Belarmino y Apolonio - 05

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establecimiento para despejarse. En un entresuelo de la acera del
frente, y poco más abajo de la calle, una cuadrilla de carpinteros,
albañiles y pintores, trabajaban con energía y diligencia.
Belarmino se aproximó al señor Colignon y le habló recatadamente al
oído:
--¿Recuerda usted que un día le dije: «ya daré, ya daré en el blanco?»
Pues ya he dado, ya he dado. La beligerancia es la madrona de la Grecia.
El faraón crónico es lo más puerperal. He hallado la solera
recreada.--Traducido al romance: la adversidad es la madre de la
sapiencia. Una crisis profunda es siempre fecunda. En cuanto a la última
sentencia, el propio Belarmino la vertió al habla vulgar, a instancias
del señor Colignon, que preguntó:
--¿La solera recreada?
--Se lo interpretaré en forma corriente: solera es palabra que viene de
sol y dice la luz más viva, y fuente de luz. Recreado es lo que nadie ha
hecho, que se hizo por sí, y produce gusto, recreo--o sea, luz increada.
Esta vez, los recónditos y gargarizantes pavos del señor Colignon
permanecieron taciturnos. El francés apoyó horizontalmente el antebrazo
en la depresión o meseta superior del abdomen, sustentó el opuesto codo
sobre aquella mano, y con la otra mano se cubrió el huevo y la huevera
de latón, esto es, la barbeta y la perilla, en actitud napoleónica y
cogitabunda.
--Yo comprendo, yo comprendo, _mon pauvre ami_; los Padres te han
convertido....
El que se rió ahora fué Belarmino, y de la mejor gana:
--¿Convertirme? ¡Qué proyectil!--Belarmino juntó en un racimo las yemas
de la diestra mano, se las llevó al entrecejo y silabeó
confidencialmente:--¡El Inteleto!--Y luego, cambiando de tono:--Algo me
he ayudado con un libro de los Padres....
--¿Te lo prestaron?
--No; lo pedí yo prestado, porque lo vi encima de una mesa.
--¿Y cómo es que se titula?
--No se enterará usted, porque está en latín.
--Pero, tú, tú, ¿comprendes latín?
--Llegaré a tener intuición con él; por ahora, sólo me es saludable.
El señor Colignon se retiró pensando: «No tiene remedio el pobre
hombre.»
La apertura de la nueva zapatería causó inolvidable sensación y pasmo
descomunal. El rótulo rezaba: «Apolonio Caramanzana, maestro artista.»
Había un ancho escaparate, con límpida luna de cristal. Sobre el piso
del escaparate, forrado de peluche verde, se alineaban varios pares de
zapatos y botas, realmente exquisitos, apoyados oblicuamente en sendos
sustentáculos de níquel, y con inscripciones debajo que decían: «Zapatos
de piel de Suecia; encargo de la excelentísima señora duquesa de
Somavia.» «Bota de becerro; para el señor Novillo», y así otros varios
encargos de personas distinguidas y elegantes. Al fondo, en una urna,
guardábase el esqueleto auténtico de un pie humano. Sobre la urna se
leía: «Osteología del pie.» De cada huesecillo salía un alambre, con una
cartela al final. Las cartelas decían: «Tibia, peroné, maléolo interno,
maléolo externo, tarso, astrágalo, calcáneo, escafoides, cuboides, las
tres cuñas, metatarso, falanges, falangitas, falangetas.» Encima de la
urna colgaba de la pared del fondo un cuadro pintado a la acuarela, que
representaba una bota, de perfil, despidiendo rayos; en la cabecera, un
letrero: «La podoteca ideal», y, en la parte inferior, una estrofa:
«Aunque tan fina y lustrosa
y de tan bellos perfiles,
nadie, si la llevas, osa
cortarte el tendón de Aquiles.»
Y más abajo aún: «Dime con qué botas andas, decirte he quién eres.»
A entrambos lados del cuadro central pendían otros dos cuadros. Uno
figuraba un pie desnudo, de alto puente y empeine corvo, con su
inscripción: «Pie ario; noble.» El otro, un pie asentado todo a lo
largo, la planta sobre la tierra, con su inscripción: «Pie planípedo,
plantígrado o semítico; plebeyo.» En las paredes laterales del
escaparate, repisas de cristal, con vaciados de pies, en escayola,
algunos retorcidos y deformes, y, adherida a la repisa, una indicación:
«Repertorio de extremidades, obtenido del natural.» En lo más altanero
de la luna de cristal desarrollábase una cinta, a modo de divisa
heráldica, declarando, con doradas letras teutónicas: «Una hermosura
soberana inspira a Caramanzana.»
