Belarmino y Apolonio - 09

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Estudiantón no desesperaba de formar el léxico completo belarminiano con
su correspondencia clara. Tomaba notas sin cesar, había interpretado ya
bastantes vocablos y entendía el sentido de algunas sentencias; pero
estos hallazgos fragmentarios no convencían a todos.
Por entonces llegó a Pilares el primer fonógrafo. Lo había traído de
París, en uno de los periódicos viajes de compras, un quincallero
apellidado Ortigüela. El mecanismo causó gran sensación. Ortigüela dió
varias audiciones en casas particulares, en el Casino y en la
Universidad. Oyéndolo, al Estudiantón se le ocurrió un ingenioso
proyecto, que comunicó al punto a los belarminianos y antibelarminianos.
Tratábase, nada menos, que de demostrar inequívocamente si Belarmino
hablaba un idioma inteligible. Todos aceptaron la presunta demostración.
El proyecto era el siguiente: Se le pediría a Belarmino que viniese a
una casa cualquiera y explicase en breves palabras su sistema
filosófico. Convenientemente encubierto, se le colocaría al lado el
fonógrafo, y se impresionarían uno o dos cilindros con la disertación de
Belarmino. Al cabo de un tiempo prudencial, se le diría que estaba de
paso en Pilares un filósofo forastero, al cual le habían invitado a dar
una conferencia en el Casino, y si él, Belarmino, quería oírla, puesto
que era el único filósofo de la localidad, que le colocarían en una
habitación contigua al salón, detrás de los cortinajes, desde donde
escuchase sin ser visto. De todas estas diligencias se encargaría
Escobar, el Estudiantón, por ser con quien Belarmino mostraba mayor
confianza y estima. Nadie pensó que Belarmino pudiese reconocer su
propia voz, porque, efectivamente, en aquel aparato todavía
rudimentario, bien que se distinguiese con claridad las palabras, todas
las voces sonaban con el mismo timbre homogéneo y ronquecino.
Cuando el Estudiantón requirió a Belarmino a que expusiese su sistema,
el zapatero replicó con dulce ironía:
--¿Y qué es un sistema? Quizás lo que usted llama sistema no es lo que
yo llamo sistema. Yo, gracias a Dios, no tengo sistema. Lo que usted
quiere decir es postema. Tampoco, gracias a Dios, tengo postema.
--Bien, bien, Belarmino; confieso que no le entiendo a usted todavía.
Por eso, precisamente, no me sacio de oírle, y deseo que usted nos dé
una especie de abreviado conjunto o resumen de sus ideas. Si yo no le
entiendo, usted me entiende, porque es bilingüe, y sabe lo que le pido.
¿Acepta usted?
--Sé lo que me pide, y no tengo inconveniente en aceptar. Pero necesito
una semana de meditación.
Cumplida la semana, Belarmino se presentó en el lugar designado.
Dijérase que había pasado, no una semana de meditación, sino muchos
meses de ayuno; la noble y aguileña faz, tan enjuta, que casi era
traslúcida; el cuerpecillo, tan reducido y descarnado, que apenas
gravitaba sobre el suelo. Entró en la habitación sin inmutarse, sin
mecer una mirada de curiosidad alrededor; se sentó donde le dijeron;
inclinó la cabeza y habló tenuemente, sin accionar ni mudar de tono;
concluyó y volvió con la misma serenidad y distracción imperturbables a
su cuchitril.
Pasaron otras dos semanas. Según lo convenido, fueron dos estudiantes,
socios también del Casino, a invitar a Belarmino si quería oír, desde un
escondite, a un filósofo de paso.
--¿De dónde es ese filósofo?--preguntó Belarmino.
--De Kenisberga--respondió uno de los estudiantes, que era muy
desenvuelto.
--¿Y cómo se llama?
--Cleo de Merode.
--¿Y en qué habla?
--Anda, pues en filósofo. Todos los filósofos hablan una lengua
especial.
Belarmino quedó pensativo un punto. Que los filósofos hablaban una
lengua especial, ya lo sabía él; pero le cabía la duda si cada filósofo
hablaba una lengua distinta, inventada por él mismo, o si todos hablaban
la misma. Si lo último, entonces los filósofos eran, evidentemente,
seres privilegiados, que habían llegado a la verdad absoluta por medio
de la revelación directa.
