Belarmino y Apolonio - 03

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hombre, con su inteligencia precaria, en medio de la Naturaleza, trae
aparejados el desorden, la discordia, las dudas y confusiones, en cuanto
a la finalidad. ¿Qué otra cosa es la inteligencia normal humana sin
tentación al desorden y torpeza de coordinación? Apenas levanta la
cabeza, el hombre trastrueca todo el bien concertado sistema de
finalidades con que el universo se sustenta en equilibrio, y él mismo se
erige centro del universo y foco de todas las finalidades. La finalidad
de todas las cosas reside en el hombre, dice el hombre. Pero, y el
hombre, ¿qué finalidad tiene? Comienza la era de lo absurdo. La lógica
humana, en su origen, es rudimentaria e ilógica, porque procede por
tanteos y no en derechura ni con seguridad. Débese ello a que durante
esta etapa el hombre anda buscando finalidades absolutas, en lugar de
coordinaciones experimentales y finalidades relativas; y todo porque
tiene miedo a la muerte, pusilanimidad desconocida en la Naturaleza
hasta el nacimiento de la conciencia humana. Cuando el hombre, por fin,
se limpia de niebla metafísica y se libra de superstición (que esta
palabra viene de _superesse_ y _superstare_, sobre ser, sobre estar,
sobrevivir, o seguir viviendo, y expresa el desdén irónico que sentían
los antiguos hacia los cristianos, que creían en la inmortalidad),
renuncia a escudriñar finalidades absolutas, confórmase con finalidades
concretas, naturales, biológicas, se perfecciona, se somete a la lógica
cósmica, supera el absurdo, obra con rectitud, simplicidad y eficacia,
como un mecanismo perfecto; vuelve a la Naturaleza.
Lirio va a interrumpir. Lario le contiene alargando la mano.
--Aguarda. Concluyo en seguida. ¿Qué es una ciudad, y dentro de una
ciudad, una calle? Una finalidad concreta; un lugar donde vivir de
asiento, con agrado y comodidad. El hombre ya manumitido de
supersticiones y que acepta con buena gracia los postulados biológicos,
trazará una vía ancha, en lugar llano, y edificará viviendas holgadas,
aireadas, luminosas, higiénicas, conforme a un patrón fijo y que mejor
provea en las necesidades domésticas. El conjunto será una calle lógica,
decorosa, bella. Contempla ahora ese callejón incongruente, hacinamiento
de zahurdas, que no viviendas, vergonzoso vestigio de tiempos ignorantes
y supersticiosos. Quienes levantaron esas casas no pensaban vivir en
ellas de asiento, sino de paso, de tránsito, mientras ganaban el cielo.
No les preocupaba el estar, sino el _superestar_, el sobrevivir en el
otro mundo. No les importaba la humedad, el mal olor, la falta de aire,
luz y agua, sino la salvación eterna. Todas las casucas se apretujan y
amontonan por ponerse en contacto con el torso de la catedral, o, cuando
menos, por situarse a la sombra de su torre. Sólo hay una casa decente:
esa de tres pisos, blanca y aseada, con miradores de hierro; ésa, en
cuyo piso terrizo hay una confitería, con su grande y llamativo rótulo,
que dice: «_L'Ambrosie des dieux; le plaisir des dames. Confisserie et
pâtisserie de René Colignon_.»
--¿Has concluído?
--He concluído.
