Belarmino y Apolonio - 08

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curiosos e interesantes; quiénes que, de seguro, se trataba de boberías
sin interés, y que lo único curioso era la forma de expresión. Con todo
esto, el portal de Belarmino estaba tan concurrido como la escuela de un
filósofo de la antigüedad. Después de escuchar sus incógnitas
enseñanzas, éstos, reventando de risa; aquéllos, hostigados por la
comezón de averiguar una charada dificultosa, salían a la Rúa Ruera,
movían airadas trifulcas, polemizaban y casi se iban a las manos.
Apolonio, desde el umbral de su zapatería de lujo, en actitud estatuaria
y de fingido tedio e indiferencia, presenciaba aquel vivo y animado
tumulto, con la misma envidia y nostalgia con que los inmortales en el
Olimpo ven a los humanos agitarse a impulsos de ideales y pasiones que
hacen la vida sabrosa y digna de vivirse. Los inmortales se aburren
tanto en su serenidad inacabable y de tal suerte envidian los conflictos
y combates del mundo, que, a veces, no pudiendo resistir la tentación,
descienden convertidos en nubecillas leves y flúidas a pelear entre los
hombres, según cuenta Homero. Esto lo sabía Apolonio, desde Compostela.
Para Apolonio, algunas disputas humanas han sido hostigadas por
misteriosa intromisión divina; son aquellas disputas merecedoras de la
dignidad dramática y trágica. Siempre que Apolonio veía dos dándose de
puñadas y revolcándose por el suelo, si se levantaba alguna polvareda,
decía: «Ha llegado el punto trágico; eso no es polvo blanco, son las
divinidades violentas, envidiosas de la vida ligera de los hombres,
diluidas en el aire fino.» ¡De qué buena gana se hubiera diluido
Apolonio en el aire fino para ir a mezclarse en las disputas enzarzadas
a causa de su afortunado rival, como la guerra de Troya por Helena;
intervenir por modo invisible y aniquilar a todos los secuaces de
Belarmino!... La venganza es el placer de los dioses. Se dirá, ¿qué
sentimiento vengativo cabe que los pobres humanos inspiren a los dioses
majestuosos? Pues sí; les inspiran el sentimiento más vengativo, el de
la envidia.
Belarmino era remendón de portal. Apolonio poseía un establecimiento
lujoso y cobraba por par de botas hasta cinco duros, precio exorbitante
por entonces en Pilares. Esto no obstante, Apolonio se hubiera cambiado
por Belarmino. Apolonio contaba con una buena parroquia. Pero no le
interesaba tener parroquia. Lo que él quería era tener público, gente
que le escuchase, que le celebrase y aun que le rebatiese. Apolonio se
relacionaba con personas distinguidísimas. La de Somavia le invitaba
alguna vez a su tertulia. Por la zapatería caían de visita,
periódicamente, Pedro Barquín, el cura Chapaprieta, el magistrado don
Hermenegildo Asiniego, y otros claros varones de la urbe. El señor
Novillo acudía a diario al establecimiento y se dilataba allí varias
horas, gran parte del tiempo en el umbral, mirando con disimulo,
rendimiento y rubor al balcón florido y pajarero de Felicita Quemada.
Pero la relación de personas distinguidas le tenía sin cuidado a
Apolonio; lo que él echaba de menos era el trato de personas ilustradas,
el ambiente académico y artístico. Y aquel infame Belarmino, sabía Dios
merced a qué socaliñas y malas artes, le hurtaba, sin dejar una migaja
siquiera, el aplauso y atención que a él en justicia se le debían,
puesto que Belarmino era insensato charlatán y prevaricador de la lezna
y el cerote, en tanto él, Apolonio, por don natural, componía los más
primorosos artificios, así zapateriles como poéticos. «No hay justicia,
ni sentido, ni plan en el mundo»--pensaba Apolonio--. «Bien lo presumía
yo, aunque todavía inexperto, cuando escribí mi _Cerco de Orduña o Señor
de Oña_.»
Apolonio se hubiera despeñado en la negra desesperación, a no
estorbárselo, de una parte, la compañía habitual del señor Novillo, con
que se distraía de los sombríos pensamientos y se le deparaba coyuntura
de explayar la exuberancia del lastimado pecho, y de otra parte, más
principalmente, el amor a la duquesa de Somavia, un amor cada día más
exaltado, más puro, más imposible, más delicioso y novelesco. «Con estas
dos vejigas--decíase Apolonio--me mantengo a flote sobre las borrascas
de mi espíritu.»
