Las máscaras, vol. 2/2 - 10

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la literatura española hay innumerables testimonios de inversión de lo
patético en bufo. En el último tercio del siglo XIX eran tipos cómicos
obligados del sainete y de la caricatura el maestro de escuela y el
cesante, desastrados y hambrientos. Lo que ahora denominan «el fresco»,
personaje imprescindible en las obras bufas, no es sino supervivencia
del pícaro. La insensibilidad española se corresponde con el senequismo,
esa sofisticación del estoicismo; porque el estoicismo persuade a la
insensibilidad y entereza en las propias adversidades, pero no induce a
la burla y dureza con las adversidades ajenas, antes al contrario; en
tanto el español suele ser tan árido para el dolor de los demás como
para el propio.
La aridez y sequedad de ternura de que adolece el pueblo español las
puso Arniches de manifiesto en _La señorita de Trevélez_,
contrastándolas con lo florido y tierno de dos almas, humanas
verdaderamente, que se disimulaban bajo una envoltura corporal ridícula.
En la tragedia grotesca _Que viene mi marido_, Arniches realiza una obra
de estilo, o, si se quiere, de estilización, sobre aquel rasgo
característico de españoles: la insensibilidad. El autor ha tomado como
punto de partida la insensibilidad (o senequismo, o picarismo) del
carácter español, y la va desarrollando y perfilando, sin cuidarse de la
aparente verosimilitud, y sí sólo de la expresión, hasta consumar un
edificio imaginario, que, no por artificioso, deja de ser en el fondo
más real y sugestivo que la copia mecánica y naturalista de un suceso
cierto, pero fútil.
No olvidemos advertir que el picarismo, o senequismo rahez y anecdótico
se define en la práctica por una nota intelectual, que es como su última
diferencia, junto a todo el resto de normas de conducta. Es desde luego
el picarismo un estoicismo o moral negativa que se compagina
maravillosamente con la inmoralidad activa. Pero no basta ser estoico y
sinvergüenza para ser pícaro, como no basta, según Quevedo y Chamfort,
ser marido engañado para ser cornudo. El título diplomado de pícaro
exige una certificación de aptitud intelectual específica: maliciosa
agilidad con que burlar y torear a la virtud, inventiva de recursos con
que salir campante de lances prietos, sutileza de ingenio con que
industriarse a través de la vida. Los pícaros son caballeros, pero
caballeros de industria. La escuela de picarismo es la necesidad,
conforme aquella sentencia: «La necesidad aguza el ingenio». Pero no
todos aprovechan la enseñanza de esta escuela. En definitiva, que el
ingenio es la nota diferencial del picarismo; ingenio más de acción que
de labia. Luego veremos cómo en la tragedia grotesca de Arniches
resplandece rarísimo ingenio.
Y ahora puntualicemos el calificativo de tragedia grotesca.
Comencemos por lo grotesco. Conceder que lo grotesco es lo cómico
exagerado es conformarse con poco; viene a ser como decir que una casa
es un gabán de piedra o que un gabán es una casa de paño. Primeramente
nos encontramos con que la palabra «grotesco» no es castellana, sino
italiana, si bien le hemos suprimido una _t_. La voz italiana es
_grottesco_, que viene de _grotta_: gruta. En castellano debiera
decirse grutesco, y así se dijo. En una edición añeja del Diccionario de
la Academia se describe así lo grotesco: «Adorno caprichoso de bichos,
sabandijas, quimeras y follajes; llamado así por ser a imitación de los
que se encontraron en las grutas o ruinas del palacio de Tito. _Florum
frondiumque et pomorum insectorum insuper deformiumque animalium
implexus atque contextus._» Se refiere a la arquitectura y a la pintura.
Es, por lo tanto, un procedimiento decorativo o de estilización, en que
el designio del artista se sobrepone a la rutina de las formas naturales
acostumbradas. Es lo grutesco, en su primera apariencia, arbitrariedad
inverosímil; trátese de artes plásticas o ya se trate de literatura.
