Belarmino y Apolonio - 15

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Sepáranse. Apolonio siente maravilloso alivio; se le ha evaporado una
gran pesadumbre de encima del corazón. La botella de agua mineral es
para él--puesto que él presume que lo es para los demás--una insignia
jerárquica, un símbolo de superioridad. ¿Un símbolo, acaso, de
superioridad económica? Desde luego; pero esto, para Apolonio, es lo
secundario. Lo esencial es que la botella, con su contenido hidráulico y
terapéutico, se manifiesta a los ojos de todos como prueba sensible de
la superioridad intrínseca y corporal de Apolonio. Este orden de
superioridad irrefragable consiste--él mismo acaba de decirlo
alardosamente--en padecer una enfermedad del estómago; aunque es lo
cierto que disfruta un buche de avestruz y que digeriría piedras
volcánicas. Apolonio--por algo es _a nativitate_ autor dramático--supone
que la dilección o preferencia de los dioses por algunas criaturas
mortales se acredita mediante un estigma o tara original, y que los
verdaderos héroes en la tragedia de la vida humana sufren y ostentan
cuándo una, cuándo otra enfermedad o adolescencia de la carne, como
marca sagrada que distingue al protagonista entre la plebeyez del coro.
Apolonio había elegido para sí la dispepsia. Hubiera preferido una
mancha sanguinolenta en la faz, como la hermana Lucidia; por eso ama y
reverencia a la monja. Pero la dispepsia le basta para sus intenciones,
que son ofrecer palpable contraste y parangón con Belarmino. Ya puede
Belarmino encerrarse en silencio hermético y filosófico, dando a
entender, con la sonrisa de sus labios delgados y sin color, que está,
al cabo, por encima y a distancia de todas las cosas. ¿Quién le creerá?
Belarmino digiere bien. ¿Cómo admitir que ha trabajado mucho con la
cabeza, él, que no se ha puesto enfermo del estómago?
Y Apolonio, con talante trágico y miserable, como un hombre predilecto
de las divinidades funestas, se dirige hacia el grupo que componen el
señor Colignon con los viejos casi desencarnados en torno suyo. Visten
los viejos todos lo mismo: trajes de sayal, color franciscano, de paño
casero, tejido en los telares, a brazo, del Hospicio provincial por los
nacidos anónimos para los muertos anónimos. A todos les cae el traje
demasiadamente holgado, y hace pensar en una mortaja. Apóyanse en
cayados de haya descortezada, lustrosa y marfileña, que parecen huesos
mondados y antiguos. Hablan con voz temblona, sacudida, como las últimas
y desfallecientes repercusiones de los ecos.
_Olalla_ (un viejo que fué borracho):--Buenos son los dulces, señor
franchute, pa los neños y las muyeres llambionas. Convídenos a sidrina,
señor; la buena sidrina con _panizo_[1]. ¡Cuánto fa que non la cato!...
[Nota 1: Panizo = burbujeo.]
_Monasterio_ (un viejo que vivió en Cuba):--¿Dónde estás, Olalla? Donde
estoy, estaba. Pitillos, señor, aunque sean de los de mataquintos. El
hombre es humo, y en faltándole el humo, ya no es nada.
_Larrosa_ (un viejo que fué lechuguino):--Una corbata, señor, una
corbatina, de las muchas que le sobrarán en el guardarropa; y si pudiese
ser azul persia, que es el color de moda.... Sólo los criados van sin
corbata. Aquí tiénennos sin corbata, que es peor que no comer.
_Cillero_ (un viejo glotón):--Calla tú, silbante. ¿Adonde vas? Señor,
las lentejas, y las judías y los garbanzos tienen coco. El queso está
ratonado. Que lo sepa el excelentísimo señor Presidente de la
Diputación. ¿Y carne? Pa agolerla. Juntando con un fuso, porque está
desfilachada y en hebras, la que nos dan a todos, saldría, a lo más, a
lo más, un ovillo no mayor que este puño.
_El señor Colignon_ (palpándose, satisfecho de reconocerse tan vivo y
pingüe, en medio de las sombras quejumbrosas de los hombres
pretéritos):--Bueno, bueno, mis queridos pequeños viejos; algún día ello
lloverá sidra, cigarrillos, corbatas, un epatante solomillo....
