Belarmino y Apolonio - 06

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padre: «Quiero que asistas hoy a mi tertulia. Mis amigos te conocen ya,
por referencias de fuera, y porque les he hablado de ti.» Yo que lo oí,
adiviné, desde luego, que había invitado a mi padre para que sirviese de
espectáculo, y que le ordenaría hablar en verso. Esto de que unos
señorones, que no sabíamos quiénes eran, se riesen de él, me producía
cierta lástima y me daba alguna rabia. Pero a estos sentimientos se
sobrepuso la curiosidad que sentía por conocer _de visu_ la tertulia de
la señora. Así es que, después de cenar, me pegué a los faldones de mi
padre, decidido a colarme en el salón, detrás de él. Estaba mi padre tan
embebecido y agitado que no se fijó en que yo le seguía. A la puerta del
salón, vestido de librea, montaba la centinela Patón, un lacayo de
labios bozales y ojos de cerdo, que nos tenía a mi padre y a mí mala
voluntad y envidia no disimuladas. Cuando yo iba a filtrarme en el
salón, este animal me cogió por el cerviguillo, sin decir palabra, y me
arrojó a trompicones diez metros pasillo adelante. Me senté en una
butaca, con la cara escondida, hipando. En esto pasó la duquesa: «¿Qué
te ocurre, camuesín?» «Que Patón no me deja entrar.» «Pues no faltaba
otra cosa, hijo.» Hijo me llamó; sentí como que el corazón se me
deshacía; y siempre que lo recuerdo experimento la misma sensación. La
señora me cogió por la mano, y al cruzar frente a Patón, que se había
puesto más tieso, sacaba más el hocico y parpadeaba con rapidez, le
dijo: «¿Eres tú el que elige mis invitados?» Me atrincheré, acurrucado
en un rinconcito, debajo de una palmera, y como se suele decir, no perdí
ripio de cuanto ante mí tenía. La reunión estaba ya completa. No había
otra señora que la duquesa, que presidía en un sillón de alto respaldo,
a manera de sitial. Los demás, a un lado y otro de la duquesa, formaban
en semicírculo, fumaban y tomaban café, y bebían licores de unas mesitas
colocadas a trechos. También la duquesa fumaba, y no un cigarrillo, sino
un cigarro puro nada flaco. El único que no fumaba era un cura, de piel
lechosa, nariz colgante, ojos tiernos y postura de feto, todo encogido.
Este cura, don Cebrián Chapaprieta, era quien decía la misa particular
para la duquesa y sus criados. Mi padre estaba magnífico. Si un
forastero entra de pronto en el salón, dice a la primera ojeada: aquí
hay una gran señora y un gran señor. El gran señor, mi padre,
naturalmente. Tenía las manos apoyadas en los muslos, con los codos
sacados hacia adelante, el torso erguido, el cuello estirado, la cabeza
desviada en leve escorzo de melancolía y desdén, el cigarro puro
olvidado y periclitante en un ángulo de la boca. Levantaba dos palmos
sobre los otros tertuliantes. Allí estaba, pues era punto fijo en la
tertulia, un señor Novillo, apoderado político del duque y edecán de la
duquesa. Este Novillo tenía sus pujos de señorón, pero a mí me hacía el
efecto de un criado vestido con el traje de día de fiesta. Hablaban
todos, menos mi padre, siempre guiados por la duquesa, de chismes y
cuentos locales. Terminados los licores y el café, y cuando ya el humo
de todos los cigarros se había mezclado y confundido, formando un a
manera de toldo que colgaba del techo, la duquesa dijo: «Don
Hermenegildo, hace tiempo que no nos obsequia usted con el salto de la
trucha.» Don Hermenegildo se puso en pie. Era un magistrado de la
Audiencia provincial; viejo ya, calvo, diminuto, flaquísimo; aladares
rizados con tenacilla sobre las orejas; bigotes horizontales, engomados
con zaragatona, tan largos, que sobresalían a los lados como balancín de
funámbulo; corbata de chalina; chaqueta hasta media posadera; pantalones
a menudos cuadros negros y blancos, de campana excesiva, para disimular
la enormidad de los pies, aprisionados en zapatos de colgantes cintas de
seda, tan anchas como la chalina. Ante mis ojos estupefactos, don
Hermenegildo se puso en cuatro patas. Entonces, Pedro Barquín, colono de
la duquesa, hombre tosco y de aspecto soez, se colocó detrás del viejo
magistrado, e introduciéndole el pie por la entrepierna, lo levantó en
vilo y lo lanzó a regular distancia. La bochornosa operación se repitió
varias veces, con gran goce y algazara de los presentes, incluso el
presbítero Chapaprieta. Mi padre era el único que se mantenía
impasible, porque despreciaba lo cómico. Confieso que también me reí
como un idiota. Ahora me avergüenzo, por mí y por la duquesa. No acierto
a explicarme cómo aquella señora hallaba placer en vilipendiar a un
anciano que, además, ostentaba la respetable investidura de magistrado.
