, el criado
de la duquesa, me amordazaron, me sujetaron cruelmente los miembros, me
tomaron en vilo, me descendieron a un zaguán, en donde estaban mi padre
y el señor Novillo, el cortejador de Felicita, me metieron en un
coche.... Y, entretanto, Angustias dormía como una paloma, y acaso
soñaba que era feliz. Aquellas manos de hierro no rebajaron un punto su
salvaje presión hasta que llegamos a Pilares. Yo era como un inválido,
como una cosa inútil y paralítica. El bárbaro Patón me conducía como
liviano fardo. Y yo conducía mi pobre vida, mi pobre alma, como otro
fardo, pero insostenible, abrumador. Según íbamos en el coche, pensé:
«Si yo pudiera morderme con disimulo una arteria y dejarme desangrar,
calladamente....» Todo era inútil. Sentía el corazón tumefacto,
insensible. Lloré, lloré entonces como flaca mujer, por mi tesoro, que
no había sabido defender como hombre; lloré todo el viaje. De camino, mi
padre ni el señor Novillo no desplegaron los labios. La duquesa me
encerró en un cuarto oscuro, y allí me tuvo la semana que faltaba para
volver al Seminario. No podía yo imaginar que me admitiesen en el
Seminario, después del escándalo. Mientras estuve encerrado, nadie me
enteró de nada. El día primero de curso, la propia duquesa me llevó en
su coche al Seminario. ¿Qué había pasado? Andando el tiempo, lo supe. El
señor obispo, bajo la influencia de los dominicos y de los marqueses de
San Madrigal, quería casarme. La duquesa de Somavia se oponía tenazmente
y pretendía que yo continuase mi carrera. Como Angustias había
desaparecido, sin dejar vestigio ni presunción de su paradero,
finalmente triunfó la voluntad de la duquesa y yo volví al Seminario;
otros siete años....
Don Guillen apoyó los codos en las piernas, la frente en las palmas.
Hubo un largo silencio. Irguióse y enhebró la interrumpida hebra del
discurso:

[Nota: DRAMA DE CONCIENCIA DE DON GUILLÉN]
[Nota: GUILLÉN DE VOTO CASTIDAD]
--Siete años.... La almendra del árbol de la Iglesia: Sagrada Escritura,
Teología dogmática, Teología moral. Siete años de triple martirio, no
ya en el corazón, como los años anteriores, sino en la carne y en la
conciencia. Ya no eran las tentadoras imágenes de antes, fingidas por la
humareda que se elevaba del corazón; era la experiencia de la carne, el
recuerdo de lo pasado, que, no obstante haber pasado, permanecía actual
sobre mi piel, como la cicatriz de las heridas. El contacto de Angustias
había impregnado mis nervios ya para siempre: la sensación estaba de
continuo sobre mí, me erizaba el vello con un calofrío placentero.
Angustias seguía formando parte de mi ser y me dolía como un miembro
amputado. Martirio del corazón, martirio de la carne y martirio de la
conciencia, acaso más desesperado que todos. A diferencia de mis
compañeros, yo continuaba leyendo y estudiando. Ninguno se preocupaba de
que yo leyese, ni de los libros que leía. Y lo que yo leía eran obras
francesas e inglesas, y traducciones alemanas al francés y al inglés,
sobre crítica bíblica. Me apliqué a meditar sobre el problema de los
Evangelios sinópticos. Era evidente, ¡ay!, era evidente. Los Evangelios
no poseían valor histórico; no eran testimonios personales de la vida y
enseñanza de Jesucristo; habían sido urdidos muchos años después, casi
un siglo. Las piedras angulares sobre que se asentaba la Iglesia eran
otros tantos fraudes. El profesor de Sagrada Escritura se llamaba don
Salomón Caicoyas. Salomón, el hijo de David, se había posado brevísimo
tiempo en la inteligencia de este otro su homónimo. ¡Hombre más
ignorante, soberbio y poseído de sí...! Llevaba el manteo terciado, la
teja al bies, y tenía todo el empaque de un majo. En el Seminario se
murmuraba que era muy galanteador y que se introducía siempre entre la
muchedumbre y en lugares muy concurridos, por disfrutar de apreturas con
las mujeres. Su voz era como el estridor de un cuchillo contra un plato.