--¿Irá mucha gente?--preguntó Belarmino.
--Anda; y las señoras más guapas y elegantes de Pilares.
--¿Un filósofo para señoras guapas y elegantes? ¡Bueno será él!--
exclamó Belarmino, decepcionado.
El despierto estudiante corrigió en un periquete:
--Caprichos de las señoras.... Han oído: un filósofo, y se han dicho,
pues vamos a verlo; será un bicho raro.
--¡Ah, ya!
--Hay un cuartito que comunica con el salón de actos, desde donde se oye
todo divinamente. A ese cuartito irán algunas personas que no gustan de
mezclarse con el público, por razones dignas de respeto; por ejemplo:
Escobar, el Aligator. ¿Cómo se iba a sentar él, con aquella ropa de
pordiosero, al lado de las señoras? En suma: que usted viene con
nosotros.
Belarmino, después de saber que el filósofo hablaría ante señoras, ya no
tenía interés ninguno en oírle. Pero se dejó llevar, con resignada
indiferencia.
Toda la tramoya había estado tan hábilmente desarrollada, que Belarmino,
a pesar de su sagacidad instintiva, no sospechaba ser víctima de un
engaño.
En el cuartito había unos veinte individuos; los más conspicuos del
belarminismo y del antibelarminismo. Estaban entornadas las maderas del
balcón, para que no se introdujese el ruido de la calle. Sentaron a
Belarmino muy cerca de un gran cortinón de velludo, color oro viejo.
Belarmino parecía sumido en completa insensibilidad, como amputado del
mundo de las cosas vivas. Si alguno le cuchicheaba al oído, él no se
daba por enterado. El Aligator, por su parte, atravesaba una de sus
crisis galvánicas y se estremecía convulso, dando ya por anticipado que
la experiencia iba a fracasar. El estudiantillo desenvuelto se acercaba
de cuando en cuando al cortinón, detrás del cual estaba apercibido el
fonógrafo; abría una rendija, inmiscuía la nariz, y se volvía a decir:
«Se va llenando el salón», «ya está lleno», «el filósofo sube al
estrado», «monsieur Cleo de Merode va a comenzar su conferencia». Oyóse
el carraspeo del fonógrafo, precursor de la emisión de la palabra. El
estudiantillo avispado dijo:
--Murmullos de aprobación.
Y a todo esto, Belarmino sin entrar en situación, ausente en remotos
limbos del pensamiento.
Una voz metálica, ronquecina, nasal, gangosa, de beodo o de fonógrafo,
rompió a decir: «Está el que come ante el Diccionario, en el tole tole,
hasta el tas, tas, tas.»
Belarmino, como si le hubieran aplicado una corriente eléctrica, saltó
sobre el asiento. Palideció mortalmente. En torno a los ojos se le abrió
ancho y profundo foso de sombra; las pupilas se le desvariaron,
abrasadas y resplandecientes.
Proseguía la voz, en un curso homogéneo, estridente, seguro, inexorable.
Belarmino, casi desfallecido sobre el asiento, en arrobo, cara al
cortinón, con los brazos abiertos, remedaba las imágenes de los santos
que recibieron la gracia de los estigmas. Jadeaba con desmayo y acopiaba
sus escasas fuerzas para suspirar de continuo: «Claro, claro; ¿qué duda
coge?» Luego, con intermitencias, como un reloj arbitrario, producía
enérgicamente, al concluirse las frases del invisible conferenciante,
una a manera de rítmica onomatopeya: «tris-tras, tris-tras, tris-tras.»
Cuando la voz catarrosa e incorpórea dijo, con la frialdad de una
sentencia fatídica: «El sapo no factura la beligerancia, la inquisición,
el pongo y quito de los comensales. El sapo rocia con capullos los
globos y zapadas de los comensales. El sapo prohija el tetraedros. El
sapo desnuda el tetraedro», Belarmino se oprimió las sienes con las
manos, echó hacia atrás la cabeza, sacudiéndola con insensato y
contenido entusiasmo, y murmuró entre dientes, mordiendo las palabras:
«¡Qué razón tiene! ¡Qué razón tiene!»
Terminó la conferencia. Belarmino se hundió en una especie de marasmo o
abstracción. El Aligator, triunfante, hacía guiños y visajes,
preguntando por señas a los otros qué les había parecido la experiencia.
