Las máscaras, vol. 2/2 - 11

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Juan: _buena persona_, sinonimia de _infeliz_. En el marqués de
Bradomín, a pesar de su catolicismo, acaso por eso mismo, lo diabólico
del carácter donjuanesco adquiere señalada importancia y significación;
porque, para ser diabólico, lo primero creer en el diablo. El marqués
de Bradomín en cuanto católico creyente, es mucho más diabólico que el
Don Juan de Zorrilla. Este último se mofa de las cosas invisibles de
ultratumba porque no cree en ellas; luego su impiedad es fanfarronada
gratuita ante un enemigo imaginario. Por eso, cuando a la postre ocurre
que las cosas de ultratumba, abandonando el hermético reposo, vienen
hacia él, a Don Juan se le eriza el cabello, cae de rodillas y
encomienda su alma a Dios. Este Don Juan, de Zorrilla, con todas sus
fanfarronadas y canallerías, en el fondo es un infeliz, una buena
persona. Hasta en el _ars amandi_ se delata de no muy docto, pues al
habérselas por vez primera frente a la feminidad selecta y cándida
adolescencia de Doña Inés se entrega como un doctrino, abomina de su
mala vida pasada y quiere contraer matrimonio. Si en tal coyuntura el
Don Juan, de Zorrilla, no ingresa en el apacible gremio de los casados,
es por culpa del Comendador, que es un bruto, y no achaque ni tibieza de
Don Juan. En lo que es sutilmente diabólico, aun sin él mismo
proponérselo, el carácter del Don Juan, de Zorrilla, es en la facultad
de seducción con que enhechiza a Doña Inés, en el encanto irresistible
que de su persona se desprende y que, atravesando de claro los recios
muros del convento, llega hasta la celda en donde vive, recoleta,
la novicia, y la envuelve, penetra y
enamora, de suerte que ya, antes de
haberlo contemplado con ojos
mortales, Doña Inés se entrega
a Don Juan en
pensamiento.


[Nota: _DON JUAN, BUENA PERSONA_
(_Continuación_)]

EN SUS OJOS RESIDE el amor; por lo cual, cuantas mira le
parecen hermosas y amables. Por donde él pasa todas las hembras se
vuelven a contemplarle y pone miedo en el corazón de aquella a quien
saluda.» ¿Es esto una pintura de Don Juan? No..., es la pintura de
Beatriz por el Dante; claro está, con leves modificaciones, y trocados
los géneros:
_Negli occhi porta la mia donna amore;_
_Per che si fa gentil ciò ch’ella mira:_
_Ov’ella passa, ogni uom ver lei si gira,_
_E cui saluta fa tremar lo core._
Hay en la declinación de los siglos medios europeos un menudo, soleado y
florido trozo de la tierra, en el cual la visión y conducta de la vida
alcanzaron sutilidad y pulcritud insuperadas. «Todas las cosas divinas
de la existencia hanse propagado--escribe un poeta inglés moderno, Ford
Madox Hueffer--desde aquel paraje en donde se alza el Castillo del Amor,
entre Arlés y Avignon. De allí remontaron el curso del Ródano, cruzaron
la Isla de Francia y el Paso de Calais, arribaron al puerto de Londres,
a Oxford, a Edimburgo, a Dublin, y pasaron también, aunque corto trecho,
allende el Rhin.» Las cosas divinas de la existencia, a que alude el
poeta, los adorables ornamentos de nuestros días mortales, la finura y
delicada susceptibilidad, así del ánima como de los sentidos, todo eso,
que todavía hoy perdura y hace hermandad de cuantos hombres--dondequiera
que hayan nacido--en ello fían y hacia ello anhelan, ese ideal supremo
en lo humano, se realizó por vez primera en Provenza, jardín dilecto de
la sapiencia elegante, terruño de Francia empapado en sustancia
italiana, grecolatina. Olvida el poeta inglés añadir--y no es como para
que nos enojemos--que la sonrisa provenzal, cabalgando la barrera áspera
de los Pirineos, divagó, a lo largo de las calzadas romanas de
Cantabria, con derrota a Compostela; prendió en los labios líricos del
alma galaico portuguesa, y de allí pasó a Castilla, donde mostrarse con
un gesto huidero, acaso mentido, a flor de piel.
