Belarmino y Apolonio - 10

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anterior a Pilares, huyendo de la inclemencia, melancolía y tedio de la
aldea. Llevaba la carta en la mano, sin protegerla de la lluvia.
--¿Qué te sucede, Apolonio?--preguntó la duquesa, alarmada ante aquel
hombre como de piedra--. ¿La catástrofe, la quiebra, el embargo? Me lo
presumía.
--¡Pluguiera a Dios!--murmuró cavernoso Apolonio. Y tendió la carta.
--Chico, este papel es una sopa. Se ha corrido la letra y no puedo leer.
--¡Pluguiera a Dios cegarme, antes de haberla yo leído! Pero ya, ¿qué he
de hacer? ¡Ah! Resignarme y perdonar la mano que me ha herido. Apuraré
esta copa hasta las heces, y leeré la carta por dos veces.
Y leyó la carta a la duquesa. En el fondo, tan en el fondo que ni él
mismo se daba cuenta, Apolonio se sentía orgullosísimo, creyéndose en
aquellos momentos un personaje trágico de verdad e imaginando inspirar a
la duquesa fuerte interés patético.
--¡Bah! Temí, al verte, que se trataba de algo grave. Siéntate. Aunque
hay que resolver de prisa, para resolver de prisa hay que pensar
despacio. Siéntate.
«Siéntate»; que fué lo que le dijo Napoleón a la reina de Prusia, en
ocasión que la soberana, por conseguir un tratado menos infamante, quiso
conmover al corso, representándole una escena dolorosa y teatral.
Bien sabía Apolonio que la tragedia exige hablar en pie y con coturno.
Al sentarse, comprendió que estaba peor que en ridículo, humillado, como
un ídolo al que derriban. Dejó caer la cabeza, vergonzoso.
--Vamos por partes. Tú, de seguro, no sabes quién es la mujer a quien
adora el desmandado don Pedrito.--Apolonio denegó con la cabeza.--¿Qué
has de saber tú, si no vives en la tierra? Ni sospecha tendrás.--Nueva
denegación.--Pues chico, te lo voy a decir yo: es la hija de Belarmino.
--¡Eso no, eso no! Antes la muerte--rugió Apolonio, poniéndose en pie,
ahora realmente enfurecido--.Yo ya estaba dispuesto a perdonar, a
bendecir. Hasta pensaba en los nietecitos.... Pero eso, ¡jamás!
--A buena parte vas.... Que ya pensabas en los nietos, en seguida te lo
calé. Pero, siéntate. Claro que no sabes ni sospechas cómo, cuándo, a
qué hora y por dónde se han fugado, ni se te ocurre el medio de
averiguarlo.--Denegación muda.--De modo que yo soy quien tengo que
hacerlo todo. Discurramos con calma. Que Angustias es la raptada, no me
cabe duda. Sé que al pícaro don Pedrito le gustaba la niña, que se veían
a menudo en vacaciones, y hasta que le escribía desde el Seminario;
pero, la verdad, no creí que iba a perder el sentido hasta ese punto.
¡Cosas de chicos! ¿Quién les pudo ayudar en la fuga? A mí no se me
ocurre sino una persona: Felicita, la Consumida.
--¡Infame alcahueta!
--No digas palabras malsonantes. Eso de la alcahuetería es cosa muy
relativa. Todas las mujeres, en llegando a cierta edad, si son amorosas
todavía, como no están en sazón de que las amen y ellas no aciertan a
vivir sino en la atmósfera del amor, se perecen por proteger y concertar
amores ajenos. Es una debilidad disculpable, y más en el caso de
Felicita, que, aunque acecinada, ama, la aman, pero no se le logra la
satisfacción de sus deseos. Angustias iba a cada paso de visita a casa
de la solterona, y, si no iba, la solterona enviaba a buscarla. Es
público en la calle. Tu hijo iba de visita a casa de la solterona.