Cuantos veían el escaparate pensaban en el infeliz Belarmino. La
opinión fué unánime: no había competencia posible. También Belarmino fué
a ver el famoso escaparate. Lo examinó atentamente, con calma. Como su
corazón estaba purificado de pasiones torpes, no se le distendió el
rostro en gesto ninguno, lastimado o feo; antes sonreía; sonreía con
expresión inocente y delicadamente irónica. Apolonio, que ya le conocía
y le estaba espiando desde dentro de la tienda, se sintió, por
misteriosa manera, humillado. Ahito y ebrio con el éxito, ¿qué le
importaba a él la expresión hipócrita y maligna del ya desbaratado
rival? Y, sin embargo, sentíase humillado, adivinando que la verdadera
rivalidad entre ellos no era zapateril, sino de otro orden más íntimo y
personal, y que en aquella larvada e inevitable rivalidad acaso
Belarmino saliese vencedor.


CAPÍTULO IV.
APOLONIO Y SU HIJO.

Fué el jueves Santo, por la noche. Habíamos cenado en la habitación de
don Guillen. El canónigo fumaba un cigarro largo y fino; yo, un cazador,
ese tabaco oscuro, velloso y de sangre, tan enérgico, sutil y esencial
provocador de ideas e imágenes que, a veces, sustituye con ventaja los
beneficios del trato humano, sin sus inconvenientes y molestias. Como
dijo, siglos ha, Cristóbal Hayo, maestro físico de Salamanca, en loor
del tabaco: «usando del no se siente soledad». Don Guillén me lo había
ofrecido, sabiendo que era la vitola más de mi gusto; delicado agasajo
que yo le agradecí. No faltaban las copitas de coñac viejo.
Anoto estos detalles, quizás impertinentes, para que se vea que don
Guillén era hombre atento a los detalles y moderado gratificador de los
sentidos, de donde se deduce que, para él, la realidad externa existía,
y que la aceptaba en toda su importancia, procurando solamente que el
contraste con ella fuese lubrificado y terso.
Estaba riéndose para sí, como ante una visión cómica y tierna al propio
tiempo. Comenzó a hablar:
--No puedo pensar en mi padre sin reírme. Sin reírme amorosamente,
entiéndame usted. Mi madre murió cuando yo cumplía apenas los tres años.
No la recuerdo. Mi padre era, o, por mejor decir, es, pues vive; vive
como sombra de lo que fué.... Mi padre es hijo de un criado de la casa de
Valdedulla, antiquísimo linaje gallego que viene de los godos o cosa
así. Mi familia paterna, de padres a hijos, desde hace ya dos o tres
siglos, vivía a la sombra de la casa de Valdedulla, cumpliendo más que
en menesteres de servidumbre en empleos de confianza. El primogénito
permanecía siempre al servicio de la casa, y a los demás hijos varones
los condes los dedicaban a la Iglesia, o los enviaban a que se ganasen
la vida por el mundo. En mi familia ha habido bastantes abades, y no me
sorprendería tener algún tío ricacho en América, sin yo saberlo. Mi
abuelo era así como administrador de la casa de Valdedulla. Cuando yo
nací, esta poderosa casa había quedado reducida a dos vástagos, don
Deusdedit, el conde, y doña Beatriz, que se había casado con el viejo
duque de Somavia, y vivía en Pilares. El conde era solterón, padecía
muchos achaques y tenía la cara llena de erupciones amoratadas. No había
esperanza de que se casase, no tanto por feo y raquítico, ya que las
mujeres apencan con todo, si el pretendiente guarda hacienda o luce
ejecutoria, cuanto porque el duque era misógino y misántropo. Solía
decir: «En mí, gracias a Dios, concluyen los Valdedulla, que, desde
Mauregato, no han hecho más que burradas.» Nada le interesaba. Nunca
salía del Pazo. El único que le divertía algo era mi padre. No quiso el
duque que mi padre recibiese a su tiempo, hereditariamente, el cargo
familiar de mi abuelo, «porque--decía--esto se acaba conmigo; el nombre
se pierde, gracias a Dios, y la casa se transmite al hijo de Beatriz,
que es un Somavia; conque allá entonces que él haga lo que le pete». El
conde deseaba cooperar a que mi padre se valiese por sí, mediante una
profesión u oficio, y aun carrera. Parece ser que mi padre, desde muy
niño, componía versos y era muy dado a leer novelas y dramas. Ya de
entonces mi padre había caído en gracia al conde, que era unos quince
años más viejo que mi padre. Respondiendo a los deseos del conde, mi
abuelo optó por la carrera eclesiástica, en la cual, dado su natural
despejo, mi padre llegaría, probablemente, a cardenal; pero mi padre no
sentía afición a los cánones, y, sobre todo, el conde, que alardeaba de
volteriano, dijo en seco que no. Enviaron a mi padre al Instituto, en
donde estudió dos años, y, consecutivamente, obtuvo dos tandas de
suspensos en las mismas asignaturas. Uno de les profesores escribió al
conde que a mi padre el exceso de imaginación le impedía concentrarse y
estudiar con disciplina y provecho. Mi padre no ha olvidado aquel
fracaso; ahora, que él lo explica a su modo, y se queda tan satisfecho.
