Belarmino y Apolonio - 01

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BELARMINO Y APOLONIO
_NOVELA_


RAMÓN PÉREZ DE AYALA
1921


PRÓLOGO
EL FILÓSOFO DE LA CASAS DE HUÉSPEDES
Don Amaranto de Fraile, a quien conocí hace muchos años en una casa de
huéspedes, era, sin duda, un hombre fuera de lo común, no menos por la
traza corporal cuanto por su inteligencia, carácter y costumbres. Algún
día quizá se me ocurra referir por lo menudo lo que hube de averiguar de
su vida, y sobre todo recoger por curiosidad sus doctrinas, opiniones,
aforismos y paradojas; de donde pudiera resultar un libro que si no
emula las _Memorabilia_ en que Xenofonte dejó reverente y filial
recuerdo de su maestro Sócrates, será de seguro porque ando yo tan lejos
de Xenofonte como don Amaranto se aproximaba, tal cual vez, a Sócrates:
un Sócrates de tres pesetas, con principio. Pero todo esto no conviene
ahora a mi propósito.
Cuando yo le conocí pasaba ya de los sesenta este varón extraordinario.
Había vivido veinte años en la misma casa de huéspedes, aquella en donde
yo di con él, y otros veinticinco en otras muchas casas de huéspedes. Es
decir, que se había pasado la vida en casas de huéspedes. La tal casa,
en donde al Destino plugo juntarnos pasajeramente, era repugnante de
todo punto. Pasé allí sólo dos meses, y eso porque la simpatía y
deleitoso magisterio de don Amaranto me persuadieron a dilatar mi
estada. Su irónica pedantería y pintoresca erudición me encantaban; pero
lo que más me movía a venerar a don Amaranto era el hecho de que hubiera
permanecido tantos años en semejante alojamiento, soportando como si tal
cosa, sin perder de romana en lo físico ni la ecuanimidad interior,
privaciones, entrometimientos, escándalos, desaliños, ponzoñas; en suma,
un trato miserable y homicida. Y es que había profesado pertenecer a las
casas de huéspedes, como a una orden religiosa, y hecho voto de pupilaje
perpetuo. Él mismo me lo declaró un día, de sobremesa. Digo de
sobremesa, que no de sobrecomida. Un detalle de las sobremesas de
aquella casa, es que no había palillos de dientes; no por razones de
economía, ni menos por escrúpulos de aseo y urbanidad, como es uso entre
anglosajones, los cuales consideran el acto de mondar las rendijas de la
dentadura como una necesidad de orden vergonzoso y clandestino, sino
porque no había ocasión, y por ende los palillos holgaban. Condumios y
viandas eran los primeros harto flúidos y las otras de estructura
demasiado coherente y compacta para la herramienta dental humana, de
manera que no permanecía residuo alguno entre los dientes.
--En el Ática--me dijo aquel día de sobremesa don Amaranto, ostentando
didácticamente un tenedor de peltre, al modo de férula--se iba a buscar
la sabiduría al mercado o bajo el pórtico de Júpiter Liberador, donde
Sócrates, con palabra ligera y gesto sonriente, parteaba, como avezada
comadrona, el alumbramiento de las ideas; al huerto umbrátil de Academo,
donde Platón, de hombros anchos y labios melifluos, empollaba en las
almas jóvenes los alados anhelos con que volasen de lo sensible a lo
absoluto; en el Liceo, donde el seco Estagirita desmontaba en piezas la
máquina del mundo, y mostraba sus relaciones, ensambladuras y modo de
funcionar. En la Edad Media, los silos del saber de entonces y de lo
poco que de la antigüedad aún quedaba fueron los monasterios. Luego, la
ciencia se acogió a las universidades. En nuestros días, la mejor
universidad, el verdadero convento, el más cumplido liceo, el más
poblado huerto de Academo, y el más genuino trasunto del pórtico de
Júpiter Liberador y del clásico mercado, todo esto es, amigo mío, la
casa de huéspedes española, señaladamente la madrileña. La Naturaleza es
un libro, ciertamente; pero es un libro hermético. La casa de huéspedes
es un libro abierto. No se necesita sino saber leer, que es bien poca
cosa. Ahora, que para morar de por vida en casas de huéspedes, como para
profesar en una orden religiosa, necesítase asimismo una cualidad rara,
aunque no tan rara entre españoles: vocación ascética. En las casas de
huéspedes no cabe dar pábulo ni satisfacción a ningún linaje de
voluptuosidad o apetencia de la carne mortal. El español tiene la piel
tan recia, las entrañas tan enjutas y los sentidos tan mansuetos, que es