Esta era la arista dura e insensible de su carácter. No debe omitirse, a
guisa de exculpación, que el don Hermenegildo se lo debía todo a los
Somavias, y había hecho su carrera en fuerza de vilezas. Concluído el
número acrobático, Pedro Barquín, que era especialista en chascarrillos,
refirió algunos, nada aseados ni inocentes por cierto. Después de varios
chascarrillos, y en un momento de reposo y silencio, el señor
Chapaprieta dijo recatadamente, como para su sotana: «Parece confirmado
que Su Santidad concede un título pontificio a los señores de Neira.»
Estos señores de Neira eran un matrimonio sin hijos, riquísimos, muy
metidos por la Iglesia. El marido presumía de origen hidalgo. Vivían en
un palacio, frontero al de Somavia. Lo habían adquirido de una tal
Pepona, cortesana vieja, la cual, a su vez, lo poseía por graciosa
donación de su amante, el marqués de Quintana, desaparecido hacía años
del mundo de los vivos. El señor Neira había hecho labrar fantásticos
escudos junto al alero del palacio para que se vieran de lejos y de muy
lejos, pero no de cerca, por eso, por fantásticos. Gestionaba un título
del reino, y por sí o por no se lo daban, y para ganar tiempo, otro del
Vaticano, negocio más hacedero. En resolución, que los Neira querían
hombrearse con los Somavia. Al oír la duquesa al señor Chapaprieta,
comentó: «El Papa no puede hacer nobles.» «Claro que no--dijo Barquín--;
el Papa sólo puede hacer santos. Los nobles los hace el rey.» La duquesa
replicó: «Barquín, eres un necio; ni el Papa puede hacer santos, ni el
rey nobles. Santos y nobles se hacen ellos a sí propios. Lo que hacen el
Papa y el rey es reconocerlos como santos y como nobles. Ni el Papa me
puede hacer a mí santa, ni el rey noble a ti, aunque a mí me canonicen y
a ti te otorguen un título de la Corona. La nobleza y la santidad son
dos cosas justamente contrarias. Los nobles fueron los más bravos; los
santos, los más tímidos. Se diferencian nobleza y santidad en que la
nobleza se transmite por herencia y la santidad no. Ya no hay más nobles
que los que vienen de nobles, ni más aristocracia que la de la sangre
vieja, porque no vivimos tiempos en que se puedan hacer nuevos nobles ni
nuevos santos; nuevos nobles, porque en nuestra sociedad no hay
ocasiones en que acreditar la bravura personal; nuevos santos, porque
todos estamos tan bien protegidos por las leyes, que ni a los más
tímidos se les pone en trance de que muestren su timidez en términos de
santidad. En estos tiempos no hay posibilidad de ejecutar actos nobles
ni actos santos; sí solamente actos provechosos, digo ganar dinero. Los
hombres ahora pueden hacerse ricos.» Había hablado la Valdedulla.
Aquellos mismos conceptos se los había oído ella infinitas veces a su
padre, don Teodosio, y a su hermano, don Deusdedit. Respondió Barquín:
«Luego debemos admitir que la aristocracia moderna es la del dinero....»
Dijo la duquesa: «Me cisco en esa aristocracia.» Así dijo. Y prosiguió:
«Toda esta aristocracia de ricos se compone de negreros, de
aprovisionadores de ejército, de prestamistas con pacto de retro, de
desamortizadores; en una palabra: ladrones. No es que me escandalice.