_Bellido_ (el usurero):--Qué sidra, ni pitillos, ni corbatas, ni
solomillo. A mí no me importa beber, ni fumar, ni andar en pelota, ni
comer lentejas con guijarros. Yo no soy un borracho; yo no soy una
chimenea; yo no soy un pisaverde; yo no soy un cerdo; yo soy un hombre
honrado, trabajador y justo. Justicia, justicia. Yo quiero lo mío. No
moriré tranquilo, señor Coliñón, hasta que no sepa que han dado garrote
vil al bandolero de Hurtado, que me robó el fruto de mis privaciones. Y
usté sabe, señor Coliñón, que Belarmino me debe dinero. Usté fué socio
de Belarmino. Usté debe pagarme ese resto de crédito.
_Varias voces_:--El bandolero eres tú. Y ladrón. Cochino. Abrenuncio.
Fétido. Hasta aquí se arregla para llevarnos las cosas, ya que no hay
cuartos.
_Bellido_ (irritado y convulso):--Callaivos, manguanes. Son
transacciones lícitas, negocios de buena ley. ¿Quién vos tiene la culpa
de ser perros y gandules?
_Varias voces:_--Engaños. A mí llevóme una camisa. A mí unos
brodequines. A mí los pañuelos. Y pecunia también la esconde, señor
franchute. Tiene gato. Tiene gato encerrado. Yo bien sé donde se
acobija. Una noche llevaráselo la garduña.
_Bellido_ (lívido, iracundo y amedrentado):--Salteadores. Unicornios. No
tengo gato, no; ni gato ni liebre. Engañasvos. Vivo por el amor de Dios
y de las buenas almas. Todos me robaron, y vosotros también, manguanes,
que me pedís cosas emprestadas y luego me negáis los réditos....
En esto, como inflado navío de aparejo redondo, un navío de ensueño,
aporta Apolonio en el grupo. La tempestad de los viejos se encalma. Los
viejos se alejan.
Están a solas Apolonio y el confitero francés. Apolonio habla, con su
acostumbrada prosopopeya. El confitero escucha, con su regocijo
acostumbrado. Después de un rato de palique, el señor Colignon se
encamina hacia el lugar en donde Belarmino ha permanecido sin moverse.
El banco donde descansa Belarmino está emboscado en un macizo de
laureles, al modo de muro en semicírculo. Por detrás del muro verde se
oye un chorro de agua.
El señor Colignon se sienta al lado de Belarmino y le toma
afectuosamente las manos. El francés, sin desasir las manos del amigo,
habla, con su acostumbrada profusión. Belarmino escucha, con su mutismo
acostumbrado y sonriente.
--¿Qué es lo que es aquello?--interroga el señor Colignon, solicitado
por insólito revuelo y algarabía que se ha movido entre los viejos, al
pie del casón. Belarmino ni siquiera vuelve la cabeza a mirar. Nada le
inspira curiosidad. Pasa algún tiempo.
La hermana Lucidia se acerca al rincón habitual en donde se halla
Belarmino, y le entrega un papelito verdiazul, plegado. Es un telegrama.
Belarmino, con gesto resignado e indiferente, lo abre y lo lee. Pero,
apenas lo lee, se pone blanco. Una lágrima palpita en el borde de sus
pestañas. Se pasa una mano por la frente.
--¿Sueño? ¿Estoy soñando? Yo, ¿soy yo? No me facturan las beligerancias,
la inquisición, el pongo y quito de los comensales. Resurréxit. Aleluya.
La hermana Lucidia jamás había oído hablar así, ni casi de ninguna otra
manera, al taciturno Belarmino. Piensa que, súbitamente, se ha vuelto
loco. El señor Colignon eleva los brazos al cielo, en actitud de triunfo
y acción de gracias.
--A la fin, a la fin--exclama--, ella se deslía la dulce y deliciosa
lengua de otras veces. Habla, habla, mi bien amado amigo.
Pero Belarmino, húmedos los ojos, la voz opaca, extiende un brazo, y
dice:
--Ahora, no; ahora, no. Otro día hablaremos; hablaremos, mi muy querido
señor Coliñón; hablaremos hasta que el corazón se nos derrita en saliva,
y la saliva en palabras, y las palabras en el viento.
Levántase Belarmino y va a ocultar su emoción detrás del macizo de
laureles.