¿Tampoco sabías eso?--Negativa muda.--Pues, átame esos cabos. La idea de
la fuga ha sido inspirada, alentada y en resolución favorecida por la
solterona. Ella lo sabe todo. ¿Cómo sacárselo? Antes de responder, es
preciso que declares cuál es tu propósito y voluntad. Si te avienes con
lo ocurrido, y consientes en el matrimonio.
--¡Jamás! ¡Jamás! ¡Jamás!--interrumpió Apolonio, poniéndose en pie.
--Siéntate, hombre, siéntate. Soy de tu opinión. El alocado don Pedrito
tiene por delante un hermoso porvenir. Sería una estupidez echarlo a
rodar de esa manera. ¿Qué iba a hacer él, sin oficio ni beneficio,
casado con una pitusa, hija de un remendón que no tiene sobre qué caerse
muerto? Yo no podría aprobar semejante desatino. Queda la cuestión de
conciencia, la moral. Yo me río de lo que la gente suele entender por
moral. Eso de la moral debe de ser cosa de herencia, como la escrófula y
el herpetismo; yo, por más que me palpo, no encuentro haber recibido con
la sangre de mis antepasados esa moral gazmoña de que otros hacen gala.
Reconozco que la chica va a quedar en situación molesta por algún
tiempo, ante los ojos de la gente. Pero vendrá el olvido, y vendrá muy
pronto. El tiempo borra más de prisa los surcos de la memoria que las
cicatrices de la carne. Si vamos a medir con cuidado, más pierde tu hijo
en su reputación que la hija de Belarmino en la suya. Pero existe una
consideración, de la cual debemos hacernos cargo. Impidiendo el
matrimonio, ¿decretamos que Angustias sea una desgraciada? Yo digo que
no; eso es pan de todos los días. Sobre todo, si es desgraciada será por
culpa suya, por no tomar la cosa naturalmente. Pero, aun así y todo,
estoy convencida que mucho más desgraciada sería casándose en tales
circunstancias, y que diría infinitas más veces: «¿por qué me habré
casado?», de las que ha de decir: «¿por qué estorbaron que me casase?»
Con eso, mi conciencia se queda tranquila, y no tengo inconveniente en
desbaratar ese desatentado casorio. Ahora vamos a sacar a Felicita
todas las noticias necesarias. Hemos discurrido despacio, y es ya tiempo
de proceder de prisa.
La duquesa tiró de un cordón de la campanilla y movilizó la servidumbre.
A un criado le ordenó que enganchasen al punto el landó, para ir de
jornada, quizá toda la noche; a otro le envió a la fonda del señor
Novillo a buscarle, que viniese apercibido con saco de viaje, a fin de
ponerse sin dilación en camino (la duquesa sabía que Novillo era hombre
inútil si no llevaba consigo los tintes y adobes de tocador); a Patón le
dijo que se vistiese; a otro criado le pidió recado de escribir, y en
escribiendo una esquela sucinta (decía: «Muy señora mía: por informes
indubitables y reservados, sé que no es usted ajena a la fuga de Pedrito
Caramanzana y la hija de Belarmino. Don Anselmo Novillo sale ahora mismo
a la captura de los prófugos. No dudamos que usted nos proporcionará los
detalles imprescindibles. Si usted, debido a otras preocupaciones, no
recordase estos pormenores que necesitarnos, tendremos sumo gusto en
requerir al juzgado para que, sin pérdida de momento, le refresque a
usted la memoria. Suya afectísima, _Beatriz, duquesa de Somavia»_), le
despachó con la misiva a casa de Felicita. Este criado volvió antes que
ningún otro, con la respuesta. Estaba escrita con letra vacilante y
temblona, y rezaba: «Ilustre señora: Pedrito y Augustias salieron en un
coche para Inhiesta, a las cinco de la tarde de hoy. Se idolatran.
Quieren casarse. Yo creí ejecutar una acción generosa ayudándoles.