Ustedes me conocen y saben que nada me asusta. Reconozco que en el
principio de las casas nobles, como en el de las grandes fortunas, hay
siempre uno o varios ladrones. Sólo que aquellos ladrones obraban de
frente, a pecho descubierto, eran bravos y generosos, o, lo que es lo
mismo, nobles; y estos otros ladrones son cobardes, traicioneros,
alevosos, miserables, taimados, bellacos, amigos de la encrucijada y la
asechanza.» Como la duquesa se había acalorado, cuando calló nadie se
atrevía a hablar. Pero mi padre dijo lentamente, porque no le saliese la
frase en verso y de modo que sus palabras adquirieron un tono pedante y
aforístico: «Tiene razón mi señora la duquesa. Quienes amontonan el oro
son hombres viles. ¿Qué aconsejó Yago? Llena tu bolsa. Quienes lo
conquistan y lo reparten son hombres nobles. ¿Qué hizo Hernán Cortés?
Quemar sus naves. Quienes carecen de oro son hombres indiferentes.» La
alusión a las naves de Hernán Cortés, ni la entiendo, ni creo que mi
padre la entendiese. Ello es que las sentencias de mi padre produjeron
asombroso efecto. La duquesa sonrió complacida y los tertuliantes
mascullaron murmullos de aprobación. Terminó la reunión sin que la
señora pusiese en evidencia el don poético de mi padre. No volví a
asistir a las reuniones hasta muchos años después. Abrió mi padre, al
fin, la zapatería con gran fortuna, y nos fuimos a vivir al local del
establecimiento, de la parte del patio. Teníamos una asistenta vieja
para aviar las habitaciones, porque la duquesa, sabiendo lo enamoriscado
que era mi padre, no consintió que tomase criada, no fuese a perder la
chaveta y hacerme a mí perder la inocencia. La señora cuidaba de mí como
una madre. Me llevaba con frecuencia a comer con ella, y me daba libros
a que se los leyese. También me enseñó algo de francés. Gozaba yo
entonces de hermosa libertad. Mis mejores amigos eran Celesto y
Angustias, la hija de Belarmino. Pasábamos juntos dos o tres horas todos
los días, bajo los arcos de la plaza en tiempo lluvioso, y los días
serenos, de paseo en el parque o de excursión por las afueras, a coger
flores y nidos, cazar grillos y pescar ranas. De Belarmino ya le he
hablado. A poco de abrir mi padre la zapatería, la de Belarmino se
hundió. Un usurero apellidado Bellido se lo embargó todo, dejándole en
la calle con su mujer y su hija. Le recogieron unos frailes dominicos,
que tenían residencia en el palacio de los señores de Neira, marqueses
ya de San Madrigal, y le habilitaron en la portería del palacio un
zaquizamí, en donde trabajaba de zapatero remendón. Este Belarmino había
sido republicano frenético y orador demagógico. Después de su ruina, se
apaciguó del todo. Cuando yo iba por su cuchitril, estaba siempre con
expresión seráfica, como si soñase. No le sacaca de su placidez bendita
ni su mujer, que era un basilisco. Decíase en la ciudad que los Padres
dominicos le habían socaliñado y convertido. Socaliñado, quizá.
Convertido, quia. Lo que yo puedo garantizar es que ni entonces, ni
mucho después, cumplía con sus deberes religiosos. Si no un incrédulo,
cuando menos era un tibio. Mi padre, que jamás ha querido mal a nadie,
demostraba caprichosa inquina contra Belarmino. He aquí la razón. Mi
padre, de su estancia en Compostela, estaba acostumbrado a moverse en un
ambiente de ilustración, como decía él, o sea entre estudiantes. En
Pilares, no ya le faltaba este ambiente o relación habitual, sino que
quien lo disfrutaba era Belarmino. Este curioso individuo hablaba un
idioma indescifrable, de su propia invención, con singular facundia. Era
un fenómeno. A oírle, medio en guasa primeramente, luego empeñados en
descifrarle, acudía buen número de estudiantes, y por último de
profesores. Mi padre no podía llevar con paciencia su postergación. Se
perecía por atraer la amistad de los estudiantes y demostrarles que él,
intelectualmente, era muy superior a aquel loco. Un día que yo le menté
mis paseos con Angustias y Celesto, me prohibió que siguiese cultivando
aquella compañía; pero, como no se enteraba de nada, no le hice caso. No
hay que decir que mi padre había clasificado a Belarmino y todos los
suyos entre las personas viles. Así pasaron cerca de dos años. Un mes de