Pero sólo en su primera apariencia, pues, como más arriba se ha dicho,
estos artificios imaginarios son a veces más reales que la copia
mecánica de la naturaleza. En este sentido: que la copia mecánica repite
los resultados de la actividad de la naturaleza, sus obras acabadas, o
sea, lo ya rígido, lo ya sobreseído, lo ya inerte, lo ya muerto; en
tanto, la finalidad de esos artificios imaginarios de arte estriba en
imitar a la naturaleza en su manera de obrar, en lo flúido, lo continuo,
lo sensible y lo vivo. ¿Reproduce lo grutesco la naturaleza en su
manera de obrar? Sin duda. Por lo grutesco, el arte se anticipó en
adivinar una doctrina que la ciencia, al cabo de muchos años, se había
de hacer la ilusión de descubrir: la doctrina de la evolución natural.
Sostiene esta doctrina que la infinita diversidad de formas naturales no
fueron creadas _ab initio_ y de sopetón, sino que de la prístina e
insensible materia fueron surgiendo, por evolución, las formas
inorgánicas, las vegetales, las zoológicas y las humanas. La naturaleza
está de continuo en vías de transformación, si bien los hombres en
general no ven sino las transformaciones conseguidas y desconocen el
nexo inequívoco entre una y otra, no de otra suerte que el espectador de
un teatro ve salir en escena un actor como rey, y poco después el mismo
actor como bufón; pero se le oculta aquel período en que el actor, en
trance de transformarse dentro de su camarín, es a medias rey y a medias
bufón. Lo grutesco imita plásticamente a la naturaleza en período de
transformación y evolución; de aquí que sus manifestaciones sean
monstruosas a la par que bellas.
Lo grutesco no está imitado de la gruta de Tito, como dice la Academia,
sino de todas las grutas. Penetramos en una gruta, y las
anfractuosidades de la roca, insinuadas a través de la penumbra y
animadas de soslayo por la luz, fingen abigarrado hacinamiento de formas
fantásticas: frondas, flores, frutos, insectos y mil deformes animales,
como reza el texto latino antes citado.
Todas estas formas vegetales y animales no se presentan autónomas,
separadas, distintas, sino envueltas, enredadas (_implexus_); y aun más,
entretejidas y en continuidad no interrumpida (_contextu_); de suerte
que las vegetales brotan de las minerales, sin emanciparse enteramente
de la inercia, y las animales de las vegetales, sin eximirse del todo de
la naturaleza vegetativa, estableciendo así una jerarquía de lo inferior
a lo superior (_insuper_), de lo más sordo a lo más sensible. En el seno
de la gruta se nos revela esa lucha latente y titánica del Universo por
esclarecerse a sí propio, por humanizarse, por darse cuenta de sí mismo,
_ideal_ que se alcanza definitivamente en los más elevados vuelos del
alma racional: la filosofía y la poesía, la comprensión intuitiva y la
especulativa.
Huelga traer ejemplos de lo grutesco plástico, puesto que se emplea como
ornamento en casi todos los estilos arquitectónicos y de mueblería. La
poetización patética de la esencia de lo grutesco la expresó Rodin en
su famosa escultura «El Pensamiento», en donde una delicada y
evanescente cabeza femenina va surgiendo, angustiada y serena, de un
bloque de piedra mármol. Porque, ciertamente, en el pensamiento más puro
y desasido de lo concreto actúa una fuerza de gravitación hacia la
materia bruta, como si la roca aspirase con ciega energía hacia el
pensamiento, y el pensamiento, fatigado de conocer, sintiese en todo
punto la nostalgia de ser roca. En España nos ufanamos de un
extraordinario dibujante de lo grutesco deforme, un creador fecundísimo
de formas fundidas e implicadas, pertenecientes a los tres reinos da la
naturaleza: Bagaría.
Trasladando las observaciones anteriores a la motivación psicológica,
que es el terreno de lo dramático, clasificaremos con almas grotescas
aquellas en que las formas superiores de la conciencia aparecen
implicadas, apenas nacientes y casi absorbidas en las formas inferiores
del instinto; almas oscuras que en vano se afanan hacia la claridad;
pequeños monstruos inofensivos, porque ni el instinto ni la inteligencia
están lo bastante deslindados para determinar acciones violentas. En
estas almas hay un asomo de conciencia, que es lo que de ellas sale al
exterior; pero la conciencia está reintegrada en el instinto, que es el
móvil recóndito y confuso de los actos que ejecutan. La mayor parte de
los hombres poseen un alma grotesca. Arniches, en su última obra, nos
presenta unas cuantas almas grotescas, y nos las presenta grotescamente,
como es debido; unas cuantas almas que se juzgan libres, pero que están
enraizadas en el bajo subsuelo del instinto de codicia.