Llevan cincuenta duros que les presté; y no es que los reclame.
Perdónelos y perdóneme, si nos equivocamos, por haber amado tanto. Su
sierva, _Felicita Quemada_.»
--¡Qué tía chiflada!--exclamó la duquesa--.Ese Cupido es el gran
enredador. Si yo pudiese, hacía con él lo que se hace con los gatos y
con los bueyes....--Y soltó un ajo enérgico.
Llegó Novillo cuando la duquesa se hallaba en aquella disposición
antitaurina y antiamorosa; llegó el criado anunciando que el coche
estaba dispuesto; llegó Patón, vestido de jornada, con botas altas y
capote.
--¿Qué dispone mi señora?--preguntó Novillo, inclinándose
ceremoniosamente, en la mano un saquito que contenía impenetrables
secretos de alquimia cosmética.
--¿Que qué dispongo? Estaba diciendo que si de mí dependiera, dispondría
que no hubiese más novillos y todos fuesen bueyes; son más útiles a la
agricultura. No pongas en vibración el hocico. No había reparado que te
apellidas Novillo. No se trata de una alusión personal, sino de una
apreciación de orden general. Tú eres un novillo inofensivo y adorable.
Y ahora, en marcha a Inhiesta.
Iréis, Apolonio, como padre, y Novillo, en representación de mi
autoridad. Como el don Pedrito es mozo de empuje y más fuerte que
vosotros dos, y además, se hallará demasiado encalabrinado y consentido
para que le separen del pesebre cuando apenas se ha acercado a él, con
vosotros va Patón, que es más bruto que un mulo, y le sujetará si se
desmanda. Conque derechos a Inhiesta, y me traéis aquí al fugitivo; yo
le tendré a buen recaudo los pocos días que restan hasta que comience el
curso en el Seminario. Y, cuidado, Apolonio; nada de amonestaciones ni
reprimendas. Eso me toca a mí. Andando, antes que los fugitivos tomen el
tren que pasa mañana por Inhiesta.
Partió la cuadrilla, como dispuso la duquesa. Llovía, llovía. En el
pescante iban el cochero y Patón. Dentro, Novillo y Apolonio, tiesos,
sin cambiar palabra, como dos fetiches llevados a extender el culto a
nuevos territorios. Así transcurrió una hora; una hora prolongada,
estirada, adelgazada en una hebra interminable y perezosa, como si
estuviese hilada con ritmo lentísimo por las yemas de unos dedos rígidos
y entumecidos: los cascabeles de las yeguas. Tras, tras, tras, sonaban
los cascabeles, con lento giro, consumiendo en forma de hilo moroso la
abultada y sucia madeja de las horas nocturnas, que forzosamente había
que hilar y devanar.
Después de lo que Apolonio calculó como una eternidad de silencio, se
atrevió a decir:
--No conozco la topografía de la provincia, porque no soy indígena.
Ignoro a que distancia está Inhiesta.
Novillo sacó el reloj y encendió un mixto.
--Son las doce. Llegaremos a Inhiesta a las siete de la mañana.
--Tan lejos.... Pues es cosa que nos acomodemos para descabezar un sueño.
--Estoy inquieto, amigo Apolonio. La humedad y el frío me sientan
malísimamente. He olvidado traer una manta de viaje. Pero, ¿qué le hemos
de hacer? Procuremos dormir.
Novillo, a tientas, abrió el maletín; extrajo de él un tarro que había
sido de aceitunas y que estaba lleno de agua clara; se sacó con disimulo
la dentadura postiza y la metió en el tarro. No podía dormirse con
aquellos dientes ajenos, porque le mordían, a pesar suyo, la lengua,
como si el antiguo propietario viniese, a favor de las tinieblas del
sueño, a vengarse del macabro usufructo. Es decir, Novillo se figuraba
que, así como los pelos de su peluquín pertenecían, sin duda, a un
difunto, que otro tanto acontecía con los dientes. A veces, bajo el
influjo de una gran contrariedad, o acongojado por la timidez amorosa,
estaba cierto, puesto que recibía la sensación, de que se le erizaban
los cabellos del peluquín. ¿Qué podía ser esto, sino que el espíritu del
difunto montaba en cólera contra el profanador de sus restos mortales?