septiembre, volviendo la duquesa de la aldea, me invitó a comer. Cuál no
sería mi susto y perplejidad cuando vi que había otro invitado, nada
menos que Su Ilustrísima el señor Obispo de la diócesis. Llamábase Fray
Facundo Rodríguez Prado. Este varón solemnísimo había sido en su mocedad
pastor de vacas, al servicio del duque de Somavia. La duquesa continuaba
tratándole como criado. Los Somavia, merced a sus influencias, le habían
hecho obispo. Provenía de la Orden dominicana. Había vivido algunos años
en las islas Filipinas, y allí se había granjeado reputación de sabio
entomólogo y se le atribuía el descubrimiento de varias familias de
insectos: la _musca magallanica_, mosca como la de aquí, sólo que reside
en el archipiélago magallánico; el _draco furibundus_, especie de
mosquito de trompetilla; _formica cruenta_, hormiga que pica, y otras
bestezuelas domésticas. Los periódicos siempre le nombraban así:
«Nuestro prelado, el sabio naturalista, de fama universal, que ha
descubierto tantos insectos.» Y el diario republicano ponía
invariablemente esta glosa: «Si nuestro prelado, en lugar de descubrir
tantos insectos, hubiera descubierto un buen insecticida, se lo
agradecería más la Humanidad y la Ciencia y ostentaría una fama mejor
conquistada.» Era un cacique, tenía el cráneo como una bola, faz sombría
y concupiscencias políticas. Durante la comida, la duquesa le soltó
varias frescas y uno que otro sabroso ajo. Después de la comida, Su
Ilustrísima se fué, en apariencia emberrenchinado, y quedé cara a cara
con la duquesa, la cual, muy seria, me dijo: «Mi hermano, en su
testamento, ha dejado unos cuartejos, poca cosa, para que con ellos,
según mi arbitrio, vea yo de hacerte hombre. Después de pensarlo mucho,
he determinado que seas cura. Hoy por hoy, hijo mío, los curas son los
hombres que en España cuentan con porvenir más halagüeño, máxime si
tienen aldabas. A un gaznápiro con faldas, aunque pertenezca a la
familia más baja, se le admitirá en las mejores familias; aunque no
posea un céntimo, no le desdeñarán los más ricos; aunque sea un sandio,
le escucharán los políticos y los académicos; aunque sea más feo que
Picio, le mirarán hasta con embeleso las más hermosas mujeres. Todo
depende de que él sepa manejarse. Poco hemos de poder mi marido y yo si
no te hacemos obispo. Ya has visto este majadero de Facundo, tan obispo
como San Agustín. Y al pobre Chapaprieta no le tenemos ya de obispo,
porque a ése, tan engurruñado, soso y melifluo, nada se le puede hacer,
como no sea madre abadesa. Tú eres listo y nada gazmoño. Los hábitos no
te sentarán como un miriñaque. Cuando sea menester, sabrás remangarlos.
Además, eres honrado, veraz y tienes buen corazón, todo lo que se
necesita para ser sacerdote caritativo y digno. Confío que nunca me
motejarás, ni con el pensamiento, por haberte empujado por ese camino.»
Nunca se lo motejé, ni con el pensamiento. Ella hizo lo que en
conciencia juzgó más conveniente, lo que quizá fué más conveniente.
Entré en el Seminario, de edad de quince años. Son ya las dos de la
madrugada. Mañana continuaremos, si a usted no le hastía seguir
escuchando.
--Lo que lamento es que no sean ahora mismo las diez de la noche del día
de mañana.
Nos despedimos, con un apretón de manos.


CAPÍTULO V.
EL FILÓSOFO Y EL DRAMATURGO.

Don Restituto y doña Basilisa, los señores de Neira, marqueses de San
Madrigal, constituían un matrimonio bien avenido y estéril. Él lucía una
nariz tumefacta, roja y compleja, de esas que con tan afectuosa minucia
gustaban de analizar los pintores flamencos. Ella conservaba
perpetuamente la expresión satisfecha, candorosa y benigna que suelen
llevar aparejada los rostros de facciones vulgares cuando el estómago
está sano y bien repleto. Era mucho más joven que el marido,
mantecosita, frescota y en sazón todavía de hacerles la boca agua a los
aficionados a manjares suculentos y a la Venus pingüe. Vestían los dos
de negro. Vivían rodeados de servidumbre, compuesta toda de varones y
vestida también de negro. Todos los criados tenían un aire común de
seminaristas famélicos o de mandaderos de monjas; actitudes humildosas,
ademanes de «todo sea por Dios», caras largas, huesudas, amarillas.