De los demás, la mayor parte se retorcían, ahogando la risa; algunos
enarcaban las cejas y fruncían el labio, remisos en aceptar el valor
probatorio de la anterior experiencia.
Belarmino se incorporó, con las brumas del ensueño desparramadas todavía
en las pupilas.
--¿Y dicen ustedes--preguntó--que ese filósofo se llama Meo de Clerode?
--Asimismo; Meo de Clerode--respondió, con cara dura, el estudiantino
desenvuelto.
--Pues es un enormísimo sapo, mucho más grande aún que Salmerón.
Y Belarmino volvió a su cuchitril, cabizbajo y abismado en
preocupaciones.
--Y ahora, ¿qué dicen ustedes?--preguntó Escobar, en un arrebato
impropio de su natural modosidad.
--Que nos hemos reído la mar--respondió el estudiantillo desenvuelto.
--Esa es una contestación festiva, y el asunto es serio--replicó
severamente el Aligator.
--Sin duda--entró a decir un dentista apellidado Yagüe--, ese zapatero
sabe lo que dice y emplea siempre las mismas palabras para los mismos
objetos. Esto me parece plenamente probado. Pero se me ocurren dos
observaciones. Primera: lo que él dice, a su modo, ¿tiene alguna
importancia; merece tomarse la pena de estudiar su idioma endemoniado,
para averiguar lo que dice? Segunda: caso que lo que dice es de
importancia, ¿qué necesidad hay de inventar un idioma ininteligible para
expresarlo? Deseo que me responda a estas dos observaciones usted, señor
Escobar, que es persona _périta_.
--Respondo. En cuanto a lo primero, me remito a su juicio de usted. Dice
usted que yo soy una persona _périta_. ¿Qué quiere usted dar a entender
con esta palabra?
--Hombre...--tartajeó, turbado, el dentista--, eso la misma palabra lo
dice.... _Périto_ es el que conoce una cosa.
--Entonces, ¿por qué no dice usted conocedor, como la mayor parte de las
personas?
--Hombre, me pone usted en un aprieto. _Périto_ es también el que conoce
mejor una clase de cosas. Yo soy _périto_ en odontología....
--Entonces, ¿por qué no dice usted especialista, como la mayor parte de
las personas?
--Me envuelve usted, en lugar de aclarar mis dudas. Yo he dicho _périto_
porque he querido dar a entender varias cosas con una sola palabra.
--Justamente, eso es lo que pretende Belarmino; dar a entender varias
cosas con una sola palabra. Y como las palabras que él sabía únicamente
expresaban cada cual una cosa, ha inventado un nuevo idioma en que cada
palabra indica varias cosas, por lo menos la serie de cosas que
producen la cosa más particularmente designada por cada palabra.
--Bien; pero no ha contestado aún a mi primera observación.
--Allá voy. Tengo ya reunido un número considerable de vocablos
belarminianos y entiendo algunas de sus sentencias. Por ejemplo: en la
conferencia de hoy, la frase «está el que come ante el Diccionario, en
el tole tole, hasta el tas, tas, tas», significa: «está el hombre ante
el universo, mientras vive, hasta que muere». Esta es la versión
literal.
--Bueno; pues esa frase es una perogrullada, y no merece la pena perder
el tiempo en estudiar el idioma del zapatero, para, en definitiva, venir
a averiguar eso. ¿De manera que el diccionario es el universo? ¿Y qué
necesidad hay de mudarle el nombre?
--Perfectamente. Ese es un reparo que cabe oponerlo a los más grandes
filósofos. Un escritor francés, Stendhal, escribió que él se había
fatigado con larga asiduidad en desentrañar el sistema de Kant, para
hallar, al cabo, que no encerraba sino lo que todo el mundo sabe por
sentido común. Y en cuanto a variar la acepción usual de las palabras,
le diré a usted que todos los sistemas filosóficos deben comenzar
necesariamente por esto. Usted cree saber al dedillo lo que significan
las palabras intuición, idea, espíritu, voluntad, extensión... ¿no es
verdad?
--Desde luego, para satisfacer las necesidades de mi pensamiento.
--Pues bien; cada una de esas palabras tiene en los diferentes filósofos
un significado distinto y tal vez opuesto, y todo porque estos filósofos
querían, lo mismo que usted, satisfacer las necesidades de su
pensamiento.
