Las máscaras, vol. 2/2 - 02

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dejado hacer siempre su voluntad; el corazón, por haberse ocupado de él
con exceso, adorándole, idolatrándole.
De aquí su vanidad y su cinismo, su incapacidad para tomar la vida en
serio, su impertinente espíritu de contradicción, que él involucraba,
creyéndolo fuerza de originalidad. Escribe Saint-Beuve: «Hay dos maneras
de no pensar por cuenta propia: repetir lo que los otros dicen o
hacerse un género aparte, diciendo todo lo contrario de los demás.
Después del calco nada hay más fácil que la contradicción.» Antes de
haber leído estas líneas de Saint-Beuve, yo había escrito que alardear
de renovador sin otro fundamento que la contradicción sistemática de las
ideas comúnmente recibidas es como volver del revés un traje viejo y
hacerse la ilusión de llevar un vestido flamante.
Pero en las contradicciones y paradojas de Oscar Wilde reluce siempre
soberano ingenio. Adoptando una elocución feliz de Menandro, podríamos
decir que los epigramas de Wilde son miel del Himeto embebida en ajenjo.
No son simples expedientes o trucos al alcance de todo el mundo, como
juzgaron, con ligero desdén, algunos críticos de sus comedias.
Bernard Shaw, en quien influyó no poco la manía paradójica de Wilde,
escribía con ocasión del estreno de _Un marido ideal_ (_Dramatic
opinions and essays_): «La nueva comedia de mister Oscar Wilde
constituye un tema peligroso, porque tiene la propiedad de entontecer a
los críticos. Ríen coléricamente los epigramas de Wilde, como niño a
quien se trata de distraer durante un acceso de rabia. Protestan de que
el truco es demasiado transparente y que cualquiera persona lo
suficientemente informal para condescender hasta semejante frivolidad
pudiera hacer por docenas idénticos epigramas. Por lo visto yo soy la
única persona en Londres que no es capaz de sentarse a escribir una
comedia de Wilde cuando le apetece... En cierto sentido, Wilde es
nuestro único escritor de comedias (_playwright_). Juega con todo; con
el ingenio, con la filosofía, con el drama, con los actores, con el
público, con el teatro entero.» La palabra _play_ tiene un doble
sentido; quiere decir comedia y juego. Por eso Shaw hace girar el
vocablo, diciendo que Wilde en sus comedias juega con todo y nada toma
en serio. Entiéndase rectamente la opinión de Shaw. No indica que Wilde
fuera el mejor dramaturgo, pues la cualidad primordial del dramaturgo es
la aptitud para tomar la vida en serio; sino el mejor jugador de ideas y
sentimientos. Y el juego ya se sabe que es radicalmente una actividad
destructora se destroza el juguete, por escudriñar su escondido resorte;
y se le deja de lado después.
Las comedias modernas de Wilde poseen una de las virtudes teologales y
necesarias para salvarse: que cada uno de sus personajes tiene razón.
Wilde ha descubierto y mostrado con sagacidad intelectual el resorte de
los muñecos. Pero esto no basta; porque siguen siendo muñecos. Wilde
comprendió a cada uno de sus personajes, pero le faltó la simpatía
humana con que vivificarlos; le faltó lirismo, el infundirse y
apasionarse dentro de cada uno de ellos. Y sin este lirismo no hay
caracteres; no hay drama verdadero. Y no habiendo drama verdadero, no se
le presentaban situaciones al autor. Wilde hubo de inventarlas por los
medios más falsos e ineficaces. Los caracteres de las comedias de Wilde
son lo que el doctor Johnson denominaba caracteres de costumbre, por
contraposición a los caracteres de naturaleza. «Los caracteres de
costumbre, decía, son muy divertidos; los entiende un observador
superficial. En tanto, para entender los caracteres de naturaleza es
fuerza penetrar hasta los más oscuros recovecos del corazón humano.»
Las comedias de Wilde aparecen en la escena española tras largos años de
estar condenadas al ostracismo en los teatros del extranjero. Llegan
hasta nosotros, como nos llegan todas las ideas y obras del ancho mundo,
en la extremidad de su peregrinación, avejetadas, deslustradas,
cansadas.