Todos, hasta el cocinero. Y eso que se les echaba de comer con largueza.
Don Restituto y doña Basilisa, o la señora Emperatriz, como la llamaba
el Padre Alesón, el políglota, eran lo que se dice dos almas de cántaro,
incapaces de causar mal a nadie a sabiendas, ni tampoco de hacer bien a
sabiendas, por eso, porque no sabían exactamente lo que era el mal ni el
bien ajenos. El bien sumo a que ellos aspiraban era a salvar el alma; y
de una manera secundaria, cuando surgía la oportunidad, cooperaban a que
el prójimo se pusiese en vía de salvar la suya. No se conformaban, claro
está, con que todos, el prójimo y ellos, salvasen el alma de la misma
suerte, pues también en el cielo, como en este valle de lágrimas, hay
capas sociales, hay coros, dominaciones, tronos, etc., etc.; en suma,
categorías. Don Restituto se servía de una comparación. El cielo es como
un teatro. El público lo forman los bienaventurados, los que se salvan.
El protagonista es Dios. Luego, en el escenario, hay otros personajes,
comparsería, orquesta, coros; la misma Iglesia asegura que hay coros.
Pues bien: es absurdo pretender que en un teatro se acomode todo el
público en palcos y butacas. Estas localidades son para los espectadores
distinguidos, y las galerías y cazuela para la plebe. Y prueba de que la
cazuela es también paraíso la ofrecen los mismos teatros de este mundo,
en los cuales se dice indistintamente paraíso y cazuela. El purgatorio
es como el vestíbulo del celestial coliseo, lugar de los que deben
esperar con la natural impaciencia. Don Restituto no podía conformarse
con que a él y a su Basilisa les diesen una entrada general de galería
para contemplar de lejos la gran apoteosis de la eternidad, puesto que
él pagaba el billete tanto como el que más y más que casi todos. El alma
de don Restituto y de su consorte era tan simple e ilusionada, que Dios
hubiera pecado de cruel si en el momento de llevarlos de este mundo y
abrirles la puerta del cielo no hubiese ordenado a San Pedro, acomodador
en jefe, que les situase en una platea proscenio, desde donde pudieran
ver bien y que los vieran bien a ellos.
Por lo pronto, en esta vida disfrutaba ya la piadosa y optimista pareja
de un anticipo, casi garantía, de lo que había de ser su futura posición
en el empíreo. Curas, frailes y hasta el señor obispo los visitaban, los
adulaban, los mimaban, y, en definitiva los trataban como a presuntos
bienaventurados de la clase más distinguida. Si don Restituto pretendía
títulos mundanos, no era por vanidad, sino por una especie de
sentimiento de clase, por decoro, como si dijéramos, de aquella
categoría de bienaventurados de platea y butaca a que él pertenecía, y
por justificarse, en algún modo, con los de galería y cazuela.
Provenía don Restituto de una familia humilde de la Montaña, y en este
accidente del nacimiento fundaba su crédito a cierta nobleza titular,
pues para él todos los montañeses llevan algo de sangre hidalga. Había
ido de niño a Cuba, y allí, en treinta años de reclusión y trabajos
forzados, había amontonado un fortunón. Y, sin embargo, don Restituto
desmentía prácticamente la sentencia de la duquesa de Somavia, que todo
rico es un ladrón. Don Restituto jamás había robado; o si había robado,
robó sin enterarse, que para el caso es lo mismo. Había llevado en Cuba
una vida de monje sobrio y asiduo, sin contaminarse con la corrupción
general de aquella isla verdiaurina y voluptuosa; o, como él decía,
pregonando ingenuamente su austeridad: «no he conocido mulata, ni menos
negra». De las blancas no hablaba.
Y así vegetaba ahora, a la vera de doña Basilisa, siempre unidos,
transmitiéndose templadas corrientes de mutuo afecto conyugal, pensando
en salvar el alma, y no descuidando ayudar a salvar otras.
--Padre Alesón--dijo don Restituto--, ese Belarmino me trae... nos trae
muy preocupados. ¿Verdad, Basilisa? No oye misa, y eso que ningún
trabajo le costaba, puesto que podría oírla sin salir de casa. ¿No será
un hipócrita? ¿No continuará tan apóstata como antes? ¿Salvará su alma?
