Belarmino y Apolonio - 04

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aquella ictérica casuca de la Rúa Ruera, en donde el pintor Lirio
calculaba que no podía por menos de vivir un prestamista.
Así como los joviales espíritus diurnos se alejan con ruborosas alas
apenas despunta por Oriente el íncubo nocharniego, el señor Colignon,
desasosegado, aturdido y pálido por dentro, pues por fuera no se lo
consentía su imposible rubicundez, se despidió y tomó la salida, no sin
que Xuantipa le dijese al partir:
--Con su apoyo contamos, señor Coliñón, y Dios se lo premiará.
--Ajá, ajá. ¿El franchute apoya? De perlas, hijos, de perlas--comentó
don Angel Bellido, que éste era el nombre, tan propio cuanto impropio,
del prestamista.
--Sí, señor Bellido. ¿Sale usted del limbo? ¿Quién no sabe que el señor
Coliñón es uña y carne con nosotros?
--Hija, tanto como uña y carne.... Que sea carne, que carne, gracias a
Dios, no le falta, y que vosotros seáis la uña..., doyme por
satisfecho--dijo don Ángel--. Pero, como quiera que yo todos los días
tengo el gusto de hacervos una visitilla para refrescarvos la memoria, y
vosotros nada me decíais ni me dejabais entrever.... Porque, acá, para
inter nos, la cosa presentaba un cariz... que... ya, ya... ya me
entendéis.--El señor Bellido era singularmente afecto a los puntos
suspensivos. Todas sus sentencias dejaban un rumor silbante de cohete.
El que le oía, quedábase anhelante, esperando el estallido de la nuez.
Generalmente, los cohetes no llevaban nuez. Pero cuando estallaban, la
bomba era de dinamita. Prosiguió el señor Bellido.--Porque el préstamo y
los intereses acumulados ascienden....--Psss.... El cohete ascendía en el
espacio. Silencio. Ansiedad.--Ascienden a diez mil pesetas. Constan en
documento ejecutivo. Vos pudiera embargar en el acto y, por no perderlo
todo, quedarme con estas cuatro porquerías que aquí tenéis, que no
valen ni la mitad del débito.--Tal fué la bomba de dinamita que don
Angel Bellido hizo estallar sobre la mansa cabeza de Belarmino y la
frente arisca de Xuantipa.
Xuantipa, como más inconsciente, se dejó dominar por el espanto.
Belarmino, con su intuición repentina de los sentimientos, comprendió lo
que debía responder:
--Mala ocasión sería para embargarnos, ahora que no hay materiales en
almacén ni apenas calzado en existencias.
--Quita allá, hombre de Dios--se apresuró a decir el señor Bellido--.
¿Pero es que yo he hablado de embargarte? He dicho que si quisiera....
Pero qué lejos está de mi ánimo.... Y más ahora que el señor Coliñón vos
apoya....
--No es que nos apoye--declaró el sincero Belarmino.
--¿Ehhh...?--preguntó alarmadísimo el señor Bellido, estirando el
pescuezo y asomando las pupilas por encima de las cuadradas antiparras.
--¿Cómo que no? ¿Pues no acabamos de hablar mano a mano y como Cristo
nos enseña?--terció, sofocada, Xuantipa.
--Yo prefiero no mezclar a mi amigo, el señor Coliñón, en estos
asuntos--dijo Belarmino.
--Te entiendo, picarín--gangueó el señor Bellido, retirando los ojuelos,
uno de ellos con guiños de despedida, detrás de las vidrieras, y
retrayendo el pescuezo a su longitud usual--. Tú no quieres que se
difunda la noticia de que el franchute es tu socio capitalista, ¿eh?
Pues, por mí.... Y para que te convenzas de que merezco tu confianza, voy
a darte otra noticia. Un zapatero de fuera, zapatero de lujo, viene a
establecerse en esta misma calle. Es un protegido de la duquesa de
Somavia. Conque.... Ojo al Cristo, que es de plomo. Para competir,
tendréis que apretar. Díselo al franchute. Que suelte mosca.
En esto que, con ágil y perfumado revoloteo de brisas primaverales, se
hizo presente una dama. Llegar ella y escapar el prestamista, todo fué
uno. No se dijera sino que la zapatería sólo tenía cubicación disponible
para una persona de fuera. Cada recién llegado era el clavo que sacaba
otro clavo.