ya asceta innato y por predestinación; ninguna aspereza le mortifica y
apenas si hay placer sensual que apetezca, como no sea el genésico, y
ése en su forma más simple y plena, el cual así considerado, aunque el
vulgo ibérico lo denomine amor, y hasta el gran Lope de Vega escribió
que no hay otro amor que éste que por voluntad de natura se sacia con el
ayuntamiento de los que se desean, no es sino instinto y servidumbre,
común a hombres y bestias, con que cumplimos en la propagación de la
especie; en tanto el hombre, en sus placeres exclusivos, selecciona por
discernimiento, que no por instinto, el objeto o propósito hacia donde
se encamina, y perfecciona por educación los medios de alcanzarlo y el
arte de gustarlo. Un placer humano, aunque de la más baja jerarquía, es
el de la mesa. Los animales comen el alimento en crudo. El hombre hace
pasar el alimento por la cocina; lo condimenta, lo sazona, le infunde
sabores varios y sutiles. El buey come hierba ahora como en la edad de
piedra, y la rumia como entonces, sin haberle añadido complicaciones ni
gustos nuevos. En cambio, la ciencia y el arte culinarios son evolutivos
y perfectibles; en Maxim, de París, no se come como se comía en las
cavernas. Sí, amigo mío; el español es asceta _a nativitate_. Por eso en
España hay incontable número de conventos y casas de huéspedes, en los
cuales se perpetúan bodrios y condumios cavernarios, cuando no se apenca
con el alimento en crudo. Cierta vez me propuse acometer una
investigación científica de sociología comparada, y aun de etnografía,
tomando como tema y punto de arranque las casas de huéspedes en España y
en las naciones extranjeras. Después de prolijas experiencias y
estudios, llegué a este resultado inconcuso: la casa de huéspedes es
una institución típicamente española, algo así como la lidia de reses
bravas en coso, el cocido y el cultivo de las verrugas pilosas con fines
estéticos. Entre el _boarding-house_ inglés, la _pension de famille_,
francesa o suiza, la _pensione_ italiana, la _pensionshaus_ alemana y la
casa de huéspedes madrileña, hay tanta semejanza como entre el Támesis,
el Sena o el Tíber, de una parte, y de otra el Manzanares; y en este
parangón le corresponde el papel de Tíber, Sena o Támesis a la casa de
huéspedes, claro está. El _boarding-house_ inglés es un pequeño museo de
figuras de cera, un número del _Punch_, un breve repertorio de
caricaturas, ya que los britanos, casi sin excepción, condúcense
socialmente con fría y cómica simplicidad y rehuyen efusiones e
intimidades. La pensión suiza, una cantina de estación; todos están de
paso y ausentes entre sí. La _pensione_ italiana, alhóndiga de
interjecciones y de lugares comunes artísticos («¿han visto ustedes ya
_La Primavera_, de Sandro Boticelli? ¡Ah!», exclama una pintora sueca,
de volumen ciclópeo, en tanto ingurgita, con remilgo y primor,
cucharadas de _minestrone_. «¡Ah!», repite un yanqui de pecho abultado,
como palomo buchón, que tiene voz de barítono y está adoctrinándose en
el _bell canto_, con miras económicas, por ver de ganar tanto como
Caruso. «Pues, ¿y los frescos del Giotto? ¡Oh!», interpone una provecta
dama rusa, que tiene ante sí un libro de Ruskin, abierto y apoyado sobre
una panzuda botella de _Chianti_); vivero de filisteos estetas, de
fementidos émulos de Apeles y Fidias y de presuntas estrellas
operáticas, que con aullidos y fermatas martirizan al huésped sosegado e
inofensivo. La _pensionshaus_ alemana, reducido _pandemónium_, o sea,
lugar consagrado al culto de la democrática Afrodita tudesca, de cadera
copiosa y relevado seno. Algunas pensiones familiares francesas
justifican, en efecto, su título, mediante ciertas virtudes y todos los
defectos de la vida familiar, y conservan la mesa única, la mesa
redonda, que en la casa de huéspedes española es de rigor. En todos
aquellos hospedajes y albergues forasteros no niego que se aprende algo;
pero ese algo es anecdótico, superficial, inconexo, al modo de las
monografías de la ciencia experimental. Mas la casa de huéspedes es
enciclopedia de las ciencias, es _summa_, es biblia. Hace ya no pocos
lustros, durante mi noviciado como pupilo de casa de huéspedes, entablé
pronta amistad con otro pensionista, estudiante de medicina, quien