Llegaba a la zapatería el señor Novillo, con su empaque reservado,
catadura sombría y venerable vientre de ídolo; la piel bronceada, barba
y bigotes pardos, entrecanos en la raíz. Había cierta similitud corporal
entre Apolonio y el señor Novillo. Los dos recordaban las efigies de
Buda, por la hinchazón. Ahora, que la cabeza de Apolonio se enderezaba
con cierto alarde confiado y olímpico, y, en cambio, la del señor
Novillo pesaba sobre el pestorejo y el cuello, abombándolos en redor, y
de los ojos se rezumaba una tristeza irracional. Apenas si hablaba el
señor Novillo; de tarde en tarde se sonreía, enseñando unos dientes de
blancura irreprochable, que, rodeados del hirsuto contorno, parecían una
estría de carne de coco asomándose entre la cáscara pardusca y crinada;
pero la mitad superior de la cara y los ojos seguían parados y tristes.
Así que llegaba, el señor Novillo se sentaba en un largo diván de piel
verde, debajo de un espejo, velado por un tul, verde también, y dejaba
caer el vientre entre las piernas, a que se reposase sobre el diván.
Apolonio, abandonando el mostrador, donde, con ademán lento y religioso,
trazaba diseños y cortaba pieles, venía al lado del señor Novillo y
dejaba asimismo caer el vientre sobre el diván. Oíanse en la trastienda
ahogados martillazos, alguna canción femenina y el repiqueteo de unas
máquinas de coser. Apolonio, sin doblar la cabeza a mirar al vecino,
rompía a hablar:
--Estoy abrumado, don Anselmo, estoy abrumado. ¿Qué me falta?,
preguntará usted. Tengo un taller, montado con los últimos adelantos de
la ciencia y de la industria; tres máquinas, una Wilson y otra Wheeler,
para coser la caña, y una Johnson para hacer ojales, que puede que no
haya media docena como ellas en toda la península. Mi clientela, la
espuma de la sociedad; y todos satisfacen sus facturas a tocateja. ¿Qué
más puedo pedir?
¡Ay mi amada! ¡Oh dolor! Lágrimas mías:
¿por dónde estáis que no corréis a mares?,
como cantó el poeta. Unos amores desdichados, sí. Pero no quiero
mentarlos. ¿Cúya es la culpa? ¿De ella? Jamás, jamás, jamás. La culpa es
mía. Me enamoré de una beldad tan alta como la blanca Beatriz. Merecida
es mi pena, y yo la acepto con júbilo infinito.
El señor Novillo oía el runrún con la indiferencia con que las imágenes
talladas en madera de ciruelo oyen himnos y plegarias. Proseguía
Apolonio, sin dignarse, por su parte, mirar a Novillo:
--He pintado en un poema alegórico la exacta posición de estos amores
disparatados, horribles y delincuentes. Delincuentes, sí, delincuentes,
porque.... Pero tente, lengua liviana y maldecida. He aquí el poema: un
monstruo de esos que llaman gárgolas, porque vomitan la lluvia con un
ruido peculiar, de donde viene la frase hacer gárgaras; digo que ese
monstruo de piedra, que está en la cornisa de una catedral, se ha
enamorado de la veleta, que figura una paloma, y que se asienta, ni que
decir tiene, en lo más alto de la torre. Y ese es el destino cruel del
enamorado monstruo, que soy yo; estar petrificado, a una distancia
infranqueable de la amada y haciendo gárgaras. Esto último constituye un
rasgo humorístico, que cierra la composición. Lo cómico es siempre
chabacano y despreciable. Lo humorístico es un modo poético. ¿Que cuál
es el nombre de la dama? Jamás lo declararé. Antes dejo que me desuellen
vivo....
Novillo, presa de sus propias ansiedades amorosas, se levantó sin haber
escuchado a Apolonio, y fué hacia la puerta, a mirar desde allí
furtivamente a Felicita. Apolonio le seguía, declamando con el brazo
extendido y la mirada flamígera:
--Jamás lo declararé. Antes pasarán sobre mi cadáver. Y si después de
muerto lo declaro, conste que no soy yo, sino un espíritu maligno que
habla por mi boca.--En habiendo eyaculado este apostrofe, Apolonio,
apaciguándose súbitamente, volvió detrás del mostrador y se aplicó a
cortar suela.