--Saco en consecuencia que la filosofía no sirve para nada, como no sea
para remendar zapatos y andar mal vestido.
--Por lo menos, a Belarmino su filosofía le ha servido para ser un
santo. En esto estaremos todos conformes.
--Pues para hacerse uno santo--replicó el dentista, con aire avieso,
pensando que la objeción que ahora se le había ocurrido era
irrefutable--no es menester inventar un idioma distinto e ininteligible.
--Los santos--respondió el Aligator--, oralmente y en acción, hablan un
idioma distinto, que no entienden los que no son santos. Cada hombre que
es una cosa de veras, habla un idioma distinto, que no entiende el que
no es esa cosa, porque tienen alma distinta. El chalán habla su idioma,
el contrabandista el suyo, el suyo también el político, y el artista, y
el ferretero, y el soldado y el dentista. El mundo es como una gran
lonja, llena de sordos que aspiran a verificar sus transacciones; todos
gritan; hay un horrendo rebullicio; pero como no se oyen los unos a los
otros, no se concluye ningún trato.
Cuando hubo salido el Aligator, el estudiantillo travieso declaró en
voz alta lo que todos pensaban para sí:
--Ese hombre desarrapado está tan loco como el zapatero.
Pero en el aire quedaba flotando una verdad difusa y pesada: que Escobar
había triunfado; que Belarmino hablaba un idioma inteligible para él y
un tanto para Escobar, y que uno y otro eran personas de especie
distinta y acaso de naturaleza superior.
A oídos de Apolonio llegaron las nuevas de lo sucedido. La envidia es
clarividente; pero mira con vidrios de aumento. Apolonio valoró
clarividentemente el suceso como un triunfo de Belarmino, pero dándole
proporciones desmedidas. Para Apolonio, aquello había sido la
consagración suprema de Belarmino como filósofo, y que de allí al
acatamiento universal no había más que un paso. Apolonio paseaba,
nervioso y tremante, zapatería arriba, zapatería abajo, erguida la
cresta, amenazador continente, transido de funesta cólera. No le faltaba
sino que le nacieran espolones. No podía resignarse a la humillación.
Era imprescindible y apremiante demostrar al mundo que su cerebro
aventajaba en altitud al de Belarmino, como el cedro al hisopo. En esto
entró Novillo.
--¿Qué le ocurre a usted, amigo Apolonio? Parece usted febril.
--Don Anselmo, yo le digo: ya la ocasión es llegada que me cumpla como
amigo una promesa sagrada.
--A ver, a ver....
--En esta zapatería, y lo juro por mi dama, me prometió usté que haría
que me estrenasen el drama.
--Y sostengo la promesa. Pero es el caso que no ha venido ninguna
compañía dramática.
--A pesar de los pesares, el tiempo corre que vuela. Ahora hay una aquí,
en Pilares.
--Cierto; pero es de zarzuela.--Novillo ya replicaba en verso.
Apolonio respondió que a él no le importaba. La cuestión era que le
estrenasen el drama. El señor Novillo, como presidente de la Junta de
abonados, lo podía exigir. Novillo prometió que lo exigiría. Llevó
consigo el mamotreto, debajo del brazo, y aquella noche, en un
entreacto, entre _El monaguillo_ y _Las campanadas_, fué al cuarto del
bufo Celemín, director y primer actor de la compañía, y le dijo, a
tiempo que le entregaba el manuscrito:
--Es preciso que se estrene esta obra. Los abonados lo exigimos. Es de
un autor de la localidad. Se trata de un drama, pero la compañía puede
representarlo lo mismo.
Celemín se quedó con la obra para leerla y dar respuesta cumplida al
día siguiente. Espíritu superficial, como todos los hombres consagrados
exclusivamente a dar que reír a los demás, Celemín vió al punto que la
obra, representada convenientemente en tono de farsa, sería el mayor
éxito de risa. Al siguiente día dijo a Novillo que la obra se pondría
inmediatamente en ensayo.
Apolonio se hinchó hasta un punto inverosímil e incompatible con la
elasticidad de la piel humana. Asistía a los ensayos, como Dios a la
obra cotidiana y turbia de la creación, con aparente inconsciencia.