Yo no podía oírle sin sentir dentera y malestar de estómago. Además, no
sé por qué, me tenía franca ojeriza, y no perdía oportunidad de
recordarme en público la grave falta que yo había cometido. Pues este
hombre era quien debía disipar los negros vapores que ensombrecían mi
conciencia.... ¡Figúrese usted!... Yo mismo hube de procurarme la
salvación; yo mismo, con la ayuda de Dios y de la mano de San Pablo, el
apóstol de los gentiles, que no conoció a Cristo. Las epístolas de San
Pablo son los documentos más antiguos y fehacientes del cristianismo;
son propiamente obra de la fe, de la voluntad de creer. San Pablo no
exigía virtudes heroicas; antes bien, virtudes moderadas. Hay un
oportunismo de la virtud, que es la verdadera doctrina paulina. La
religiosidad sincera, para San Pablo, se cifra en algo más importante
que los hechos probados y la rigidez de conducta. En la segunda epístola
a los Corintios, San Pablo dice: _o Khirios to pneuma estin_; el Señor
es el espíritu. Los griegos, aunque espiritualistas, no habían acertado
a sutilizar el alma humana sino asimilándola y, por ende, denominándola
con la palabra _psique_, mariposa, que para ellos era imagen de la
levidad suma. ¡Qué milagroso avance en la espiritualización del alma
desde la _psique_, material todavía, hasta el _pneuma_, materia
inmaterial, sustancia etérea, soplo divino!... El Señor es el espíritu;
Dios reside en nuestra alma. Todo el resto, documentos, testimonios y
dogmas, es secundario. No hay sino robustecer y exaltar el elemento
espiritual de nuestro ser. Tal es el deber religioso primordial y único.
El cristianismo enriqueció la historia de la conciencia humana con un
acto de creación: la creación del espíritu. El espíritu es algo más fino
y elevado que el alma. Los egipcios creían ya en el alma. Pues el
espíritu es el alma en libertad. El espíritu, sobre la tierra, existe
con conciencia de sí propio--pues antes existía a ciegas--desde hace
diez y nueve siglos; desde San Pablo. Acaso un psicólogo experimental me
replicará con sorna: «pero, si el espíritu sigue sin existir.... Yo no
he tropezado con el espíritu en mis experimentaciones». Responderé yo:
«tanto peor para usted, pues es señal de que usted no tiene espíritu y
no puede ser cristiano». El espíritu es superior a la _psique_ y no se
puede llegar hasta él por la mera psicología. San Pablo fué también el
apóstol áspero de la castidad. Más vale casarse que abrasarse; pero la
castidad es madre de la fortaleza. Una noche de insomnio, meditando y
cavilando sobre lo que habría sido de Angustias, creí oír una voz
interior, una voz que resonaba con misteriosa certidumbre: «Esa mujer
está perdida. A esa mujer la has perdido tú. Esa mujer no puede pecar,
porque es inocente de su caída. Los pecados de esa mujer pesan sobre tu
conciencia. Tanto pecarás tú cuanto ella peque, y ella permanecerá
limpia, porque no es suyo su pecado. Todo le será a ella perdonado, por
haberte amado tanto. Haz tú que tantas culpas te sean perdonadas,
compensando con severa castidad la cadena de pecados que tú mismo
hubiste de forjar y remachar, y que llevas asida al tobillo y a las
muñecas.» Y con resolución que arrancaba del tuétano de mis huesos,
exclamé: «Así lo haré.» Y lo cumplí. Creo en el espíritu y soy
continente: todo el resto es secundario. Ya más sano en mi alma, volví a
bañarme en la onda tépida y vigorizante del Breviario. Ahora, tres
himnos se alojaron en mi pecho y ardían de modo inmarcesible, como
lámpara de tres lenguas iguales: los tres himnos a María Magdalena, uno
precisamente del cardenal Belarmino, otro de San Gregorio, retocado por
Belarmino, el tercero de San Odón de Cluny, retocado también por
Belarmino. Dice San Odón:
_In thesauro reposita
Regis est drachma perdita;
Gemmaque lucet inclita
De luto luci reddita;_
el dracma perdido es repuesto en el tesoro del rey, y la perla luce
nuevamente sacada desde la tiniebla hasta la claridad.
Y dice San Gregorio:
_Nardo Maria pistico
Unxit beatos domini
Pedes, rigando lacrymis
Et detergendo crinibus;_
con nardo machacado María unge los santos pies del Señor, regándolos de
lágrimas y enjugándolos con los cabellos.