La dama exhalaba melindrosos resoplidos y se agitaba de aquí acullá con
gentileza enteramente adolescente. Vista por la espalda, era una
figurilla breve, fina y graciosa. El anverso de la medalla no se
correspondía con el dorso; pecho alisado con rasero; rostro acecinado y
de ojos conspicuos; una faz del todo masculina.
--¡Uf, uf! ¡Qué hombre ése!--rompió a parlotear--. Qué aspecto de
desenterrado. Si huele a camposanto.... No sé, Belarmino, como le admite
usted aquí. Ha dejado un tufo.... Esta noche me da la pesadilla. ¡Ay! Si
le veo no entro. Pero el otro me venía siguiendo. Y busqué en ustedes
refugio, asilo, amparo. Cada día más atrevido. Es capaz de entrar en pos
de mí. ¡Qué Anselmo, señor!... Pero a cada cual lo suyo; hay que
reconocer que es guapo, simpático, buen mozo y elegante que no cabe más.
Envía las camisas a planchar a Madrid. Ya me pasma que haya tardado
tanto en pasar por la puerta. Me asomaré con disimulo a espiarle. Allí
está. Se ha quedado en acecho a la puerta de la confitería. ¡Qué
tenacidad! ¡Qué constancia! Y así cinco, seis años; he perdido la
cuenta. Si yo le diera pie, nos casábamos en un decir amén. Pero no me
atrevo, no me atrevo. El tálamo me impone. Y admito que una joven no
debe estar soltera y sola. Hay lenguas como agujas de colchón. Pero el
tálamo me impone, me impone. Venía volada por la calle, y él detrás,
detrás. ¡Qué asiduidad! ¡Qué perseverancia! ¡Ay! Déjenme ustedes que
repose y tome aliento.
Aquella criatura facunda y versátil, especie de andrógino reseco y sin
incentivo, vivía en la Rúa Ruera, y se llamaba Felicita Quemada. Su
tenaz y perseverante perseguidor, hombre un tanto machucho, como
cuadraba con la dama, pasaba en Pilares por arbitro de las elegancias y
ocupaba el lugar más distinguido en la política local. Era vicario del
duque de Somavia, el cacique de la jurisdicción, que se pasaba la vida
en Madrid. La vicaría o representación no se limitaba solamente a los
asuntos de la política de campanario. La elegancia veníale a Novillo
también por delegación o apoderamiento del aristócrata, viejo verde y
currutaco. Novillo, en lo indumentario, constituía una réplica, algo
rebajada, de su protector el duque, el cual le enviaba desde Madrid
corbatas, cuellos postizos, calcetines y chalecos de fantasía semejantes
a los suyos, aunque de clase inferior, y trajes, de paño catalán,
imitados de los que él usaba, de paño inglés. Los amores de Novillo y la
Quemada, o, como le decían en Pilares, la Consumida, habían llegado a
ser a manera de rasgo típico o suceso rutinario y familiar en la vida de
la calle y de la población entera. Databan los amores desde más de dos
lustros; los habían iniciado estando los dos muy corridos en años, y no
habían trascendido del estadio del más puro romanticismo, platonismo e
inefabilidad. La Consumida jamás hablaba de otra cosa. Novillo jamás
hablaba de ellos, y si se los mentaban, sentíase gravemente ofendido.
Los vecinos de Rúa Ruera y de la ciudad tomaban por lo cómico aquellos
amores, y a Novillo, acaso por su edad, quizás por su corpulencia, tal
vez por satírica suspicacia, le sobrenombraban el Buey. Pero el amor
mudo y constante de Anselmo y Felicita encerraba, bajo el aspecto
ridículo, emoción patética. Aquella timidez invencible de Anselmo (él,
tan osado en los manejos de la administración municipal y provincial y
en las estratagemas electorales), ¿cómo podía explicarse sino por la
fatalidad? ¿A qué podía atribuirse sino al sañudo antojo de la Némesis
adversa? Buscábanse sin cesar Anselmo y Felicita, vivían el uno para el
otro; pero la Némesis antojadiza había herido de mudez a Anselmo y
colocado entre los dos, además de esta barrera de silencio, un ancho
valladar infranqueable, aunque de aire delgado y transparente. La
propincuidad máxima del objeto de su amor a que Anselmo aventuraba
acercarse era una distancia de cinco metros, como si al llegar allí
tropezase con un obstáculo cristalino e invisible. Ahora, que esta
distancia la conservaba de continuo. No parecía sino que Felicita estaba
encerrada en un fanal o gran campana de vidrio. Dentro de aquella
prisión imperceptible para los ojos, Felicita se consumía lentamente; de
fuera, Novillo se detenía estupefacto, sin apenas atreverse a mirar a la
amada cautiva. Añádase, en honor de la verdad, que el tormento surtía
contrapuestos efectos en Novillo que en Felicita, pues a Novillo no le
robaba carnes, antes se las añadía. Y conste, por último, que la
fidelidad de Novillo era absoluta; nadie le conocía otros galanteos, ni
siquiera claudicaciones de amor mercenario, en una capital de provincia
donde todo se sabe.