--Mi señora Emperatriz y mi señor don Restituto--respondió el Padre
Alesón--, ¿les merece confianza mi dictamen? ¿Sí? Pues helo aquí, por lo
sucinto: Belarmino es un cuitado; Belarmino carece de alma racional.
--¿Quiere usted decir que es una bestia, un hombre peligroso?--preguntó
don Restituto, alarmado.
--Más bien un niño. Posee, evidentemente, un alma racional, como
criatura humana que es; pero es un alma racional que no es racional. ¿He
desnudado mi pensamiento? Su alma se halla todavía en el período
infantil, o de idiotez, si ustedes quieren. No piensa, no discurre, sino
de una manera torpe y rudimentaria. Como está bautizado, cuando muera se
salvará. Si no estuviese bautizado, iría al limbo de los niños. Este es
mi dictamen, meditado con mucha gravedad e ilustrado con el parecer de
autorizados teólogos. Belarmino es un idiota de nacimiento y no ha
podido pecar nunca. Belarmino, cuando andaba suelto, era un hombre de
cuidado, porque de cuando en vez le atacaban ramalazos de locura, y la
locura es contagiosa, sobre todo la locura impía, que es la que a él le
aquejaba. La de Belarmino, como ustedes no ignoran, era de frenético
arrebato, se propagaba como fuego, causaba escándalo a los corazones
sensibles, inducía al desprecio de las cosas santas y amenazaba provocar
mayores daños. Este frenesí ya se le pasó, gracias a la caridad de
ustedes. ¿Qué más podemos desear? El Belarmino terrible ha dejado de
existir. Queda el otro Belarmino: el dulce, el idiota, el maniático.
¿Que no va a misa? ¿Qué falta hacen los niños en misa?
--¿Y no teme usted, Padre Alesón, que le vuelvan los ramalazos?
--Él ahora dice que es un filósofo; sea. Un filósofo no estorba, ni
molesta, ni perjudica, siempre que no se le tome en serio. Sobre todo, a
los filósofos atarlos con longanizas. Mientras Belarmino continúe
recogido en esta mansión hospitalaria; mientras nada le falte pare
cubrir sus necesidades; mientras no se le estorbe en su manía de leer
lo que no entiende y de comunicarse con algunas personas, aliviando por
eliminación el peso de los disparates que se le acumulan en la cabeza;
mientras dure esta situación presente, todo irá a pedir de boca.
--¡Oh, qué sabio es usted, Padre Alesón, y cómo se me aclaran las cosas
más turbias oyéndole! Veo a Belarmino leyendo librotes y escribajeando
papelorios lo más del día, y creía que esto no podía por menos de
martirizarle los sesos y volverle más loco de lo que está. Yo juzgaba
por mí, que no leo más que el libro de misa. Pues no puedo leerlo sin
que se me levante dolor de ojos y de cabeza. ¡Dios me perdone! Y cuanta
más atención pongo, peor. Pero acaba usted de decirnos que a Belarmino
no le perjudica tanta lectura porque es de libros que no entiende.
¡Quién lo dijera! Lo natural parece lo contrario. Pues, ve ahí; tiene
usted razón. Ahora caigo en la cuenta que cuando leo las oraciones en
latín, que no entiendo jota, no me duelen los ojos ni la cabeza.--Así
habló doña Basilisa. Añadió:--¿Y la otra, la Juana, su mujer? Me parecía
algo, vaya, algo así... una tarasca.
--Tarasquísima--afirmó el dominico--; pero está totalmente domesticada.
Su domestidad, y más todavía su ausencia, contribuyen no poco, en mi
sentir, a que Belarmino viva en paz octaviana.
La Juana, por orden nuestra, no aparece por el zaquizamí de la
portería; se está en la habitación que les dieron ustedes de vivienda, y
cuando no, de paseo por la calle o de novena en alguna iglesia. La hija,
Angustias, ésa sí hace compañía frecuente a su padre, como ustedes
habrán visto. Es decir.... Voy a revelarles un secreto: Belarmino no es
padre legítimo de Angustias....
--¿Cómo?--interrogaron a la par don Restituto y doña Basilisa, un poco
escandalizados. Prosiguió solo don Restituto--: ¿hija espúrea acaso? ¿De
él o de ella? De manera que... ¿nos la han estado pegando?
--Calma, señores míos. No hay novela y sí hay novela. La niña es hija
legítima de una hermana de Belarmino, mujer infeliz, viuda de recién
casada, que murió de sobreparto, dejando ese recuerdo vivo, esa niña.