Siempre dice: «Yo, que he recibido una educación académica....» Mi padre
quería seguir la carrera de autor dramático, y cuando le convencieron de
que no había semejante carrera, respondió: «Pues si no autor dramático,
zapatero.» ¡Peregrino dilema! No puedo por menos de reírme.... Estas
cosas raras e ilaciones sorprendentes, eran las que divertían al conde.
Le estoy fastidiando a usted....
--Nada de eso--respondí.
--Abrevio. Hasta los doce años viví en el Pazo de Valdedulla. Tres años
antes había muerto mi abuelo. Desde aquel punto, el propio conde llevó
las cuentas y administración de sus bienes. Mi padre tenía una zapatería
abierta en Santiago de Compostela. El negocio andaba malamente, porque
mi padre se pasaba lo más del tiempo de tertulia y juerga con algunos
amigos estudiantes. Se sostenía gracias a la benevolencia y liberalidad
del conde. De cuando en cuando, venía de visita al Pazo, y ¡había que
verle lo pomposo y majetón, con su flor en el ojal, su sombrero ladeado
y su chaquet, un chaquet paradisíaco, como decía el conde, no sé por
qué! «Chico--exclamaba el conde--, me dejas patidifuso con tu elegancia
y tus ínfulas.» Y, muerto de risa, le hacía recitar fragmentos de un
drama que mi padre estaba escribiendo, titulado: _El cerco de Orduña y
señor de Oña_. Mi padre le explicaba el argumento y hacía especial
hincapié en la tesis, o, como él decía, la idea, a lo cual replicaba el
conde, pensativo: «Pues no creas; eso tiene intríngulis:» «¡Que si
tiene!...--replicaba mi padre, con inocente petulancia--. Ya verá el
señor conde cuando el drama se estrene.»
--Probablemente sería más racional que los de su conterráneo el señor
Linares Rivas--interrumpí. Estaba yo, como el lector advertirá, en esa
indiscreta edad juvenil en que, para aquilatar el mundo, los hombres y
las cosas, se hace uso de términos de comparación nominativos.
--No puedo decirle, porque no asisto al teatro ni leo literatura
frívola. Continúo. Durante aquellos tres años, después de muerto mi
abuelo, el conde no se dió instante de reposo, visitando tierras,
apuntando lindes, recontando ganado, recorriendo la casa, embalando
vajillas y cubiertos de plata, escribiendo horas y horas en su despacho.
Al cabo de los tres años, una mañana apareció difunto, no sé si de
cansancio o de aburrimiento. Entre sus papeles había una carta para mi
padre, en donde se decía: «... eres bueno; pero eres algo ganso, y no
vales para andar solo por el mundo. Te dejo en mi testamento un pequeño
legado, que si tú lo manejas, la del humo. Por lo tanto, de que yo me
haya muerto, vas con tu hijo a Pilares. Mi hermana, la duquesa de
Somavia, tiene instrucciones mías y te dirá la forma en que dispongo que
se emplee el legado. Con ella nada te faltará.» Esta carta la leí siendo
ya hombre. Mi padre se la había entregado a la duquesa, y ella me la
enseñó. Pero recuerdo cuando mi padre la leyó por vez primera, en el
Pazo de Valdedulla, estando el conde de cuerpo presente. Le vi apretar
las cejas y palidecer; era, sin duda, que leía lo de ganso. Luego se le
aflojaron las cejas, le comenzó a temblar una mejilla, le asomaron
lágrimas a los ojos, dejó caer la carta, sin acabar de leerla, se cruzó
de brazos, estuvo silencioso largo rato, mirando al muerto, sollozó:
«Para ti, alma generosa,
no es noble ni decorosa
la terrena inhumación.