[Nota: PROCESO PÓSTUMO.]
La sombra del pobre Oscar Wilde no logra hallar reposo ni aun en la
morada letárgica de las sombras, frío campo de asfódelos, más allá del
bituminoso Leteo. Le persigue en la muerte el mismo sino adverso que en
vida. Estando vivo, Themis, diosa de la Justicia, le desgarró con su
espada el corazón. Al cabo de los años de haber fenecido, cuando su
corazón es sólo ceniza, la propia Themis, severa, coge en un puñado las
cenizas y las aventa al huracán del desprecio.
Pasemos del tono lamentoso y alegórico al acento moderado y narrativo.
Ello es que recientemente se ha visto en Londres un escandaloso proceso,
y, por paradójico modo, regocijado cuanto escandaloso. El procesado se
llama míster Pemberton Billing, diputado. La demandante, miss Maud
Allan, bailarina. Los cargos en que se cimentaba la querella, eran:
primero, la publicación de un artículo difamatorio contra la Allan y su
empresario Grein, artículo publicado por Billing en su periódico
_Vigilante_; segundo, la obscenidad del artículo.
Sin embargo, ni el diputado ni la bailarina fueron los verdaderos
protagonistas. Igual que en algunas baladas, en este proceso hubo un
embozado misterioso, que al abrir la capa vióse que era un muerto: el
embozado aquí era Oscar Wilde. En el banquillo de los acusados yacía la
triste memoria de Oscar Wilde.
Tratábase de fallar si la obra de Oscar Wilde cae dentro del fuero
lícito de la estética, o, por el contrario, debe ser relegada a los
penumbrosos suburbios en donde se acoge la libídine clandestina. Si los
doce jurados--doce, como los apóstoles--absolvían a Billing, debía
entenderse que el pueblo inglés repudiaba la obra de Oscar Wilde. Si le
condenaban, significaba que sus compatriotas rendían un desagravio
póstumo a Oscar Wilde. Tal es el sentido que unánimemente se dió en
Inglaterra a este proceso. Al final, se pronunció la absolución de
Billing, seguida de _hurras_ del público, en la sala de audiencia, y
luego de aclamaciones de la muchedumbre congregada en la calle.
Los periódicos ingleses publicaron a diario y al pie de la letra las
vistas del proceso. En el último número del _Mercure de France_
(I-VII-1918) aparecen los trozos más interesantes de él.
El párrafo de Billing en que fundó la bailarina su querella, dice: «Para
asistir a las representaciones privadas en las cuales miss Maud Allan
interpreta _Salomé_, de Oscar Wilde, se exige estar inscrito en casa de
miss Valetta, calle Duque, 9, Adelphi. Si Scotland Yard (Oficina central
de la policía secreta) se hiciese con la lista de los allí inscritos,
averiguaría, sin duda, los nombres de muchos millares de los 47.000.»
Estos incógnitos 47.000 componen, según Billing, una lista alemana, de
hombres y mujeres, todos ingleses, personas influyentes, cuyos vicios y
flaquezas les convierten en presuntos y aptos instrumentos a la merced
de los espías y agentes alemanes.
El presidente del Tribunal fué el juez Darling; el acusador privado, por
la bailarina, un míster Hume Williams; Billing ejerció su propia
defensa.
He aquí algunos fragmentos del proceso. A lo último haremos los
comentarios.
Maud Allan declara haber nacido en América, de padres ingleses; educóse
en San Francisco, hasta los quince.
_Billing._--Su hermano de usted, ¿fué ejecutado en San Francisco? ¿Por
qué crimen?
_M. A._--Ya lo ha contado usted.
_B._--¿Por el asesinato de dos niñas?
_M. A._--Sí.
_B._--¿Y violación después de la muerte?
_M. A._--Creo que eso último es una imputación falsa.
_B._ (Abriendo un libro).--Esta fotografía, ¿es el retrato de su
hermano?
_El juez._--¿Se considera usted obligado a hacer esa pregunta?
_B._--Lo siento mucho, pero he de probar la influencia precisa de este
hecho sobre la perversión sexual en general.
_El juez._--¿Qué hecho?