Y ¿qué fué la Provenza de los postreros años medioevales y los presuntos
años renacentistas? Fué el connubio perfecto, largos siglos presentido y
a la postre consumado, del cristianismo y del paganismo, del culto del
espíritu y del culto de la forma. Cientos de años antes, en Alejandría,
cristianismo y paganismo se habían buscado, en cópula frustrada. Mas
Provenza fué como una maravillosa trasustanciación; paganización del
cristianismo o cristianización del paganismo, tanto monta.
En Provenza, el hombre se coloca al fin en una posición ecuánime frente
al Universo. El pagano no veía en el mundo sino las actitudes formales
de la materia, su necesidad, su equilibrio, su belleza
sensible--_mundus_, en latín, quiere decir limpio y hermoso--. El
cristiano desdeñaba la aplaciente corporeidad del mundo, como apariencia
engañosa; para él no existía la materia, sino el principio creador, el
espíritu arcano, la realidad moral de la conciencia. Funde el provenzal
entrambas emociones, y exclama: el mundo es bello, amable y sin tacha,
por ser expresión patente del espíritu, de la belleza increada. La
Verdad, el Bien y la Belleza son uno y lo mismo, como quería Platón.
Pero Verdad, Bien y Belleza, los más altos, los primordiales, residen,
como atributos, sólo en Dios; y las cosas perecederas de aquí abajo,
todas ellas creación y reflejo gradual del espíritu y voluntad divinos,
desde la materia inerte hasta la materia más embebida de conocimiento--o
sea, la criatura humana--, se van ordenando en una jerarquía ascendente
de mayor Verdad, Bien y Belleza, según se aproximan más a su origen
eterno y espejan más de cerca el rostro de Dios, incógnito si no es a
través de sus obras terrenales. El agente del universo, la energía que
todo mueve, propaga y muda, es Amor. Amor de mejores quilates y más
subida progenie cuanto más digno es su objeto y más sus actos se
emancipan de la tutela y halago de los sentidos. Y aquel último estadio
del amor ideal se ha de llamar, a la griega, amor platónico. La vida, en
Provenza, se exalta en su sentido religioso y ritual. La religión es la
del Amor. Se codifica el amor y se teologiza sobre el amor. En el Código
del Amor (siglo XII) constan estos artículos: _Nemo duplici potest amore
ligare_, no cabe entregarse a dos amores; _Verus amans nihil beatum
credit, nisi quod cogitat amanti placere_, el verdadero amador nada
halla agradable sino en lo que presume que ha de agradar a la amada;
_Non solet amare quem nimia voluptatis abundanta vexat_, estorba al amor
el hábito de la baja voluptuosidad. Y Dante, gran teólogo de Amor, como
Petrarca, inicia su alada canción de «La Vita Nova»: _Donne, che avete
intelletto d’amore_. ¿Por qué el Amor ha de cobijarse ante todo en el
entendimiento? Porque el verdadero Amor se orienta hacia la hermosura
ideal, la cual percibe el entendimiento. En el epistolario de Lope de
Vega al duque de Sessa, leemos: «_Amor, definido de los filósofos, es
deseo de hermosura_; y de los que no lo somos es deleite añadido a la
común naturaleza.» Vemos cómo Lope, creador de la dramaturgia hispana,
burla discretamente el sentido filosófico del Amor y no advierte en él
sino el deleite que apetece la común naturaleza.
¿Y cuál era, según la doctrina provenzal, objeto más digno de amor,
hermosura más acrisolada y eminente, forma mortal más pareja del
inmortal arquetipo: la belleza masculina o la belleza femenina? La
mujer. Y así, la mujer ocupaba el solio de la belleza visible; era la
reina de las Cortes de Amor, y el hombre su rendido cortesano. Dante va
más allá: encumbra a Beatriz hasta el Paraíso, para que desde allí
declare el orden del Universo.
Tal fué el concepto del amor trovadoril y caballeresco. La almendra de
este árbol benigno y perfumado hay que ir a buscarla, centurias hacia
atrás, en el sombroso y contemplativo huerto de Academo. Este concepto
es una prerrogativa occidental y grecolatina.
