Belarmino y Apolonio - 11

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--¡Quia! Beatriz Valdedulla no te volverá a pedir un favor. No te
incomodes en salir a despedirme.
En medio de su contrariedad, la duquesa experimentaba una sensación
aplaciente y alegre. «Esta visita--iba pensando al bajar las escaleras
del palacio episcopal--me ha servido para apreciar mejor a Facundo. Es
un hombre de voluntad y obra conforme a su conciencia. Lástima que tenga
tan poca sal en la mollera. Antes, le compadecía; ahora, casi le
admiro.» De todas suertes, la duquesa estaba resuelta a no consentir el
matrimonio, convencida de que resultaría desdichadísimo. Entretanto,
mantuvo prisionero a don Pedrito, y dió tiempo al tiempo.
Angustias, al verse sola y desamparada en Inhiesta, escribió a su padre:
«No te dejé porque no te quisiese, padre. Escapamos sólo para estar
seguros de casarnos, padre. Queríamos que usted viniese luego a vivir
con nosotros, padre. Pedro le quiere a usted tanto como yo le quiero,
padre. Padre, me lo robaron. No sé lo que me pasa, padre. Quiero volver
con usted, padre.» Esta carta se cruzó con otra que Xuantipa había
escrito a Angustias de sobremesa, fresca aún la noticia de la fuga y en
el primer impulso de la iracundia:
«No vengas a manchar esta santa casa. Esconde tu vergüenza en donde
nadie te encuentre ni te conozca ni nos conozca.» Cuando Belarmino
recibió la carta de Angustias, rompió a llorar y a reír. Besaba el papel
con ahinco, y sollozaba: «Hija de mis entrañas, hija de mis entrañas»,
como las madres. Subió a ver al Padre Alesón, a preguntarle si vendría
Angustias.
--¿Pues no ha de venir? Viene a casarse. Mañana mismo, a primera hora de
la mañana, iremos a buscarla yo y otro Padre de la comunidad.
--Vendrá, vendrá--sollozaba Belarmino sin dejar de sonreír y con los
ojos mojados.
Al llegar los frailes a Inhiesta, Angustias había desaparecido. La dueña
de la hospedería les entregó un papel que la niña había olvidado en la
habitación. Era la carta de Xuantipa.
--Si esa mujer está aquí--dijo el Padre Alesón después de leer la
carta--, le juro a usted, Padre Cosmén, que la estrangulo entre mis
manos; tanta es la cólera a que me mueve su infame proceder. ¡Pobre
niña, pobre criatura; perdida ya para siempre! Y esto mata a Belarmino,
a nuestro loco inofensivo y seráfico. Tendremos que inventar un engaño
caritativo. Dios no nos lo tomará en cuenta, en gracia a la buena
intención.--Y en el rostro de aquella mole ingente, que era el Padre
Alesón, se difundía una ternura húmeda, lacrimosa, así como el sol
derrite la nieve en la cima de las altas montañas.
El engaño caritativo del Padre Alesón fué decirle a Belarmino que
Angustias, por el bien parecer, se alojaba en un convento, hasta el día
del desposorio, y que, por lo pronto, para evitar situaciones difíciles,
lo más prudente era que no se viesen padre e hija.
El Padre Alesón llamó a Xuantipa a solas, la hizo sentarse, e
inclinándose sobre ella, para amedrentarla por la masa y como si fuese a
anonadarla, le dijo:
--Mujer infernal, está usted condenada sin remisión. No le ha bastado a
usted martirizar sin piedad a su marido. Ahora ha precipitado usted en
el abismo a una criatura inocente. ¡Gócese usted en su alegría satánica!
Está usted condenada sin remisión.
Al Padre Alesón, para ser todo lo imponente que él pretendía, le faltaba
la voz tonante. Pero como la Xuantipa tenía tanto miedo al infierno, oía
la voz de flautín del fraile como si fuese una trompeta del juicio
final.