Y dice Belarmino:
_Amore currit saucia
Pedes beatos ungere,
Lavare fletu, tergere
Comis, et ore lambere;_
herida de amor, corre a ungir los santos pies, a lavarlos con llanto, a
enjugarlos con la cabellera, a acariciarlos con la boca. Y un día,
vendrá así la mujer a quien perdí; en su inocencia, me pedirá perdón, y
yo le diré: «Levántate, mujer. Tú eres quien debe perdonarme. Heme aquí
a tus plantas.» Así pensaba yo entonces..., y luego..., muchos años. Y
he llevado siempre conmigo la imagen de la mujer, la imagen anterior a
su desdicha y a la mía; y no pudiendo hacerla mi amada, hice de ella mi
hermana.
Después de breve pausa, prosiguió don Guillén:
--Mi primera misa la dije en la casa de campo de la Somavia. La duquesa
fué mi madrina. Me regaló una rica casulla, bordada en oro. Entre sus
arabescos, muy disimulado, hay un corazón estrujado por una mano; del
corazón cae un hilo de sangre, que, retorciéndose, describe una _A_
equívoca. En lo alto de la capilla enarbolaron una gran bandera blanca.
Ofició conmigo el señor obispo, por exigencia de la duquesa; pero Su
Ilustrísima, que no me había perdonado la antigua calaverada, me envió,
apenas ordenado de mayores, a una parroquia rural inhospitalaria: San
Madrigal de Breñosa. Allí tenían una hermosa finca los señores de Neira,
de donde tomaron pie para el título; pero jamás iban, por lo muy
apartado y fragoso de la comarca. Sucedió que a los dos años de estar yo
en aquellos andurriales falleció don Restituto; doña Basilisa, la viuda,
fué a guardar el luto en las soledades de San Madrigal, y como era muy
devota, y oía, antes del desayuno, misa diaria, me nombró su capellán.
Era una señora rechonchita, nada fea, en buena edad todavía, muy blanca,
y simple que no cabía más. Sus ideas religiosas eran caprichosas, y aun
cómicas. Creía que el cielo de los bienaventurados era un teatro, con su
escenario y localidades para el público. Su marido, don Restituto, según
ella, se había adelantado a entrar en el teatro, para coger buen sitio y
reservárselo a su mujercita. Ello es que, olvidándose en seguida de que
su marido la esperaba, con un sitio acotado, dió en enamorarse de mí y
en dármelo a entender con palmarias manifestaciones. Otra matrona de
Éfeso. La cosa no tenía nada de particular, si se tiene en cuenta que el
único hombre de traza humana que allí veía era yo; que su marido había
sido mucho más viejo que ella; que poseía un corazón muy tierno y
dadivoso, y, por último, que el verme vestido con ropa negra y larga, a
modo de falda, como ella, le infundía confianza y atrevimiento para
manifestarse, a pesar de su natural tímido y cuitado. Ella sabía de mi
fuga con Angustias, y debía de calcular que me rendiría fácilmente al
amor. Pero yo me di excelente maña para disuadirla. Con fervor y unción
retóricos, lo confieso, me las arreglé para convencerla de que fijásemos
nuestra mutua relación en un terreno puro y espiritual. No le prohibía
que me amase, pues Dios no pide de sus flacas criaturas lo imposible, e
imposible es desarraigar los afectos profundos por un mero movimiento de
la voluntad; pero le vedaba declararse paladinamente, pues Dios exige
que nos sobrepongamos a la flaqueza y a la pasión, y esto sí le es
posible a la voluntad. Le hablé yo mismo de aquel gran pecado de mi
atropellada mocedad, de lo arrepentido que estaba y de cuán firme era mi
propósito de la enmienda. Le di a entender, fingidamente y por
proporcionarle algún alivio a sus afanes, que correspondía a su afecto,
pero que mi estado sacerdotal me obligaba a poner una venda sobre los
ojos de la carne. Yo sería su padre espiritual; ella, mi hija. En
confesión, de penitente a sacerdote, podría confiarme las cuitas de su
pecho; de mujer a hombre, jamás. Estaba maravillada de aquello que ella
reputaba fortaleza y virtud mías, y que no era sino deseo de
tranquilidad y de que no me molestara. «Es usted un santo, un santo de
veras; el único santo que he conocido», me decía de cuando en vez,
mirándome con adoración, las manos en actitud de rezo. Yo comía siempre
con ella. Tal vez me contemplaba con ojos lacrimosos de oveja,