Frente al concepto caballeresco del amor se yergue alardoso Don Juan, y
desenvainando su espada de gavilanes, éntrase, hazañero y sin
escrúpulo, por los dominios en donde la mujer imperaba como soberana, la
destrona, la somete y proclama al varón rey del sexo. Don Juan es un
revolucionario del amor tradicional, sin duda; pero su concepto del
amor, ¿es acaso invención personal suya?
Así como el amor caballeresco es de origen occidental y grecolatino, el
amor donjuanesco es de oriundez oriental y semita. Ya en la Biblia
constan las proposiciones precisamente contrapuestas a los postulados
amatorios de la doctrina provenzal, griega y romana. Platón llega hasta
Dios por la vía intelectual y se lo representa como idea pura, todo
armonía y serenidad. El hebreo necesita ver con los ojos a su Jehová,
tremendo e iracundo, y a poco de no haberlo visto se olvida de él por el
becerro de oro. El ser más vil y despreciado de la Biblia es la
ramera--sacerdotisa del amor--; es, dice el Eclesiastés, como el
estiércol de los caminos, que pisan todos los viandantes. Pero la
ramera, en Atenas, es la hetaira, la cortesana por antonomasia, la flor
de la feminidad, cuerpo adorable y mente deliciosa, solicitada amiga de
filósofos y estadistas. El griego decía a la mujer, su esposa
(Jenofonte, _Economía_): «dulcísima felicidad la mía, pues que tú, más
perfecta que yo, me has hecho tu siervo». Para el hebreo, la mujer era
el vaso paciente de la lujuria masculina. La Biblia, entre las cosas que
pasan sin dejar rastro ni mancharse, enumera la sombra sobre el muro, la
sierpe entre la hierba, el hombre por la mujer, significando, por
analogía del último término con los otros dos, no que en realidad la
mujer permanezca sin rastro (¡vaya si queda rastro!), sino que el hombre
ha de entender que ha pasado sin mancharse.
Dos religiones han derivado del judaísmo: la cristiana y la mahometana;
una occidental, otra oriental. Con decir que el cristianismo es una
religión occidental va presupuesto que su esencia nada tiene de común
con el judaísmo. Si en el acto carnal la mujer, según el judaísmo,
comete abominación, en tanto el hombre sale sin mancharse,
contrariamente el cristianismo comienza por hacer nacer a Dios hecho
carne de una mujer que concibe sin pecado y sin obra de varón. El
judaísmo, con su propensión sensual, luctuosa y materialista, se
reproduce en su hijuela, el mahometismo; y en cuanto a la manera y usos
del amor, el mahometismo exalta la precedencia del varón y exacerba el
sometimiento de la mujer. El varón es el núcleo de un sistema; las
hembras, innumerables, giran en torno, alampadas por un donativo de
amor despectivo o quizás premioso.
Es de protocolo que, cuando un escritor español diserta sobre el tipo de
Don Juan, afirme en un ditirambo de patrio orgullo que Don Juan no pudo
ser sino español. Y las razones que se aducen son su gallardía, su
generosidad, su valor, su vanagloria. Si Don Juan, junto con estas
cualidades, no hubiera acreditado ciertos defectos peculiares suyos,
cierto que no sería Don Juan. Revilla--un crítico olvidado--escribió:
«Como carácter individual, es exclusivamente propio de España. Es la
personificación acabada del carácter andaluz.» Concedido; lo es, no por
alabancioso y alborotado; lo es por su concepto mahometano, semítico,
del amor. En efecto: Don Juan no pudo ser sino español, porque de las
comarcas occidentales sólo en España dominaron siglos los moros. Es
seguro que por las venas de Don Juan corría sangre mora y judía. Como
antecedentes literarios del tipo del Don Juan, de Tirso, se indican
otros dos atropellados galanes: el Leónido, en _Fianza satisfecha_, de
Lope; y el Lencino, en _El Infamador_, de Juan de la Cueva. En cuanto al
Lencino, juzgo evidente la opinión de Hazañas la Rúa (_Génesis y
desarrollo de la leyenda de Don Juan Tenorio_), y de Icaza (edición de
Juan de la Cueva), los cuales niegan todo parentesco artístico entre
ambos personajes, Lencino y Don Juan. Tampoco se echa de ver que Don
Juan venga, literariamente, de Leónido. Pero, aunque no literariamente,
es notorio que Don Juan se asemeja a casi todos los galanes del teatro
de Lope en profesar y cumplir aquella noción semítica del amor, que el
propio Lope profesaba y cumplía, y que con tan paladina sobriedad
formula en su carta al duque de Sessa: amor, antes que deseo de
hermosura, es deleite añadido a la común naturaleza. Ese amador medio
cristiano y medio mahometano--así como el amador provenzal era medio
cristiano y medio pagano--, frecuente e indeterminado antes de Tirso,
cuájase, al cabo, con vida propia y rasgos definidos en el Don Juan
Tenorio. Y acaso al hecho de ser Don Juan tan
distinto y encontrado con todos los demás
galanes de las literaturas europeas
(Don Juan es, come Beatriz, el que
declara un orden del universo)
debió su buena fortuna
por el mundo
el drama de
Tirso.