--Señor, perdón...--balbucía, temblorosa.
--Cállese usted, boca sulfúrea. Para que su gran delito le sea
perdonado, tendrá usted que hacer firmísimo propósito de enmienda y
prometerme que nunca, nunca, con ningún motivo, dirá usted a Belarmino
una palabra desabrida ni le mentará la hija, más que hija, aunque no lo
sea de la carne que usted le ha hecho perder.
Xuantipa salió, en efecto, anonadada, con el espanto metido en el cuerpo
para lo que le restaba de vida.
Y llovía sin cesar en la vieja ciudad de granito, y había pesadumbre,
lágrimas y duelo hasta en las almas empedernidas. Conque ¿qué sería en
las almas tiernas y sensibles?
Felicita llevaba ya tres días sin ver a su adorado Novillo; los tres
únicos días seguidos de ausencia en muchos años. Por mucho que lloviese,
Novillo no dejaba de venir a la Rúa Ruera, bien provisto de chanclos de
goma, polainas de cuero, un impermeable con capucha y, además, un
paraguas abierto. Se guarecía en un portal, y allí montaba la centinela
a la soberana de su corazón. ¿Qué habría sucedido ahora? Felicita,
arropada en una toquilla de estambre y con zapatillas de orillo, se
pasaba horas y horas, del día y de la noche, inmóvil, reseca, ósea,
color de cera, en el mirador de cristales; parecía una momia en la
vitrina de un museo, entre flores ajadas, como de trapo, y pajarillos
inmóviles por el frío, como disecados. De vez en vez, transitaba una
mujeruca, con el refajo de bayeta amarillo limón levantado, a modo de
mantellina, sobre la cabeza, calzada con almadreñas, que levantaba en
las losas un eco funerario, como si caminase sobre tumbas vacías. ¿Qué
le sucedería a Anselmo? ¿Estaría enojado? ¿Sería contrario al matrimonio
de don Pedrito y Angustias? ¿Habría averiguado que el anónimo al Padre
Alesón era obra de Felicita? ¡Dios mío, Dios mío, qué incertidumbre
congojosal Felicita lloraba silenciosamente, deseando la muerte. No
dormía; no comía.
--Coma algo, siquiera un huevo pasado por agua--le decía Telva, la
sirvienta--. Mire que ya está demasiado flaca, y si no come, los huesos
le agujerearán la piel.
--Ojalá me la agujereen como criba y el alma se me salga como trigo
pasado. ¿Para qué quiero el alma en el cuerpo? ¿Para qué me ha servido?
¿Quién ha querido comprarla, como buena simiente?
Estas retóricas desoladoras dejaban a Telva perfectamente fría. Decía
para sí: «La señorita está más loca que un vencejo.»
Al cuarto día de ausencia, Felicita no pudo resistir más, y envió a
Telva a la fonda del Comercio, a que averiguase discretamente qué era de
don Anselmo Novillo. Al volver, soltó de sopetón y sin preámbulos lo que
sabía.
--Pues don Anselmo está muy malito con pulmonía.
Felicita cayó con un soponcio. Al recobrar el sentido, aunque casi sin
fuerzas para sostenerse, pidió el abrigo, la mantilla, las botas....
--¿Qué va usté a hacer, señorita?
--Volar a su lado.
--Repare que es un hombre soltero y usté una mujer soltera, y lenguas
ociosas murmuran si ustedes tienen o no tienen.
--Es mi prometido. No reparo en el qué dirán. El corazón tiene sus
fueros, por encima de todos los respetos humanos. No puedo dejar al
hombre a quien amo morirse solo y abandonado en la triste habitación de
una fonda.
--Si es por eso, no se moleste. Don Anselmo está bien atendido. Tiene
una sierva de Jesús, y la señora duquesa y el señor Apolonio no se
separan de su lado. Además, no se trata de morirse, por lo que yo pude
entender. Siéntese, sosiegue, tome algo; una taza de tila.