_B._--El que se analiza en este libro. He de demostrar que ciertos
vicios son hereditarios; que en algunos seres el instinto de tales
conduce al asesinato; pero que en la mayoría no determina sino una
predisposición a figurarse y representar crímenes que no osan cometer en
la vida real; esto es, a la pantomima. Así, me parece que la pasión por
la cabeza de San Juan Bautista debe clasificarse en esta categoría.
La señora Villiers-Stuart, testigo, certifica la existencia de la lista
de los 47.000.
_El juez._--¿Puede usted dar su palabra?
_V. S._--Sí. Era un libro grande, negro, impreso en Alemania.
Interviene Billing, con preguntas que el juez Darling considera ociosas.
El juez alude a las reglas del procedimiento. Billing comienza a
exasperarse.
_B._--No sé nada de reglas ni de ley. He venido aquí, en justicia, a
probar una cosa, y la he de probar.
_El juez._--Pero pruébela usted observando las reglas.
_Billing_ (colérico, dando un puñetazo y con voz aguda, pregunta a la
testigo).--¿Está en la lista de personajes viciosos y sospechosos el
nombre del juez Darling?
_La testigo._--Sí.
Tumulto. Billing grita:
--¿Está en la lista el nombre de la señora de Asquith?
_La testigo._--Sí.
_B._--¿El de Asquith? ¿El de lord Haldane?
_La testigo._--Sí, sí.
Aparece lord Alfredo Douglas, como testigo.
_Douglas._--Autor, poeta, director de la Academia desde 1907 a 1910, he
hecho un estudio escrupuloso de la obra de Oscar Wilde, al cual conocí
íntimamente desde 1892 hasta su muerte. La reputación que alcanzó Oscar
Wilde como crítico, autor o poeta, me parece muy exagerada. No tiene la
mitad del talento que se le ha concedido. Habilidad técnica, eso sí. No
se servía de las palabras a la ligera, y decía lo que quería decir.
Cuando parece decir una cosa, es con toda intención. Los símbolos de
_Salomé_ son explícitos y no requieren comentarios. Este drama,
construído en inglés y traducido, con la ayuda de algunos escritores
franceses, en época en que Wilde no dominaba bastante esta lengua, fué
luego nuevamente escrito en inglés por mí, bajo su dirección. De suerte
que poseo especialísimo conocimiento de sus ideas íntimas.
_B._--¿Cuáles son esas ideas, tales como él se las hubo de expresar a
usted?
_D._--Quería hacer la historia de una perversión sexual. Y aun hay más:
un pasaje sodomítico, concebido con intención sodomítica.
_B._--¿Se lo dijo así él mismo?
_D._--Me lo dijo sin emplear, es verdad, la palabra _sodomítico_, porque
tenía la costumbre de enmascarar sus abominaciones bajo un lenguaje
florido. Ejerció la más diabólica influencia sobre cuantos se le
aproximaron. Fué la más poderosa fuerza del mal en Europa, desde hace
trescientos cincuenta años. (La exactitud de esta cifra, tres siglos y
medio justos, ni año más ni año menos, no deja de sorprendernos.)
_B._--¿Habla usted solamente de homosexualidad?
_D._--No. Wilde era agente del demonio de todas las maneras imaginables.
Su único objeto en la vida era atacar la virtud, denigrarla o
presentarla ridícula.
_B._--¿Qué edad tenía usted cuando le conoció?
_D._--De veintiuno a veintidós años.
_B._--¿Lamenta usted haberle conocido?
_D._--Lo lamento amargamente.
_B._--¿Considera usted _Salomé_ como una obra clásica?
_D._--No. Se ha hecho clásica a causa de los elogios insensatos de los
críticos y de la notoriedad exagerada.
_B._--¿Piensa usted que debe ser conservada por la nación?
_D._--Ciertamente que no. Wilde jamás escribió sin intención nociva y
sentimiento pervertido.
* * * * *
_B._--¿Deplora usted haber colaborado en _Salomé_?
_D._--Lo deploro profundamente. Es una obra abominable. Las personas
normales sienten hacia ella honda repugnancia; los corrompidos, se
deleitan; pero todo ser moralmente indeciso, es una víctima segura.