primero suscitó mi curiosidad hacia los misterios hipocráticos y luego
me inició en ellos. Con él asistí a un parto, en San Carlos. Hay dos
espectáculos que el hombre debe presenciar alguna vez: uno es la salida
del sol; otro es un parto. El primero nos enseña a respetar la idea de
Dios; el segundo, a respetar a la mujer. Creo que la razón de que en los
matrimonios españoles no se acate lo debido a la mujer estriba en que es
uso entre comadrones y comadronas impeler y aun constreñir al padre a
que permanezca fuera del recinto en donde se verifica el doloroso
misterio. De esta suerte, el marido ignora por qué la maternidad es
sacramento, martirio y santificación. La mujer, advierte San Agustín,
_nisi mater, instrumentum voluptatis_; o vemos en ella la madre, o nos
rebajamos a tomarla como mero instrumento de voluptuosidad. Cuando
sucede esto último y del misterio de la maternidad el hombre no hace
cuenta sino de los fugitivos instantes de epilepsia que acompañan a la
cópula, al acto de engendrar y concebir, entonces el esposo envilece a
la esposa, y ¿cómo ha de respetar aquello que envilece? Prosigo. Estudié
bastante tiempo la medicina, libremente y conforme mi arbitrio. Desde
aquel punto, siempre he estado suscrito a alguna revista médica. Lo
primero es el conocimiento del hombre físico, de la máquina deleznable y
complejísima con que sentimos y pensamos. Las ideas, aun las más puras,
son evaporaciones biológicas, vahos de la carne efímera; son como las
nubes, que parecen nacidas del firmamento y exentas de la grave
jurisdicción terrena, no obstante que de la tierra se desprenden y a la
tierra tornan, y al volver la fecundan. Merced a otros muchos
pensionistas y accidentales compañeros de hospedaje, fuí interesándome
y adoctrinándome en las varias disciplinas y actividades del saber. En
una ocasión cayó por mi misma casa de huéspedes un teutón, aprovechado
como todos ellos, que buscaba aprender en vivo y por obra de práctica
asidua el castellano. «Tate, pensé; tú aprenderás mi habla, pero yo
aprendo la tuya», como así fué. El griego me lo enseñó un opositor a
cátedras, y muy rápidamente, con gran sorpresa mía. Abundante copia de
opositores a cátedras conocí, que me sirvieron de maestros. Existe en
España una rara profesión: la de opositor a cátedras. Hay individuos,
talludos ya, y aun valetudinarios, que no son ni han sido otra cosa que
opositores a cátedras. Esto se explica porque en España se conceden las
cátedras por amistad, parentesco o bandería, antes que por mérito; de
donde se aprende más y mejor de los opositores que de los mismos
catedráticos. No le fatigaré a usted con la relación meticulosa de lo
que he aprendido y me figuro saber. Porque, al cabo, el saber poco o
mucho, ¿de qué sirve? Cada ciencia, de por sí, es una abdicación al
conocer íntegro, gesto de cansancio, tácita admisión de pequeñez e
ignorancia, actitud de obligada humildad. El sabio se ha dejado colocar,
como caballo que va de jornada, orejeras a entrambas sienes, por no ver
sino lo que tiene delante de las narices. El universo es coordinación de
infinitos fenómenos heterogéneos. Cada ciencia, en cambio, se conforma
con añascar enteco troje de fenomenillos homogéneos, y obstínase en no
admitir que de fuera, aparte, por debajo y por encima de ellos, exista
realidad alguna. La edad científica sigue a la edad teológica. Es decir:
cuando la humanidad, tras de haber imaginado penetrar el sentido de la
vida y la muerte y tener asido el orbe entre las manos, como un niño una
pelota, volvió sobre sí y, con maravilla y espanto, descubrió que todo
había sido ensueño e ilusión, que la vida no tiene sentido ni el orbe
consiente que se le abarque; en aquel trance lastimoso, que fué algo así
como una almoneda en donde se desbarató el hogar y menaje de los dioses,
algunos individuos remataron a bajo precio tales y cuáles trastos de la
almoneda, que, aunque apolillados y claudicantes, todavía duran y se
utilizan, y otros individuos, muy contados, más propensos a la
desesperanza y al tedio, volviéronse de espaldas al cielo, ya vacío y
desalquilado, humillaron los ojos hacia el suelo, y aplicáronse a reunir
por semejas hechos minúsculos, no de otra suerte que un desocupado, por