Felicita se tendió, desmadejada, sobre un sofá; los ojos, dilatadísimos,
clavados en el cielo raso.
--Telva.
--Señorita.
--Anda a ver cómo sigue.
--Señorita, si acabo de venir de allí....
--Obedece. Vete a ver cómo sigue. Pregunta todos los detalles.
Telva se fué, refunfuñando.
--¿Qué ruido es ése?--murmuró Felicita, incorporándose estremecida--.
Parece que clavan un ataúd. Parece que cavan una fosa.
Pero eran unas almadreñas, en la calle. Felicita se tendió nuevamente en
el sofá.
--¿Qué ruido es ése?--murmuró Felicita poniéndose en pie, transida de
terror--. Parece que moscardonea un enjambre de espíritus. Parece que se
oyen voces del otro mundo.
Pero era el viento en las rendijas. Felicita volvió a acostarse en el
sofá.
--¿Qué ruido es ése?--murmuró Felicita, cayendo de rodillas,
desvariada--. Se oye murmurio de preces. Se oye chisporrotear de cirios.
Rezan la recomendación de un alma. Anselmo ha muerto. Anselmo ha muerto.
Pero era el ruido de la lluvia en los cristales.
Al entrar Telva, Felicita oraba, de rodillas.
--Don Anselmo sigue un poquito mejor.
Felicita palpaba a la sirvienta:
--¿Sueño? ¿Eres tú? ¿Soy yo de carne? ¿No somos fantasmas?
Telva respondía mentalmente: «¿Tú de carne? Puro hueso, y ya muy duro.
¿Pantasmas? No estás mala pantasmona....»
Felicita proseguía:
--¿Has hablado? ¿Me figuré oír una voz? ¿Qué me has dicho?
--Que don Anselmo sigue un poquito mejor.
--Trae aceite, todo el aceite que haya en la cocina....
--Al fin se decide usted a comer algo.
--Trae una gran fuente. Trae la caja de lamparillas. Trae las velas que
haya en casa.
Encima de la cómoda había una imagen de la Virgen de Covadonga. Felicita
encendió una gran iluminación delante de la imagen. De rodillas, rogaba:
--¡Señora, sálvalo! Tú fuiste virgen sin mancha, pero te casaste.
¡Sálvalo, Señora! ¡Señora, tú estuviste casada y tuviste un hijo.
¡Sálvamelo, Señora, para que nos casemos, aunque yo continúe virgen y no
tenga ningún hijo!
Felicita sintió que el pecho se le llenaba de confianza. Volvió al sofá.
Inclinó la cabeza, pensando: «La Señora me lo salvará, y nos casaremos.
Es una bobada que continuemos así.» Pausa mental. «He ido demasiado
lejos al decir ala Virgen que no me importa no tener hijos. Me gustaría
mucho tener hijos. La verdad es que, lo que se dice prometer, no le he
prometido a la Virgen no tener hijos. La Señora me habrá entendido.»
--Telva, vete a ver cómo sigue don Anselmo.
--Señorita, si acabo de venir de allí....
--Obedece. Vete a ver cómo sigue.
Telva partía ya, refunfuñando.
--Telva, no te vayas, no me dejes sola. Tengo miedo.
Después de una pausa:
--Vete, sí, Telva; vete. Sacaré fuerzas de flaqueza.... No te vayas.
Tengo miedo, tengo miedo....
--Bueno, ¿qué hago? Como no me parta en dos.
Felicita se echó a llorar.
--Yo qué sé, yo qué sé. Párteme en dos a mí; deja una parte muerta aquí,
y lleva la parte viva contigo. Llévame en brazos, escondida, como una
criatura....
--Señorita, está usté perdiendo la chaveta. Vaya, tranquilícese. Llore,
que el llanto le hará bien.