Pero Novillo, con ánimo decidido y corazón entero, afrontaba estas
escalofriantes escaramuzas con lo sobrenatural y suprasensible, con tal
de no aparecer calvo y desdentado a los ojos de Felicita.
Despojóse Novillo también del peluquín; extendió por la cara un
«Ungüento pompeyano», para preservar la piel sin arrugas, y se dispuso a
dormitar. Adormiláronse Apolonio y Novillo sobre el traqueteo y el
cascabeleo. Despertóles un silencio, como si de un tirón les hubiesen
arrancado la almohada.
--¿Qué pasa, que se ha parado el coche?--preguntaron entrambos a la vez,
y tendieron el oído.
--¿Quién eres, chacho?--gritaba el cochero.
--Soy Celesto, el zagal de Cachán--respondió una voz. Este Celesto había
sido oficial de Belarmino años atrás.
--¿De dónde vienes, hom?
--De Inhiesta.
--¿A quién llevaste?
--A dos amigos míos.
--¿Puede saberse quiénes son?
--No se puede saber. Conque adiós, y arrea palante.
Y oyóse un revuelo de cascabeles, que se dividían en dos bandadas, y
cada cual volaba en dirección opuesta. Novillo y Apolonio recobraron la
almohada de ruidos y vaivenes, y se adormecieron de nuevo. El primero en
despertar fué Novillo. La luz de la mañana se desleía ya en el agua
turbia de la lluvia. Novillo, antes que Apolonio despertase, retrajo a
su lugar correspondiente las apócrifas excrecencias capilares y óseas.
Un escalofrío se le difundió entre cuero y carne: «Malo--pensó--; he
cogido un resfriado. Tanto como me afectan....» Estornudó, y al ruido del
estornudo Apolonio abrió los ojos.
Llegaron a Inhiesta a las ocho de la mañana, y detuvieron el carruaje en
la única posada del pueblo.
--Esos palomos estarán en lo mejor del sueño--dijo Novillo--. Se me
parte el corazón, considerando que tengo que cortar un idilio en flor.
Pero yo no soy la voluntad; soy el brazo que ejecuta. Hay que concluir
cuanto antes y volver a Pilares sin tardanza. Yo acabo de atrapar un
resfriado y no quiero que pase a mayores.
Una criada de la hospedería, acompañada de Patón, subió al cuarto de los
novios. Llamó en la puerta con los nudillos.
--¿Quién va?--preguntó el seminarista.
--Señorito; alguien le espera abajo.
--Que espere; yo no bajo.
La criada insistió. Después de un rato, el seminarista, a medio vestir,
salió a la puerta, a fin de despedir airadamente a la criada. Patón lo
trincó, le tapó la boca, y, en vilo, lo bajó y lo metió en el coche.
Novillo pagó la cuenta a la posadera; y no hubo más. Arriba esperaba
Angustias. Apolonio no quería pensar en ella. Novillo, con su resfriado,
no podía pensar en ella.
A las cinco de la tarde, la cuadrilla cazadora, con el cautivo, estaban
de vuelta en el palacio de Somavia. Novillo fué derecho a su fonda, con
un fuerte dolor de costado. La duquesa hizo encerrar al seminarista,
diciéndole previamente con cierto dejo irónico:
--Aquí te estarás a buen recaudo, hasta que comience el curso. Medita,
hijo, medita, en quietud y a la sombra, la burrada que ibas a cometer,
dejando el servicio de Dios y su pingüe soldada, por el servicio de una
criatura mortal, hija de un zapatero remendón, que ni tú ni ella tenéis
para llevaros un mendrugo a la boca.