[Nota: _DON JUAN, BUENA PERSONA_
(_Continuación_)]

DECÍAMOS QUE Don Juan, en Tirso, aparece ya con todas
sus cualidades características, o, si se nos permite la expresión, con
todas sus cualidades biológicas. Y añadíamos que cada Don Juan posterior
nada añade al Don Juan originario, sino que se distingue y define por la
mayor notoriedad o simplificación de alguna de aquellas cualidades con
que ya se nos había mostrado en Tirso.
En este veloz y esquemático análisis que venimos haciendo del carácter
de Don Juan, hemos prescindido hasta ahora de sus cualidades llamativas
y sobresalientes, entre tanto que parábamos cierta atención en aquella
otra cualidad más peculiar y recóndita, de la cual, a nuestro entender,
todas las demás se derivan. Buffon explica la extraña apariencia de la
tortuga a causa de poseer un corazón de hechura extraña. En zoología, la
gran división fundamental--por estribar en el hecho más recóndito y
permanente--en animales vertebrados e invertebrados, es la última que
aparece en el orden del tiempo. Antes de llegar a descubrirla, eran
clasificados los animales conforme a ciertos rasgos externos y
circunstanciales, que en rigor no denotaban ningún parentesco
genealógico ni afinidad de caracteres. Fué menester prescindir de lo más
obvio y superficial, de lo que ante todo se echaba de ver, y profundizar
hasta descubrir lo que estaba encubierto, lo que no se veía, el
esqueleto, lo que realmente diferencia a unos géneros de otros.
Hasta ahora nos hemos detenido a subrayar la cualidad intrínseca de Don
Juan, o sea su obsesión carnal y procedimiento con que la satisface. El
Don Juan, de Tirso, carece de todos los sentidos superiores: el sentido
religioso, el sentido moral, el sentido social, el sentido estético. Los
griegos querían que los sentidos estéticos fuesen el de la vista, que
percibe la hermosura de las formas y colores, y el del oído, por donde
penetra la armonía y el ritmo. Don Juan, huérfano de sensibilidad
estética, no cuida si la mujer deseada es hermosa o fea; le basta que
sea novia o mujer de un amigo. Es más: Don Juan procura el logro de sus
ansias torpes haciéndose pasar por el amado de la mujer, para lo cual
busca que al engaño le venga en ayuda la complicidad de la tiniebla,
celadora de toda hermosura visible. Si del sentido de la audición se
trata, a Don Juan no le hieren los trágicos gemidos de las víctimas ni
las imprecaciones de los vengadores. Toda la susceptibilidad musical del
Don Juan, de Zorrilla, por ejemplo, se contiene y agota en aquella
estrofa inicial del drama:
_Cuál gritan esos malditos;_
_pero, mal rayo me parta,_
_si en concluyendo esta carta_
_no pagan caros sus gritos._
Y en cuanto al sentido del olfato, es de presumir que Tisbea, zahareña
pescadora, no olía a nardos y jazmines. Don Juan, desamparado o
desdeñoso de los tres más finos sentidos, compensa la falta con el
ejercicio infatigable de los dos que le restan: el del gusto y el del
contacto, ministriles acreditados del amor sensual. Don Juan vive para
el amor. Pero Don Juan no es encarnación representativa del Amor, tirano
de la naturaleza. Cierto que el espíritu que impele al mundo en su fluir
perdurable es el amor, puesto que todo tiende a reproducirse. Pero hay
jerarquías de amor. En el mundo inorgánico, la formación de los
cristales es una manera de reproducción; amor purísimo y asexual. En el
reino de los seres organizados, de la cándida cópula de estambres y
pistilos en el cáliz de la azucena, o de la contingencia sexual de la
palmera macho y de la hembra, por delegación en el viento, al amor y
voluptuosas bizarrías de Don Juan, hay notable diferencia. En el amor de
los seres naturales privados de conciencia el acto es inocente y la
finalidad notoria: la perpetuación. Don Juan es--enorme paradoja--el
garañón estéril. No se sabe que Don Juan haya tenido hijos. Si Don Juan
fuese todo esto, pero únicamente todo esto, que es lo externo y
derivado, no pasaría de vulgar libertino. Pero Don Juan, esencialmente,
es el enhechizo por amor, es una idea absoluta en la relación de los
sexos, es la transferencia del centro de la gravitación amorosa desde la
hembra al varón. En la idea occidental, la dinámica humana se sustenta
en equilibrio alrededor del sol de la hermosura, figurado en la mujer.