interrumpiendo la deglución. Tal vez, de sobremesa, alejado ya el
sirviente, lanzaba terribles suspiros; pero no pasaba de ahí. Dormía yo
también en la finca; pero elegí una estancia holgada y desnuda, como
celda, de luz permanente y plateada, mirando al Norte, al extremo de la
casona, y más allá de los dormitorios de la servidumbre, por evitar
maledicencias. Era señor de mi tiempo, y me pasaba horas y horas
estudiando, ya en la gente del campo, ya en los libros. Allí, en
contacto con los esclavos de la gleba, se me reveló la gran tragedia de
la sociedad humana. Me aficioné entonces a las ciencias sociales, las
cuales siguen siendo mi preocupación. Yo he nacido para reformador
social. Que la sociedad está mal organizada y ha de cambiar, es
evidente. Los hombres tienen derecho a la felicidad; todos los hombres;
pero tienen derecho aquí mismo, en la tierra. El estímulo más vehemente
y constante, el móvil más poderoso y activo que ha puesto Dios en la
conjunción humana de alma y cuerpo, es el deseo de felicidad. Luego si
lo primordial humano, por designio divino, es el deseo de felicidad, el
hombre tiene derecho a la felicidad. Todas las grandes actividades
conscientes (y no digamos de las reflejas e inconscientes) se engendran
de aquel móvil fatal e ineluctable, el deseo de felicidad: la religión,
la moral, el derecho, el arte, la ciencia. Todas estas actividades
conspiran desde su origen a perfeccionar la sociedad, con el fin de
alcanzar últimamente el máximo de felicidad para el máximo de
individuos, si bien, por deficiencia humana, todos los ensayos de
organización, hasta ahora, se han hecho a base de una manera de
felicidad limitada y mediante uno solo de aquellos grandes órdenes de
actividad consciente, con preferencia y preterición de los otros. La
Iglesia nació como un ensayo de organización para la felicidad. En las
epístolas de San Pablo vemos, sin posible interpretación en contrario,
que el apóstol se creía inmortal, que cuantos profesasen en la fe de
Cristo se harían inmortales, y que el Salvador volvería a establecer el
reinado de la felicidad sobre la tierra para sus fieles, lo que él
llamaba la _Parousia_; y como lo predicaba el apóstol así lo creían los
secuaces. Pero sucedió en Tesalónica que algunos de los convertidos se
murieron, con lo cual los cristianos tesalonicenses movieron grandes
motines, llamándose a engaño; y lo mismo los de Éfeso. El apóstol vió al
cabo que él y todos los cristianes tenían que morirse; pero como no
podía renunciar a la felicidad, decidió que no se moría sino el cuerpo,
y que el espíritu, inmortal, penetraba en el reinado de Cristo, en la
Gloria. Así, la Iglesia de los primeros siglos fué una dulce y baldía
anarquía, un ensayo de organización para obtener la felicidad después de
la muerte. En aquel ensayo de organización para la felicidad fueron
menospreciados o preteridos los órdenes de actividad consciente
distintos del religioso: el científico, el artístico, el político, y
muchas veces el moral. Nuestra organización social al presente, esto que
dicen la sociedad capitalista, es otro ensayo de organización para la
felicidad, a base de dos órdenes de actividad, el político y el
científico, con menosprecio y preterición de los otros. Es un estado de
anarquía cruel y productiva, así como la Iglesia primitiva era un estado
de dulce y baldía anarquía. El socialismo, mayorazgo del capitalismo,
pretende ser un ensayo a base solamente de actividad científica. Todos
los ensayos de organización para la felicidad, hasta ahora, han sido
ensayos fracasados; aunque todos diferentes, tienen de común entre sí
que en el fondo de todos ellos late una anarquía disimulada,
vergonzante, cohibida. Aunque parezca paradoja, ¿no será tal vez la
anarquía la única organización posible para la felicidad? El día que
todos los órdenes de actividad consciente, incluso el político y
jurídico (por el cual yo no entiendo el arte de gobernar, sino el de
vivir en comunidad, sin estorbarse ni dañarse mutuamente), alcancen su
plenitud y autonomía, y entre sí se armonicen sin menoscabarse ni