Don Pedrito, deshecho en amargura, se atrevió a murmurar:
--Pero en el Seminario no querrán admitirme.
«Vaya con el monigote--pensó la duquesa--. Eso no se me había ocurrido a
mí. ¿Que no te admitirán? Te admitirán, o yo no soy Beatriz Valdedulla.»
Avisó que no desenganchasen el coche, y se hizo conducir al palacio
episcopal. Al llegar la duquesa a la portalada, salía el Padre Alesón.
«Esos mastuerzos se me han adelantado.»
Se le habían, en efecto, adelantado los Padres dominicos, a cuya Orden
pertenecía el obispo.
--Pero a mí no se me encoge el ombligo--murmuró en voz audible la
duquesa, según subía las escaleras, par a par de un familiar de Su
Ilustrísima, clérigo bisoño y doliente, el cual, oyendo esta expresión
extraña y para él inexplicable, fué víctima de un ataque de turbación
tan intenso, que tropezó en un peldaño y a poco cae de bruces.
«¿Qué habrá pasado aquí? ¿De qué talante encontraré a ese Facundo, tan
estrecho, el infeliz, de mollera?»
Angustias, al huir, no atreviéndose a dejar cuenta de sí a Xuantipa, por
temor, ni a Belarmino, por amor, había usado de subterfugio y largo
rodeo, adoctrinada por Felicita. El día de la fuga, Angustias dijo a
Belarmino y Xuantipa que cenaría con la solterona y se quedaría en su
casa a dormir, como otras noches. A la mañana siguiente, el Padre
Alesón, sin saber cómo ni de dónde, recibía un anónimo, escrito en
caracteres que simulaban letra de imprenta. El anónimo era creación
literaria de Felicita; pintaba, con recargada sensiblería, los amores
desgraciados de don Pedrito y Angustias, hasta el instante en que la
pasión avasalladora les arrebataba en un torbellino y les impelía al
rapto; refería que unos perseguidores desalmados iban a los alcances de
los amantes evadidos, con propósito de destruir su felicidad; esbozaba,
con trazos al carbón, el cuadro venidero de una doncella sin honor, de
todos despreciada, y de un sacerdote indigno, caso que no se les
permitiese casarse; y, por epílogo, suplicaba de los Padre dominicos y
de los marqueses de San Madrigal que intercediesen con el obispo, con el
cual tenían notorio metimiento, para que obligase al descarriado
seminarista a cumplir como hombre cabal con la chica. Un sacudimiento
vertiginoso y profundo, a modo de terremoto, recorrió la vasta humanidad
del Padre Alesón. Angustias era algo de la casa; vivía a la sombra de la
robusta Orden dominicana, como las rosas a la sombra de los cipreses, en
los claustros conventuales. Las órdenes religiosas conservan la
clausura, ese fuero interno de paz egoísta, muro defensivo, inexpugnable
fortaleza; gozaron un tiempo el sagrado derecho de asilo, que era como
el foso exterior de la clausura, universalmente respetado, y no se
resignan a reconocer que lo han perdido, que ya no son inviolables
cuantos se acogen a su protección y amparo. Para el Padre Alesón no
tanto había sido raptada Angustias cuanto la Orden de Santo Domingo; y,
más señaladamente, los miembros de la residencia pilarense habían sido
violados y escarnecidos. Se imponía la justa sanción, la reparación
adecuada, que no podía ser otra sino que don Pedrito perdiera la carrera
y se casase con Angustias. El voluminoso dominico, con el anónimo de
manifiesto, fué a ver a don Restituto y doña Basilisa, que, en su
sentir, también habían padecido una pequeña violación. Los señores de
Neira habían hecho poderosas dádivas a la diócesis, y el obispo les
estaba obligado. De común acuerdo, el matrimonio y el fraile
determinaron pedir al obispo, con humildad, pero con energía, que
obligase al seminarista a cumplir la ley de Dios y la ley de los
hombres. Hasta la hora de comer, Belarmino y Xuantipa no supieron nada
de la fuga. Xuantipa, que se había convertido en una beata rabiosa,
venía de pasar tres horas en la iglesia de San Tirso. El Padre Alesón
les contó el suceso y les infundió esperanza en el desenlace feliz.