* * * * *
_B._--En su dictamen, ¿se sirvió Wilde de la luna al modo de pantalla en
donde proyectar imágenes demasiado abominables para ser presentadas al
desnudo?
_D._--Sí.
_B._--Según eso, ¿tiene la luna un sentido oculto?
_D._--Sí; Wilde hablaba con frecuencia de la luna.
_B._--¿Qué quería dar a entender?
_D._--En realidad, designaba con ella el vicio contra natura.
_B._--El nombre de Wilde, ¿tiene actualmente un sentido especial en
nuestro país?
_D._--Sí; decir de un hombre que es un Oscar Wilde, vale tanto como
afirmar que es un _pervertido_.
Más adelante, agrega lord Alfredo:
--Wilde no despreciaba ni aun a las gentes que carecían de inteligencia
para apreciar su obra. Era el hombre más fatuo que haya habido jamás...
Desde luego, no quiero dar a entender que todos los que hablan del «arte
por el arte» y otras _bobadas_ semejantes sean también personas
necesariamente corrompidas.
_El juez._--Claro que no todos son gente mala; son simplemente cubistas
o algo estúpido por el estilo. (Risas.)
La parte humorística del proceso corrió a cargo del juez Darling.
La última parte del testimonio de lord Alfredo Douglas es harto delicada
y penosa, para que nos permitamos transcribirla.
Surge un nuevo testigo, un sacerdote, el padre Bernardo Vaughan. Su
presencia mueve murmullos de extrañeza entre el público. El clérigo
comienza anunciando que se expresará como patriota; pero, a pesar suyo,
no puede reprimir el celo canónico que le anima.
_Padre V._--De hablar el sacerdote, ¿qué no diría yo de esa abominación
(_Salomé_), que considero deliberado ultraje a la majestad y santidad de
Dios?
_El juez._--Todo eso ya nos lo dirá usted mañana. (_El día siguiente era
domingo. El juez alude al sermón o prédica dominical_). Ahora, procure
usted ser concreto.
_P. V._--Debiera prohibirse esa pieza. Si Salomé en vida hizo tanto daño
a Herodes, ¿qué estragos no acarreará en estos tiempos una nueva Salomé,
cuando los Herodes son legión? No me explico que ninguna mujer se atreva
a representar ese personaje.
Incurre el testigo en algunas digresiones poco pertinentes, y,
reconociéndolo así, se excusa ante el Tribunal y los oyentes.
_El juez._--Si hubiera usted leído el _Procedimiento_ judicial, en lugar
de leer _Salomé_, hubiera usted hablado más a propósito.
El doctor Clark afirma que la obra de Wilde es un museo de todas las
perversiones sexuales, y que la haría representar ante sus discípulos, a
modo de exposición patológica, si no juzgase la lección demasiado
nociva.
El doctor Cooke declara acerca del título que llevaba el artículo de
Billing publicado en el periódico _Vigilante_. Uno de los fundamentos de
la denuncia contra Billing estribaba en la obscenidad de dicho título.
El título estaba en griego. Los periódicos ingleses no dicen cuál sea.
El doctor Cooke dice que la obscenidad supuesta no reside en el título
del artículo, ni en el párrafo denunciado, sino en el drama _Salomé_,
vituperado en el artículo.
_El juez._--Cuando una obscenidad se dice en griego, ¿es por eso menos
ofensiva?
_El doctor._--Claro está.
_El juez._--Salvo para los griegos, naturalmente.
El testigo hace protestas de adhesión al bien general. Asegura no tener
malquerencia a nadie. Sobre todo, advierte que no ha acusado a míster
Grein de sodomita. Lo único que ha dicho es que míster Grein hablaba la
lengua de Sodoma.
_El juez._--¿Y no reputó usted interesante oír hablar la lengua de
Sodoma, una lengua muerta? (_Risas._)
_Billing_ (el energúmeno).--No admito, milord, que se trate tan grave
asunto con chanzas semejantes.
Pongamos ahora unos someros comentarios
al margen de este
curioso proceso.