--Pues voy a responderte, sin lógica, porque me revienta la lógica. La
casa esa blanca, yo la derruía, y a René Colignon lo ahorcaba de lo más
empinado de la torre de la catedral. Dices que el hombre es hombre
superior cuando se convierte en un mecanismo perfecto; vaya, cuando deja
de ser hombre. Pues yo no quiero ser hombre superior. No quiero
emanciparme de supersticiones. Quiero sentirme vivir; y no me siento
vivir sino porque sé que puedo morir. Amo la vida, porque temo la
muerte. Amo el Arte, porque es la expresión más íntima y completa de la
vida. Pongo el Arte sobre la Naturaleza, porque la Naturaleza, no
sabiendo que de continuo se está muriendo, es una realidad inexpresiva y
muerta. El árbol amarillo de otoño ignora que se muere; yo soy quien lo
sabe, cuando en un cuadro perpetúo su agonía. El Arte vivifica las
cosas, las exime de su coordinación concreta y de su finalidad
utilitaria: las hace absolutas, únicas y absurdas; las satura de esa
contradicción radical que es la vida, puesto que la vida es al propio
tiempo negación y afirmación de la muerte. Sólo las cosas vivas son
hermosas. Esa calle es hermosa, porque vive; es lo contrario de esas
calles inanimadas e inexpresivas que pregonas. Tú mismo has dicho que
las casas se amontonan, se empujan; buscan el abrigo de la catedral. Sí;
parece que las casas están dotadas de volición y de movimiento. Cada una
tiene su personalidad, su alma, su fisonomía, su gesto, su biografía.
Una medita; otra sueña; otra ríe; otra bosteza. Aquella casona de
sillares de granito, angostos y escasos huecos de románico diseño, gran
portón de arco apuntado y escudos junto al alero, es un señorón feudal
que se atreve a mirar a la Iglesia casi par a par y se mantiene
apartado de ella. Aquella otra casa solariega, de entrada barroca y
escudo blanquinoso, labrado no ha mucho, es un noble de ayer, y muy
afecto a la Iglesia, puesto que salen del portal dos dominicos de
abundantes libras. Luego vienen los burgueses, el estado llano, la
plebe. En aquella casuca amarilla, de entrada abismática, como el
orificio de una boca desdentada, galería de vidrios como antiparras, y
tejado redondo, negruzco y a trechos desguarnecido, como gorro
mugriento, vive, sin duda, un prestamista. Aquella casita cenceña y
larguirucha, con ventanas pobladas de macetas y pájaros, ¿qué ha de ser
sino la morada de una doncella talluda? Que un zapatero se asila en
aquel bajo, lo proclaman las dos disformes botas de montar que cuelgan
de sendas palomillas; y que el zapatero es persona de fantasía, se
desprende con evidencia del rótulo: «El Nenrod boscoso y equitativo.
Zapatería bilateral de Belarmino Pinto.» ¿A qué seguir? Ya he concluído
mi dibujo. ¿Qué opinas, Lario?
Lario examina el dibujo, y exclama, despojándose del sombrero, meneando
la cabeza y rascándose el colodrillo:
--La calle no puede ser más fea. El dibujo no puede ser más hermoso.
Puesto que ya la has perpetuado, ahora debían arrasar la Rúa Ruera.


CAPÍTULO III.
BELARMINO Y SU HIJA.

El Círculo republicano de Pilares estaba en la misma embocadura de la
calle del Carpio, adosado al caserón de los Jilgueros, dos hermanos
ricos, don Blas y don Fermín Jilguero, canónigos los dos, que habían
edificado aquella fábrica, alarde y amenaza a la vez, frente por frente
del mismo palacio episcopal. La intromisión del Círculo republicano en
la barriada eclesiástica traía muy desasosegados al obispo, a los
Jilgueros, a todo el cabildo y a la tropa menuda clerical que allí
avecindaba. Siempre que había reunión en el Círculo, salían los
asistentes lanzando gritos inflamatorios, cuando no blasfematorios. Por
fortuna, el Círculo tenía poca cabida. Componíase de un aposento, nada
holgado, con dos litografías por toda decoración, y seis sillas y una
mesa por todo ajuar, que el partido local había alquilado a la viuda de
un talabartero, furibundo federal en vida.