Se levanta el telón. Una sala modestamente amueblada. Se oyen ayes y
alaridos en aposentos interiores. Varios personajes salen y entran
atraviesan aturdidos la escena. Acuden unos vecinos. ¿Qué pasa? Una
madre y una hija que están accidentadas. ¿Por qué? Los personajes, en su
aturdimiento, olvidan satisfacer nuestra curiosidad, que va subiendo de
punto, aguijada por varios lances ridículos, hasta que, promediado el
acto primero, nos informamos de todo. ¡Un drama terrible! La niña de la
casa, Carita, tenía un padrino millonario, que la ha dejado heredera.
Pero... según condición que impone el testador, la niña no podrá entrar
en posesión de la fortuna sino al quedarse viuda. La carta del notario,
con el testamento, se les ocurrió leerla estando presente el novio de la
niña, Luis, que es estudiante de Medicina. La niña y su madre han caído
con sendos patatuses. El novio se pone pálido, se apoya en el hombro de
un tío de la niña, y exclama: «Ay, don Valeriano, qué infamia... Yo me
muero.» Y el buen tío replica: «Hombre, todavía no; espera a ver, espera
a ver...» Pero ¿cómo se le ocurrió al padrino semejante infamia? ¿Sabía
que la niña tenía novio? Sí, lo sabía, y por celos, lo aborrecía. Había
pretendido casarse con su ahijada, y como ésta se negase, él le había
respondido, avieso y sentencioso: «Yo te prometo que algún día desearás
la muerte de ese hombre.» Por evitar que llegue ese día, el estudiante
no quiere casarse. Consternación en la familia. Examinan entre todos las
posibilidades y contingencias futuras. No hay solución satisfactoria. El
padrino les ha condenado a una vida amarga y desesperada. Se imagina uno
al viejo, riéndose con faz sardónica de ultratumba. Por cuanto, he aquí
que un compañero del novio da con una idea que anulará el pérfido
conflicto póstumo promovido por el padrino. Este compañero, llamado
Hidalgo, se explica así: «Hay en mi sala del hospital un enfermo que
lleva allí dos meses. La afección que aqueja a este quídam se ha hecho
incurable, según el pronóstico de las diez y ocho eminencias médicas que
le han visitado. Ha entrado esta mañana en el período preagónico.»
Hidalgo propone que Carita se case _in articulo mortis_ con el enfermo;
se quedará viuda al día siguiente, y, ya millonaria, se casará con su
Luis. Después de cortas dubitaciones, la familia se somete al plan
facultativo. La codicia les ha dado aliento y esperanza.
Este acto es delicioso de movimiento, comicidad y donaire. Pero hasta
aquí no aparece la tragedia; cuando más, un drama conjurado a tiempo, a
la picaresca, por industria del ingenio.
La tragedia grotesca comienza en el acto segundo. Realmente el modo de
concebir Arniches la tragedia grotesca es de una penetración y agudeza
asombrosas. Algunos revisteros teatrales se figuraron que el autor
calificaba su obra de tragedia grotesca porque se disponía a tomar la
muerte a chanza. Sorprendente miopía del entendimiento, cuando el
concepto de tragedia grotesca se descubre tan paladino en _Que viene mi
marido_.
Hemos visto que lo grotesco sorprende a la naturaleza en vías de
transformación, y cómo en lugar de repetir servilmente las obras
acabadas y rígidas de la naturaleza toma las formas naturales más
superiores y nobles y las ofrece, desenvueltas, sin solución de
continuidad, en varios antecedentes de formas inferiores. Así, en un
mascarón de talla grutesca observamos algunas facciones cabalmente
humanas y otras que degeneran hacia la animalidad, el mundo vegetal, y,
por último, la materia inorgánica; acaso las orejas se retuercen y pasan
a ser alas de dragón; quizás la lengua, que sale de la boca, es lengua
al principio, luego penca de acanto, luego columna arquitectónica. Cabe
en lo grutesco la posibilidad de subvertir el orden de la naturaleza a
voluntad del hombre, comenzando por lo último para concluir por lo
primero, como se hace, por ejemplo, con una cinta cinematográfica.