Sentóse Felicita, respiró fuerte, tomó aliento, pero no se reposó, sino
que, tan pronto como había tocado el asiento, saltó en pie de nuevo,
sacudida por aquel dinamismo fatídico que la tenía en los huesos, y
tomando unos papelorios que llevaba debajo del brazo, los extendió sobre
el mostrador.
--Vea usted, Belarmino. Éste es _El Espejo de la Moda_, y éste _La
Sílfide Mundana_. Vea usted. Hay una parte consagrada al calzado. Aquí
hay un par de zapatos que me enamora. ¿No podría usted hacerme uno así?
Soy muy exigente para el calzado. Es mi debilidad. A las personas bien
nacidas se les conoce por los pies. Un pie juanetudo denota un espíritu
grosero. Anselmo es, lo mismo que yo, esclavo del bien calzar. Lo habrá
usted observado. Vea usted estos zapatitos que describe _La Sílfide_.
Son de piel de Escandinavia. ¿Tiene usted ese material? Llevan pespuntes
y picados de cabritilla blanca. De eso sí tendrá usted. En todo caso,
podremos aprovechar algún viejo par de guantes de los innumerables que
poseo. Esta es otra debilidad mía. El guante y el calzado; la mano y el
pie. A todo esto, me estoy distrayendo más de lo debido. Y, a propósito;
ahora se me ocurre, ¿le parecerá mal a Anselmo que entre en su casa de
usted, Belarmino? Como él es dinástico y usted tan subversivo.... Pero,
no. Si le pareciese mal, me lo hubiera dicho. Ea, me voy. Me llevo las
revistas de modas. Ya hablaremos con calma de los zapatos de piel de
Escandinavia.
Y salió, con perfumado revoloteo de faldas, sin haber dejado en todo el
tiempo de su permanencia un solo resquicio por donde Xuantipa o
Belarmino hubieran podido colarse a decir esta boca es mía. Esta escena
se repetía casi a diario. Era obligado que penetrase creyéndose
perseguida, que proyectase vagamente hacerse un par de zapatos, y que,
de postdata, le acometiese el escrúpulo de si a Novillo le placerían
aquellas visitas al zapatero subversivo. A poco de salir Felicita,
cruzó, por delante de las puertas de la zapatería, don Anselmo Novillo,
con solemnidad de hombre corpulento, machucho y poseído de su elegancia.
Comenzaba a pasear la calle a Felicita y pasearía durante tres o cuatro
horas.
Xuantipa se retiró a preparar la cena. Belarmino, a solas, apoyó la
frente en ambas manos, meditabundo. Así estuvo, sin moverse, largo
espacio, hasta que volvieron el aprendiz y la niña. Obscurecía ya.
Belarmino despertó de su meditación para besar y abrazar a su hija,
silenciosamente, con ahinco y ternura, todavía más exagerados que de
ordinario. Se le humedecieron los ojos.
En la tienda reinaba total tiniebla.
--¿Enciendo luz?--preguntó el aprendiz pelirrojo.
Belarmino tardó en responder; le faltaba la voz.
--No hace falta. Ahorraremos en luz. Vete a la cocina con la niña, y
ayuda al ama, si hace falta. Alúmbrate con este fósforo. Cuidado.
Belarmino se recogió otra vez a meditar, empapado en la tiniebla.