lastimarse, ¿no resultará una organización espontánea de perfecta
anarquía, libertad absoluta e insuperable felicidad terrena? Bien. No es
pertinente que le exponga aquí todas mis ideas sociales. Ello es que
allá, en San Madrigal, pensaba yo a veces: «si yo tuviera medios de
fortuna, hacienda bastante, para ensayar una comunidad de hombres
felices, en lo posible, una experimentación social, como otras que se
han hecho, pero aleccionado por los errores de los demás». Cuando he
aquí que, un día, la viuda me suelta, como ducha de agua fría, que tiene
la intención de dejarme heredero universal; cerca de dos millones de
duros. Desde luego no supe qué decir; pero, a poco, Dios me concedió
bastante serenidad y reflexión para responderle: «Señora: le agradezco,
con emoción no traducible en palabras, su generosidad; generosidad que
no acepto, ni aceptaré, no tanto por mí, cuanto por usted y su buena
memoria. Se pensaría que la índole de nuestras relaciones me había
acarreado esta prueba póstuma de su amor de usted hacia mí.» Y doña
Basilisa, tan bobalicona siempre, habló, excepcionalmente en aquella
ocasión, con cierta elocuencia y buen sentido: «Lo que digan los
juzgadores temerarios, allá ellos con su conciencia. La mía está
tranquila y confiada ante Dios, que ve el secreto de mis intenciones. No
es esto dádiva de amor, no; ni siquiera premio a su santidad y virtud,
sino muestra débil del agradecimiento con que usted me ha obligado, por
haberme persuadido a guardar mi virtud y servido de guía en el áspero
sendero del bien. Cuando me junte con mi Restituto, en el celestial
coliseo, estoy segura que lo primero que me va a decir es: no creas que
ahora aplaudo la afinación de los divinos coros; lo que hago es
aplaudirte por lo que has hecho.» Sin embargo, yo me negué a aceptar la
herencia, a no ser con una condición: que constase en el testamento que
me dejaba su fortuna al modo de fideicomiso para que yo la emplease en
aquellas empresas y obras de utilidad y beneficio del prójimo que yo
juzgase conveniente. Y en eso quedamos. A los siete años de estar yo en
San Madrigal murió la duquesa de Somavia. La asistí en sus últimos
momentos. Hasta el mismo punto de morir no perdió la alegría ni el
desparpajo. En medio de la pena y el llanto que nos causaba verla
morirse nos hacía reír con sus salidas. Yo siempre había creído que
tenía el pelo muy ensortijado, y era que se lo rizaba todas las noches,
mechón a mechón, enroscándolos en unos rollitos de papel, que luego
extendía a entrambos cabos, a modo de blanca mariposa. Todas las noches,
en su lecho de muerte, hacía que la doncella le aderezase el cabello,
poniéndole aquella especie de mariposas, que al día siguiente conservaba
durante todo el día. Hacía un efecto muy chusco. Pues así se murió; con
la cabeza cubierta de mariposas de papel. Como yo la mirase con
sorpresa, al verla por primera vez en aquella guisa, ella, con sus
graciosas despachaderas, me dijo: «¿Qué miras ahí, papanatas? ¿Es que
nunca has visto una mujer en la cama y sin vestir? ¿O es que te parece
mal que las viejas cuidemos de sostener y realzar los restos de belleza
que nos quedan? Y no vayas a figurarte, ya que como cura serás
malicioso, que sois como mulas resabiadas, y los resabios del mal pensar
los habéis adquirido en el confesonario, en donde de la gente no
aprendéis sino lo malo y lo feo, y eso que no os lo dicen todo; no vayas
a figurarte que me pongo estos moños por vanidad; ¡a buena hora...! Lo
hago por decoro, y por algo más. El primer deber de los decentes y bien
nacidos es atender al decoro de su persona. Y además lo hago, y lo he
hecho toda mi vida, por imponerme una obligación molesta, ya que ninguna
otra tenía; un acto de paciencia y disciplina, una mortificación, como
vosotros decís. Quiero morirme con los _papillons_ sobre mi cabeza, y
cuando el alma se escape de mis labios, que todas estas mariposas la
lleven, revoloteando, más ligera al regazo de Dios Padre, que me crió
Beatriz Valdedulla, y me sostuvo toda la vida Beatriz Valdedulla, y me