Dejaba hacer a Celemín, como Dios deja hacer a los déspotas y tiranos,
sabiendo que la voluntad y autoridad de ellos son inútiles, y que la
providencia, el designio providente del autor, reside dentro de cada uno
de los personajes que juegan el drama, a modo de ley fatal o ineluctable
norma de acción.
A todo esto, instigada por el malicioso Celemín, había cundido por todo
Pilares la voz de que se correría la gran juerga el día del estreno. Y
llegó la sonada ocasión.
Muchedumbre de estudiantes estaban distribuídos en localidades
estratégicas. Llevaban coronas de cebollas, ajos, puerros y otras
hortalizas de aroma desagradable y violento; dos lechuzas, varios
muciérlagos y otros avechuchos temerosos y repulsivos, a fin de arrojar
las coronas sobre el autor y soltar sobre la sala las nocturnas aves, en
la coyuntura propicia.
Los estudiantes habían determinado que lo más divertido era fingir
grandes extremos de entusiasmo. Desde los primeros versos comenzaron a
aplaudir catastróficamente. Apolonio, entre bastidores, escuchando el
estruendo, se cernía serenamente sobre los aplausos, como Zeus olímpico
sobre los truenos.
El malicioso Celemín había preparado varios trucos grotescos. Había
vestido a los actores de mamarrachos, con percalinas chillonas. Cada vez
que salía uno, estallaba un escándalo de risas y palmoteos. En el acto
segundo había un desafío entre el Señor de Oña y Estoiquiz, el tuerto,
Señor de Orduña. Celemín dispuso el desafío de manera que uno de los
combatientes diera la espalda al foro y el otro al público, y arregló,
por medio de ingenioso expediente, los calzones del que daba la espalda
al público, para que en un momento dado se le descosiesen por la parte
más prominente y rotunda y dejasen al aire ciertas interioridades. Y así
fué. Cuando se abrió el pantalón, resonó un aplauso cerrado. En
haciéndose el silencio, un escudero, que presenciaba el desafío, gritó:
¡Aquí! ¡Ayuda a mi Señor!
Traigan en seguida un mulo;
que se le está viendo el dolor,
a pesar del disimulo.
No pudo el escudero concluir la cuarteta, porque antes de acabar el
tercer verso, el coro de estudiantes interrumpió, ingiriendo un
consonante de su cosecha. A la segunda vez, el escudero dijo la
cuarteta de corrido.
¡Bien calculó el maligno Celemín lo que había de ocurrir, y cómo la
caballeresca escena cambiaba de carácter y adquiría torpe sentido con
sólo disponer los combatientes en la forma antedicha y rasgar
oportunamente la trasera de unos gregüescos! Las más sublimes escenas de
Shakespeare se hubieran descompuesto en esta piedra de toque.
En el tercer acto, un personaje decía:
Para conquistar a Orduña,
aunque con gente bisoña,
no faltó al Señor de Oña
sino el negro de una uña.
Insistentes aplausos obligaron a recitar media docena de veces la
anterior cuarteta, y después requirieron al autor que saliese al
proscenio. Cuando Apolonio progresaba hacia las candilejas, doblando a
tiempo la espina, pero sin perder, no obstante, su maravillosa
prestancia y pontificia dignidad, una voz emitió clamorosa solicitud:
«¡Que nos enseñe el negro de la uña...!» Truculentos aplausos. La voz
pertenecía a un estudiante de veterinaria; pero Apolonio, sonriendo por
dentro con fruición, pensó: «Eres Belarmino, el reptil. Bien conozco tu
silbo venenoso. Los aplausos efusivos que han asfixiado tu glosa
intempestiva, sírvante de lección y correctivo. Esta noche, el dolor de
mi triunfo te asesina. ¡Muérete, muérete, miserable!» Dígase, en honor
de la verdad, que en aquellos mismos instantes, Belarmino, el reptil,
practicaba peregrinos arpegios con su silbo, pero era en el lecho,
durmiendo y roncando a pierna suelta, a par de Xuantipa, y soñando que
sostenía un coloquio exquisito, sentados entrambos sobre las nubes, con
Meo de Clerode, el distinguido filósofo de Kenisberga.
Al concluir el drama, aclamaciones y ovaciones levantaban humo.