Belarmino, ahora, no se desleía en aquellas especulaciones filosóficas,
o lo que él entendía por tales, que últimamente, en los dos o tres
recientes años, le habían acaparado la actividad del pensamiento y los
afanes del pecho, sin dejar lugar ni vado para ninguna otra ocupación o
sentimiento, a no ser el amor por su hijita. No; ahora Belarmino no
cavilaba sobre el problema del conocimiento, sino sobre el problema de
la conducta; no le preocupaba lo que debía pensar, sino lo que debía
hacer. Su vida externa, el curso y movimiento de su vida social, era al
modo de una rueda dentada, en engranaje con otras; esta rueda cada día
realizaba mecánicamente una vuelta completa, entreverando sus dientes
con los dientes de las demás ruedas, siempre los mismos y siempre de la
propia forma y disposición, y de suerte que no cabía averiguar si ella
hacía girar a las otras o las otras le hacían girar a ella, o si la una
y las otras rodaban con regularidad a impulsos de un mecanismo incógnito
y enorme. Aquel día había sido idéntico a otros incontables días, en el
rodar de los días de Belarmino. Y, sin embargo, aquél era un día señero,
un día crítico, un día que le había provocado una intuición profunda del
porvenir, o, como Belarmino se decía a sí mismo en aquellos instantes,
empleando el tecnicismo esotérico de su inventiva, un _faraón crónico_.
Los hombres se dividen en dos clases, según la manera de dormir. Unos
duermen poco, porque duermen de prisa; otros duermen mucho, o cuando
menos permanecen largas horas en el lecho, porque duermen poco a poco.
La cabeza, o depósito del sueño, es como una vasija con un pequeño
desagüe. A unas personas se les colma de sopetón la vasija, y caen
dormidas en un sueño inerte y sin ensueños; luego la vasija se va
desaguando con regularidad, y en las tempranas horas mañaneras la cabeza
se halla vacía, limpia, despejada y el cuerpo con anhelo de ejercicio.
Estas personas se levantan despiertas del todo. A otras personas la
vasija se les va llenando lentamente, a causa de penetrar por un lado
poco más cantidad de sueño de la que por otro se va vertiendo y
disipando, y así contraen un sueño dificultoso y enrarecido, poblado de
imágenes incoherentes; el contenido de la vasija alcanza su plenitud
precisamente al tiempo que es fuerza abandonar el lecho. Estas personas
se levantan cuando están más dormidas, y se conducen como sonámbulos en
la mañana baldía, hasta que al cabo de unas horas han eliminado la
saturación de sueño. Aquellas otras personas son de naturaleza muscular
y robusta. Estas últimas, de naturaleza linfática y débil. Las primeras
están dotadas para el éxito práctico: en la guerra, en la política, en
los negocios. Las segundas, para el éxito intelectual y estético.
Belarmino era de esta segunda clase de personas. Xuantipa le hacía
levantar a escobazos, como en un ojeo se ahuyentan las liebres
encamadas. Después, durante las horas antemeridianas, era hombre inútil.
Sentía la frente llena de humareda que le descendía a los ojos y se los
escocía y enturbiaba. Al final de la comida del mediodía, después de
haber bebido su botella de sidra hecha, y fumado sus dos pitillos, de
los amarrados por la cintura, era ya otro hombre. El talento, que él se
lo figuraba como un ser substantivo, independiente, hasta corpóreo,
misterioso huésped interior, comenzaba a rebullir, a desasosegarse, y
dando unos golpecitos con los nudillos por la parte de dentro de las
paredes del cráneo, le decía: «Ea, Belarmino, aquí estoy yo; vamos a
discurrir cosas nunca oídas.» A este recóndito ser personal o demonio
íntimo, Belarmino lo llamaba _Inteleto_.
Solía impacientársele el Inteleto a los postres, y tan pronto como
Xuantipa se levantaba a fregar la loza, Belarmino se evadía furtivamente
al Círculo republicano. Después, lo de siempre: irrupción violenta de
Xuantipa, retorno aflictivo, este o aquel cliente, todos morosos, el
óptimo Colignon, el pésimo Bellido, la imposible Felicita. El trazado de
la vida de Belarmino era una página escrita con falsilla, y en la
cabecera de la página un signo sagrado: la hija de sus entrañas. De raro
en raro, abríase un corto paréntesis, en las líneas de la página, que se
correspondía con alguna reunión pública del Círculo republicano, en que
Belarmino pronunciaba discursos tremendos. Como todas las naturalezas
dulces y tímidas, Belarmino tenía ahorrados el coraje y la violencia en
un depósito a réditos con interés compuesto, y cuando llegaba la
coyuntura excepcional de gastar las reservas se exaltaba en términos que
parecía un poseso. El sastre Balmisa, el director y redactores de _La
Aurora_, y demás correligionarios pertenecientes a la clase media baja
intelectual, tomaban a broma a Belarmino y le calificaban de chiflado.