--¿Qué es la república? Un maremágnum, el ecuménico de los beligerantes,
el leal de la romana de Sastrea. Pero, sobre todo, abundo en lo del
ecuménico. Y si no, aquí estamos entre cuatro paredes...--Belarmino
Pinto, que era quien hablaba, se detuvo a escoger vocabulario adecuado
en donde escanciar la abundancia de su ideación.
--Pido la palabra para alusiones--dijo Carmelo Balmisa, un sastre muy
leído.
Belarmino se volvió para mirarle, sorprendido, casi asustado. Cada vez
que le sacudían de sus divagaciones y le sacaban del ensimismamiento
oratorio, exigiéndole atención hacia el mundo exterior, se le hacía más
violencia que si le metiesen las manos en los bolsillos y se los dejasen
vacíos y vueltos del revés. Tenía el rostro enjuto, extático, de
infantil dulcedumbre, estrecho en la mandíbula, elevado y espacioso en
la frente; los ojos negros, húmedos y llameantes: dos lenguas de fuego
flotando en óleo. Era un hombre joven aún.
--Yo soy el aludido--insistió Balmisa.
--¿El adulado?--preguntó Belarmino, esforzándose en descender hasta la
realidad externa.
--El adulado, no; el aludido--rectificó el sastre.
--Es lo mismo--respondió Belarmino, a punto de evaporarse nuevamente y
eximirse de las circunstancias en redor suyo--. Aludir es el dicho
vulgar, el material tosco. Adular es la forma confeccionada. La alusión
es siempre una adulación. ¿Te inclinas al dicho vulgar? Sea. ¿En qué te
he aludido?
--Has hablado de Sastrea. Asumo que es algo tocante a mi profesión de
sastre. Exijo que me interpretes la frasecilla completa, por si el
concepto es ofensivo. ¿Qué es maremágnum? ¿Qué es el ecuménico de los
beligerantes? ¿Quién es el leal de la romana de Sastrea? Me lisonjeo que
no has dado a entender que hay un enamorado de mi costilla, que es
Ramona, y no romana.
--¡Oh celebro vulgar!--exclamó Belarmino, resignado y abatido--. Tendré
que explicarme con palabras vulgares, para que te penetres. Maremágnum,
ello mismo lo dice, es el non plus ultra, lo mejor de lo mejor.
Ecuménico es lo mismo que reunión de conformidad. Los beligerantes, los
que están en contra. Leal, monta tanto como fiel. La romana es para
pesar. Sastrea, lo sabe cualquiera, es la señora que está pintada en la
Audiencia.
--Ahora comprendo; sólo que como eres tan misterioso...--insinuó
Balmisa, guiñando maliciosamente un ojo a dos testigos mudos, uno el
director de un diario republicano local, en donde colaboraba el sastre,
y otro un tendero de pasamanería, que se reían disimuladamente de
Belarmino--.Has querido decir que la república es un desiderátum, la
conciliación de los contrarios y el fiel de la balanza de Astrea.
--No lo he querido decir, sino que lo he dicho.
--Pero no te habíamos entendido.
--¿Has entendido a Salmerón, cuando vino a Pilares a pronunciar aquel
discurso?
--Me lisonjeo que sí.
--¿Del todo, del todo?
--Hombre, del todo....
--Pues Salmerón dijo lo que nosotros pensábamos; por eso él y nosotros
somos republicanos. Pero lo dijo de forma que sólo le podíamos entender
algunos; por eso es filósofo. Yo también soy aprendiz filósofo. Tú eres
un celebro vulgar.
--Me resigno. Ahora explícanos lo de las cuatro paredes.
--Eso es el ecuménico. ¿En dónde estamos? En una habitación. ¿Qué es
esta habitación? Un cuadrado. ¿Y qué es este cuadrado? Un círculo: el
Círculo republicano. La cuadratura del círculo. Por eso la república es
el ecuménico.
--¡Bravo! ¡Bravo!--gritaron el sastre, el periodista y el mercero,
desternillándose de risa.
Belarmino comenzó a exaltarse, ignorante ya de quienes le rodeaban.