Pero Don Juan se nos presenta desde su nacimiento como la realización
estética de aquel concepto oriental que Heliogábalo quiso importar a
Roma desde Oriente con el culto de la sagrada piedra lunar, de cónico
perfil, ruda simulación del falo, el cual los semitas imaginaron como
eje donde rueda el Universo.
Trasladada la gravitación amorosa sobre el centro masculino, la
iniciativa pasa automáticamente a la mujer. Ya no son los hombres
quienes buscan la hembra, sino las mujeres quienes persiguen al varón.
Sutilizando un poco más en esta interpretación de las relaciones
sexuales, se advierte que ya no es la mujer juguete o víctima del
hombre, sino viceversa. Dijérase, a lo primero, que Don Juan domeña y
hace víctimas a las mujeres; mas, si bien se mira, él es la víctima y el
domeñado. Por donde ya el Don Juan, de Tirso, es, sin darse cuenta, una
buena persona, en el sentido de infeliz, que piensa estar obrando
libremente y burlando mujeres, como un terrible y desatentado libertino,
cuando el burlado es él y sus acciones le son dictadas por la fatalidad
que consigo lleva.
Después del de Tirso se multiplican los Don Juanes. Pero estos primeros
y numerosos Don Juanes de los siglos XVII y XVIII no reproducen del Don
Juan auténtico sino las cualidades superficiales y derivadas. Son, ante
todo, libertinos sin nobleza ni sensibilidad artística. En el Don Juan,
de Molière, se manifiestan ya ciertas dotes elevadas: es un filósofo, un
hombre refinado, psicólogo penetrante, buen discernidor de belleza.
Pero es menester llegar hasta el don Juan, de Byron, para hallar la
esencia germinal del donjuanismo desarrollada con amplitud y en
abundancia florecida. Comienza Byron por afirmar:
_His father’s name was Jose--Don, of course--._
_A true hidalgo, free from every stain_
_Of moor or hebrew blood._
(El nombre del padre de Don Juan era José--Don, naturalmente--. Un
hidalgo cabal, sin veta alguna de sangre mora ni judía.) En este
particular Byron se equivoca. No cabe duda que Don Juan estaba
infeccionado de morería y judaísmo. Mozalbillo, Don Juan es iniciado en
los turbios misterios del amor carnal por una amiga de su madre. La
primera amante del Don Juan, de Byron, llamada doña Julia, era de
oriundez árabe; su tatarabuela, granadina de los tiempos de Boabdil.
Como se supone, entre una dama ardiente y ducha en ardides de amor y un
mancebo virgen e inexperto, el hombre es el sometido. Don Juan, en
creciendo, conoce--_in sensu bíblico_--copioso repertorio de mujeres;
pero ya para siempre permanece, respecto de ellas, en aquella situación
de inferioridad con que fué iniciado. Los antecesores del Don Juan, de
Byron, eran áridos para el amor cordial, no amaban nunca. El Don Juan,
de Byron, ama siempre, se entrega todas las veces, adora como un niño,
sin por eso dejar de gozarse como un adulto. Muda de amores, no por
saciedad de lascivia y concupiscencia de diversidad, sino porque las
mujeres se lo van arrebatando unas a otras.