¿Habéis visto, por ventura, una cinta cinematográfica a la inversa? Todo
va hacia atrás, todo se retrotrae. De una lisa superficie de agua surten
al pronto sinnúmero de gotas que, trazando una curva gentil, van a
reunirse en un punto, de donde sale disparado, cabeza abajo, un hombre
con taparrabos, el cual se eleva prodigiosamente en el aire hasta caer
de pie en lo más avanzado de un trampolín. Algo semejante a esto será lo
grotesco, aplicado a la tragedia. Una tragedia grotesca será una
tragedia desarrollada al revés.
¿Y qué es una tragedia al revés? Arniches lo ha resuelto, con certera
perspicacia. En la tragedia, la fatalidad conduce ineluctablemente al
héroe trágico a la muerte, a pesar de cuantos esfuerzos se realicen por
impedir el desenlace funesto. El héroe trágico no tiene más remedio que
morirse. Por el contrario, el héroe de la tragedia grotesca no hay
manera de que se muera ni manera de matarlo, a pesar de cuantos
esfuerzos se realicen por acarrear el desenlace funesto. Tal es el tema
de los actos segundo y tercero de _Que viene mi marido_.
Bermejo, el moribundo del hospital, después de casado _in artículo
mortis_, ha ido restableciéndose poco a poco y ya le han dado de alta.
Los parientes y el novio de la desposada han ocultado a ésta el
_trágico_ desenlace. En el fondo de todas estas almas grotescas,
penumbrosas, se insinúa el deseo de deshacerse del resucitado; pero como
carecen de la determinación para las acciones violentas se conforman con
preparar cepos en que el imprevisto esposo parezca morirse por cuenta
propia, víctima de la fatalidad. Bermejo no tiene un cuarto al salir del
hospital. Sus inopinados afines le proporcionan vestido y sustento, a
condición de que no aparezca por la casa; vestido, un traje de alpaca
delgadísimo, y estamos en el riguroso enero; sustento, en un restaurante
barato, en donde, por rara casualidad, le sirven setas en todas las
comidas. Pero la fatalidad protege a Bermejo. Carita se ausenta de su
casa por unos días, a pasar en un pueblo, con unas amigas, la primera
temporada del imaginario luto. Y ya puede Bermejo presentarse en la
casa. Viene como un desenterrado. Se deshace en excusas: «Perdónenme que
no me haya muerto; pero es que materialmente no me ha sido posible...
¡Ni con diez y ocho médicos! Todo ha sido inútil. No, no he sabido
morirme.» Ya fuera del hospital, Bermejo ha hecho lo que ha podido por
morirse. Inútil. «Atravieso todas las tardes la Puerta del Sol, de siete
a ocho, y no sé qué hacen esos automóviles que ni me tropiezan. Me
coloco intencionadamente ante los tranvías. Me tocan el timbre, y como
si me tocaran _El conde de Luxemburgo_. Pues nada: me empujan con
delicadeza, me apartan y pasan rápidos.» El tío Segundo dice: «Aceptamos
sus disculpas. No ha podido usted realizar su propósito; ¡qué le vamos a
hacer, paciencia!» Pero el tío Valeriano es más reacio en avenirse:
«¡Paciencia!... Pero perdone que le digamos que, en cierto modo, lo que
ha hecho usted es una informalidad.» Y replica Bermejo: «¿He podido yo
hacer más para fallecer que tomarme todas las medicinas que me han dado?
A mí se me ha inyectado cuarenta y seis clases de vacuna. Se me han
administrado veinticuatro sueros y diez y siete caldos microbianos; a
mí se me han administrado hasta los últimos Sacramentos... Y yo,
tomándomelo todo... ¿He podido hacer más?» Bermejo comunica su
resolución irrevocable de suicidarse allí mismo, lo cual, naturalmente,
impiden los parientes. El tío Valeriano, demostrándole amoroso interés,
le aconseja que, puesto que está decidido, busque un fondo a propósito
donde el suicidio revista caracteres románticos: «Ahí tenemos el Retiro,
la Moncloa, lugares de una belleza y amenidad que envuelven el suicidio
en un ambiente de poesía que conmueve. Espronceda no los hubiera
desdeñado. Y en otro caso, ahí tenemos también el Canalillo. No echemos
el Canalillo en saco roto: una cinta de plata, álamos en las orillas...»