--Nosotros estamos suscritos en este cuadrado.
--Por una cuota de dos pesetas mensuales--comentó el mercero.
--Somos círculos que estamos suscritos en un cuadrado.
--¡Ah! Inscritos--aclaró el periodista.
--Cada hombre es el centro de un círculo infinito, como dijo Pascual.
--¿Qué Pascual?--preguntó el sastre.
--Como no sea Pascal--sugirió el periodista.
--Aquel faro de la humanidad--prosiguió Belarmino, refiriéndose al
mentado Pascual--que aborrecía a los jesuítas, como nos dijo Salmerón en
su discurso. ¡Mueran los jesuítas!--gritó Belarmino, fuera de sí, puesto
en pie--. ¡Viva Pascual! ¡Viva Salmerón!--clamó, señalando una
litografía, color sepia, que colgaba de la pared y representaba al
aclamado--. ¡Viva la república!--señaló otra litografía iluminada, que
figuraba una señora gorda, con túnica tricolor, una antorcha en la mano
y a los pies un león y unas cadenas rotas--. ¡Muera la curia romana!
¡Muera el Tribunal de la Rota!
--Muérete tú de una vez, tontorontaina, adúltero, babayo, antes que nos
mates a todos a disgustos--chilló una voz mordaz, al tiempo que una
mujer, antes joven que vieja y nada fea, con la faz distendida, como una
Euménide, penetraba, vestida de huracán y desolación, en aquel círculo
que era un cuadrado, e iba a hacer presa sobre Belarmino. Era Xuantipa,
la mujer legítima del agudo, elocuente y fogoso zapatero. El nombre
Xuantipa provenía, por contracción, de Xuana la Tipa, alias o apéndice
adquirido por herencia paterna. Su progenitor Xuan, el Tipo, vinatero,
procedente de Toro, fué el primer usufructuario del dicho apéndice o
alias, y lo debía a que, estando irritado, y se irritaba a menudo,
amenazaba con quitar el tipo al _sursum corda_. Xuantipa se ataviaba a
la usanza, llamativa y gentil, de las menestrales: pañuelo de seda
amarillo al cuello, pañoleta de Vergara, de colores vivísimos, cruzada
al pecho y anudada a la espalda, falda de cretona azul, rameada en
blanco. Belarmino vestía a lo señor. El único signo de sus menesteres
profesionales era un delantal de piel, que llevaba arrollado bajo el
chaleco, habiendo dejado por descuido un ángulo fuera, al modo de mandil
masónico. Existía notoria incongruencia entre Belarmino y su mujer.
Xuantipa zamarreó a Belarmino y le arrastró por las solapas hacia
fuera. Belarmino miraba con gesto exculpatorio a sus amigos, como
diciendo: «Perdono; es una mujer inferior». Antes de salir, Xuantipa
apostrofó a los que quedaban:
--Pillos, que tomáis a este babayo de mona para reírvos.
Según bajaban las escaleras, Belarmino bisbiseaba, como si hablase
consigo mismo:
--Y esto un día, y otro día, y otro día....
--Lo mismo digo yo--replicó iracunda Xuantipa--; un día, y otro día, y
otro día, y jamás aprendes, babayo.
--Ya te he dicho, mujer, que todo lo llevo con resignación, todo, menos
que me llames babayo. Con esa palabra vulgar me parece que me cubres de
inmundicia.
Xuantipa condujo de la solapa a Belarmino, a través de las acostumbradas
calles de amargura. Los chicuelos les seguían, a distancia prudente,
canturreando:
Hoy a la Xuantipa
le duele la tripa.
Monxú Codorniú,
lo pagarás tú.