Te daré entierro en la fosa
de mi triste corazón.»
Se arrodilló y besó, con prolongado beso, la mano del conde. Yo lo
observaba todo, de hito en hito. Los niños son los mejores observadores,
y las observaciones intensas de la niñez jamás se olvidan. Pensará usted
que mi padre es un grandísimo figurón, que todo aquello era fingido,
teatral y a propósito para reír, a pesar de la presencia del difunto.
Que sea para reír, no lo niego; pero también para llorar. Mi padre ha
tenido siempre una sensibilidad excesiva. Cualquiera cosa le agitaba. Se
enternecía por fútiles motivos hasta las lágrimas. Todo lo tomaba a
pecho. Por manera espontánea, se producía con exuberancia y énfasis. Era
también muy aficionado al canto. Cuando cantaba me hacía el efecto de
que se iba a derretir en la atmósfera, como un terrón de azúcar en agua.
Y en cuanto a lo de improvisar versos, también era natural en él. Se
convencerá usted muy pronto de cómo mi padre, sin duda por el continuo
ejercitarse, componía ya versos por rutina. Pero, para no interrumpir
la narración, prosigo por orden. Mi padre no se apartó del cadáver hasta
que los enterradores terminaron con la poco noble y decorosa inhumación
terrena. Volvimos al Pazo. Mi padre me traía de la mano y gimoteaba como
una criatura. Entramos en lo que había sido capilla ardiente. La carta
póstuma del conde yacía por tierra. Mi padre la recogió, a fin de
concluir la lectura. Yo vi que apretaba nuevamente las cejas, tiraba de
una comisura del labio hacia arriba, inflando así la mejilla, la cual se
arrascaba, indicio de contrariedad. Antes había dejado caer la carta al
llegar a lo de la herencia. Ahora, aquello de ir a establecerse en
Pilares, entre gente desconocida y bajo la tutela inmediata de la
duquesa, le molestaba sobremanera. Pero, ¿qué remedio? Mi padre arrancó
las raíces que le sujetaban a la hermosa tierra gallega y tomamos el
portante para otra región, no menos hermosa. Mi primer viaje por
ferrocarril: ¡lo que hube de gozar!... En León doblábamos el rumbo y
cambiábamos a un tren directo hasta Pilares, que partía de allí mismo.
Era en las postrimerías del mes de abril, después de unos días
tormentosos, y se decía si en el puerto que hay entre León y Pilares
estaba interceptada la vía, hacia la estación de Busdongo, a causa de la
nieve. Eso de pasar sobre montañas cubiertas de nieve me entusiasmaba.
Paseábamos mi padre y yo, no sé quién con mayor impaciencia, a lo largo
de los andenes, aguardando que formasen el convoy. Y aquí viene la
prueba de que mi padre componía versos sin darse cuenta. Mi padre
rezongaba entre dientes: «El tren se retrasa ya. ¿Qué demonio ocurrirá?»