Al cabo de media hora de vergozante contemplación, Novillo retornó al
diván, y al punto Apolonio acudió a su vera y reanudó el hilo de su
palique.
--No son estos amores desdichados, no, lo que me trae mustio,
melancólico y descontento. Los amores son la esencia de mi vida y los
guardo en mi corazón como si fuesen una perla del Oriente. Estoy
abrumado, estoy tan pronto rabioso como desmadejado, estoy que me llevan
los demonios, porque, ante todo y sobre todo, soy un artista, y aquí, en
esta ciudad, no se me comprende ni hace justicia. Por lo pronto, soy un
maestro artista en zapatería. Mi clientela alaba, en el calzado que yo
hago, la resistencia y flexibilidad del asiento, lo suave y duradero del
material, lo cómodo y bien conformado del corte; y por eso, nada más que
por eso, me pagan bien. Pero las dichas cualidades son secundarias. Un
zapato, un brodequín, un botito son obras de arte. ¿Y quién aquí, salvo
contadas excepciones, sabe apreciar el calzado como una obra de arte?
¿Quién aquí concede al calzado la enorme importancia que tiene? Se
imaginan que el calzado sólo sirve para cubrir el pie, resguardarlo de
la humedad, por temor a los reumas, y evitar que se lastime sobre el mal
piso; todo lo que piden al calzado es que no críe callo. Pues si el
calzado no cumple otro fin más que ése, mejor sería que los hombres
echasen casco o pezuña, lo cual se conseguiría fácilmente por
procedimientos científicos. Y no es que yo me refiera a esta localidad.
Hablo, en general, de toda España. Un amigo mío muy erudito, Valeiro,
estudiante compostelano, me contaba haber leído en un libro de un Fray
no sé cuántos Guevara, obispo en alguna diócesis de Galicia, que los
españoles, en los tiempos del gran Carlos V, cuando el tal obispo
escribía, andaban en zancos por las calles, a causa de los lodos. ¡Qué
barbaridad! Pues, ¿qué? ¿No se usan todavía en nuestra península
almadreñas, zuecos, abarcas y las asquerosas alpargatas? ¡Qué poco dice
esto en pro de la cultura de los españoles, y cuánto de su salvajismo!
Para mí la alpargata es un insulto a la divinidad, una blasfemia, porque
es negar y desconocer la obra más perfecta de Dios, o sea el pie humano.
¿Por qué es el hombre superior al mono y a todos los demás animales?
Porque es el único que tiene pies, lo que se dice verdaderos pies. Si el
pie fuera menos humano y noble que la mano, los hombres tendrían cuatro
manos y los monos tendrían cuatro pies, y no que tienen cuatro manos.
Por no ver mujeres con almadreñas preferiría vivir entre chinos, porque
al menos los chinos conceden al pie de las mujeres más importancia que a
ninguna otra parte del cuerpo.
Novillo salió nuevamente a la puerta, sin haber escuchado ni una sola
palabra de la ingeniosa disertación de Apolonio, y éste volvió a
trabajar detrás del mostrador. Al cabo de otra media hora, Novillo
reincidió en reposar sobre el diván su vientre, agitado ahora por
apasionado estremecimiento: era que sus ojos se habían cruzado al acaso
con los de Felicita, y ella le había enviado una sonrisa arrobada y
etérea. Novillo se sentía feliz, expansivo, y al acomodarse Apolonio a
su lado le dió una palmada en el muslo al zapatero, preguntando:
--¿No dice usted nada hoy, querido Apolonio?
--Le decía a usted, don Anselmo--Apolonio respondió sin mostrarse herido
por la ausencia mental y material de su amigo--, que los chinos conceden
al pie la importancia debida. Este es mérito común a los asiáticos. No
en balde estuvo el Paraíso terrenal en el Asia. En la Grecia antigua,
las cortesanas y también las castas matronas apetecían los zapatos
venidos del Asia, zapatos al parecer preciosos, adornados con pinturas
de mucho mérito y figuras cinceladas en metal. Los antiguos, como más
próximos al origen de la creación, distinguían con mayor acierto la
jerarquía, utilidad y belleza de los miembros; a todos los miembros
anteponían en dignidad el pie; después de éste seguía la cabeza; luego,
algo que no quiero nombrar; en cuarto grado, la mano siniestra, la del
escudo; en quinto, la diestra que empuña el arma; y así sucesivamente.