Era ya de noche. Felicita, llorando, cada vez con desconsuelo más dulce,
resignado e inconsciente, se adormeció como un niño. Estaba tumbada en
el sofá. Telva no quiso disturbarle el sueño, y la dejó a solas,
rezongando: «Cuando despierte, ya se meterá en la cama. ¡Jesús con el
señorío, y qué afición a los pantalones!...»
Felicita despertó de madrugada. Por el balcón se efundía una claridad
lívida e inanimada, como aurora de ultratumba. Las velas sobre la cómoda
se habían consumido. Las pocas lamparillas que todavía alumbraban se
extinguían con un estremecimiento incorpóreo, al modo de leve recuerdo
dorado.
Felicita sintió que una mano invisible le apretaba el corazón. No podía
respirar. Cantó un gallo. Una voz de timbre increíble resonó en la
cabeza de Felicita: «Es la hora en que Lucifer cae al averno y las almas
de los justos vuelan a Dios.»
Felicita lanzó grandes alaridos. Acudió Telva, a medio vestir.
--De prisa, de prisa, acompáñame.
La sirvienta dudó si sujetar por la fuerza a su ama; pero era tal el
brillo que fosforecía en los ojos de Felicita, que Telva obedeció.
Salieron a la calle. Llovía reciamente. Iban resguardadas bajo un enorme
paraguas aldeano, de color violeta.
--Pero, ¿adonde vamos a estas horas? Es pronto aún para misa de alba.
Felicita no la oyó. Telva insistía. Felicita dijo, como hablando para
sí:
--Anselmo está agonizando.
Llegaron a la fonda del Comercio. Estaba abierta y había un camarero de
guardia.
--Don Anselmo se muere--dijo Felicita.
--Sí, señora, espicha sin remedio--respondió el camarero.
--Voy a su habitación. Enséñeme el camino--ordenó Felicita.
--Es el caso que no se consiente que entre nadie. No está el horno para
bollos.
--Yo entro porque tengo títulos para entrar. No hay quien tenga más
derecho que yo. Enséñeme el camino. O no me lo enseñe. No necesito guía.
Iré derecha a su lado.
--Aguarde, señora. Voy con usté, para avisar y anunciarla. ¿Quién digo
que es usté?
--Felicita, nada más que Felicita.
Novillo se hallaba en las últimas. De una parte, a la cabecera de la
cama, permanecían, en pie, Apolonio y Chapaprieta, el capellán de la
casa de Somavia, en la mano, y con un dedo entre los folios, el libro
donde había leído la recomendación del alma. De la otra parte, una monja
le enjugaba el sudor que resbalaba a hilos de la frente y de la calva.
El peluquín se veía suspendido en un boliche de la cama. La dentadura
postiza estaba sumergida en un vaso de agua, sobre la mesilla de noche.
Sin dentadura ni peluquín, la piel flácida, verdosa, negruzca, color de
corambre, los ojos soterrados, barba y bigote blancos, Novillo no
conservaba traza de su pretérita fisonomía. Lo único que le quedaba del
añejo esplendor era el abultado abdomen, enarcándose bajo las sábanas.
Aquel hermoso corazón, tan trabajado por el amor contenido, no quería
seguir rigiendo. Novillo se asfixiaba. Un practicante, junto a la monja,
le daba a respirar de un balón de oxígeno; y en verdad, no se sabía si
el balón estaba inflando a Novillo o si Novillo estaba inflando al
balón. Novillo no había perdido la conciencia. De tiempo en tiempo
levantaba los brazos y los dejaba caer pesadamente. Otras veces
entreabría con esfuerzo los carnosos párpados, y enviaba de sus ojos,
profundos y tristes, miradas de agradecimiento a los que le rodeaban.