«Acaban de dar las dos. ¿Qué pasa? Sábelo Dios.» Y aleluyas y más
aleluyas. En nuestra caminata arriba y abajo pasábamos por delante de
una garita que me llamaba la atención, porque tenía encima un rótulo,
para mí enigmático: «Lampistería.» En una de las vueltas, un hombre, con
un farol, salió de la garita. Mi padre, dirigiéndose a él, dijo: «Oiga,
señor lampistero; no habiendo aviso, supongo que hay vía libre, y espero
que el tren pase de Busdongo.» Y volviéndose hacia mí: «Dime, Pedriño,
¿no es esto señal de ser un poeta? Sin intención he compuesto una sonora
cuarteta. Siempre expreso en poesía el contento o el fastidio. Valeiro
bien me decía que soy el moderno Ovidio.» No quiero cansarle. Baste
decirle que mi padre, en cuanto se ponía un poco agitado, respiraba en
verso. Esta peculiaridad, o si usted quiere manía, acaso haya sido causa
de sus infortunios, pero ciertamente merced a ella los ha sobrellevado
con pasmosa resignación e indiferencia. A mi padre le cae una teja en el
cogote, por ejemplo. De este accidente no tiene la culpa la poesía,
naturalmente. Pero mi padre, sin inmutarse, explicará que le ha
sobrevenido la desgracia porque es un elegido de los dioses--mi padre
siempre habla de Dios en plural, como los paganos--, y añadirá que todos
los personajes trágicos son semidivinos--erudición compostelana--; y la
explicación la dará en verso, con lo cual se le mitiga el dolor de la
descalabradura. Otra peculiaridad de mi padre es la instantaneidad con
que se le inflama la pasión del amor. Mujer que ve, ya está él por las
nubes; o cuando menos, las exalta a la altanería de las nubes, y cátalas
ya Elviras, Lauras y Beatrices. Se morirá en un suspiro de amor,
exhalado por la mujer que en aquel trance esté a su vera, ya sea una
monja joven y admisible, ya sea una portera pitañosa. Mi padre, como
autor dramático, suponía que cada persona es víctima de una pasión,
necesariamente; si no el amor, el odio; si no el odio, la envidia; si
no, la cólera; si no, la avaricia. Concebía a los hombres como muñecos
de una pieza con un solo resorte, y los dividía en nobles, indiferentes
y viles, según la pasión dominante. Siendo, pues, cada hombre un
elemento simple, rara vez puede entenderse con los demás, y de aquí
vienen los conflictos dramáticos. Sólo los nobles se entienden entre sí,
y no siempre si se interpone el amor. Los indiferentes se ignoran; los
viles se aborrecen y aborrecen a los demás. Mi padre clasificaba a todas
las personas que veía según ciertos rasgos de la fisonomía, y aseguraba:
«ése es noble», «ése es vil», e inmediatamente se dedicaba a imaginar la
biografía del desconocido, con los conflictos dramáticos que le habían
sucedido o que le habían de suceder. Decía mi padre, siguiendo la
sapiencia búdica: «Cada hombre lleva su destino escrito en la frente con
caracteres invisibles.» Bueno; me estoy retrasando, como el tren en
León, el cual salió por último ya anochecido, y yo pasé durmiendo sobre
las montañas nevadas. Pilares: la primera ciudad que yo veía. Como _illo
tempore_ no había coches de plaza, hubimos de ir a pie, preguntando por
la Rúa Ruera, la calle donde está el palacio de Somavia. Ya en la calle,
nos guió hasta la misma puerta del palacio un rapacejo pelirrojo, como
de mi edad, que acompañaba a una niña. ¡Niña más delicada, dulce y
hermosa...! El nombre del rapaz, Celesto; de la niña, Angustias. Fuimos
amigos desde luego. Más adelante le contaré. Entramos en el palacio,
preguntamos por la duquesa, nos pasaron a una habitación obscura, y
después de una hora de espera, que a mí me duró un siglo, apareció la
duquesa, vestida con una bata colorada, a pesar del luto reciente, cosa
que me escandalizó. Nosotros íbamos de negro y mi padre hasta se había
hecho una camisa toda negra, para la ocasión y para que no se le
manchase con los ciscos del tren. La duquesa abrió las maderas de la
habitación y se nos quedó mirando: «Vaya, vaya--dijo, cuando se
satisfizo de mirarnos--; con que éste es el gran Apolonio Caramanzana, y
este otro el camuesín....» De allí en adelante me llamó el camuesín. La
duquesa era muy campechana, y de vez en cuando... ¿cómo lo diré?, pues,
como vulgarmente se dice, echaba ajos; ahora que, como mujer, los
convertía en femeninos, mudando la o final en a. También fumaba. Todos
los Valdedulla fueron entes estrafalarios. En cuanto al corazón de la
duquesa, emplearé una frase de mi padre: todo de miel hiblea y más
grande que el monte Olimpo. Los beneficios con que aquella gran señora
nos colmó a mi padre y a mí son de los que no pueden pagarse. Pasaba
entonces de los cuarenta, ya lo creo; lo que se dice una jamona; antes
fea que guapa, para ser sincero, pero con un no sé qué de alegría,
desenvoltura y buena gracia, más atractivo que la misma belleza. Le digo
a usted que cuando soltaba un ajo, que en ella eran signo de hallarse
contenta, se quedaba uno embobado y sonriente como si escuchase una nota
de ruiseñor. De las palabras no cuenta la estructura, sino el timbre y
la intención; son como vasijas que, aunque de la misma forma, unas están
hechas de barro y otras de cristal puro y contienen una esencia
deliciosa. Y ahora se me representa en el recuerdo la imagen de
Belarmino, zapatero filósofo, que vivía también en Rúa Ruera, tipo casi
fabuloso, al cual pertenece precisamente la anterior teoría sobre las
palabras: «La mesa, decía, se llama mesa porque nos da la gana; lo mismo
podía llamarse silla; y porque nos da la gana llamamos a la mesa y a la
silla del mismo modo cuando las llamamos muebles; pero lo mismo podían
llamarse casas; y porque nos da la gana llamamos a los muebles y a las
casas del mismo modo cuando los llamamos cosas. La cuestión de la
filosofía está en buscar una palabra que lo diga todo cuando nos da la
gana.» Yo no sé si era un loco cuerdo o un cuerdo loco. Me he desviado.