El clero y las familias piadosas le reputaban como un loco, aunque
generalmente inofensivo, en ocasiones peligrosísimo y de más cuidado que
todos los otros republicanotes. Pero el estado llano del partido,
obreros y artesanos humildes, dedicaban a Belarmino supersticiosa fe y
se enardecían oyéndole. Cierto que no le entendían; también San Bernardo
inflamó una Cruzada, arrebatando muchedumbres que no entendían la lengua
en que les persuadía. Cuando Belarmino pronunciaba un discurso, era de
rigor que los oyentes saliesen a la plazuela del Obispo lanzando gritos
inflamatorios y blasfematorios. Por eso, algunas gentes devotas
maduraban seriamente el plan de convertir a Belarmino.
Allí estaba Belarmino, empapado en la tiniebla, desfallecida el alma,
atravesando un terrible _faraón crónico_ y cavilando lo que debía hacer.
Los mismos incidentes cotidianos, repetidos mecánicamente, van tomando
diferente semblante y adquiriendo valor más preciso. Según la estructura
de la piedra, el curso y agresión de las aguas a unas las monda,
redondea y suaviza, y a otras les saca ángulos, aristas y púas, hasta
que un día, de pronto, cortan como cuchillos y penetran como puñales. El
roce forzoso con Xuantipa Belarmino lo había aceptado como una
disciplina de perfección. Xuantipa había arañado y cortado y pinchado
desde el principio; pero en fuerza de frotar, arañar, cortar y pinchar,
a Belarmino le parecía el roce más blando cada vez, y sentía ya el alma
redonda, suave y como lubrificada al contacto con su áspera cónyuge. La
frotación con la clientela le era cada vez más indiferente, y lo mismo
el agitado y turbulento roce con Felicita. La frotación con el francés,
cada vez más grata. Lo espantable, lo que había suscitado el terrible
_faraón crónico_, era el contacto con Bellido, contacto siempre molesto
y congojoso, pero que aquel día, de súbito, le había herido y desgarrado
hasta lo más íntimo. «Estoy arruinado. Me veré en la calle mañana o
pasado o dentro de un mes. Esto no tiene _igua_» (significaba: no hay
salvación), se dijo Belarmino, mentalmente. Hubiera podido ir tirando
como hasta entonces, por tiempo indefinido; pero la llegada de un
competidor, que Bellido le había anunciado, aceleraba el desenlace
catastrófico. Además, presumía con fundamento que Martínez, un antiguo
oficial suyo, trataba de instalar una tienda de calzado de fábrica en la
misma calle. «¿Calzado de fábrica?--pensó Belarmino, desviándose del
camino recto--; buen calzado será ése que no está hecho a la medida.
Como si una máquina pudiera hacer zapatos decentes. ¡Pazguatos! Milagro
que no se les ocurre inventar una máquina para hablar y otra para
escribir, o cualquiera otro disparate....» Volvió en seguida al camino
recto de sus cavilaciones. La cuestión era que aquello no tenía _igua_.
Con el buen Colignon no había que contar. Por lo pronto, no era
verosímil que el francés adelantase todo el dinero que se necesitaba
para pagar la deuda de Bellido y montar por lo grande la zapatería.
Pero, aun cuando el señor Colignon lo ofreciese, él no lo aceptaba,
porque sabía de antemano que era dinero perdido. Confesábase a sí
propio, honradamente, no haber nacido para gobernar un negocio. Había
nacido para más nobles y menos provechosos cuidados; bien claro se lo
decía su demonio interior, el Inteleto: «Belarmino, vamos a discurrir
cosas nunca oídas.» Su deber era abandonarlo todo, vivir de limosna,
sufrir penalidades, dormir bajo los porches, alimentarse de hierbas, con
tal de seguir la voz del Inteleto y dar con aquellas cosas nunca oídas
que el geniecillo interior le prometía. Pero, ¿y su hijita de sus
entrañas? Cuando Belarmino decía entre sí «hija de mis entrañas», la
frase adquiría casi sentido literal. Cuando abrazaba y besaba a su hija,
o la miraba en adoración, o pensaba en ella, sentíase más madre que
padre. Lo cierto es que Angustias no era hija de Belarmino, sino de una
hermana suya que, a poco de morírsele el marido, murió ella de
sobreparto. Belarmino recogió a la criatura, apenas nacida, y la crió él
mismo con biberón. Esto ocurrió un año antes de casarse con Xuana.