Todos aquellos pueblos, dotados de una gran sabiduría infusa y revelada,
que poco a poco se fué olvidando y desvaneciendo, rendían culto al pie y
se excedían en fabricar con apropiado decoro el tabernáculo del pie, o
sea el calzado. Entre los hebreos, el calzado era tenido en tanta
reverencia que no se permitía que lo usasen sino los nobles y los
levitas, y aun éstos apenas si se atrevían a ponérselo, como no fuera
para entrar en el templo, sino que unos servidores especiales, a modo de
acólitos, iban detrás de los sacerdotes y señores llevando el calzado
sobre un cojín de terciopelo. Los egipcios colocaban en el calzado
placas labradas de oro y plata. El calzado de los sátrapas persas era
una joya valiosísima. Los patricios y senadores romanos usaban botas de
piel encarnada, con una media luna de plata, la luna patricia. Pasemos a
tiempos más próximos a los nuestros y recordemos a los papas, a los
emperadores, a los duques venecianos. El calzado de estos grandes
dignatarios de la Iglesia y de las repúblicas era de telas tejidas con
metales preciosos y recamados de las más ricas piedras: esmeraldas,
rubíes, zafiros, diamantes del tamaño de nueces casi siempre. Tengo
entendido que el Santo Padre todavía usa ese calzado los días que
repican gordo.
--¡Caracho, lo que usted sabe, amigo Apolonio!--exclamó Novillo,
sinceramente deslumbrado.
--Pues ya sabe usted tanto como yo, don Anselmo. Y si usted desea más
detalles, le dejaré unas cuartillas manuscritas, tituladas
«Podotecología estética, o historia del calzado artístico», que para mí
escribió mi amigo Valeiro, y que es de donde yo he tomado los datos. En
media hora escasa se las aprende usted de memoria. En lo que yo insisto
es en que, como español, me abochorno de que los españoles no hayamos
contribuído con ninguna invención al progreso del calzado. No hay una
ciencia y un arte zapateriles propiamente españoles. No habrá oído usted
decir punta a la madrileña, tacón Isabel II o hechura española, como se
dice punta a la florentina, zapato Richelieu, tacón Luis XV, hechura
inglesa.
--Hombre, hombre...--objetó el señor Novillo, que era muy vidrioso en
su patriotismo, y como apoderado local del cacique y cacique él mismo de
aldea, consideraba que menoscabar el buen nombre de la patria equivalía
a reprobarle encubiertamente su posición política--; eso que usted dice
no debe importarnos un rábano. ¿Que no hemos descubierto una punta o un
tacón? Pero hemos inventado cosas de más provecho y sustancia--colocando
las manos extendidas sobre el abdomen--: el pote gallego, la fabada, el
bacalao a la vizcaína, la paella valenciana, la sobreasada mallorquina,
el chorizo y la Compañía de Jesús. Y ¿dónde me deja usted el
descubrimiento del Nuevo Mundo? Aparte que, si no recuerdo mal, cuando
estudié en el Instituto, el profesor de Historia nos decía que no sé
cuál emperador romano había adoptado para el ejército el calzado que
usaban los españoles.
--Fábulas--replicó, despectivo, Apolonio--. Los españoles sólo han
inventado la alpargata, que es, ya lo he dicho anteriormente, un insulto
a la divinidad, un sacrilegio zapateril. Yo, maestro artista, repelo la
alpargata con sacrosanta indignación.
--No sigamos por ese camino, Apolonio, porque tendríamos un disgusto.
Como presidente de la Diputación y, por tanto, representante del
Gobierno legítimo, no puedo consentir que nuestra invicta bandera se
ponga en tela de juicio. No le digo a usted: zapatero a tus zapatos,
porque no quiero provocarle.
--Pues de zapatos estamos discutiendo, mi querido don Anselmo.
Novillo se levantó a repetir la operación contemplativa, y Apolonio
reanudó sus operaciones profesionales. Después de media horita, que para
Novillo fué una eternidad de inefables congojas, porque se verificaron
varios choques meteóricos de miradas, halláronse otra vez par a par el
zapatero y el político.
--¿Decía usted...?--comenzó Novillo.