Belarmino se llevó las manos al corazón, dobló la cabeza y sollozó.
Xuantipa, con alegría diabólica en el semblante, dió libertad a la hiel
que tenía almacenada:
--La hija del pecado vuelve al pecado, que es su elemento. A mí tanto se
me da que se case como que no se case. Es más: digo que Dios no querrá
que se case.
--Calla, lengua de escorpión--dijo, irritado, el fraile--. ¿De qué te
aprovecha la frecuentación del templo?
--Aprovéchame--respondió Xuantipa, descarada--para conocer la justicia
de Dios.
--Aviados estaríamos--replicó el fraile--si los fallos divinos se
ajustasen a tu jurisprudencia.
Esto de la jurisprudencia fué como una losa de plomo que cayese sobre la
lengua de Xuantipa.
Por la tarde, el Padre Alesón visitó a Su Ilustrísima. El obispo se
mostró en todo conforme con el dictamen de su hermano en religión. El
fraile salió radiante. Cuando él salía, la duquesa entraba.
--¿A qué debo el honor de ver a mi señora la duquesa por esta humilde
casa?--dijo el obispo, con galantería, haciendo un paso de pavana, que
le sentaba muy mal.
--Por lo pronto, que se retire este joven cacoquimio, que no quiero
testigos de vista--dijo, nerviosa, la duquesa, señalando al tímido y
doliente familiar.
--Manolín, auséntate. Y ahora, ¿a qué debo en esta humilde casa....?
--Déjate de resabios de fraile y lugares comunes. ¿Qué hablas ahí de
humilde casa, si es una de las mejores de la ciudad?
--Bien, pero la humildad la habita.
--Eso lo veremos bien pronto.
--¿A qué debo la honra...?
--¿Y tú lo preguntas? ¿No lo adivinas? Pues debieras saberlo, puesto que
acaba de salir de aquí ese cachalote....
--No sea usted cruel, señora; el pobre Manolín un cachalote....
--No te hagas más tonto de lo que eres; me refiero al Padre Alesón.
--¡Ah!
--¡Ah! Te has quedado boquiabierto. Pues yo vengo a lo mismo que el
fraile. ¿Qué habéis hablado?
--Señora, no olvido mi pasado, mi niñez. En lo que yo pueda servirla,
como hombre, la serviré. Como pastor, como prelado, cumpliré con mi
deber, con entera independencia. Si usted me pregunta cosas de mi vida,
le responderé; si cosas de mi ministerio, me veré obligado a desairarla,
y la culpa no es mía.
--Pide el báculo y dame cuatro palos; ya no te falta más que eso. Pastor
naciste y pastor eres, ¿gracias a quién?
--Al duque, su esposo; no lo niego.
--Como pastor te conduces, y todos, al parecer, para ti somos borregos.
¿No quieres decirme lo que has hablado con el fraile? Te lo diré yo, que
a mí no me duelen prendas, Facundo. Habéis hablado de don Pedrito y
Angustias. Queréis casarlos. ¡Qué monstruosidad, qué aberración,
qué...--y soltó un ajo mondo, lirondo y sonoro--. Lo que no podrás
negarte es a darme razones.
--Mi señora duquesa: las razones son clarísimas. De una parte, ese
mancebo ya no está en condiciones de ser un buen sacerdote. De otra
parte, una muchacha honesta ha sido seducida, deshonrada, ha perdido su
virginidad, y el que se la arrebató debe devolverle la honra.
--Voy a contestarte por lo último, que es lo que me hace más gracia.