Apolonio, frente a la concha del apuntador, recibía el homenaje de la
multitud, henchido de vanagloria, pero indiferente en el gesto. Cayeron
a sus pies varias coronas de cebollas, ajos y puerros, adornadas con
cintas de colorines. Él las recogió y aceptó, antes con resignada
benignidad que con solicitud y apresuramiento, figurándose, porque no se
había dignado mirarlas detenidamente, que estaban formadas con
tubérculos de plantas odoríferas. Y en este momento, los estudiantes
dieron suelta a las repulsivas aves nocturnas, las cuales, deslumbradas
con la luz del petróleo, revoloteaban de uno a otro lado, chocando en el
rostro de los espectadores. Inenarrable tremolina. Las señoras lanzaban
alaridos de parturienta; de parturienta, sí; pues dos señoras, que se
hallaban encintas, abortaron; lo mismo que sucedía con las tragedias de
Esquilo.
Apolonio, con aquella su portentosa ineptitud para percibir la realidad
externa, volvió a su casa convencido de que no había habido, en los
anales de la dramaturgia, triunfo como el suyo. Ya en calzoncillos,
antes de sepultarse en el camastro, dijo entre sí, fijando el dedo
índice en medio de las cejas: «El derrotero está trazado. De aquí en
adelante, mi ocupación preferente será dar forma poética a los dramas
que se agitan aquí.» Consecuencia de tan hermosa determinación: que
comenzó a descuidar el negocio zapateril, a cumplir mal con la
clientela, a enajenársela poco a poco, porque, acosado por las deudas, a
causa de las pérdidas en el reñidero de gallos, acosaba él a su vez a
los parroquianos, intentando en ocasiones, por descuido y olvido,
cobrarles dos veces la misma factura.
Fué por entonces cuando Martínez, antiguo oficial de Belarmino, abrió,
en la Rúa Ruera, hacia la cual parecían sentir querencia todos los
zapateros, un establecimiento de calzado mecánico, «La Solidez», con
género de Mallorca, de Almansa, de Barcelona, y anunciaba una remesa de
los Estados Unidos.
Apolonio consideraba un par de botas como una obra de arte, no de otra
suerte que los príncipes del Renacimiento consideraban un libro como una
obra de arte. Para aquellos exigentes catadores de Belleza, un libro,
aunque en sus partes secundarias se emplease con tiento el troquel,
debía estar escrito a mano, aforrado en telas ricas y sellado con
joyeles a guisa de broches. Para Apolonio, un par de botas, aunque la
máquina interviniese en algunas costuras accesorias, debía estar, en sus
articulaciones esenciales, cosido a mano. Cuando los emisarios del
cardenal Besarión vieron en casa de Constantino Lascaris el primer libro
impreso, burláronse riendo de la estúpida invención, y dijeron: «Entre
los bárbaros tenía que nacer la ocurrencia, y en una villa de Alemania.
Federico de Urbino se hubiera cubierto de rubor y vergüenza si poseyese
un libro tan feo como éste.» Cuando Apolonio vió el primer par de
calzado yanqui, exclamó: «Esta es invención de salvajes. Prefiero la
alpargata, que al menos está hecha a mano. Esa nueva tienda debe
llamarse _La Estolidez_, en lugar de _La Solidez_.» Y aventuró esta
profecía, que hasta ahora ha resultado válida: «La base de la zapatería
de lujo es y será siempre el cosido a mano.» Pero no se le ocultaba a
Apolonio que «La Solidez» o «Estolidez» le amenazaba con una
competencia, quizá ruinosa.
Martínez llenaba las planas de los periódicos con llamativos reclamos,
cosa que Apolonio consideraba indigna del arte verdadero. Además,
Martínez, que representaba la ciencia pura y la aplicada, había
inventado una crema para dar lustre, «la crema Zenitram», anagrama
obtenido con el apellido del inventor, colocando en orden inverso las
letras. En uno de sus reclamos periodísticos, el dueño de «La Solidez»
anunciaba: «Todas las cremas conocidas hasta el día están compuestas
conforme a las fórmulas siguientes:
Aceite de ballena, blanco o rubio.. 45 partes.