pasatiempo o ansia de olvido, se emplea en coleccionar objetos
inservibles; y así se fué formando cada una de las ciencias
particulares: que no es otra cosa una ciencia sino colección, jamás
completa, de sellos usados o cencerros de vaca. Antes, en la edad
teológica, el hombre se había acostumbrado a la presencia de lo absoluto
en cada realidad relativa; el mundo estaba poblado de mitos; la esencia
de los seres flotaba en la superficie, como la niebla matinal sobre los
ríos; y el conocimiento íntegro se ofrecía al alcance de la mano, como
la frambuesa de los setos. En un árbol, si era laurel, un antiguo veía a
Dafne, sentía el contacto invisible de Apolo, y empleaba las hojas para
guisar y para coronar los púgiles y los poetas. ¿Qué más necesitaba
saber? En la edad científica un solo árbol se multiplica en tantos
árboles como ciencias, y ninguno es el árbol verdadero. El botánico le
pone un mote; el matemático le da ciertas dimensiones, en relación con
la circunferencia del ecuador, ¡atiza!; el arquitecto lo considera como
una viga maestra; el ingeniero naval, como una cuaderna o un mástil; el
telegrafista, como un poste de telégrafos; el economista, como un valor
cotizable; el ingeniero agrónomo, como un orden de cultivo; el médico,
como una especie terapéutica; el químico, como una retorta en cuyo seno
se efectúan ciertas reacciones; el biólogo, poco menos que como una
persona; y así sucesivamente. La mosca tiene la retina tallada en
millares de facetas, con que ve lo externo reproducido en millares de
imágenes. Leí en un ensayista francés: «¡Quién poseyera la retina de la
mosca! ¡Qué formidable panorama de la creación le ha sido otorgado a la
mosca y negado al que llamamos rey de la tierra!...» Pues con penetrar
un poco en todas las ciencias, así puras como aplicadas, se descompone
al punto una imagen en millares de imágenes, como ya he esbozado en el
paradigma del árbol. Y la familiaridad con las ciencias y subsecuente
visión por miríadas de imágenes se obtiene profesando, por vocación y
con fe, en una casa de huéspedes. «La verdadera universidad de nuestros
días--asentó Carlyle--es una biblioteca.» Si Carlyle hubiera sido
español, habría dicho casa de huéspedes, que no biblioteca. Pero, ya que
uno es docto en toda ciencia y mira el objeto en todos sus visos y desde
todos los sesgos, ¿es esto saber más, ni siquiera saber algo? Eso es dar
vueltas en un tío-vivo, alredor de un objeto. Frontera a mí, en la mesa
redonda, come una linda muchacha. Yo cabalgo un paquidermo del tío-vivo
imaginario y científico, y me lanzo a observar la hermosa criatura,
girando en torno de ella. Comienzo a observarla en un soslayo o escorzo,
el fisiológico. Penetro la arcana alquimia que se está operando en su
estómago a tiempo que deglute; sé cómo las proteínas, grasas y
carbohidratos, almidones y azúcares de los alimentos que delicadamente
va introduciendo en el precioso estuche de su boca se truecan al final
en tejido orgánico; y no quiero profundizar más en estas observaciones
entrañables, porque llegaría a términos lastimosos. Hago un cuarto de
rotación sobre el giratorio paquidermo, y ahora observo a la niña desde
otra perspectiva: la filológica. Por ciertas voces y matices
ortológicos, sé, con certidumbre, que esta muchacha es galaica, y
precisamente de Mondoñedo. Como por encantamento, la niña acaba de decir
que es de Mondoñedo y nacida en agosto. Mi paquidermo da un bote hacia
adelante, y ya estoy en otra línea de observación: la de los horóscopos
y astrologías, que es ciencia no por olvidada menos respetable. Esta
joven, como nacida en agosto (Napoleón Bonaparte nació en agosto), es
apasionada, ardiente, muy proclive a gratificar la Venus, dicharachera,
y debe cuidar de los dolores de cabeza (Napoleón no consumó la batalla
de Borodino porque aquel día le aquejaba una fluxión nasal). Si yo fuera
joven, no seguiría adelante, porque ¿qué vale toda la ciencia ante estos
dos hechos tan sencillos: que esta joven es bonita y que se rinde a
ciertas proclividades? Pero, puesto que si no senil soy senescente, me
sobrepongo a las flaquezas de la carne, completo el giro y examino a la
muchacha desde los cuatro puntos cardinales. A la postre, estoy donde
estaba. ¿Qué he conseguido saber sobre esta muchacha? Nada. Nada. Nada.