[Nota: _LA MORAL Y EL ARTE_]

EL PROCESADO y triunfante Billing quiso desarrollar su
requisitoria con carácter científico, según se deduce de aquellas sus
palabras primeras: «He de demostrar que ciertos vicios son hereditarios;
que en algunos seres el instinto de tales vicios conduce al asesinato,
pero que en la mayoría no determina sino una predisposición a figurarse
y representar crímenes que no osan cometer en la vida real; esto es, a
la pantomima.»
Billing no redujo esta categoría de crímenes imaginarios y frustrados a
la mera pantomima, o acción dramática muda, sino que le concedió medidas
mucho más anchas, dentro de las cuales cae un buen segmento de la
estética pura. Según este criterio científico, o por mejor decir,
pseudocientífico, algunas obras mal llamadas de arte tienen su origen en
ciertas formas de hereditaria degeneración, y por consecuencia, deben
prescribirse o a lo sumo considerarse como documentos clínicos. La
primera parte de este criterio no parece aventurada ni anticientífica.
Lo incoherente y atrevido comienza en los corolarios. Supuesto y
concedido que algunas obras artísticas (bien llamadas o mal llamadas
obras de arte, pero, al cabo y a la postre, llamadas de arte, porque en
el propósito del autor estuvo realizar una obra artística); repetimos,
supuesto y concedido que algunas obras artísticas tienen origen en
ciertas formas de hereditaria degeneración del autor, la apreciación
estética de dichas obras es independiente en absoluto de la relación
entre el autor y la obra. La obra será estimable o no será estimable
estéticamente, pero no a causa de que el autor sea equilibrado o
desequilibrado, sino por cualidades o defectos intrínsecos a la misma
obra. Un asesino, no ya un asesino imaginario y pantomímico, sino uno
que haya verdaderamente escabechado una docena de personas, puede
distraer sus ocios carcelarios pintando, o componiendo música, o
pergeñando odas pindáricas en loor del asesinato. Y si el cuadro, o la
canción, o la oda no resultasen artísticos, ciertamente que sería
incongruente achacarlo a los asesinatos, teniendo tan a la mano la
explicación; simplemente, que el asesino carece de sensibilidad y
habilidad de pintor, músico o poeta.
La pseudociencia o falsa ciencia consiste siempre en un exceso de
generalización. Aquí el exceso estriba en convertir la relación
individual, sin duda necesaria, entre cada autor y cada obra, en una
relación universal y fatal: toda persona que presenta síntomas de
desequilibrio o degeneración está incapacitada radicalmente para la obra
artística. De donde será igualmente cierta la proposición correlativa;
toda persona de buena salud y conducta será necesariamente un gran
artista. Comoquiera que no hay un solo ejemplo humano de perfecta
normalidad y equilibrio, si para la génesis y licitud del arte se exige
este postulado, habrá que negar todo género de arte.
Que la figuración o representación, bien sea imaginaria, bien plástica y
dramática, es como sucedáneo o sustitutivo de la acción real, y que, por
ejemplo, las personas inclinadas a cometer crímenes se satisfacen con
ejecutarlos imaginariamente, viviéndolos, en lo íntimo, con todas sus
patéticas peripecias, o bien por medio de la representación, esto parece
cierto y no es ninguna novedad. Pero nada dice en contra del arte, antes
en su favor. Es muy antigua la teoría que considera el arte como
liberador o purgador de pasiones, justamente porque provoca una vida
imaginaria con que descargar el cúmulo de energía para el mal, que de
otra suerte se había de emplear en hacer el mal realmente. Goethe fué
sacudiendo de su pecho, una tras otra, tantas pasiones como le
asaltaron, y a cada sacudida brotaba una nueva obra de arte; tal es la
historia de sus libros. ¿Qué otra cosa era la catarsis, el horror
piadoso, la purificación por la vida imaginaria, sustancia de la
tragedia griega?
Y sin embargo, hay obras literarias que, sin dejar de ser artísticas,
son vitandas, y por ende, moral y socialmente execrables. Porque si, en
efecto, el arte es una liberación de energía funesta, para que admitamos
la licitud de obras de cierto linaje se nos impone como primera
condición la certidumbre de que el autor se inspiró en aquel fin, y de
que el espectador va animado del mismo propósito. La primera condición,
pues, es la ejemplaridad. Sólo así cabe justificar aquellas obras de
arte que encierran imágenes y acciones deshonestas, bárbaras o nefandas.