Se aplaza el suicidio, por haber sobrevenido varias peripecias
inesperadas, al cabo de las cuales Bermejo, en un acceso de arrebato, se
arroja por el balcón a la calle. Gritos y lamentos. Reaparece a poco
Bermejo, ileso. Ha caído sobre el toldo de una tienda que pertenece a
unos parientes de su esposa; ha roto el toldo y luego ha venido a dar de
rechazo sobre Hidalgo, aquel estudiante de Medicina que ideó lo del
casamiento _in articulo mortis_, y le derrenga.
En el acto tercero, Bermejo está obeso como un cebón. Asistimos a varias
asechanzas que los parientes e Hidalgo le tienden, por ver si al cabo
revienta. En vano. El tío Valeriano llega a comprender el sentido
trágico a la inversa que preside el curso de la vida de Bermejo. «A ese
hombre--dice el tío Valeriano--le hacen la autopsia y engorda.»
El desenlace de la obra está hallado con notable agudeza.
Bermejo es un fresco, un pícaro, mezcla de estoico y sinvergüenza. Así
como el estoico honrado se sobrepone a la fatalidad, aceptándola, el
estoico pícaro se burla de ella, la torea y acaso llega a rendirla en su
favor. Bermejo no es tal Bermejo; se llama Menacho. Los conatos de
suicidio han sido contrahechos. Cuando se arrojó por el balcón, bien
sabía que le amparaba el toldo... Faltándole qué comer y en dónde
dormir, acostumbraba ingresar en los hospitales, simulando insólitas
enfermedades. Cada vez que ponía en juego la combinación necesitaba una
cédula falsa. Afortunadamente, la última cédula pertenecía a un
individuo que ha muerto después de casarse sin saberlo, _in extremis_,
con Carita. Conque ya tenemos a Carita viuda y millonaria.
Apuntemos ahora algunos defectos del teatro de Arniches. Cuando un
escritor posee temperamento y cualidades sobresalientes de autor
dramático--que tal es el caso de Arniches--, sus defectos suelen ser
concesiones al gusto predominante de la época en que escribe: la
inflazón del lenguaje de Shakespeare, el movimiento vertiginoso de las
comedias de Lope, el ergotismo de los dramas de Calderón: la
sentimentalidad de Racine.
Las preferencias y aversiones del espíritu español contemporáneo derivan
de un sentimiento raíz, que difícilmente se hallará tan afirmado en
ningún otro pueblo ni en ningún otro tiempo: el miedo a la verdad. La
España de hoy (el hoy en la historia de un pueblo puede abarcar media
centuria), se estremece con la sola presunción de tener que afrontar en
algún momento la verdad. Quiere ignorar, lo quiere desesperadamente. Y
como la función de patentizar la verdad corresponde a la inteligencia,
España, que había comenzado por abdicar de la inteligencia, ha concluído
por odiarla. El dicterio más apasionado es «intelectual».
El público teatral español pide a sus autores que satisfagan en alguna
medida aquellas dos condiciones: primera, rehuir y rodear, con episodios
y expedientes dilatorios, la emisión sincera y rotunda de la verdad;
esquivar las situaciones extremas, distraer la atención de lo
sustancial hacia lo accidental; en suma: lo que se llama habilidad
comúnmente, y que ya hemos analizado en otro ensayo; segunda, respetar
la abdicación que de su inteligencia ha hecho el público y darle gusto,
abdicando también el autor de cuando en cuando, y no otra cosa es el
retruécano o preferencia por la risa más plebeya y obtusa, la de origen
fisiológico, con daño de la risa noble, de origen intelectual.
Los defectos de las obras de Arniches se ocasionan de la habilidad que
muchos encarecen en este autor, y que las priva de plenitud, y del abuso
del retruécano, que las priva de armonía. Hablo de las obras extensas,
porque en las breves ha llegado con frecuencia a los aledaños de la
perfección. Me queda por estudiar un punto importante: el
_astracanismo_, plausible y artístico en Arniches, deplorable y vacío en
sus imitadores.