Cuando el camarero repicó a la puerta, la duquesa buscaba una medicina
entre los frascos del tocador. Había tomado en la mano un pomo que
decía: «La onda del Leteo. Tinte indeleble para el cabello», y pensaba:
«Voy a probar yo este tinte. Probablemente se lo ha enviado el carcamal
de mi marido.» Al oír el repique en la puerta, hizo un ademán a los
otros para que no se movieran, y salió ella a abrir.
--¿Quién es?
--Felicita--respondió el camarero.
La voz con el nombre llegó a oídos de Novillo. Le acometió un temblor
intenso. Con movimientos torpes e inútiles tendía las manos hacia el
peluquín y la dentadura postiza. La duquesa, que había cerrado de golpe
la puerta, observaba a Novillo.
--Que no me vea así...--tartamudeó Novillo, con soplo delgado y apenas
perceptible.
Entonces, la duquesa salió, cogió por un brazo a Felicita, la arrastró
lejos, hasta una habitación vacía, le hizo sentar de golpe, y dijo:
--Usted se está quieta aquí.
--Mi puesto es a su cabecera, para recoger su postrer suspiro. Que nos
casen _in articulo mortis_. Se muere.
--Por desgracia, así es. Y si usted le quiere, lo menos que puede hacer
es dejarle morirse en paz.
--No morirá en paz si no me tiene a su lado.
--Se engaña usted. Anselmo no quiere que usted le vea en este trance.
--¡Falso! ¡Calumnia! ¿Lo ha dicho él?
--Él lo ha dicho.
--Imposible, imposible...--gritó Felicita con frenesí--. _Articulo
mortis. Articulo mortis_.
--Señora, no levante usted escándalos, que están durmiendo los
huéspedes; ni me haga perder más tiempo. Ya le explicaré más tarde.
Y salió la duquesa, dejando encerrada a Felicita.
Novillo murió una hora después. Antes de morirse, llamó por señas a la
duquesa, y ya con lengua moribunda, dijo:
--Felicita... perdón... no casarme... amado, amo... muero... amo... ella.
Cerraron los párpados a Novillo, le sujetaron la mandíbula con un
pañuelo, le entretejieron los dedos de las manos, y todos de rodillas,
condolidos, tocados de lástima y simpatía, rezaron brevemente. La
duquesa, con acento profundo y unción de responso, pronunció lentas
palabras, como si meditase en alta voz:
--El duque no volverá a encontrar un servidor político tan humilde y, al
propio tiempo, tan osado. Parece mentira que este hombre temible en las
elecciones, que a todos sacaba ventaja en maquinar un chanchullo y
sacarlo adelante por redaños, fuese, en el fondo, la criatura más
simple, candorosa, sentimental y asustadiza. ¡Cosas de la vida...--y,
después de una pausa, añadió--y de la muerte! ¡Descansa en paz, Novillo
bueno; Novillo fiel; Novillo amante!
La duquesa fué a comunicar la triste nueva a Felicita. En ausencia de la
duquesa, una idea singularmente brillante y afilada se había hecho
presente, con viva luz y penetrante dolor, en el alma de Felicita.
«Anselmo ha atrapado la pulmonía, o mejor dicho, la pulmonía ha atrapado
a Anselmo...», y aquí la imaginación de Felicita se figuraba
materialmente la pulmonía como un vampiro o ave nocturna que volaba en
la tiniebla, entre lluvia y viento. Proseguía pensando: «La pulmonía ha
atrapado a Anselmo cuando iba a Inhiesta en persecución de don Pedrito
y Angustias. Si éstos no se escapan, la pulmonía no sorprende a Anselmo.
Yo les preparé la escapatoria. Luego yo soy la culpable de la muerte de
Anselmo. Yo soy la asesina; yo le he matado a traición. Yo misma.... Debo
presentarme al juez. Yo le he matado; sí, le he matado....»
Acercóse la duquesa y, antes de que abriese la boca, Felicita se le
adelantó:
--Ya sé lo que me va a decir, señora duquesa. Lo sé y no quiero oír de
fuera la acusación. Estoy convicta y confesa. Llévenme a la cárcel,
denme vil garrote. Yo le he matado....