¡Qué risa! Hablas de la virginidad como los niños hablan de las hadas o
como las personas mayores hablan de tesoros escondidos. Tú que eres un
sabio naturalista, ¿qué me dices de la virginidad de los insectos? ¿Qué
me dices de la virginidad del _draco furibundus_? ¿No se llama así?
--No se trata de insectos, sino de cristianos.
--¡Ay, Facundo! Tú, como vives en las Batuecas, no te has enterado de
que el mismo valor tiene la virginidad entre cristianos que entre
insectos.
--¡Ave María Purísima! No desvaríe, señora.
--Afirmas que a esa muchacha le ha sido arrebatada la virginidad. ¿Lo
jurarías? ¿La has examinado tú, antes del rapto? ¿Has presenciado el
despojo?
--Calle, calle, señora; se lo ruego.
--Qué he de callar.... Me gustan las cosas claras. ¿Es que la verdad te
asusta?
La duquesa aguardó. El obispo no supo qué contestar. Comenzaba la dama a
dominar al prelado. La táctica era la de siempre; aturdirlo,
aturullarlo. Fray Facundo miraba a la señora, con pupilas recelosas y
enconadas, resuelto a no entregarse.
--¿Quién ha empleado primero esa palabra? ¿Has sido tú o he sido yo? Tú
has dicho que a esa chica le había sido arrebatada la virginidad. Y lo
has dicho con tanto aplomo y firmeza como si hablases de un timador a
quien hubieses visto robando la cartera a un transeunte. ¿Y si resultase
que no hay tal timador ni tal robo, sino dos amigos, y que uno, del todo
libre y con la mejor voluntad, le da la cartera al otro? ¿No se te ha
ocurrido esto?
--Se me ha ocurrido, señora, lo que se le habrá ocurrido a toda persona
pura y religiosa: que se han ido solos un hombre y una mujer, y que, en
consecuencia, el hombre ha deshonrado a la mujer.
--Los que la deshonráis sois vosotros, las personas puras y religiosas.
De manera que vuestra pureza se acredita mediante la facilidad con que
inventáis actos impuros; vuestra religiosidad se cifra en la aptitud
maliciosa para imaginar el pecado. ¡Qué grosero materialismo! ¡Qué
cabeza tan atormentadas y lúbricas debéis de tener las personas puras y
religiosas! Parecerá uno de esos reservados que hay en las barracas de
feria, con figuras de cera, para hombres solos. De manera que en vuestra
cabeza no tiene cabida la idea de que un hombre y una mujer viajen
juntos muy limpiamente y muy decorosamente. Ya me libraré de que me
acompañes tú en un viaje. ¡Qué horror!... Te estoy viendo como un
sátiro....
--Señora duquesa...--suplicó el prelado, casi con lágrimas en los ojos.
--No te atortoles, Facundo. He ido demasiado lejos; pero era en chanza.
Ya sé que se te puede dejar impunemente en el serrallo del Gran Turco o
en el coro de las once mil vírgenes. Vamos al grano. Quiero concederte
que esa chica ha sufrido cierta modificación, y que después del viaje no
es la misma que antes del viaje. Pero, ¡hombre de Dios!... Esa es una
modificación insignificante. Si le hubieran cortado el pelo se le
notaría más. Y luego, y es por lo que no paso, a esa ligera modificación
la llamas deshonra ¡Qué exageración y qué absurdo! Mis antepasados
poseían el derecho de pernada, y aquellas doncellas sobre las cuales
ejercían el derecho lo tenían a mucha honra. Y tus antepasados, quiero
decir los obispos de entonces, sancionaban aquel derecho, sin
escandalizarse ni hacer melindres.
Fray Facundo se tapó los oídos y exclamó en un arranque de coraje:
--Con todo respeto, señora duquesa.... Yo no puedo oír tales cosas....
Aguardó la señora a que el obispo descubriese las orejas, y dijo:
--No me vengas, Facundo, con escrúpulos de monja. Si no quieres oírme,
rebáteme con razones sensatas, y yo me callaré. De lo contrario, tendré
que pensar que eres un estúpido o que estás obcecado.