Debo anticiparme a una probable objeción. Alguno de esos fiscales
linces, atropellados y reparones, se adelantará a afirmar de ligero que
las observaciones que aquí he explanado sobre la génesis y trascendencia
de las dos obras extensas de Arniches, se las atribuyo, como claros y
meditados propósitos artísticos, al autor, antes de aplicarse a escribir
las obras. Lo rechazo. Tales inepcias no son de mi cosecha. El artista
tiene la virtud de crear; el crítico está obligado a analizar. Encomiar
la exquisitez de un melocotón no significa dar a entender que el árbol
que lo ha producido ha estudiado química orgánica ni arboricultura. El
hombre vulgar distingue un melocotón sabroso de uno insípido, o de uno
de cera, con sólo tocarlo y probarlo. Luego, un químico analiza
la composición del fruto y un arboricultor
declara cuáles son las buenas cualidades
que residen en la condición
del árbol, y cuáles las malas,
que se deben a la condición
del ambiente
o al modo de
cultivo.


[Nota: _DON JUAN, BUENA PERSONA_]

CON SU ULTIMA comedia, _Don Juan, buena persona_, los
señores Alvarez Quintero han dado solución a un problema que hasta ahora
se reputaba insoluble: han resuelto la cuadratura del círculo. No se vea
en lo que decimos el menor asomo de ironía. Y aun añadimos que los
señores Alvarez Quintero no han dado por chiripa con aquella peregrina
solución, sino que adrede, en su nueva comedia, persiguieron compaginar
lo que parecía irreductible, la bondad moral y el donjuanismo. No hay
sino leer el título, que no puede ser obra de la casualidad. Don Juan,
buena persona, es una antinomia, y viene a ser como decir la cuadratura
del círculo. Hacer de un círculo un cuadrado no es cosa del otro jueves.
Lo difícil es cuadrar el círculo sin despojarle de su naturaleza
circular. De lo propia suerte, hacer de Don Juan una buena persona, es
verosímil, sólo que al hacerse buena persona deja de ser Don Juan. Los
señores Alvarez Quintero han querido trasmutar la esencia moral de Don
Juan, sin por eso disiparle su legendaria esencia. Ambicioso empeño.
¿Lo consiguieron? Hemos comenzado por conceder que sí.
Recordemos ligeramente la genealogía literaria de Don Juan y algunos de
los rasgos sobresalientes y perdurables con que se ha ido enriqueciendo
su carácter. Comienza por apenas llamarse Pedro. La estirpe originaria
de Don Juan no es noble, es plebeya, al contrario de Hamlet y Don
Quijote, que uno era hijo de reyes y otro vástago de hidalgos. Y
repárese que, dentro de un triángulo, cuyos ángulos fuesen estos tres
personajes, acaso cupiera inscribir la incoercible infinitud y
complejidad del tipo humano; Don Juan, la sensualidad, la ambición de
conquistas palpables y de fama funesta, representa los sentidos, por eso
es plebeyo; Don Quijote, la idealidad, la ambición de conquistas
desinteresadas y de fama pulcra, representa el corazón, por eso es
hidalgo; Hamlet, el examen crítico y trágico del valor último de
cualquier conquista y acción, ya sea palpable, ya sea quimérica, de
donde nace el desdén por la fama, representa la mente, por eso es
príncipe. Don Juan, antes de llamarse Don Juan, es un ser anónimo que
pulula en todas las literaturas populares de la Edad Media; es,
simplemente, un hombre impío, alardoso de su impiedad, que por chanza
convida a comer a un muerto o estatua. Tirso de Molina toma este
individuo anónimo y con él forma su Don Juan Tenorio, burlador de
Sevilla. El Don Juan, de Tirso, posee ya las cualidades donjuanescas
definitivas. Nos encontramos, desde luego, con Don Juan en su plenitud,
a modo de idea platónica, como arquetipo humano. Cada Don Juan posterior
al de Tirso nada sustancial añade al arquetipo originario, sino que se
distingue y define por la mayor notoriedad o simplificación de alguna de
aquellas cualidades con que ya se nos mostró el de Tirso.