La hermana Lucidia y el señor Colignon se retiran. Antes de marcharse,
el francés busca a Apolonio; pero no le halla, y se va sin despedirse de
él. Apolonio también ha recibido un telegrama. Luego de leerlo, había
dicho a los demás asilados:
--Señores: soy un sátrapa; tengo ya más riquezas que el preste Juan de
las Indias, Creso y Montezuma juntos. Os prometo erigir un palacio donde
viváis y llevéis cada cual la vida que os apetezca.--Y ésta era la causa
del revuelo y algarabía de antes. Los viejos zarandeaban a Apolonio,
disputándoselo a tirones de chaqueta y formulando, desde luego,
solicitudes para lo futuro. Apolonio recibe, embriagado de dicha y
vanagloria, como falso ídolo, las preces de aquellos infelices. En esto
recuerda que el agua de Vichy se ha concluído, y que tiene que
improvisarla, de prisa y corriendo, para la comida, que es a la una de
la tarde. Se zafa de sus compañeros; se escurre por un pasillo, en busca
de una botella vacía; sale al jardín y da un gran rodeo, porque nadie
sospeche la maniobra. Crúzase, por ventura, con la hermana Lucidia, y
le dice, al paso, sin detenerse:
--Grandes nuevas han llegado. Nos uniremos en himeneo, ángel consolador.
Nuestro tálamo estará labrado en sándalo; digo, ¡qué impropiedad!, en
otras maderas preciosas y adornado con gemas orientales.
Ya está Apolonio en la fuente de los laureles, llenando con agua
apócrifa la botella de agua de Vichy. Como la postura en cuclillas le
resulta incómoda, da una vuelta, y... ahí, frente a él, mirándole de
hito en hito, sonriendo con lástima--cuando menos a Apolonio se le
antoja una sonrisa de lástima--, descubre a Belarmino en persona. ¿En
persona? A Apolonio le flaquean las piernas. Cae de rodillas. Belarmino
está en pie, callado e inmóvil.
--¿Eres Belarmino, o eres un fantasma ilusorio?--balbuce Apolonio.
Belarmino no rechista ni se mueve.
--Seas Belarmino, seas su cuerpo astral--prosigue Apolonio, en expansión
irresistible de amor propio vejado--, te advierto que es verdad que
padezco del estómago; que el agua de Vichy que siempre he bebido era
agua de Vichy auténtica; que ahora no venía a llenar de agua la botella,
sino a lavarla, porque la necesito para meter agua de Colonia, ya que
debo emprender en seguida un largo viaje. Y si pones en duda mi palabra,
que es palabra más que de rey, ¡ya quisiera Su Majestad...!, te reto en
singular combate.
Y se pone en pie, empuñando la botella por el cuello. Por la frente
dramática de Apolonio cruza un negro pensamiento. Ahí está Belarmino,
desmedrado e inerme, a su merced. Un botellazo en la cabeza, y asunto
concluído. Que luego le procesarían, ¿y qué? Con dinero se cohecha a los
jueces. Pero antes de rematar a Belarmino, saciando así un viejo afán de
venganza, cuyos motivos, por más que ha rebuscado, Apolonio no ha
conseguido encontrarlos en su corazón, ocúrresele humillarlo, rebajarlo
cumplidamente, haciendo que por primera y última vez le envidie.
--Toma y lee--dice, ceñudo, Apolonio, alargando despectivamente a
Belarmino, como si fuese su sentencia de muerte, el telegrama que acaba
de recibir.
Después de haber leído el telegrama de Apolonio, Belarmino saca de la
chaqueta otro telegrama, que entrega a Apolonio. Luego abre los brazos,
mira al firmamento, y suspira:
--Toma y lee. ¡Bendito sea Dios!
El telegrama de Apolonio decía: «De vuelta en Castrofuerte me informan
que soy heredero de fortuna fabulosa. Iré a buscarle en seguida.
Viviremos juntos una vida venturosa.--_Pedro_.»
El telegrama de Belarmino decía: «Estoy salvada. Pedro me ha salvado. El
mismo Pedro le sacará de ahí y le traerá conmigo en seguida. Seremos
todos felices.--_Angustias_.»
Belarmino se mantiene con los brazos en cruz: pero ahora no mira al
firmamento, sino a Apolonio.