Belarmino había contado a Xuana, antes de casarse, la verdadera
historia, que ella admitió sin sospechas. Mas después de casados, como
quiera que ella no lograba hijos propios, comenzó a odiar al marido y a
cavilar que la niña era hija disimulada de Belarmino; con que la
criatura tampoco se libraba del odio de la apasionada mujer. En los
apóstrofes y denuestos de Xuantipa, aunque muy veladas, siempre latían,
como se habrá advertido, venenosas alusiones a este asunto.
Si se arruinaba--proseguía pensando Belarmino--, su deber era entrar
como oficial con el nuevo zapatero y trabajar porque a la hija no le
faltase lo preciso. Trabajar.... Le harían trabajar de la mañana a la
noche, y aun de noche, como él había hecho trabajar a sus oficiales en
épocas de prosperidad económica, antes de que aquella personilla
exigente que llevaba alojada dentro de la cabeza, o sea el Inteleto,
hubiera dado imperiosa cuenta de sí, distrayéndole del negocio. Trabajar
horas y horas, de longitud inacabable, despidiéndose para siempre de las
horas calmas y fugaces dedicadas al ocio contemplativo y al coloquio
secreto con su habitante interior.... ¡Imposible! Tal era el pavoroso
_faraón crónico_ que traía a mal traer a Belarmino.
--Buenas tardes nos dé Dios. ¿Hay alguien en la casa?--dijo una voz
flaca y aguda, como de flautín, que caía de lo alto.
Belarmino creyó estar soñando. ¿Era aquélla la voz de un ángel
acatarrado?
--¿No hay cristiano o alma humana en este recinto?--volvió a hablar la
voz de flautín, sonando siempre al nivel del cielo raso. Oyéronse a
continuación unas palmadas retumbantes, como el tableteo de un trueno.
--Belarmino, ¿estás ahí?--rugió Xuantipa, desde las habitaciones
interiores.
Belarmino dijo para sí: «Pues, señor, no estoy soñando.» Encendió una
cerilla, y a poco se cae de espaldas. Tenía ante sí una mole que casi
tocaba con el techo. Presto se recobró y se percató de la realidad
verdadera. Tratábase del Padre Alesón, un fraile dominico de las
dimensiones de un paquidermo antediluviano, a quien sus hermanos en
religión y la grey parroquiana de la Orden llamaban la torre de Babel,
por la estatura y porque sabía veinte idiomas: unos vivos, otros muertos
y otros putrefactos. Acompañábale otro Padre innominado, de volumen
normal entre religiosos, aunque excesivo para laicos. Aun al lado de
este segundo fraile, Belarmino era una pavesa. Los dominicos penetraban
entonces por primera vez en la zapatería de Belarmino.
Luego que el zapatero encendió un quinqué de petróleo, el Padre Alesón
tomó la palabra:
--Le causará maravilla vernos en su tienda, dadas las ideas que usted
profesa....
--Reverendo--interrumpió Belarmino, no muy seguro de que éste era el
tratamiento debido--, la ciencia zapateresca ignora las cláusulas
políticas; por eso es analfabética. Yo también he confeccionado zapatos
para religiosos y sacerdotes.
--¡Ah! ¿Sí? ¿Cuándo, amigo mío?
--Hace tiempo.
--Quiere decirse que usted, a pesar de sus ideas contrarias a la
Iglesia, no tiene inconveniente en calzar a las personas religiosas.
Pero pudiera ocurrir que las personas religiosas tengan inconveniente en
dejarse calzar por usted.
--El fanatismo es reincidente--declaró sentencioso Belarmino.
--¿Cómo reincidente?--preguntó el Padre Alesón.
--Vamos, que abunda... y daña; que se lo encuentra uno a cada paso.
--Ya; ha querido decir frecuente....
--No, señor; he querido decir, y he dicho, frecuente, y abundante, y
dañoso, y que se choca con él; en autonomasia, reincidente.
El Padre Alesón permaneció un tanto perplejo. Belarmino le hablaba una
lengua perfectamente insólita, que él no conocía ni sospechaba; como que
no era lengua viva ni lengua muerta, sino lengua en embrión.
--Y usted, ¿no es nada fanático?--preguntó, algo desconcertado, el Padre
Alesón, con su voz de flautín, dejando, a pesar suyo, escapar un gallo o
atragantón en la sílaba acentuada del esdrújulo--. Hanme dicho que sí.