En cambio, si es vecina de mi aposento y a través del frágil tabique la
oigo suspirar, reír, llorar, sé que está triste, que goza, que sufre.
Otro día cojo al vuelo una frase; otro, percibo todo un diálogo; otro,
hablo con ella y la guío con sutileza a que me confíe algún secretillo;
otro, completo lo que ella me haya dicho con lo que otros me comuniquen
acerca de ella misma; y así, poco a poco, he llegado a conocerla en
puridad, porque he entrado en su drama. Cada vida es un drama de más o
menos intensidad. Cada vida es, asimismo, una sombra inconstante y
huidera. ¿Recuerda usted la alegoría de la caverna, de Platón? Pues es
preciso ir todavía un poco más allá; los que Platón pone aherrojados en
la caverna no son cuerpos materiales, sino sombras, pero sombras
dramáticas y atormentadas; y lo que sobre el muro ven, sombras de
sombras. Eso es una casa de huéspedes: la caverna de las sombras. Por
estas penumbrosas estancias circulan sin cesar nuevas sombras y más
sombras, vidas y más vidas, dramas y más dramas. Se me dirá que lo mismo
sucede en los hoteles, en las calles, en los ferrocarriles, dondequiera
que se congregan las gentes. Y es verdad. Sólo que en aquellas partes la
sombra y el drama pasan sordamente, aisladamente, disimuladamente, sin
comunicarse, en tanto en la casa de huéspedes, la obligada familiaridad,
que comienza en la mesa redonda, solidariza a esas sombras efímeras y
quebranta los sigilos del drama individual. Le digo a usted que, a
veces, extendiendo la mirada sobre mis vecinos de mesa, cuyos dramas
privativos se me presentan al pronto con escénica plasticidad, y
elevándome a seguida, y como que a pesar mío, a contemplarlos
filosóficamente, _sub specie aeterni_, como sombras inconsistentes y
efímeras, me acomete un escalofrío patético, me dan ganas de llorar y
soy capaz de tragarme, sin parar atención y como si fuese un plato de
natillas, la empedernida chuleta que me han servido. Para elevarse al
concepto y la emoción del bosque, o alongarse de él y tomarlo en
conjunto, o sumirse dentro de él; en las lindes y a corto trecho, los
árboles estorban ver el bosque. Para ascender al concepto y la emoción
de la vida, o situarse en el punto de vista de Sirio, como hace el
filósofo, o zambullirse, con todas las potencias, en los dramas
individuales. El drama y la filosofía son las únicas maneras de
conocimiento. Y aquí, en estos cavernosos senos de la casa de huéspedes,
están las fuentes del conocimiento. La cuestión es alumbrar el manadero.
A través de las casas de huéspedes ha pasado toda la historia de España
del siglo XIX. Sí, señor, sí; la historia de España del siglo XIX es una
historia de casa de huéspedes. ¿Qué le vamos a hacer? No crea usted que
la historia de las demás naciones cultas en el siglo XIX es muy superior
a la nuestra. Aquí y acullá, y en todas partes, la historia del siglo
XIX es la historia de la clase media--clase media más rica y culta allá,
más miseranda y cerril acá--; la historia de una época de libertad
anárquica, la libertad de explotación; torbellino de átomos insensatos e
incoherentes; época egoísta y brutal, que pensó suprimir el dolor
fingiendo ignorar que lo hubiese, y alardeó de _apreciar_ las ideas y la
belleza porque las avillanó y sometió _a precio_ cotizable en el
mercado, como cualquiera otro artículo de comercio; época, en fin, en
que el negociante venció y aniquiló al filósofo y al poeta.