Apolonio vacila un segundo, nada más que un segundo. Una fuerza
ineluctable, una exigencia del destino le lleva, también con los brazos
abiertos, la botella en la mano, y en alto, agresivo, hacia Belarmino.
Belarmino se adelanta a su encuentro. Apolonio y Belarmino... se
abrazan en un abrazo callado, prieto, efusivo y fraternal.
--Nunca te he odiado; lo juro--dice Apolonio, al cabo--. Nunca te he
odiado, aunque tú me despreciabas.
--Nunca te he despreciado--murmura suavemente Belarmino.
Es la primera vez que se hablan, y se tratan de tú con espontaneidad,
porque en el misterio del pecho eran íntimos el uno del otro, desde hace
muchos años.
--Yo te admiraba y te envidiaba--confiesa Apolonio, con rubor.
--Yo también te he tenido envidia--declara Belarmino, con franqueza.
--Eres como mi otra mitad.
--Sí, y tú mi otro testaferro. (Testaferro = hemisferio.)
--Ya estamos unidos. Qué dramas voy a escribir ahora. Tú serás mi
inspirador, como Sócrates lo fué de Sófocles; al menos, Valeiro así me
lo aseguraba.
Suena, lejos, la campana que llama al refectorio.
--Concluye de llenar la botella--aconseja Belarmino.
--Es verdad. Pero te aseguro que es la primera vez que hago esto.
--Ya lo sé.
Van del brazo, por el jardín de asfodelos, envueltos en la niebla dorada
del sol, que produce una ilusión evanescente, como si aligerase la
gravedad de las cosas materiales.
--Pero, ¿no estamos soñando?--interroga Apolonio, anhelante--. Apenas si
toco la tierra en donde piso.
--Parece un sueño. El tetraedro es un sueño. Sólo es verdad el amor, el
bien, la amistad.
Dentro de la casa, los asilados, en fila, están aguardando que lleguen
Apolonio y Belarmino, a fin de ponerse al punto en marcha hacia el
comedor y los pasteles.
--¿Por dónde andarán esos chiflados?--pregunta la hermana de los
Dolores. Y sale en busca de ellos.
Al verlos venir del bracero, a lo largo de una vereda, la monja se
santigua:
--¡Jesús, María y José! ¿Estoy soñando? ¿Qué milagro es éste? No es
sueño, no. Es realidad.--Y añade, ya al par de ellos:--Gracias a Dios
que se han reconciliado ustedes. El Señor les ha tocado en el corazón.
Nada hay más sabroso que el perdón, sobre el resentimiento. Hoy, que es
día de gloria, también yo me atrevo a pedirles que me perdonen. Hace ya
años, y aunque con la mejor intención, yo les he hecho sufrir. Y algo
peor: yo he contribuído, con mi aturdimiento insensato, a hacer
desgraciada a Angustias, quizás a don Pedrito, y, desde luego, a
ustedes. ¡Bien lo he pagado! Dios me perdonará. Perdónenme ustedes.
--¿Qué dice usté ahí, Felicita? No sea usté simple. Usté, sin saberlo, y
por consecuencia de aquellos manejos de hace años, ha sido el _Deus ex
machina_ de este día, el día más feliz de nuestra vida, de don Pedrito,
de Angustias, de Belarmino y mía.
--Así es--comentó Belarmino. Y en seguida, meditabundo--. ¿Cuánto
durará?
--Lo que nos resta de vivir--afirma Apolonio, accionando con rotundidad
escénica.
Y le muestran a Felicita los telegramas. La hermana de los Dolores,
invadida de congoja, casi desfallecida, se lleva las manos al corazón.
--A todos les ha llegado su hora de felicidad--bisbisea, como hablando
consigo misma--. A todos, menos a mí. ¡Mucho premio me debe Dios en el
otro mundo!
Ya están incorporados Apolonio y Belarmino en las dos filas de asilados.
Ya se mueven las filas torpemente, con bastoneo, carraspeos y arrastrar
de pies. Belarmino va andando, como siempre: con la cabeza baja,
sonriente y ensimismado en su mundo interior. Apolonio, como siempre, ya
desde su juventud, anda híspido, enhiesto el cráneo, con lentitud y
prestancia pontificales. En los brazos, ostentatoriamente, conduce la
botella de agua de Vichy, apócrifa, presumiendo que todos los demás
contemplan con envidia aquel signo de distinción, testimonio de riqueza
e indicio de dolor de estómago.