--No delire, pobre mujer. Revístase de fortaleza para escucharme. Le
traigo un manjar amarguísimo; pero con un granito de dulzura y de
consuelo.
--No hay consuelo para mí. Yo le he matado y él me acusó del crimen; por
eso no quiso recibirme antes de morir.
--Si Anselmo no quiso recibirla, fué por amor a usted, porque deseaba
que usted guardase de él un recuerdo grato y atractivo, y no la imagen
deplorable y triste a que la enfermedad le había reducido. Esta fué la
razón. Antes de morir me confió para usted un mensaje: que le perdonase
por no haberse casado, que la había querido siempre y que moría en el
amor a usted. Estas fueron sus últimas palabras.
Unos instantes de estupor. Felicita quedó como congelada, yerta. Perdió
voluntad y continencia. La carne, tan flaca y reseca, se le agrietó, y,
por las hendeduras, se derramó en clamorosos raudales lo más secreto del
alma, lo que rara vez se escapa del misterio de la conciencia: el
tuétano del espíritu, que tiene miedo a la luz y a las palabras.
--Me apetecía, y yo le apetecía...--gritó Felicita, desbaratando el
peinado y dando suelta al cabello, caudaloso y negro, lo único joven y
hermoso que poseía--. ¿Por qué no habló? ¿Qué hablar? Un gesto, un solo
gesto, un movimiento de ojos, el ademán de un dedo, la seña más leve, y
yo me hubiera arrojado en sus brazos, me hubiera entregado a él, me
hubiera abrasado y anonadado de amor, me hubiera deshecho en besos
apasionados....
--Felicita, repare usted que, en las habitaciones vecinas, hay huéspedes
y le están oyendo a usted.
--Lo proclamo a la faz del mundo. Que me oigan los cielos y la tierra;
Dios y Satanás. Enviaré un comunicado a los periódicos. Todo, todo,
todo; la vida, la fortuna escasa que tengo de mis padres, el bienestar,
la honra, todo lo hubiera dado por un segundo, nada más que un segundo,
de amor. ¿Para qué quiero la vida? ¿Para qué la fortuna? ¿Qué bienestar
es el mío? ¿De qué me sirvieron la honra y la doncellez?
La duquesa meditó: «Felicita piensa de modo distinto que el obispo
acerca de la doncellez. Me gustaría que el pobre Facundo la oyese.»
--Repórtese, Felicita--amonestó la duquesa--. Tiene usted razón; pero
nada se enmienda con lamentaciones tardías.
Felicita cayó en una especie de alelamiento, que duró poco.
--Quiero ver a Anselmo--dijo, poniéndose en pie.
--No apruebo el capricho--comentó la duquesa--. Recibirá usted una
impresión demasiado desagradable.
Obstinóse Felicita, y la duquesa cedió. De camino, Felicita iba
diciendo:
--El suelo huye bajo mis plantas. Las paredes ondulan. El mundo se
descuartiza y los trozos van rodando por el aire.
Estos raros fenómenos o alucinaciones en que Felicita se veía envuelta,
a causa, tal vez, de la debilidad, se exageraron cuando entró, en el
cuarto mortuorio. Parecióle que la descomposición y descuartizamiento de
que era víctima el mundo se verificaban con mayor saña y absurdidad,
como obedeciendo a un designio diabólico, en el cadáver de Anselmo
Novillo. El cabello se le había despegado del cuero y se balanceaba
sobre un boliche de la cama. Los dientes, parejos y pulquérrimos,
habían saltado, con encías y todo, desde la boca hasta un vaso de agua.
El vientre, enorme y pavoroso, ascendía, a punto ya de romper las
amarras que le unían al resto del cuerpo.