--Decía que aquí, en general, no se aprecia el valor artístico del
calzado. Yo, se le digo a usted con toda reserva, me creo postergado. No
se me hace justicia. Ni como zapatero, y no digamos como poeta
dramático. ¿Por qué se figura usted que soy zapatero? Porque soy poeta
dramático. ¿Por qué se figura usted que soy poeta dramático? Porque soy
zapatero. Los ignorantes piensan que no tiene relación lo uno con lo
otro. Pues son dos cosas inseparables. Hay conflictos dramáticos entre
los hombres y no entre los animales, porque los hombres observan la
postura eréctil; y los hombres observan la postura eréctil porque andan
sobre los pies. Póngame a los hombres en cuatro patas, o hágamelos usted
paralíticos, como los árboles; ya no hay drama. ¿Es esto claro? Pero,
señor, si el drama no es más que cuestión de calzado, cuestión de
ponerse en dos pies y levantar la cabeza todo lo posible, en son de
desafío, hacia el cielo, en donde se oculta el destino de los
hombres.... ¿Es verosímil que los hombres inventasen así, a secas, el
drama? ¡Qué desatino! Los hombres inventaron una especie de calzado, el
coturno, que les alzaba más de un palmo sobre la tierra; pues con esto,
ya estaba inventado el drama. Pues si le dice usted a cualquiera de esos
estudiantillos hambrientos que yo soy zapatero y autor dramático, se
reirán. En cambio, no se asombran de que un zapatero pueda ser filósofo.
Yo soy el que me río.... Ja, ja, ja.... Filósofo lo puede ser el último
gato. Todos los filósofos son unos farsantes, charlatanes de feria.
¿Para qué sirve la filosofía? Ya lo dijo Saquespeare--pronunciado así--:
«la filosofía no sirve ni para curar un dolor de muelas».
--Hombre, hombre...--objetó el señor Novillo--. El arte dramático
tampoco sirve para curar dolores de muelas.
--Pero el dolor de muelas sirve para hacer dramas. Todos los dolores son
experiencias dramáticas.
Esta escena se repetía a diario durante largo tiempo, si bien la
elocuencia ubérrima de Apolonio desenvolvía variadísimos temas. Novillo
llegó a sentir curiosidad por conocer el drama que había escrito
Apolonio, el cual se lo leyó una noche con tanto énfasis y pathos, que
subyugó y conmovió al oyente.
--En efecto; es usted un gran artista--murmuró Novillo, enjugándose unas
lágrimas; era sobremanera sentimental--. Como presidente de la Junta de
abonados que soy, le prometo que haré estrenar su drama por la primera
compañía dramática que venga a Pilares.
Apolonio hubiera abrazado a Novillo; pero no quería descomponer la
majestad de la figura.
Por desdicha, pasaban los meses y no venía ninguna compañía dramática.
La poesía fué estrechando más y más la amiganza entre Novillo y
Apolonio. Novillo celebraba mucho los poemas amatorios de Apolonio, y
siempre que componía uno nuevo se lo pedía para «empaparse» en él,
decía, leyéndolo a solas.
Una mañana, Felicita entró en la zapatería de Apolonio, cosa
acostumbrada; pero aquel día, la solterona llevaba desencajado el
rostro, con expresión que pretendía ser colérica, y, sin embargo, dejaba
recelar un placer oscuro. «¿Qué tripa se le habrá roto a esta vieja
vestal?»--pensó Apolonio.
--Apolonio, ¿nos oye alguien?--preguntó Felicita, inclinándose sobre el
mostrador, con delgado aliento y ojos de espía.
--Si usted conserva ese tono, nadie nos oirá.
--Apolonio.... Es usted un miserable, un traidor, un ingrato. Se lo digo
a usted en voz baja, aunque con toda energía, porque quiero evitar
espantosas complicaciones, incluso la efusión de sangre.
--Pero, señora...; digo, señorita....
--Silencio, infame. He callado hasta hoy, porque lo tomé como una locura
fugitiva. Pero ha llegado a tal extremo su atrevimiento, que he decidido
escarmentar a usted para siempre, para siempre.--Sacó del seno un montón
de papeles y los despidió, con ademán repulsivo, sobre el mostrador.--Le
arrojo esos anónimos impertinentes e indecorosos. Yo pertenezco a un
hombre, sólo a un hombre. Todos los demás pretendientes me inspiran
aversión y asco.