Byron expone en su poema del Don Juan una filosofía amorosa cuyos
extremos más simples son éstos: la Eva es eternamente débil; su fuerza
estriba en su misma debilidad; es sacerdotisa del amor, y nada más;
inferior al hombre en todo, le domina por la estratagema amorosa; Don
Juan no es ave de rapiña, sino presa ignorante; no conquista; es
conquistado; hombre y mujer son adversarios, a ver quién vence a quien;
vence la mujer, porque el hombre procede más abiertamente, y, por tanto,
con desventaja.
«¡Oh amor!--exclama Byron--, ¿por qué conviertes caso funesto el hecho
de ser amado? ¿Por qué ciñes con guirnalda de ciprés las sienes de tus
devotos, y has elegido el suspiro como tu mejor intérprete?» Y más
adelante: «En su primera pasión, la mujer ama al amador; en todas las
demás, ya no ama sino el amor. El amor se convierte para ella en una
rutina, y va ajustándose los amores sucesivos con frágil indiferencia,
como un guante holgado. Sólo un hombre agitó su corazón en un
principio; luego prefiere del hombre el número plural. ¡Oh melancólico y
temeroso signo de la fragilidad humana, de la humana locura, también del
humano crimen! Amor y matrimonio, rara vez van de concierto, aunque uno
y otro descienden del mismo origen; pero el matrimonio sale del amor,
como el vinagre del vino.» He aquí la razón de que Don Juan no se case.
Don Juan ama; más aún: Don Juan ama a todas las mujeres con quienes ha
tropezado. Don Juan, en la pérfida liza del amor, se conduce como una
buena persona.
El Don Juan, de los Quintero, es, en el conjunto de todos los Don
Juanes, el más próximo al Don Juan, de Byron; así como la Amalia, de
_Don Juan, buena persona_, se ajusta al tipo sintético de la Eva
byroniana. En el poema de Byron consta--para que nada se eche de menos
en el mujeril repertorio--el amor que Don Juan provoca en la mujer
intelectual, en la bachillera. También en la comedia de los Quintero,
una bachillera (a lo español, claro está) traza su órbita propia entre
los satélites de Don Juan. Estas coincidencias, que nada tienen de baja
imitación literaria, pueden ser obra, bien de un lícito propósito
deliberado, o bien de la intuición artística de los Quintero. Si lo
primero, demuestran maduro talento; si lo segundo, revelan rara
sagacidad humana. En uno y otro caso, merecen admiración.
Otro día proseguiremos examinando más
Don Juanes célebres, y su reflejo o
correspondencia en la última
comedia de los
Quintero.


[Nota: _DON JUAN, BUENA PERSONA_
(_Continuación_)]

HEMOS DICHO que la idea vertebral de Don Juan, la fuerza
interior que le sustenta tan arrogante y erguido frente al mundo,
recóndita la médula que se alberga en sus duros huesos, es aquella
noción semítica de que el centro de gravedad sexual reside en el varón y
no en la hembra. Presentábamos, como noción exactamente contrapuesta, el
devoto culto grecolatino y occidental por la mujer, cuya liturgia más
rica y poética se canonizó en la doctrina amatoria provenzal. Y
atribuíamos la boga y pronto suceso de nuestro sevillano burlador al
contraste insolente que ofrecía junto a los acostumbrados donceles
caballerescos.
Hasta ahora nos hemos estrechado a describir la línea genealógica de
aquellos Don Juanes que muestran, sobre todo, acusada la cualidad
hereditaria más característica, o sea la de atraer el amor, en lugar de
sentirse atraídos por el amor. Y de esta línea genealógica señalábamos
como vástago conspicuo el Don Juan, de Byron. Pero en Byron, inglés y
romántico, la medula de los huesos era caballeresca, que no semítica, y
así, el Don Juan que engendró, aunque más Don Juan que casi todos los
anteriores, siente bullir en sus entrañas el atavismo occidental y cae,
no pocas veces, en flaquezas sentimentales a lo Amadís. El Don Juan, de
Byron, aspira hacia el amor puro, platónico; se pasma, dolorido, de que
amor y matrimonio no se compadezcan, porque el matrimonio se origina del
amor, como el vinagre del vino. Así pensaban los exégetas y teólogos de
amor en Provenza. Los testimonios que permanecen de las cortes de amor
provenzales, compuestas y presididas por damas donosas y honestas, como
la condesa de Champaña, hija de Leonor de Aquitania, y la vizcondesa
Ermengarda de Narbona, determinan que el amor verdadero no cabe entre
casados, y así, se recuerda que un tal Perdigón rehusó tomar en
matrimonio a Isoarda de Roquefeuille, por temor a dejar de amarla, caso
extraordinario de amorosa determinación, aunque no tanto como lo
acaecido a Pons de Capdeuil, que perseveró en amar a Blanca de Flassens
a pesar de haberse casado con ella.