Iba a decir que, si bien la señora no estaba para el caso, mi padre se
inflamó de sopetón en amor hacia ella. Como mi padre ha vivido fuera de
la realidad, se conduce siempre con desparpajo que asusta y admira; así
es que, al poco rato de conversación con la duquesa, y como quiera que
se hallaba bastante agitado, comenzó a dispararle versos amatorios, un
tanto velados todavía, más por artificio que por timidez, declarando que
no en balde la señora se llamaba doña Beatriz y que él, como el Dante,
subía del infierno de Compostela al paraíso de su presencia y
protección. Extrañará usted lo sabihondo que era mi padre; pero la cosa
es bien clara. Mi padre tenía portentoso poder de asimilación. Su
erudición, disparatada y pintoresca, la había adquirido oralmente, como
los griegos, bajo los pórticos compostelanos, entre estudiantes, gente
ociosa y pícara, quienes, lo declaro con rubor, por reírse de él,
dándole pábulo a su manía, le abarrotaban la cabeza con noticias y
noticiones históricos y literarios, unos ciertos, otros inventados. Mi
padre lo había absorbido todo, en revoltiño, y luego lo aplicaba a su
modo, ya con tino, ya desatinadamente, ora a pelo, ora a contrapelo;
pero siempre con familiaridad despampanante. Si nombraba a Ovidio o a
Sófocles, era como si hubieran comido juntos pote gallego. Cuando mi
padre se entregó al delirio poético amatorio en presencia de la duquesa,
yo, presa del terror, abatí la cabeza y pensé: «La señora nos suelta
los perros y salimos de estampía.» A la señora le cayó en gracia la
ingenua osadía de mi padre, emitió un ajo encantador, y le alentó a que
improvisase nuevos versos elegíacos. Conocía la duquesa a mi padre de
los años mozos, y, sobre todo, por referencias epistolares de su
hermano; de suerte que la escena no le cogía de nuevas. ¡Qué gran
señora! Nos alojó en su palacio, en tanto se llevaba a cabo la
instalación de la zapatería de mi padre, un establecimiento por todo lo
alto, pues resultó que las instrucciones del difunto conde consistían en
que una parte del legado se emplease en este fin, que la duquesa
presidiese en todo lo tocante al buen empleo del dinero, que buscase
clientela segura y estuviese al cuidado de que mi padre no se
desmandase. De la otra parte del legado nada dijo la duquesa hasta
pasado algún tiempo. Era la señora, si muy campechana, no menos celosa
de la jerarquía. Su afabilidad y benevolencia descendían siempre de lo
alto, a modo de protección. Espontáneamente, y al parecer sin deliberado
propósito, colocaba a las demás personas, a todas, en su lugar debido,
es decir, por debajo de ella, unas próximas, otras más bajas, acaso a
algunas en posición humillante. A nosotros nos situó, desde luego, en
una categoría intermedia; casi criados y casi amigos. En rigor, amigos,
lo que se llama amigos, por su parte no los tenía. A las personas más
próximas a ella en amistad las trataba como vasallos emancipados; un
peldaño más alto que nosotros, que no estábamos todavía del todo
emancipados. Esta persistencia del orgullo de casta, aunque envuelto en
blandas maneras, era el único ángulo rígido de su carácter, y por este
lado llegaba en ocasiones a extremos de dureza e insensibilidad,
inconscientemente, y, por lo tanto, sin remordimiento. Por lo que a
nosotros toca, no teníamos por qué quejarnos, antes sí, mucho que
agradecer. Vivía sola lo más del año. El viejo duque y el unigénito,
adolescente de veintiún años, pasaban los inviernos en Madrid, ciudad
que ella aborrecía, sobre todo por el sol. Le gustaban los cielos grises
y la luz cernida. Decía que la luz de Madrid le alborotaba la sangre y
la impulsaba a cometer barbaridades. «Con el marido que Dios me
dió--esto se lo oí yo mismo, años después--, la menor barbaridad,