Apolonio examinaba los papeles escritos.
--Estos son versos míos--bisbiseó.
--Ya lo sé.
--Pero estos versos no están escritos por mí. Son copias; y la letra es
de don Anselmo Novillo.
--Agua--pudo apenas articular Felicita, en tanto se desplomaba exánime
sobre el diván.
De buena gana Apolonio hubiera dado unos cuantos azotes a la vieja
vestal, que así venía a turbarle y ponerle ante sí mismo en ridículo,
obligándole a descomponer la majestad de la figura; corriendo azariento
a entornar la puerta, porque los transeuntes no se percatasen del lance;
trayendo un vaso de agua a través de las frívolas oficialas, que
sonreían al verle en guisa de camarero: salpicando el rostro de la
desmayada e intentando desabrocharle el corsé. Afortunadamente, Felicita
se recobró antes de que Apolonio recurriese a este último extremo.
Sorbió el agua; pidió los papeles; los restauró al cobijo del seno, no
sin antes besarlos, y dijo a Apolonio:
--Por la memoria de su madre le pido juramento que no dirá nada a nade
de esto que ha pasado. ¡Júrelo!
Apolonio, ante la prosopopeya de Felicita, ya se halló en su elemento, y
juró con la solemnidad y unción de un pontífice.
«En medio de todo--reflexionaba Apolonio--, qué curioso drama el de
Novillo y Felicita. Es algo así como el suplicio de Tántalo. ¿Por qué no
se casan? No será porque no quieran ni porque nadie se lo impida. Y, sin
embargo, no se casan. Luego negarán que existe una Némesis que traba y
destruye las intenciones de los hombres. Yo escribiría este drama. Pero
el señor Novillo es amigo y podría disgustarse.»
Escribiría aquel drama y otra porción de dramas tomados de la realidad.
Y la realidad de Apolonio, por entonces, no traspasaba los límites de la
Rúa Ruera. Sin necesidad de levantar los tejados, como el Diablo
Cojuelo, Apolonio adivinaba el drama oculto en cada casa, y con todos
los pequeños dramas individuales formaba una gran tragedia, la tragedia
de la calle, en que él era el héroe, la víctima, y Belarmino el traidor.
En fuerza de imaginar luctuosas peripecias, el pecho se le colmaba de
impulsos vehementes, a manera de necesidad perentoria de acción, y
acción cruel. Era menester que se libertase de aquellas ansias
agresivas, que cada día le hostigaban con redoblada tenacidad, o, de lo
contrario, perdería en una mala hora la cabeza y haría una barbaridad.
Entonces se le ocurrió una idea feliz: se dedicó a criar gallos de
pelea. Como tenía dinero a mano, adquirió presto una regular gallera.
Encargó buena parte de los gallos ingleses a Antequera, porque le
informaron que allí cultivaban las sangres más finas y puras. Se
adiestró en el cuido y preparación de los gallos para el combate. A
todos sus animales les impuso nombres mitológicos y legendarios:
Aquiles, giro; Ulises, colorado; Héctor, gallino; Hércules, negro;
Roldán, dorado; Manfredo, cenizo; Carlomagno, negro también; etc., etc.