Aceite de linaza .................. 30 »
Sebo .............................. 20 »
Materia colorante ................. 3 a 5 »
Cera blanca ....................... 2 »
Alcohol ........................... 2 »
Y daba hasta otras ocho fórmulas. Proseguía: «En el establecimiento _La
Solidez_, del conocido industrial Claudio Martínez, hay quinientas
pesetas, ¡quinientas pesetas!, a la disposición de quien demuestre que
alguna de las cremas conocidas en el mercado no están compuestas
conforme a ninguna de las fórmulas anteriores, y otras quinientas,
¡mil!, a quien pruebe que la _crema Zenitram_ no es distinta ni superior
a las otras cremas. Con la _crema Zenitram_, el calzado se mantiene
fresco y lucido eternamente. Invitamos a los competidores a que ganen
las mil pesetas rebatiendo nuestro aserto.»
Un día entró la duquesa de Somavia en la zapatería de Apolonio, y le
habló así, reservadamente:
--En la carta que mi hermano Deusdedit me escribió antes de morir, y ya
hace de esto nueve años, me decía que eras un ganso. No aprietes las
cejas.... Ya sé que eres un artista; pero eso no impide que seas también
un ganso. Mira, Apolonio; vivimos en tiempos de negociantes, y no de
artes ni de filosofías; en tiempo de Martineces, y no de Apolonios y
Belarminos. Belarmino, ahí está de remendón. Sé, por fuente fidedigna,
que vas mal. A ti te pasará lo que a Belarmino, si no afilas la uña y te
sacudes la mangana y la sandez. Soy amiga del hablar claro. Despierta o,
desde luego, te auguro que terminaréis, Belarmino y tú, en un asilo de
caridad.


CAPÍTULO VI.
EL DRAMA Y LA FILOSOFÍA.

Es tradición milenaria que en el equinoccio de septiembre el seráfico y
mansueto pastor San Francisco se siente malhumorado por una vez;
descíñese el cordón, lo blande sobre el cielo a guisa de honda, acuden
los rebaños de nubes, revientan los odres donde se guardan los vientos,
rómpense las esclusas de las aguas celestes, se embravecen los mares,
zozobran las barcas pescadoras, huyen las aves trashumantes, corren las
bestias a sus cubiles, guarécense los hombres en el hogar y el corazón
se empapa en una tristeza que es como el llanto de las cosas
perecederas.
Llevaba ya lloviendo un cuarto de luna. Entre el bosque innumerable de
menudos y apretados chorros de agua, desde la tierra al cielo, y cuya
tupida y abovedada ramazón eran las nubes grises y cárdenas, el
tembloroso lamento de las campanas basilicales se extraviaba y
desfallecía.
Era un domingo, noche ya. Apolonio mensuraba la longitud y la latitud
del comedor, paseando y sollozando el «Spirto gentil», de _La favorita_.
Con el ímpetu ascendente del musical deliquio, las pupilas habían subido
a escondérsele detrás de las bambalinas de los párpados superiores;
mostraba unos ojos blancos como los de las estatuas antiguas, y el alma
en blanco también, al modo de página virginal que espera recibir con
trazo indeleble los conceptos más sublimes. Apolonio, en aquellos
instantes, flotaba sobre la tristeza del mundo y sobre las nubes
luctuosas, como el espíritu melodioso de Jehová sobre el caos primieval.
--Señorito, que las alubias se pasan--rezongó con acritud la asistenta,
asomando el morro por una puerta--. Son ya las diez de la noche.
--¿Qué habla usted ahí, incivil criatura?--replicó Apolonio, con
sobresalto.
--Digo que son las diez, y que si se cena hoy....
--No se cena hasta que no venga don Pedrito.
--Pero es que don Pedrito no cena hoy en casa.
--¿Quién se lo ha dicho a usted?
--Mira qué caracho, él mismo; y ainda mais le dejó a usté una carta.
--¿Una carta? ¿Dónde está esa carta?
--Delante de sus mesmas narices, en la mesa y sobre su plato.
Apolonio leyó la carta. Decía: «Padre, perdón. No he nacido para cura.
Me voy con la mujer a quien adoro. Nos casaremos, y confío que, _a
pesar de todo_, usted bendecirá nuestra unión.--_Pedro_.»
Y ahora sí que Apolonio quedó como una estatua, no ya en los ojos, sino
en todos sus miembros, y con el alma pálida y vacía. Cuando al fin le
volvió la sangre a circular, dijo a la fámula:
--No se cena hoy. Tú puedes marchar ya a tu casa. Dame el impermeable.
Se dirigió a casa de la duquesa de Somavia, que había vuelto el día
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