El Don Juan byroniano, mestizo de inglés y andaluz, se purga de toda
reliquia occidental y caballeresca, y aunque del todo inglés en lo
episódico, es al propio tiempo del todo semítico en lo sustancial al
rebrotar en uno de los más nuevos retoños del donjuanismo, el Don Juan,
de Bernard Shaw.
El Don Juan, de Bernard Shaw, lleva por nombre _Tanner_, reminiscencia
deliberada del Tenorio español; sólo se llama Don Juan en una expedición
soñada que hace al infierno. La comedia en que figuran Tanner y Don Juan
se titula _Man and Superman_.
Analizar esta obra dentro de la dramaturgia de Bernard Shaw nos
alargaría demasiado lejos. Pero no será inoportuno insinuar lo más
preciso acerca de su dramaturgia.
La originalidad de Bernard Shaw en la historia del arte dramático no
consiste en una diferencia de manera o estilo, ni en la invención de un
nuevo procedimiento, ni en la mayor intensidad de sus creaciones, ni en
la asimilación de asuntos y temas que antes de él se reputasen
irrepresentables. Es la suya una originalidad de concepto. Expliquemos
este distingo. Todas las maneras, procedimientos y asuntos del arte
dramático hasta Bernard Shaw, aun los más dispares y contrapuestos,
tenían esto de común; el concepto de que la materia estética del arte
dramático abarca únicamente la vida emocional de los
individuos--sentimientos, afectos y pasiones--. El autor dramático se
propone una empresa sobremanera dificultosa: amalgamar lo disperso,
infundir homogeneidad en lo heterogéneo, fundir una muchedumbre de
personas en una sola persona colectiva, unificar lo vario y discrepante.
Para eso, el autor dramático lo primero que procura es despertar el
interés, atraer la atención. Pero el autor dramático sabe, o debe saber,
que la atención, en cuanto operación intelectual provocada por estímulos
intelectuales, es aptitud rarísima, de que son capaces, por excepción,
las inteligencias superiores y cultivadas. ¿Cuántos oyentes consiguen
escuchar atentamente el curso de una conferencia, aunque no dure más de
media hora? Escasísimos. Por eso, el interés intelectual no puede ser el
agente de cohesión de un público. El público de una conferencia no está
unificado, como lo está el público de una obra dramática. Si la atención
intelectual es rara, la atención emocional es el más espontáneo raudo y
general movimiento de la humana psicología. Trece mil espectadores hay
en una plaza de toros--lo mismo da si fuesen ciento treinta mil--; están
viendo siempre las mismas cosas, siempre con la misma atención. En una
casa de vecindad se oye un grito lamentoso. Al instante, ventanas y
corredores se pueblan de rostros expectantes. Se ha suscitado, al
proviso, el interés emocional. «Algo grave ha pasado», piensan los
curiosos. Justamente, la atención emocional se designa en el uso común
como curiosidad. La curiosidad apetece acontecimientos graves e
insólitos. Los sucesos graves e insólitos se engendran, o bien por
casualidad, y es una desgracia que apenas sostiene unos instantes la
atención de los curiosos, o bien por conflagración y choque de
sentimientos y pasiones, como en un crimen, y entonces sirve de pábulo
inagotable a la curiosidad. De aquí que el arte dramático, cuya
finalidad inmediata siempre será unificar a las muchedumbres mediante el
interés emocional, si bien con diversas fórmulas, procedimientos y
asuntos, según cada autor, se ha ceñido constantemente a presentar en
escena seres humanos muy individualizados que hubieran podido vivir en
la vida real tales cuales son en la vida escénica, de suerte que el
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