--Señora: reconozco que usted es mucho más lista que yo y que pone las
cosas de manera que no acierto a responder; pero, como la respeto y la
estimo, estoy seguro que usted, en su conciencia, reconoce que yo tengo
razón y que usted defiende, con mucha habilidad, una mala causa.
--¡Adiós con la colorada! Zahorí me saliste, Facundo. Chico, no he
venido a que me echases las cartas y me adivinases el pensamiento. He
venido, óyelo bien, a impedir ese matrimonio. Por todos los medios; por
las malas, si no lo logro por las buenas.
--¿Por las malas, señora? ¿Qué puede temer un siervo de Dios?
--Si tú fueras solamente un siervo de Dios, quizás no tendrías nada que
temer. Pero eres también siervo de tu vanidad y de tu ambición, y por lo
tanto, eres siervo de los demás, sobre todo de mi marido y mío.
La duquesa esperaba ver inquietarse a fray Facundo; por el contrario, el
obispo respondió con calma:
--Es verdad; siervo, esclavo, en tanto no se me ordene algo contra mi
conciencia.
--Quieres que tu sobrino salga diputado. Eso no va contra tu conciencia.
Pues no saldrá. Y agárrate bien la mitra, que corre peligro de caérsete,
o, si te parece mejor, te enviaremos a que la escondas en la República
de Andorra, o en una diócesis _in partibus_, en donde estarás como
Quevedo, o como el alma de Garibay.
La duquesa llevaba la de perder, habiendo perdido ya la serenidad.
--No concibo que la señora duquesa sea capaz de tomar esa venganza
mezquina, máxime cuando al negarme ahora a complacerla, estoy evitando
que la señora duquesa se haga responsable de una acción indigna.
--Chico, te desconozco. Me has atacado ahora por el punto vulnerable.
Tienes razón. Yo sería incapaz de tomar una venganza mezquina; mezquina
por lo que a mí respecta, que, en lo que te atañe, tú no la
considerarlas mezquina. También creo que siempre que está en tu mano te
tomas la venganza. Yo no. En eso nos diferenciamos los nobles de los que
no lo son. Pero no tienes razón en calificar de acción indigna el
impedir ese matrimonio. Lo he pensado bien. Es lo más conveniente, para
él y para ella, que el matrimonio no se realice. Es lo más conveniente
en todos los sentidos, incluso el religioso. Dijiste al principio que el
muchacho ya no está en condiciones de ser un buen sacerdote. En eso
estás equivocado. Ahora sí que está en condiciones; ahora, que ha
gustado el dulzor y el dolor de la vida. Dios prefiere a los pecadores
arrepentidos. Recuerda a San Pablo, a San Agustín. ¿Quién te dice que,
cooperando a ese matrimonio disparatado, no destruyes en germen un
futuro padre de la Iglesia? Y ahora se me viene a las mientes una gran
idea. ¿No podríamos meter a la chica en un convento? ¡Qué solución tan
santa daríamos al conflicto!... En tu mano está, Facundo, un gran
beneficio o un gran daño. Decide.
--Qué gusto me da, señora duquesa, oírle razones que yo entiendo. Me
hace usted vacilar....
El prelado permaneció pensativo. La duquesa dijo entre sí: «Esta pieza
está cobrada. Cuidado que me dió guerra. La amenaza fué el balín que le
hirió en mitad de la pechuga.» El prelado meditaba, bajos los ojos,
dando vueltas con una mano a la cruz de topacios que pendía sobre su
morado pecho. Cuando alzó los ojos, pronunció estas palabras:
--Ese matrimonio tiene que consumarse. Si no es conveniente, Dios lo
impedirá.
--¿Es tu última palabra, Facundo?
--Es mi última palabra.
--Buen chasco me has dado.... Salgo volada.
--Ya se presentarán ocasiones sobradas de complacerla.
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