La Xuantipa les arrojaba guijarros. Desparramábanse los pilletes, pero
volvían a poco con la cantata. Belarmino caminaba con talante digno y
admirable. Así llegaron a la zapatería. En la zapatería aguardaba a
Belarmino un caballerete. Xuantipa se perdió por una puerta de la
trastienda. Quedaron a solas el caballerete y Belarmino. Dijo el
caballerete, apuntando desdeñosamente con el bastón a un par de botas
que yacía sobre el mostrador:
--Belarmino, te devuelvo ese par de botas; no me sirven. Tú haces el
calzado sedicioso, republicano....
--Usted dispense, don Manolito. En mi profesión soy analfabético. Quiero
decir que, como zapatero, no tengo preferencias políticas, sino como
ciudadano. La ciencia zapateresca ignora las cláusulas políticas; por
eso es analfabética. Yo, lo mismo hago botas de monte y campo, que botas
de montar o zapatos higuelife. También confecciono calzado para
religiosos y sacerdotes; ahí ve usted, don Manolito.
--Esas botas no me sirven. Estoy decidido a encargarme el calzado fuera
de Pilares.
--¿Qué le vamos a hacer? Pero este par de botas...--murmuró Belarmino,
dando vueltas a una de ellas, y descubriendo consternado los desgastes y
quebrantos que la bota había padecido por el uso, evidentemente prolijo.
Añadió con timidez:--Están muy usadas.
--Por favorecerte, las he puesto un par de veces.
--Algo más--se atrevió a corregir Belarmino.
--Quizás media docena de veces. Cuando las recibí y las probé, vi que
no me estaban bien. Pero pensé: «¡Si se las devuelvo al pobre Belarmino,
creerá que es manía.» Y me las puse, para ensayar si se adaptaban al
pie. Imposible. Pues no conforme con esto, y porque me disgustaba
devolvértelas, ensayé otros días, no más de seis veces, hasta que, a
pesar mío, me convencí que no me sirven. Y todavía no me agradeces el
favor.... Temo que has perdido los papeles; pero, con todo, y antes de
encargar el calzado fuera, me resigno a que me hagas otro par, a ver si
esta vez aciertas. Ea, abur.
Y se fué.
Belarmino extrajo del cajón del mostrador un libro, que era un
diccionario de la lengua castellana, y con él bajo el brazo se sentó en
una silleta, cerca de una de las puertas de entrada.
--¡Eh, tú, Celesto! ¿Estás ahí?
De un ángulo de sombra surgió un rapacejo pelirrojo, como de doce años:
el aprendiz. Se acercó con la boca abierta.
--¿Tienes algo que hacer?
--Nada.
--No hay encargos, ¿verdad?
--No, señor.
--Pues saca de paseo a la neñina, hasta la plaza de la catedral, que da
el sol. Yo quedo aquí al cuidado.
El rapacejo penetró por la trastienda y volvió a salir en un momento,
con una criatura de unos siete años. Belarmino la tomó en brazos:
--¿Quieres a tu padre?
--Sí, quiero--respondió la preciosa chiquilla.
--¿Mucho?
--Mucho, mucho.
Belarmino besó a su hija con ternura y largueza Luego se la encomendó al
aprendiz, dándole de paso una moneda de cinco céntimos:
--Toma una perrina, para que le compres una cachava de caramelo. Y que
sea colorada, porque de ésas le gustan más.
Y ya por su cuenta, Belarmino abrió el diccionario y comenzó a tomar
notas en un cuadernillo de hule que sacó de la chaqueta. Apenas
transcurridos cinco minutos, irrumpió en la zapatería el voluminoso y
rubicundo don René Colignon, fabricante de achicoria y confitero. Su
rubicundez era tan flamígera que proyectaba reflejos en las paredes.
Tenía, además, la epidermis tirante y barnizada, como una vejiga de
manteca, y poseía una perilla color de trigo, esmeradamente construída,
desde donde se alzaba la blanquecina barbeta, como un huevo en una
huevera de latón dorado. Ojillos galos, rabelesianos, azules y alegres,
que delataban al deleitante de la mesa y del lecho.