Felicita dejó escapar un ¡ay! desgarrado, y se cubrió los ojos. Como el
duque de Gandía ante el cadáver de la emperatriz, Felicita decidió allí
mismo no volver a enamorarse de imágenes mudables, perecederas, y
consagrar a Dios su doncellez.
El alma humana es grande porque, como todo lo grande, se compone de
pequeñeces sin número. Por eso, en las crisis de dolor, en que el alma
gira necesariamente sobre sí misma, sucede acaso que el eje de rotación
es una pequeñez ridícula. Felicita, a los pocos días de su doncellil
viudez, fué a visitar al Padre Alesón, a fin de instruirse en lo
atañedero a la regla monástica de las diversas órdenes religiosas
femeninas, y también de una ridícula pequeñez, que era para ella extremo
de suma importancia: los hábitos que visten cada cual. Felicita sabía
que algunos hábitos eran preciosos, y aun elegantísimos, si es lícita
esta expresión profana. De estos dos puntos, la regla y el hábito,
dependía la elección de Felicita.
Al entrar en casa de los Neira, extrañó no ver a Belarmino en su
cuchitril.
¿Dónde estaba Belarmino?
El Padre Alesón había dicho a Belarmino que Angustias viviría, hasta el
día de la boda, en el convento de las Carmelitas, en las afueras de
Pilares. Belarmino solicitó permiso para ir por las tardes a pasear en
torno al convento.
--Siempre que usted me prometa no intentar ver a su hija, yo le concedo
permiso.
Belarmino prometió y cumplió. Los primeros días llovía irremisiblemente.
Belarmino llegaba chapoteando en las charcas, cubierto de lodo, se
guarecía en el porche del convento, y allí, encuclillado, como filósofo,
dejaba pasar las horas. Oíase el trémolo de un harmonium. El sonido
descendía, y luego llegaba a lo largo del silencioso pavimento hasta él,
a menudos y leves saltos, como los pájaros cuando caminan por la tierra.
Oía los cantos monjiles. Belarmino se aplacía en el canto religioso: _ne
impedias musicam_, dice la Escritura. «Quizás Angustias canta también;
le habrán enseñado»--pensaba Belarmino. Y hacía esfuerzos por desenredar
la voz azul de Angustias de entre la madeja polícroma del coro. No, no
cantaba Angustias. Si cantase, el rayo único de su voz hubiera penetrado
en el alma penumbrosa de Belarmino, como penetra un solo haz de los
rayos del sol a través de la ojiva en una iglesia.
Luego, serenóse el tiempo. Era la sazón otoñal, de color de miel y
niebla aterciopelada y argentina, a manera de vello, con que la tierra
estaba como un melocotón maduro. Por encima de las tapias del huerto
conventual asomaban los negros y rígidos cipreses, que eran como el
prólogo del arrobo místico, el dechado de la voluntad eréctil y
aspiración al trance; y los sauces anémicos y adolecientes--en la región
los llaman desmayos--, que eran la fatiga y rendimiento, epílogo dulce
del místico espasmo; y los pomares sinuosos y musculosos, las ramas, de
agarrotados dedos, mostrando rojas y pequeñas manzanas, que no sugerían
la imagen del pecado, sino a lo más de un pecadillo. Para los ojos, todo
era paz en el huerto conventual; para el oído, la querellosa algarabía
de los gorriones vespertinos.
Belarmino se sentaba al pie de las tapias y contemplaba las praderas, de
velludo amarillento, que vahaban un aliento tenue y opalino. También él
tenía un alma rasa y suave de pradera, esfumada en neblina. Entre la
neblina interior pensaba y sentía, sin usar ya de palabras ni signos
representativos. Sentía que su hija no había estado antes en el
convento, que le habían querido engañar, por caridad. Es decir, no le
habían engañado; se había engañado él mismo, y se habían engañado los
demás. Pero, ahora, su hija estaba ya en el convento. ¿Cómo así? Fuera
de él--pensaba--no existía nada. El mundo era una ilusión de los
sentidos, un espejismo de la imaginación. El mundo de fuera era creación
aparente y engañosa del mundo de dentro. Belarmino, entonces, resolvió
poner en orden de paz y hermosura su mundo interior, y, por lo tanto, el
mundo exterior, que no es sino eco o imagen sensible del otro.