Jamás olvidé aquella sesuda y graciosa disertación de don Amaranto sobre
las casas de huéspedes. Después de separarme del señor de Fraile,
recorrí algunos de estos heteróclitos albergues, hasta que posé
definitivamente bajo los hospitalarios Penates de doña Trina, cobijo
llevadero por la abundancia, ya que no por la delicadeza de bastimentos,
y, sobre todo, lugar ameno, si los había, a causa de la afluencia de
gentes de todo estado, edad y condición: sacerdotes, toreros, políticos,
tahures, comerciantes, covachuelistas, militares, estudiantes,
labriegos, inventores, pretendientes, petardistas; ingredientes y
rebabas del revoltiño social, que allí se mezclaban desde todos los
rincones de Iberia. Por sugestión del excelente don Amaranto, me había
acostumbrado a tomar las diversas casas de huéspedes, por donde
transité, al modo de tiendas, con sus existencias, tal cual abastecidas
de dramas individuales, metido cada cual en su paquete y cuidadosamente
atados con bramante. No había sino desatar el bramante y desenrollar el
paquete. Si aquellas casas eran tiendas de menguado surtido, la de doña
Trina destacaba al modo de vasto y rico almacén, con géneros únicos de
fabricación única. Verdad que no se podía sacar sino el género; luego se
exigía cierta diligencia para darle hechura. En aquel almacén de dramas
empaquetados se desenvolvió ante mí, y hube de palparlo, el drama de
Arias Limón y sus hermanas, que luego di a la estampa, para
entretenimiento de distraídos y ociosos[1]. Me rozaron, asimismo, otros
muchos dramas, que se han perdido en el río de sombras y es probable que
nunca aborden a una orilla. Pero hoy me siento en humor de salvar del
olvido un drama semipatético, semiburlesco, de cuyos interesantes
elementos una parte me la ofreció el acaso, otra la fuí acopiando en
años de investigación y perseverante rebusca. Por eso, lo considero casi
como obra original mía.
[Nota 1: _Prometeo. Luz de domingo. La caída de los Limones._ Tres
novelas poemáticas de la vida española.]


CAPÍTULO PRIMERO.
DON GUILLÉN Y LA PINTA.

Un Martes Santo, a la comida del mediodía, apareció en la mesa un
huésped inédito: un sacerdote prebendado. Si me cruzo en la calle con
él, o le hallo frente a frente en un tranvía, o come vecino a mí en una
fonda de estación, apenas si me hubiera molestado en resbalar sobre él
la mirada. Pero estábamos en la mesa redonda de una casa de huéspedes.
Tenía razón el excelente don Amaranto. No sólo yo, todos los demás
comensales nos aplicamos a escudriñar, descarados, en nuestro flamante
sacerdote, como cumpliendo una obligación. El resistía con indiferencia
la curiosidad ambiente. A los toreros, a los cómicos y a los curas no
les desazona la curiosidad ni les desconcierta la mirada fija, como
habituados a ser foco de la atención en el ruedo, la escena y el
púlpito.
He dicho más arriba nuestro flamante sacerdote, y no hay adjetivo que
mejor le cuadrase. Parecía un santo de cartón piedra, recién salido de
los moldes y acabadito de pintar. La sotana de merino lustroso, como
barnizado; el vivo del alzacuello, una pinceladita de morado ardiente,
casi carmín; el afeitado de bigote y barba, color violeta y azulenco
pálidos; el resto del rostro, rojo vehemente y bruñido; los ojos,
profundos y negros. No tendría arriba de los cuarenta años, si llegaba.
Superada esta primera e insulsa impresión de santito alfeñicado, de la
fisonomía del sacerdote emanaba un no sé qué de personal y sugestivo.
El rojo de sus mejillas era patológico; debía de padecer del corazón.
Como era guapito y harto joven para la dignidad eclesiástica que
ostentaba, quizás algún malicioso presumiese que la había alcanzado
mediante el favor de las omnipotentes faldas. Pero, de otro lado, nada
se insinuaba en él que trascendiese a _homme aux femmes_ ni a Periquito
entre ellas. No delataba el aplomo del cura conquistador ni el hipócrita
y meloso encogimiento del curilla faldero. Si acaso el favor de las
damas le había encumbrado, sería, probablemente, sin él haberlo buscado
con singular empeño. Así cavilaba yo, entre la sopa y el cocido.