aceptará en su eterna misericordia como Beatriz Valdedulla; porque ¿yo
qué culpa tengo de ser Beatriz Valdedulla?» Sólo con recordar estas
palabras me conmuevo. Una mañana, el día antes de entregar su alma a
Dios, en presencia del duque, me dijo: «Don Pedrito, hijo mío; te quiero
casi casi como un brote de mi sangre. Pero como las palabras son como
moscas, que no se dejan atar por el rabo, he querido dejarte algo de más
substancia que la palabra de mi cariño, y por intermedio del duque, mi
marido y señor, que tiene mucha mano con el Gobierno, te he conseguido
una credencial de canónigo en Castrofuerte. Una canonjía, digan lo que
quieran, no es gran cosa. Si yo viviese más años te verías obispo. Lo
que yo no he podido hacer, tú, con tu maña y despejo, lo conseguirás. Me
voy de entre vosotros con un grande reconcomio y desazón, y es por tu
padre. Bolonio debiera llamarse, que no Apolonio. Sus asuntos ya no
tienen arreglo. Al duque y a ti os recomiendo que cuando le veáis en la
calle, y esto tiene que venir necesariamente, le busquéis un asilo, y
allí le enviéis aquellas cosillas imprescindibles a su vanagloria, sin
las cuales no podría vivir.» Antes de morir, se expresó de esta suerte:
«Duque, has cumplido mal como casado; pero te perdono. Pido tu perdón,
si en algo te falté, que habrá sido involuntario. A ti, hijo mío muy
querido, nada tengo que perdonarte, que soy de opinión que los hijos no
tienen deber alguno para con sus padres, y sí sólo los padres para con
sus hijos. Si algún día la vida te pesa demasiado, perdóname; que yo
quise darte una vida amasada con dichas y venturas. A ti, Facundo
(estaba presente el obispo), ¡cuántas veces te llamé mastuerzo, sin más
razón que es verdad que lo eres...! Pero ya sabes que te he estimado,
que jamás te perjudiqué a sabiendas; antes por el contrario, te favorecí
en lo que pude, y hasta te admiré en una ocasión, que quizás hayas
olvidado. Perdóname lo de mastuerzo. A ti, Pedrín, te digo algo como a
mi hijo; si alguna vez sientes una carga en la vida, por mi culpa,
perdóname; otra era mi intención. Perdónenme todos a quienes haya
ofendido o causado dolor. Y tú, Señor mío Jesucristo (besando el
crucifijo), ya sé que me perdonas, como perdonas a todos en tu infinita
bondad, que si no fuese así llovería fuego sobre la tierra, por lo
menos, cada diez minutos. Hasta luego, vosotros; que la vida es breve.
Hasta ahora, Señor mío Jesucristo.» Murió como una santa. Era una santa
a su manera, pues hay muchas maneras de ser santo. Yo he observado que
en el mundo hay muchísimos más santos de lo que ordinariamente se
piensa. Es más: yo creo que el mundo anda tan mal porque hay demasiados
santos; porque la gente, en general, es demasiado bondadosa y resignada.
Pero dejémonos de glosas. Murió la duquesa. Yo pasé de canónigo a
Castrofuerte, y allí llevo vegetando hace algunos años. Doña Basilisa me
sigue escribiendo cartas frecuentes, prolijas y tiernas. Dice que,
últimamente, anda quebrantada de salud. De la herencia nada me dice. No
sé si continúo siendo su presunto heredero, o si algún fraile, que sé
que la visitan en San Madrigal, le ha socaliñado la herencia para su
Orden. Mi padre y Belarmino, éste ya viudo, están en un asilo, como la
duquesa predijo. Quise que viviese conmigo, y le llevé a mi casa, en
Castrofuerte, por una temporada. Pero era de todo punto imposible. En
primer lugar, hacía el amor a todas las criadas de la vecindad, y en
cierta ocasión hizo publicar en un periódico local una declaración
amorosa, en verso, a la señora del alcalde. Además, contraía tales
deudas, que mi módico estipendio canónico no nos bastaba para vivir. En
conclusión: que, pesándome mucho, hube de mandarle nuevamente al asilo.
Le envío allí a mi padre aquellos regalitos a mi alcance que la duquesa
me encomendó. El que ahora tiene en Pilares un gran bazar de calzado
mecánico y porradas de dinero es aquel Martínez, antiguo oficial de
Belarmino. Por cierto que en el mismo asilo de caridad que mi padre y
Belarmino está recogido un usurero apellidado Bellido, causante de la
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