Belarmino se hizo cargo de ella y la crió con biberón. Por eso él dice,
y es de las ocasiones contadas en que habla lengua inteligible, que la
ama más que como padre: como padre y como madre juntamente. Respondo que
eso es verdad: la quiere con delirio.
--Y eso que es idiota...--dijo doña Basilisa.
--Sí, señora; lo cual demuestra que Dios hizo a los hombres naturalmente
buenos, y que todos los delitos de la voluntad y fealdades de la
conducta son instigados por la inteligencia rebelde y la razón soberbia.
Por eso, en la doctrina cristiana se nos advierte que los pobres de
espíritu verán a Dios.
Lo verán desde la cazuela, y sin sacarle punta a la función, pensó don
Restituto.
El Padre Alesón proseguía:
--Esa paternidad putativa y seudomaternidad de Belarmino ocurrió un año
antes de casarse con la Juana. La Juana, por el momento, no soltó
prenda; pero ya casada, y así que sacó el genio, declaró que no se
dejaba engañar por Belarmino, y que Angustias era una hija de tapadillo.
No hay manera de convencerla de su error. Digo error, porque yo hube de
comprobar la certidumbre de la historia que antes referí; hay testigos
fidedignos que la acreditan. Pero la Juana es obstinada y de cortas
entendederas. Y vamos al grano. El furor de Juana contra Belarmino,
siempre que se irritaba, y el motivo que la hacía irritarse tan a
menudo, derivábanse de la existencia de esa niña. Que la Juana no ve con
buenos ojos a la muchacha, se cae de su peso. Si los señores, tan
generosos siempre, decidiesen darle educación, enviarla a un colegio y
hacer ver a Juana que se interesan por la niña, no sería extraño que
esta mujer, en parte por egoísmo, en parte por vanagloria, cambiase de
sentimientos y concluyese muy pronto por alardear de tener una hija que
va para señorita.
--Así se hará--se apresuraron a decir, a una, marido y mujer. Prosiguió
solo don Restituto--: Es usted un pozo de ciencia y un santo varón.
--¿Y le sigue armando caramillos la Juana a Belarmino?--inquirió doña
Basilisa.
--Ya no. La procesión andará por dentro; se repudrirá, dejará escapar
una que otra pulla; pero, en general, se comprime.
--Eso será catequización de usted, padre Alesón--dijo doña Basilisa, con
enérgica persuasión--. Le ha enseñado usted la práctica de la paciencia,
esa virtud tan necesaria para salvarse.
--Mi señora Emperatriz--replicó el enorme dominico--, yo no enseño nada
a nadie, ni siquiera idiomas, que es de lo único de que se me alcanza un
poquito. La paciencia, y otra porción de virtudes, son necesarias para
salvarse; no sabría decir cuál más y cuál menos. Pero si la Juana se ha
orientado por el camino de perfección, y comienza a ejercitarse en la
paciencia y otras virtudes, débese, ante todo, a una circunstancia en
apariencia insignificante y en rigor importantísima, la cual ustedes han
procurado, que no yo. Para salvar el alma, lo más esencial es tener la
mesa puesta a hora fija. Nosotros, los religiosos, lo sabemos bien; como
que la idea de las órdenes religiosas es ésa precisamente. Hacemos voto
de pobreza; es decir, nos libertamos, ya para siempre de la preocupación
económica, y nos consagramos a la contemplación, a la predicación, a la
caridad, ora pasiva, ora activa, mendigando y dando ocasión a los demás
para que se muestren caritativos, como hace la Orden franciscana, o bien
socorriendo y mostrándonos nosotros mismos caritativos, al estudio, a la
enseñanza, a la misión apostólica y conversión de gentiles, a un sinfín
de obras largas y duras, egoístas y a la par desinteresadas, que nos
absorben de la mañana a la noche, gracias a que estamos seguros de que
tenemos siempre una cama, aunque dura, so un techo, y la mesa, aunque
sobria, aparejada a hora fija. Yo hice voto de pobreza y profesé en la
santa Orden dominicana. Pues vean ustedes lo que son las cosas; en el
acto mismo de adoptar la pobreza, me encontré con que poseía más riqueza
que los más opulentos ricachos y potentados de la tierra. Dondequiera
que voy, no digo ya por las ciudades de estos reinos, sino a otras
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