Como antes de penetrar el señor Colignon le anunció, al modo de heraldo,
un resplandor rojizo y canicular, Belarmino se apresuró a esconder el
libro y el cuadernito de notas.
--_Oh, monsieur le cordonnier! Mon cher ami le cordonnier!_--entró
diciendo el señor Colignon, con modulaciones y altibajos en la voz, que
sonaban como las gárgaras de un pavo; los brazos abiertos, con que
estrechó contra su corpacho al manso, dulce y enjuto Belarmino--. Que yo
os quiero, ilustre y simpático _cordonnier_.
--Yo también le quiero a usted, señor Coliñón, sin guardarle rencor por
el mote.
--Que no ha estado mi falta, amado Belarmino.
El caso es que las gentes, nada avezadas a la prosodia francesa, habían
convertido el _monsieur le cordonnier_ en monxú Codorniú.
--Y hasta me han sacado cantares--añadió Belarmino.
--Ya, ya; pero ello no ha estado mi falta.
--Lo sé. A mí me gusta hablar con usted, que es persona ilustrada y sabe
de tierras lueñes; sobre todo, que viene usted de una república de
estranjis.
--De estranjis.... ¡Ja! ¡Ja! Delicioso....--El señor Colignon emitió una
risotada que era como sonoro glogló de pavo.--Quería preguntarte una
pequeña cosa que me ha venido anoche a la cabeza. ¿Por qué es que tú
llamas tu zapatería «El Nenrod boscoso y equitativo», y metes que es
bilateral?
--Quedará usted complacido en un finiquito.
El aquel de hablar bien y pensar de doble fondo, y, en antonomasia, ser
filósofo.
--¿Eres tú filósofo? Creía que tú eras solamente republicano y orador.
--¿Orador? ¡Arreniego! Los oradores son los lentes--(lentes =
entes)--más vulgares. Desprecio la oratoria. Claro que hablo en público;
pero no quiero ser orador, sino locuente, sólo locuente, como mi maestro
Salmerón. Bueno; también republicano de celebro; por eso soy filósofo.
Ahí está Salmerón. Yo no soy todavía del todo filósofo; pero cada día lo
soy más. Y andando el tiempo.... Pues el aquel de la filosofía no es más
que enanchar las palabras, como si dijéramos meterlas en la horma. Si
encontrásemos una sola palabra en donde cupieran todas las cosas, vamos,
una horma para todos los pies; eso es la filosofía, tal como la apunta
mi intelecto. Ya daré, ya daré en el chisgaravís--(chisgaravís =
quid)--. Entre que doy o no, me aplaco haciendo hormas para varios pies
y enanchando palabras para varias cosas, cuantas más, mejor; ecolicuá el
doble fondo. Ahora usted se penetrará. El Nenrod; éste es nombre propio
y no se puede enanchar. Boscoso; adula, o como otros vulgares dicen,
alude al boscan, que es una piel, al bosque o monte, porque hago botas
de monte, y al oso, porque se engrasa el material con unto de oso.
Equitativo; porque hago botas de montar, o sea de equitación; porque
están hechas sobre seguro, como en la Equitativa, y porque la ciencia
zapateresca ignora las cláusulas políticas, y así manifactura un
escarpín para la reina de Escocia, como un zueco ferrado para el
sacamantecas, o un zapato de hebilla para el camarlengo; total, equis.
El hervor que se movió en el recinto torácico del señor Colignon ya no
fué glogló de pavo singular, sino greguería de piara navideña. Abrazaba
una y otra vez a Belarmino, diciéndole, en los ojos lágrimas provocadas
por la risa:
--¡Que tú eres grande, _monsieur le cordonnier_, que tú eres grande!
Las regocijadas zalemas del señor Colignon no enojaban a Belarmino;
antes le producían emoción y halago. Era muy penetrativo el zapatero,
rápido en percatarse del mecanismo y expresión de pasiones y afectos;
pero como al propio tiempo su bondad aventajaba aún a su penetración,
cuando sospechaba un sentimiento ajeno de hostilidad o mofa, rehuía
darse por enterado. Sabía distinguir, por lo tanto, entre risas y risas.