Doña Emerenciana, una viuda vejancona que, a falta de galanes más
lucidos, se pasaba la vida persiguiendo a Fidel, el mozo de comedor,
veíase que se despepitaba con la proximidad del canónigo, y fué la
primera en dirigirle la palabra:
--¿Verdad que en este Madrid hace demasiado calor, y eso que estamos
todavía en abril? Usted vendrá de sitio más fresco, don... ¿cómo se
llama usted?
--Me llamo Pedro, Lope, Francisco, Guillén, Eurípides; a elegir--dijo
con voz robusta, de timbre grato; llana, atrayente sonrisa.
Todos hicimos eco a su sonrisa, menos la vieja, que no acertaba a
decidir si la respuesta era en serio o en chanza.
--¡Qué chistosísimo!--exclamó, optando por la chanza.
--No, señora; no es chiste--replicó el sacerdote.
--Pero, ¿Eurípides es nombre cristiano? Si lo es, vendrá de la provincia
de Palencia, que es donde ponen los nombres más estrambóticos.
--No, señora; no es nombre cristiano. Pero se conoce que el cura que me
bautizó no se había enterado. Si a mí me canonizan, entonces habrá un
San Eurípides: el primero.
--¡Qué chistosísimo! Pues ya tiene usted bastantes nombres, gracias a
Dios.
--Caprichos de mi padre, que era autor dramático y zapatero, o zapatero
y autor dramático, según el orden de prelación que usted prefiera. Todos
mis nombres lo son también de famosos dramaturgos de otros tiempos:
Pedro Calderón de la Barca, Lope de Vega, Francisco de Rojas Zorrilla....
--De ese Zorrilla, autor del _Tenorio_, algo oí hablar cuando era
niña--interrumpió doña Emerenciana.
--Guillén de Castro--prosiguió el canónigo, sonriendo siempre--,
Eurípides....
Y como sobrevino una pausa, doña Emerenciana saltó:
--¿Eurípides qué?
--Eurípides López y Rodríguez--respondió el canónigo, con espetada sorna
esta vez.
--Se ve que era de familia humilde--comentó doña Emerenciana--. Y bien,
¿con cuál de los nombres hemos de llamarle?
--Unos me llaman por uno, otros por otro. Use usted el que prefiera.
--Pues prefiero don Guillén.
--Es el que suelen preferir las señoras--dijo don Guillén, con dejo
satírico.
--Por mi parte, si usted me lo permite, le designaré como señor
Eurípides; me sabe a república--entró a decir don Celedonio de Obeso,
ateo declarado y republicano agresivo; en el fondo, un pedazo de pan, un
zoquete.
En la mesa de casa de doña Trina no podía faltar un republicano
acreditado. Este don Celedonio era sucesor de aquel jefe del partido
republicano de Tarazona, ciudadano de gran desparpajo y barba bipartita,
como ubre de cabra.
--Como usted guste--respondió don Guillén espontáneamente.
Antes de concluir la comida, don Guillén se había granjeado la confianza
y la simpatía de todos; y a tal extremo llegó la confianza, que don
Celedonio se atrevió a dispararle a boca de jarro esta pregunta:
--¿Cree usted en Dios?
--¿Cree usted en la república?--interrogó a su vez don Guillén, sin
inmutarse.
--Como republicano que soy.
--Yo, como sacerdote que soy, soy creyente.
--Ninguna persona inteligente cree en Dios.
--Yo he conocido personas inteligentes que me decían: «Ninguna persona
inteligente cree en la república.»
--Pues los cristianos primitivos--dijo el señor De Obeso, rebajando el
tono y batiéndose en retirada--eran republicanos.
--Eran más; eran anarquistas. Pero, en fin, así como aquellos
cristianos, partiendo de la idea de Dios, llegaron a la de república,
bien puede usted tomar el viaje de vuelta, y, partiendo de la idea de
república, llegar a la de Dios.
--Para ese viaje no necesito alforjas--concluyó don Celedonio; y don
Guillén le rió cordialmente la gracia.
Es de advertir que durante el diálogo anterior don Guillén no había
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