viviendo en Madrid, hubiera sido el adulterio. Aquí distraigo el
aburrimiento murmurando y sacando tiras de pellejo. En Madrid, con mi
temperamento, no me hubiera contentado con menos que con sacar tiras de
pellejo de verdad. Todos mis antepasados han sido un poco salvajes, y
eso que vivieron en climas templados y lluviosos. De vivir bajo el sol
bárbaro del Mediodía, hubieran sido enteramente salvajes, peores que
rifeños.» Digo, pues, que nos alojó en su casa como huéspedes, pero no
comíamos en su mesa, ni tampoco con la servidumbre, que era numerosa;
nos servían aparte. En el Pazo yo comía con los criados. Sin embargo,
como cosa de una semana después de vivir en su palacio, nos invitó a que
la acompañásemos a comer. La razón es que se aburría sola, y mi padre le
proporcionaba distracción y divertimiento. Y, en efecto, por divertirse,
maquinó un plan maligno y agudo, y fué que, como mi padre en su vecindad
se ponía en estado de excitación poética y todo le salía en verso, ella
le prohibió severamente que dijese nada rimado: «La poesía es salsa que
fatiga la digestión. Conque, ya sabes; si te viene un verso a la lengua,
cierras la boca.» Mi padre padecía mortales congojas. Yo le veía
trasudar. La nuez le sobresalía de modo pavoroso, como si los
consonantes, contenidos y atragantados, le hicieran bulto desde dentro
de la garganta y le fueran a estrangular. «Habla, hombre, habla; pero en
prosa», le ordenaba la duquesa. Mi padre comenzaba a hablar, pensándolo
mucho, y a lo mejor ¡zas! una aleluya. «Apolonio: mira lo que hablas,
que te castigo sin postre», amenazaba la señora. La señora gozaba
abiertamente, y yo--los chicos siempre son crueles--no dejaba de pasar
un buen rato, aparte de que mi padre y yo no habíamos convivido nunca
hasta entonces, y era para mí un ser algo extraño, en todos los sentidos
de la palabra. Ahora, cuando pienso en ello, me duele un poco el
corazón. Lo único que me tenía avergonzado entonces era no saber comer
con modales finos ni usar ordenadamente del tenedor y del cuchillo. La
señora me aleccionaba, con afectuosa solicitud, y cuidando de no
aumentar mi vergüenza. Al final de la comida, la señora confirmó su
pragmática para siempre en adelante: «Queda, pues, entendido, Apolonio,
que nunca, nunca, me hablarás en verso. Tus versos llegarían a
irritarme. Desestimamos lo que se nos ofrece con derroche. Y tú no
querrás que tus versos me fastidien ni me enfaden. Sé más avaro de
ellos. Además, los versos amorosos no son para publicados en alta voz,
ante testigos, que tal vez son criados. ¿No te inspira ningún escrúpulo
mi reputación de dama honesta? Las poesías de amor son para compuestas a
solas y para leídas con recogimiento. Haz tantas poesías como se te
antoje, pero por escrito; luego me las das para que yo las lea en
secreto. Ahora que, pues posees ese don inapreciable y fuera de lo común
de improvisar como quien bosteza, no es justo, ¡qué ajo!, que en
ocasiones sonadas no hagas gala de él y dejes aturulados a quienes te
oigan. Pero yo seré la que decida cuándo ha llegado la ocasión. Quedamos
en que no hablarás en verso sino cuando yo lo ordene expresamente, y aun
entonces, sería mejor visto que te hicieses de rogar un poco.» Mi padre
se dobló por la cintura, con ademán de acatamiento. Cualquiera menos
inocente y sencillo que mi padre hubiese penetrado la ironía y propósito
de la duquesa. Mi padre, por el contrario, se hinchaba, como si inhalase
un gran volumen de lisonja y vanidad. Todas las noches, después de la
cena, la señora recibía unos cuantos amigos en tertulia; aquello, en
puridad, era un rendimiento de vasallaje. Una tarde dijo la duquesa a mi
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