EPÍLOGO.
EL ESTUDIANTÓN.

Froilán Escobar, alias Estudiantón y Aligator, murió de hambre, lo cual
cae dentro de la lógica inmanente de las cosas. Él mismo debió de
vislumbrar el desastrado fin que le aguardaba, pues entre las notas y
apuntes que dejó a su muerte leí esta sentencia: «El que consagra sus
días a la busca y ejercicio de la Verdad, el Bien y la Belleza, es
incompatible con la vida; por lo menos, con la vida tal como se nos
ofrece en la sociedad presente. La vida moderna es la negación de la
Verdad, el Bien y la Belleza; y, recíprocamente, la Verdad, el Bien y la
Belleza son la negación de la vida moderna. De consiguiente, el que
profesa en esta tres categorías, o renuncia a vivir, o se le tomará como
revolucionario y anarquista.» Realmente, quien hubiera visto a Escobar,
tan desgraciado de formas plásticas, tan desarrapado y cochambroso,
jamás pudiera adivinar que el insigne Aligator había profesado en la
categoría de la Belleza. Cierto que el infeliz aludía a la Belleza
suprasensible y espiritual, que no a la física y perecedera. En fin, que
fatalmente se tuvo que morir de hambre. Pero lo extraño, lo paradójico,
es que se murió en casa de un carnicero, llamado Serapio, que le había
recogido por caridad. El matachín le daba gratis un camaranchón, con un
camastro, en donde cobijarse, y unas caídas, desechos o piltrafas de
carne, especie de cordilla, para que comiese. Por desdicha, Escobar era
herbívoro, y repugnaba la carne a tal extremo, que antes que comerla se
dejó morir de inanición. ¡Qué contraste Escobar y Serapio! El carnicero,
tan rollizo y colorado que parecía una res desollada, era la
incorporación más corpórea del cuerpo humano en lo que tiene de más
material. Escobar, amarillo, azuloso, vibrátil, casi etéreo, era la
proyección más espiritualizada del espíritu humano en su tránsito a
través del barro corpóreo.
Al morir, Escobar dejó gran caudal de escritos, la mayor parte notas y
esbozos. Tuve la suerte de verlos y examinarlos, antes que Serapio los
arrojase al cajón de la basura. Algunos de los pensamientos, expresados
en forma escueta, me sorprendieron y llenaron de perplejidad. Por
ejemplo:
«Los dos hechos históricos más nocivos para el progreso de la ciencia
pura y el imperio final de la cultura fueron la invención del papel y la
invención de la imprenta.»
«Si en lugar de escribir en resmas de papel se escribiese en un menguado
folio de pergamino, entonces merecería leerse, porque no se escribiría
sino lo que mereciera escribirse.»
«Todas las bibliotecas públicas debieran cerrarse.»
«La mayor estupidez que he leído es esta frase de Carlyle: _La mejor
universidad de estos tiempos es una biblioteca_. Yo replico: la mejor
universidad sería un cuartel. Quiero decir: una cultura socializada e
impuesta al modo de la disciplina militar. La disciplina militar es
abominable porque es inculta. La cultura moderna es abominable porque es
indisciplinada. Nadie tiene derecho a poseer más cultura que la que le
corresponde, según sus facultades y función social en que ha de
emplearse. En el estado actual de la cultura hay generalísimos que son
simples rancheros, y, por el contrario, hay miserables rancheros dotados
de la chispa genial, hombres frustrados y menospreciados, que hubieran
sido generalísimos por propio derecho, de existir la apropiada
organización cultural cuartelaria.»
Se me figura que, al escribir las líneas anteriores, Escobar pensaba en
Belarmino y Apolonio.
Según yo iba leyendo los borradores del Aligator, no pude menos de
recordar al excelente don Amaranto de Fraile. ¡Qué unidos y qué opuestos
los dos personajes! Estaban en la relación de los dos polos de un eje.
Uno era el autodidacto; otro, el dogmático. Los dos estaban aquejados de
_libido sciendi_, concupiscencia de saber, lujuria científica.