En las risotadas del abundante y rubicundo señor Colignon, especie de
rebase _ex abundantia cordis_, Belarmino adivinaba una amable cualidad
personal, o acaso cualidad de raza: la de admirar con alegría. ¡Cuán de
otro linaje las risitas celadas y maliciosas del sastre Balmisa y demás
tertuliantes del Círculo republicano; expresión ambigua de un corazón de
secano y de un celebro oscurecido! Así pensaba el zapatero. Pero como
compadecía y amaba, porque lo habían menester, a sus contertulios,
asistía diariamente a ejercitarles en los procedimientos del discurso de
doble fondo.
Ya que el señor Colignon terminó de sahumar el ambiente con aquel
copioso rebase de optimismo, Belarmino quedó un punto en suspenso,
temeroso de que su interlocutor solicitase por último el significado de
la palabra bilateral aplicada al establecimiento de zapatería. Como
filósofo catecúmeno, Belarmino empleaba algunos términos a los cuales
daba valor místico, y cuyo contenido no hubiera acertado jamás a
elucidar satisfactoriamente. Por fortuna, el señor Colignon olvidó
llevar sus pesquisas hasta la bilateralidad de la zapatería. El francés
y el español prosiguieron la cháchara, muy al mutuo sabor, hasta que se
presentó Xuantipa. La zapatera consorte se dirigió al señor Colignon con
extremada cortesía y miramiento. Estas civiles afectaciones no se
producían en Xuantipa sino en coyunturas extraordinarias y con razón
suficiente. La razón era que hacía tiempo el señor Colignon había
prestado al matrimonio Pinto mil pesetas, sin recibo ni documento alguno
comprobatorio, y la Pinta premeditaba sangrar nuevamente al sanguíneo y
rubicundo confitero, y aliviarle de un regular chorro de pesetillas. El
señor Colignon era muy rico. La gran casa en donde vivía y ejercía el
comercio era de su propiedad. La había levantado con los rendimientos
abundosísimos de la confitería, pastelería y chocolatería, y de una
fábrica de achicoria que poseía en las afueras de la ciudad. En cambio,
hasta los gatos de la calle sabían que la casa Pinto decaía, se
empeñaba, estaba en un tris de desaparecer, debido a que Belarmino
descuidaba sus intereses por mezclarse en politiquerías.
--¿Qué botas son éstas?--preguntó Xuantipa, indicando los miserables
residuos que don Manolito había desechado a pretexto de que no le habían
servido--. Parecen botas de un pobre de los caminos.
--Son unas botas de don Manolito Cuevas; para un arreglo.
--Pues no se las arregles si no las paga por adelantado; es un hambrón,
que no tiene ni para sardinas--rezongó Xuantipa, recobrando su habitual
rostro torvo, de Euménide--. ¿Cuántos pares te debe?
Belarmino no se acordaba con precisión. Lo mismo podían ser quince, que
veinte, que veinticinco pares. Pero, ¿cómo se lo decía a la irritable
Xuantipa, sin suscitar una escena ominosa, y en presencia del señor
Colignon?
--Dos o tres pares--dijo, al fin, Belarmino.
--¿No sabes si son dos o tres?--preguntó Xuantipa, irguiéndose rápida y
enderezando las sierpes de sus ojos hacia el anonadado Belarmino.
--Lo tengo apuntado.
--¿En dónde? A ver, a ver...--exigió Xuantipa, alargando el brazo
amenazador.
--Mujer...--suplicó Belarmino.
--Xuantipa, cuando él lo dice.... Belarmino es un hombre
verdadero--medió el señor Colignon.