El Don Juan, de Tirso, es hermoso, apuesto y arrojado; aunque todavía
mozo, ya corrido en años, y los años, colmados de aventuras y
experiencia; impío, o lo que es lo mismo, despiadado, así para con lo
divino como para con lo profano; es burlador profesional de hembras;
mendaz de amor, artimañero, no solicita de la mujer sino los deleites
efímeros de la carne, y, en habiéndolos gustado, olvídase de quien
apasionadamente se los brindó. A pesar de todas estas cualidades, Don
Juan no dejaría de ser un hombre reduplicadamente vulgar, puesto que no
se mueve sino hacia la consumación del acto más vulgar de la existencia,
acto que Don Juan jamás se cuida de ornamentar con arrequives y
sutilezas estéticas ni espirituales; para él tanto monta la amorosa y
pulida dama como la bronca y maloliente pescadora. Pero, en este copioso
acarreo de vulgaridad, Tirso acertó a desentrañar un agente, un espíritu
misterioso. Y así, Don Juan no sólo deja de ser vulgar, sino que
representa una nueva interpretación de la vida humana y de las
relaciones de los sexos. En otra parte (_Las máscaras._ Volumen I) hemos
escrito: «La verdadera esencia del donjuanismo es el poder misterioso de
fascinación, de embrujamiento por amor. El verdadero Don Juan es el de
Tisbea, en Tirso de Molina, mujer brava y arisca con los hombres, pero
que, apenas ve a Don Juan, se siente arder y pierde toda voluntad y
freno; el Don Juan de Doña Inés en Zorrilla. Y en lo que aventaja
Zorrilla a Tirso, es en haber exaltado poéticamente esta facultad
_diabólica_ de Don Juan. Don Juan no es Don Juan por haber ganado
favores de infinitas mujeres con mentiras y promesas villanas, sino por
haber arrebatado, aun cuando sea a una sola mujer, por seducción
misteriosa, y empleo aquí la palabra seducción en su sentido propio,
como enhechizo.»
En materias de amor, el arquetipo opuesto a Don Juan es Werther. Don
Juan domina al amor. Werther es dominado por el amor. Mas no debe
olvidarse que Werther no es un arquetipo creado por Goethe, ni
representa una nueva interpretación de las relaciones de los sexos
opuesta a otra preexistente: Don Juan, sí. El amor de Werther es el amor
caballeresco y cristiano de la Edad Media europea, es el amor de Macías
y Amadís, el amor sin carnaza, el amor puro, que mata al amador. Antes
de Don Juan, era noción comúnmente recibida como evidente que el centro
de la gravitación amorosa residía en la mujer; que el enhechizo o
misterioso poder de fascinación y embrujamiento dimanaba de la mujer;
que el varón iba a la hembra como van los ríos al mar (la Doña Inés, de
Zorrilla, dice a Don Juan que se siente, arrastrada hacia él como va
sorbido al mar un río), y por ende, que el primero en prendarse era el
varón, y no aspiraba a ser correspondido sino después de acreditar altos
merecimientos y fidelidad sin tacha. Donjuán viene a mudar los naturales
términos de la mecánica del amor; el centro de gravitación y el fluido
capcioso se oculta en él y de él dimana: Don Juan no ama, le aman. Y así
resulta, curiosa paradoja, que el más varonil galán, galán de
innumerables damas, pudiera asimismo decirse que es la dama indiferente
de innumerables galanes, ya que ellas son quienes le buscan y siguen y
se enamoran de él, que no él de ellas. Ninguna hace mella en su corazón
ni en su recuerdo, y así a todas posee como esclavas (la servidumbre y
rendimiento que cumple a todo fino amador, según el código amatorio
caballeresco, los acoge para sí la dama frente a Don Juan, habiéndose
manumitido Don Juan de tales preceptos; la amada pasa a ser amadora);
pero de ninguna es poseído. Don Juan es como rey pródigo que va acuñando
con su efigie monedas en metales diversos--oro, plata, cobre--, para
luego despilfarrar el tesoro y olvidarse de cómo lo ha ido
desparramando.
La hermosura y la impiedad, así religiosa como cordial, del Don Juan, de
Tirso, se han perpetuado en todos los sucesores, a excepción del marqués
de Bradomín, el cual, como se sabe, fué un Don Juan admirable y único:
feo, católico y sentimental. Pero del marqués de Bradomín no es lícito
afirmar que fué una buena persona, en el sentido corriente en que
aplican este calificativo los señores Alvarez Quintero a su flamante Don
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