Si menciono aquí los papeles póstumos de Escobar, no es porque me hayan
recordado a don Amaranto, sino porque en ellos se habla de Belarmino y
Apolonio, y señaladamente que me proporcionaron un documento curioso y
útil, del cual puede aprovecharse asimismo el lector.
Copiar todo lo que a Escobar se le ocurrió acerca de los dos zapateros,
sería enfadoso. Trasladaré solamente algunas opiniones peregrinas.
«Belarmino hubo de inventar su lenguaje porque carecía de instrucción,
de lecturas. De haber leído desde la infancia variedad de autores
clásicos, ¿cómo habría llegado a hablar y escribir Belarmino? Max Muller
repite incontables veces, y lo prueba otras tantas, que pensamiento y
lenguaje son idénticos. Por el estilo del autor se viene en
conocimiento de su inteligencia: Estilo metafórico, estilo engolado,
estilo arcaico, estilo recortado, estilo desnudo, estilo llano, estilo
exquisito, estilo colorista, estilo abstracto, etc., etc.; todos ellos,
cada uno de por sí, denotan inteligencia limitada y escasez de
pensamiento. La totalidad y fusión de todos ellos, predominando cada
manera según la razón del pensamiento: Cervantes, el primer pensador
español.»
Y más adelante:
«La cualidad primordial del dramaturgo (léase Apolonio) es la aptitud
para la simulación eficaz. Esta simulación no es sólo externa y de
superficie. El dramaturgo, desde el fondo de su propia alma, comienza a
simular para consigo mismo; pero el _ego_ más recóndito y personal
permanece siempre ausente e inhibido de la emoción. Por eso el
dramaturgo es incapaz de amar verdaderamente. Hay una paradoja del
dramaturgo; es la misma que Diderot llamó paradoja del comediante. La
emoción no se comunica, sino que se provoca. Para provocar una emoción
hay que mantenerse frío. Hacen llorar los actores que saben fingir el
llanto. Los que lloran de veras, hacen reír. Lo mismo con el dramaturgo.
La dramaturgia creó el tipo del hombre que provoca amor en todas las
mujeres, porque él finge amar, pero a ninguna ama: don Juan. El
dramaturgo va por la vida inventando dramas, descubriendo dramas.
Diríase que este don de invención (inventar significa descubrir)
proviene de que el dramaturgo vive los dramas. Al contrario. El que
vive un drama no ve _el_ drama; ve _su_ drama individual. Y si por caso
al dramaturgo le acontece ser víctima en un drama vivo, él permanece
ecuánime, sereno. Finge ser actor siempre; y siempre es espectador,
espectador de sí mismo. Tal es la paradoja del dramaturgo. Todo el que
se conduce en la vida con ademanes de énfasis patético es un simulador,
un dramaturgo en potencia. Estos hombres son necesarios en el mundo,
porque sin esa fracasada voluntad de pasión, naturalmente contagiosa, la
humanidad se acabaría, de apatía y de sapiencia. Mas, ¡ay!, si
predominasen estos hombres, cuyo tuétano íntimo es una ausencia, un
hueco, una burbuja, como la que se ve en los niveles, burbuja que
difícilmente se logra centrar...; si esta especie de hombres
predominase, la humanidad, cada vez más hinchada y vacía, reventaría,
como la rana que quiso igualar al buey. Providencialmente, frente al
dramaturgo está el filósofo (léase Belarmino). El filósofo se halla
constituido a la inversa del dramaturgo. Por de fuera, serenidad,
impasibilidad; en lo más secreto, ardor inextinguible. El filósofo es un
energúmeno conservado entre hielo. Porque el hielo es el gran
conservador, así para las pasiones como para las cosas comestibles, que
en cuanto se las saca al aire y a la luz se ponen rancias, manidas. El
filósofo vive todos los dramas; jamás es espectador. El dolor ajeno lo
siente como dolor propio; el dolor propio lo multiplica por todos los
dolores ajenos; y así en el dolor propio como en el ajeno experimenta el
contacto de esta y aquella brasa de la gran hoguera que es el dolor
universal, el drama de la vida. El dramaturgo, aquejado de su último y
vergonzoso vacío interior, se precipita hacia la superficie, se
manifiesta con amplitud enfática, como taumaturgo, y hace conjuros a la
pasión y al frenesí. Busca en la pasión imaginada el correctivo de la
apatía íntima. Además, como por dentro no puede llorar, por fuera no
acierta a sonreír. El filósofo, por su parte, busca en la apatía, en la
serenidad, en la sapiencia, correctivo a la abrumadora pasión recóndita.