En las otras galleras abundaban los nombres de toreros. Todos los
domingos por la mañana, después de oír misa de once, porque creía en
Dios y en la providencia, a pesar de que en este mundo no hay justicia,
ni plan, ni sentido, Apolonio se encaminaba al circo gallista, seguido
de un aprendiz con los capaces en donde iban los gallos que aquel día
echaba a pelear. Intervenía en las diligencias preliminares del examen y
peso de los combatientes, y escrutaba con tanto escrúpulo, seriedad y
aparato la balanza, como si se estuviese decidiendo el porvenir de la
humanidad. Luego, había que verle con qué religiosa pompa y taciturno
talante, sentado detrás de la pista, limpiaba las espuelas del gallo
con medio limón, para mundificarlas, por si estaban emponzoñadas, y las
enjugaba después con el pañuelo, y, por último, depositaba levemente el
gallo sobre el ruedo, como diciendo: _alea jacta est_, y ya no hay
poderío terrenal que desvíe la voluntad de los hados. Y la voluntad de
los hados era, indefectiblemente, que los gallos de Apolonio quedasen
muertos o malferidos. A Ulises se lo mató Lagartijo; a Héctor,
Bocanegra; Mazzantini hizo papilla a Roldán; Aquiles quedó ciego de unas
puñaladas que le metió Frascuelo; y un gallo de sangre mestiza y ruin,
color blanco, llamado Espartero, propiedad de un ebanista, aniquiló a
Carlomagno, Manfredo, Hércules y otros seis héroes desgraciados. Cosa
sorprendente: Apolonio asistía sin enojo, antes con orgullo, al
vencimiento de sus gallos. Lo esencial era que nunca cantaban la
gallina; morían porque debían morir, que el héroe muere siempre a la
postre, y no a manos de otros héroes, sino por el vil puñal. Sus gallos
daban siempre el pecho; los demás seguían una cobarde táctica de
combate, simulaban huir en torno al ruedo, y cuando más confiado iba el
héroe en su persecución, se volvían inopinadamente y le daban traidoras
estocadas. Sus gallos, como los personajes de Sófocles, sabían morir con
belleza, y por lo tanto con gloria, que viene a ser lo mismo. Ajax
declaró: «vivir con gloria o morir con gloria; tal es el deber de los
bien nacidos», y la palabra empleada para designar la gloria es
[Griego: chalos], que significa también la belleza. ¡Y cómo se parecía
Apolonio a sus gallos! Se les parecía en la silueta, en el aire de
prestancia, en el énfasis, en la cresta, pero no en los espolones; se
les parecía por fuera. Por dentro, Apolonio, aunque daba albergue y
acariciaba con la imaginación las pasiones más destructoras, era incapaz
de matar un mosquito, como decía de él su hijo. Y así, Apolonio veía en
sus gallos la incorporación de algo necesario y deficiente en su propia
personalidad; eran encarnación de su personalidad frustrada, porque el
dramaturgo es el hombre de acción frustrado. De aquí que Apolonio
asistiese sin enojo, antes con orgullo, y aun con satisfacción íntima,
al vencimiento de sus gallos. Se verificaba en su pecho la perfecta
frustración de su personalidad deficiente, una especie de catarsis. Si
los gallos vencieran con frecuencia, pensaba Apolonio que la confianza
en sí mismo, ya que los gallos eran en cierto modo prolongación de su
persona, el espíritu agresivo, la necesidad de acción ejecutiva, se le
hubieran comunicado fatalmente a él, y como era muy pusilánime, sólo
ante la idea de cometer un gran disparate le daban escalofríos. Por
último, las peleas de gallos influían en la vida y carácter de Apolonio
en dos opuestas direcciones: una favorable, y adversa la otra.
Favorable, porque se iba haciendo conocido y famoso, como personaje
pintoresco e improvisador de aleluyas, en la ciudad y en otros pueblos
de la provincia, en donde alguna vez se concertaban riñas de gallos
interurbanas. Adversa, porque en las riñas mediaban apuestas, y como
Apolonio perdía siempre, se le iba desnivelando el presupuesto mucho más
de lo prudente. Apolonio no paraba atención en los descalabros
económicos mientras su actividad pública, como gallero, le sirviera para
ensanchar la nombradía; prefería la ruina y la inopia a la oscuridad.
Todo lo aceptaba con tal de gratificar en alguna medida su vanidad
inocente, con tal que se le conociese y se hablase de él. Su obsesión
era aventajar la fama de Belarmino, humillarle algún día.
Belarmino ganaba cada vez más popularidad. En los periódicos se habían
publicado artículos acerca de él; unos de burla, otros en serio,
sosteniendo la tesis de que constituía un fenómeno mental, un caso de
estudio, invitando al director del Hospital-manicomio a que hiciese con
él experiencias científicas, y proponiendo que cuando muriese no se le
enterrase sin antes haberle sacado el cerebro, a fin de analizarlo.
Cuando Belarmino leyó esta halagüeña proposición, se le atragantó la
saliva; pero se repuso a seguida, sonriendo beatíficamente. Adoptaba la
propia actitud de indiferencia filosófica hacia las opiniones ajenas,
mientras él conservase la vida y el pensamiento, como hacia los dolores
corporales, en habiéndose muerto.
La polémica sobre si Belarmino sabía lo que se decía o, por el
contrario, hablaba como un papagayo, repitiendo palabras vacías y sin
trabazón, se enconaba y complicaba más y más, porque nadie había
allegado todavía prueba concluyente, de una parte ni de otra. El
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