--¿Ese un hombre verdadero? ¿Ese mastuerzo, ese babayo, un hombre
verdadero? Lo habrá sido antes, de soltero. Ahora.... Un tontorontaina,
un hazmerreír, un holgazán. Eso, eso es lo que es. Usted no le conoce,
señor Coliñón.
--Esto que yo he deseado decir es que Belarmino habla verdad. Sea usted
tranquila, Xuantipa; póngase usted tranquila.
--¡Tranquila, tranquila!... Si es para tocarse del queso. Esto se lo
lleva la trampa, porque no hay un hombre aquí. ¿Qué va a ser de mí? ¿Qué
va a ser de esa pobre neñina inocente? Porque yo, bien lo sabe Dios,
perdono, hago como que no sé. Pero no me chupo el dedo.... ¡A mí me la
va a dar ese babayo!...--rugió Xuantipa con voz ronca y ojos áridos y
contraídos, que se esforzaban inútilmente en exprimir algunas
lágrimas--. Pero se ha acabao, se ha acabao y se ha acabao. Se lo juro a
usted por éstas--y, más que besar, chascó los labios, delgados y secos,
sobre una cruz improvisada con el pulgar y el índice de la mano
diestra--. Desde hoy mismo, tomo yo el gobierno de todo, y si éste no
sirve para otra cosa, que haga las camas, y lave los orinales, y barra,
y cocine, y que cante el himno de Riego mientras friega los platos.
--Pero, ¿es que sabe usted hacer calzado? Porque eso es lo
principal--dijo sonriente el señor Colignon, procurando rebajar el
diapasón dramático de la escena a un tono más cuoloquial y tranquilo.
Belarmino permanecía baja la testa, de precoz calvicie; un haz de luz
venía al soslayo a clavarse en ella, como una espada en la cabeza de un
mártir.
--Pues si yo supiera hacer calzado...--replicó Xuantipa--, estaba ya
todo requeterresolvido y en un periquete. Pero, ya ve usté.... Cuando
nos casamos, había aquí seis oficiales y oficialas, y no dábamos abasto
a los encargos y pedidos. Un miserable aprendiz sóbranos hoy.
--Bueno, hace falta volver a lo de antes, y volverán ustedes--afirmó el
optimista y rosáceo señor Colignon.
--¡Dios le oiga!--oró Xuantipa, adoptando una actitud devota
convencional.
--Yo creo que usted debe intervenir algo en el negocio, Xuantipa: llevar
la administración, hacer a los deudores que ellos paguen.... Usted sirve
para eso, tanto como Belarmino creo que no sirve.
--¿Que si sirvo? Si éste me dijera de verdad quiénes son los que no
pagan, le prometo a usted que, o pagan, o les saco el galillo.
--¿Qué es lo que tú opinas de mi plan, Belarmino?
--Bien, muy bien--elevando los ojos, con beatitud.
--A éste, todo lo que sea ahorrarse trabajo y molestias le sabe a
gloria.
--Él hará lo que le pertenece--declaró convencido el señor Colignon--.
Y ahora, ¡coraje y hacia adelante!
Un nuevo personaje penetró desde la calle. Era un vecino, sin duda,
puesto que venía con cilíndrico gorrete de andar por casa, muy
cochambroso por cierto; nariz minúscula y erisipelosa; antiparras
cuadradas; color amarilla; boca circular, desdentada, negra, honda como
una sima. Vestía levitín raquítico, rapado y camaleónico, por sus
tornasoles; bufanda de Palencia, enroscada al pescuezo; estrechos
pantalones a cuadros, con sendas prominencias en las rótulas. Calzábase
con zapatillas de orillo. Sobre la oreja diestra, larga pluma de ave,
color toronja; la bocamanga izquierda, revestida con una especie de
malla o red de negras rayas, que no eran sino las huellas y rasgos de
haber limpiado allí los puntos de la pluma. Emitía en la atmósfera un
efluvio sombrío y pesimista, como si poseyese una zona de influencia
nefasta. Era, por prestigio o metamorfosis, la encarnación humana de
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