Esa es la _sofrosine_. El filósofo llora por dentro y sonríe por fuera.
Cuando al filósofo le llega la hora de su drama, su drama es tan intenso
que siente como que se destruye, no ya su propio corazón, sino todo el
universo, y nada existe ya. Es la máxima apatía e indiferencia; la
_ataraxia_. Pero el filósofo necesita del dramaturgo, para no ser
estéril ni perecer. Y el dramaturgo necesita del filósofo, para no ser
vano ni desaparecer. Sófocles necesita de Sócrates, y Sócrates necesita
de Sófocles. Los diálogos socráticos tienen forma dramática y los
diálogos sofóclitos tienen fondo filosófico.»
Algo parecido a esto de Sócrates y Sófocles se lo dijo Apolonio a
Belarmino, en el asilo y en coyuntura bastante dramática; lo cual me
hace suponer que Escobar y Apolonio habían llegado a ser amigos, y que
el zapatero estaba inspirado por las teorías del Estudiantón. Se
observará que estas teorías son enteramente opuestas a las de don
Amaranto. Para don Amaranto, el dramaturgo es el que penetra en el drama
individual; y el filósofo, el que se aleja de él. Para Escobar, el que
penetra en el drama es el filósofo, y el dramaturgo es el que permanece
a distancia. ¡Desconcertante disparidad y contraposición de los humanos
pareceres! La doctrina de don Amaranto es refutable, y no menos
defendible; y otro tanto la de Escobar. Y en resolución, todas las
opiniones humanas. El error es de aquellos que piden que una opinión
humana posea verdad absoluta. Basta que sea verdad en parte, que
encierre un polvillo o una pepita de verdad. Cuando un buscador de oro
dice que ha encontrado oro, no da a entender que se haya apoderado de
todo el oro que guardan las entrañas de la tierra, sino eso, que ha
encontrado oro, un poco de oro. Tan verdad puede ser lo de don Amaranto
como lo de Escobar; y entre la verdad de Escobar y la de don Amaranto se
extienden sinnúmero infinito de otras verdades intermedias, que es lo
que los matemáticos llaman el _ultracontinuo_. Hay tantas verdades
irreductibles como puntos de vista. Yo he querido presentar, acerca de
Belarmino y Apolonio, los puntos de vista de don Amaranto y de Escobar,
porque entre ellos cabe inscribir todos los demás, ya que por ser los
más antitéticos, son los más comprensivos. Y singularmente he apelado a
la ciencia y doctrina de estos caballeros, por disimular que frente a
Belarmino y Apolonio, ni tenía ni tengo punto de vista determinado.
Belarmino y Apolonio han existido, y yo los he amado. No digo que hayan
existido en carne mortal sobre el haz de la tierra; han existido por mí
y para mí. Eso es todo. Existir, multiplicarse y amar.
Más arriba he aludido a un documento curioso y útil que Escobar dejó
entre sus papeles póstumos: es un léxico completo de todas las voces y
términos de que se servía Belarmino, acompañados de la acepción en que
él los usaba. Yo he entresacado, para mayor comodidad, aquellos que el
lector ha oído ya a Belarmino, los cuales van como apéndice del presente
volumen.
El vocabulario recogido por Escobar lleva las siguientes líneas
preliminares:
«Max Müller dice que colocando las veintitrés o veinticuatro letras de
los abecedarios en todas las combinaciones posibles, se obtendrían todas
las palabras que han sido empleadas en todos los idiomas del mundo y
todas las que se hayan de emplear. Tomando veintitrés letras como base,
el número de palabras sería: 25,852,016,738,884,976,640,000; y con
veinticuatro como base: 620,448,401,733,239,439,360,000. Belarmino no
llegó a usar de tanta riqueza léxica; ni siquiera se aproxima a Dante,
Shakespeare y Cervantes, que utilizaron miles de palabras. Belarmino se
quedó alrededor del medio millar. Recuerdo haber leído en alguna parte
que Racine en sus escritos no pasó de 400 voces, con ser su lenguaje tan
dúctil, fino y matizado.»
FIN
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