Ahuyentaría o ignoraría los espectros recónditos, que, de vez en cuando,
se entrometen a perturbar el buen concierto de las potencias del alma y
anublar la cálida luz del corazón; esos espectros que, aunque
ofuscaciones de la imaginación, se proyectan sobre el mundo exterior en
forma de figuras odiosas y agresivas, como si de veras existiesen en
carne y hueso, y son sólo alucinaciones. Belarmino resolvió que Xuantipa
ya no existía; que no existía Bellido, el usurero; que no existían
Apolonio, ni su hijo, el seductor de Angustias; que no había existido el
rapto--¡cuánto trabajo le costó suprimir de su alma esta pretendida
alucinación o realidad ilusoria...!--. Angustias, ésa sí que existía;
como que la había concebido y creado él; era la hija de su alma y de sus
entrañas: ¿no había de existir? Existía y estaba, por libérrima y
unánime voluntad, suya y de su padre, recoleta en las Carmelitas, adonde
la habían conducido el desprecio del mundo exterior y aparente, en el
cual ella tampoco creía, y el ansia de una absoluta y perfecta
serenidad. Por algo Angustias era hija de Belarmino.
Y Belarmino acudía todas las tardes a pasear alrededor del convento de
las Carmelitas, a comunicarse, por vías misteriosas e inefables, con su
hija imaginaria, enteramente engendrada por él, en su alma paternal,
tierna y creadora.
Entonces fué cuando Belarmino abandonó la profesión filosófica, y ya no
remendó más zapatos. Antes, cuando se veía a Belarmino, había que
pensar: San Francisco, el de Asís, debía de ser una persona semejante,
en el rostro. Ahora, Belarmino era cabalmente el remedo animado del San
Francisco, de Luca de la Robbia; puras y pueriles facciones, ojos
vitrificados, anchas las sienes. También Platón tenía las sienes anchas.
Los frailes y los señores de Neira dejaban a Belarmino en libertad, que
viviese a su gusto, como inocente criatura de Dios que no podía hacer
daño a nadie. Una de sus últimas enseñanzas consistió en un a manera de
apólogo, muy breve, que confió a Escobar, el Aligator, y que éste tuvo
la suerte de poder traducir en lengua vulgar. Dice así: «Una vez era un
hombre que, por pensar y sentir tanto, hablaba escaso y premioso. No
hablaba, porque comprendía tantas cosas en cada cosa singular, que no
acertaba a expresarse. Los otros le llamaban tonto. Este hombre, cuando
supo expresar todas las cosas que comprendía en una sola cosa, hablaba
más que nadie. Los otros le llamaban charlatán. Pero este hombre,
cuando, en lugar de ver tantas cosas en una sola cosa, en todas las
cosas distintas no vió ya sino una y la misma cosa, porque había
penetrado en el sentido y en la verdad de todo; al llegar a esto, este
hombre ya no volvió a hablar ni una palabra. Y los demás le llamaban
loco.»


CAPÍTULO VII.
PEDRITO Y ANGUSTIAS.

Después del largo sermón de las siete palabras, la noche del Viernes
Santo, don Guillén tenía la voz tomada, hendida, un poco estridente.
Había sido actor, durante dos horas, y ante un auditorio de reyes,
infantes y demás tropa palatina, en el drama de los dramas: la pasión y
muerte del Hombre-Dios. Su rostro no se había despojado aún de la
persona o máscara trágica. No quiero dar a entender que don Guillén
fuese un histrión, y que, después del gran esfuerzo hipócrita sobre el
proscenio, al volver entre bastidores, fingiese hallarse dominado
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