Después de este giro en transposición, que es, naturalmente, grave y
solemne, el dominico cobró bastante serenidad y aplomo.
--Fuera de la zapatería, y suscrito en el círculo de la paradoja, que es
un cuadrado, porque es el ecuménico, soy fanático y hasta teísta
macilento; pero dentro de la zapatería, y en ridículo, soy
analfabético. Este es el maremágnum de la clase y del bien eliminar.
El Padre Alesón, consternado, no sabía qué replicar. La cosa no era para
menos. Belarmino, con el tecnicismo de su inventiva, había dicho,
traducido al pie de la letra: «Fuera de la zapatería, e inscripto en el
círculo de mi ortodoxia, que así puede llamarse círculo como cuadrado,
puesto que la ortodoxia es la conciliación de los contrarios, soy
fanático, y aún más, incendiario violento; pero fuera de mi centro
propio y dentro de la zapatería, soy indiferente. Tal es el ideal de la
conducta y del bien obrar.» En la torre de Babel no se hablaba todavía
tal lenguaje.
El Padre Alesón pensó: «Si me dedico ahora a trabajos lingüísticos y
hermenéuticos, no acabo nunca. Al grano.» Y dijo en voz alta... y tan
alta:
--Pláceme, amigo mío. Ha hablado usted con singular elocuencia y
persuasión. Ahora me explico que sus discursos conmuevan y arrastren a
la audiencia.
--Le advierto a usted, reverendo--cortó Belarmino, cosquilleado por una
comezón de simpatía hacia el ciclópeo dominico--, que no entienden mis
discursos, pero causo entusiasmo por el peso llamativo.--Lo cual
significaba por el fuego del sentimiento.
--Justamente por eso me lo explico. Y voy ahora directamente a mi
propósito. Hemos acordado que haga usted los zapatos para los Padres de
la residencia: cinco padres y un lego. Don Restituto Neira, señor
caritativo y dadivoso, y su santa esposa, doña Basilisa, los cuales,
como usted no ignora, nos han cedido el último piso de su palacio para
residencia, desean también que usted haga el calzado para la
servidumbre. Espero que, a pesar de sus ideas impías, aceptará el
encargo. No se arrepentirá, le garantizo. Nuestros zapatos no le serán
muy difíciles de hacer. El voto de pobreza nos obliga a vestir y calzar
sin artificio--y adelantando el pie sacó del faldamento un zapato por el
estilo de los del dómine Cabra; una tumba de filisteo.
Belarmino, con su clarividencia psicológica, adivinó repentinamente que
pretendían sobornarle. En otra ocasión, soltando la reserva de coraje y
violencia para los casos extraordinarios, se hubiera descarado con los
frailes. Pero en aquellos momentos, sangrante aún la herida que Bellido
le había abierto y en estado de _faraón crónico_, lejos de enfurecerse,
sintió una manera de alivio y esperanza.
--Acepto--dijo con firmeza.
--Congratúlome--exclamó el dominico, sin ocultar su satisfacción--.
Quedamos, pues, amigo mío, en que mañana, por la tarde, vendrá usted a
nuestra residencia a tomarnos las medidas.
--¿Eh? ¿Debo ir yo allí?--preguntó, preocupado, Belarmino--. ¿Qué dirán
mis correligionarios?
--¿Qué han de decir? Usted va como zapatero. Además, es lo más rápido y
expeditivo.
A Belarmino le gustó la voz expeditivo, y la almacenó en la memoria, a
fin de meterla en la horma, ensancharla y darle un significado
espacioso, nuevo y conveniente.
--¿Da usted su palabra?--pidió el Padre Alesón.
--Sí, señor reverendo. Y que sea lo que Dios quiera.
--Que me place oírle esa expresión devota: que sea lo que Dios quiera.
Dios querrá lo mejor. Hasta mañana, amigo mío.
Así que salieron los frailes, Belarmino se arrepintió de su promesa.
Pasó la noche en claro, caviloso y febril. Dábase golpes en la cabeza,
requiriendo socorro y consejo de su habitante interior; pero el Inteleto
estaba distraído o ausente y no acudía al llamamiento.
A la mañana siguiente, con la cabeza que tan pronto le pesaba al modo de
una bola de granito, como sentía que se le escapaba de sobre los
hombros, cual vedija de humo, Belarmino salió a la puerta del
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