En la tragedia griega, el coro, que encarnaba la razón humana, definía
la ejemplaridad de los sucesos abominables que el espectador iba
contemplando.
Pero si, por el contrario, así el designio del autor como la afición del
espectador se alimentan de baja voluptuosidad y deleitación morosa,
entonces la obra es por lo menos sucia, pornográfica, y siempre vitanda,
execrable. Si verdadero es aquel fenómeno psicológico mediante el cual
el horror experimentado por la imaginación y la ejemplaridad que el
entendimiento deduce de este horror engendran en la voluntad motivos
inhibitorios a la manera de normas de conducta que luego impiden en la
realidad la comisión de aquellos mismos actos horribles, vividos ya y
escarmentados de antemano imaginariamente, no menos verdadero es otro
fenómeno psicológico semejante, a saber, que las imágenes horrendas,
crueles o nada más que torpes, por sí solas y desamparadas de toda
interpretación del entendimiento, lejos de apartar la voluntad del
objeto de ellas y sugerir repulsión, van poco a poco creando el hábito,
la idea fija, infundiendo la obsesión, que por último impele fatalmente
a la voluntad a convertirlas en realidades efectivas, de realidades
imaginarias que eran, señaladamente a la voluntad débil. Tales son los
frutos de ciertas obras artísticas. ¿Cabe admitir o justificar estas
obras porque son artísticas? Esta cuestión merece algún examen.
¿Cabe admitir o justificar ciertas obras, éticamente repulsivas, so
pretexto de que son obras de arte? Este es ya pleito viejo. La mayoría
de las opiniones se ha inclinado siempre por la respuesta negativa. Los
menos propugnan la autonomía del arte, una especie de fuero exento
estético, totalmente manumitido de los imperativos morales. Huelga
añadir que estos escasos propugnadores son artistas, o que por tales a
sí propios se reputan. La teoría que ha sustentado la escisión entre la
ética y la estética se acostumbra denominar «del arte por el arte». De
esta teoría derivó, a fines del pasado siglo, una escuela, llamada
«esteticismo»; uno de sus más señalados corifeos fué Oscar Wilde.
Y así tenemos tres categorías de arte: el arte popular, para todo el
mundo, arte sometido a la moral; el arte artístico--valga la
redundancia--, que consiste en una especie de habilidad sólo
justipreciable por aquellas personas que en alguna medida la poseen,
esto es, artistas y deleitantes; arte, si independiente de la moral, no
por eso en contradicción con ella; y el arte exquisito o esteticista,
más difícil todavía de apreciar que el arte artístico, arte para unos
pocos seres superiores, arte no ya indiferente sino enemigo de la moral.
El arte popular es trasunto y reflejo de la vida, pero con ciertas
restricciones. En primer término, no reproduce pasivamente la vida, ni
toda la vida a la manera como se nos ofrece en el curso monótono de los
días, sino que selecciona ciertos elementos significativos, los funde,
y, a la postre, infunde un sentido evidente a esta obra de síntesis;
sentido que en la vida misma acaso no habíamos echado de ver. En segundo
término, este sentido de la obra de arte popular se caracteriza por ser
de naturaleza ejemplar, ética, conforme a los dictados de moral
universalmente admitidos. (Entendemos por arte popular así el que por
manera anónima nace del pueblo, como aquel otro, más copioso, que,
aunque creado por un artista conocido, aspira a ser un fenómeno social y
va enderezado a la muchedumbre, al pueblo.)
El arte artístico pretende ser trasunto de la vida, tanto de la vida
externa como de la vida interior del artista; pero trasunto pasivo,
impersonal, objetivo, fiel, sin cuidarse de seleccionar elementos
estéticos ni de perseguir en la obra propósitos ejemplares. Lo esencial
en el arte artístico es la habilidad--espiritual y técnica--para
percibir con exactitud las cosas y los hechos de la vida y expresarlos
con precisión. Para el arte por el arte, los actos morales o inmorales
son, indistintamente, como los actos de valor o de cobardía, como el
amor o el odio, parte de la vida, temas artísticos. ¿Se cometen en la
vida actos inmorales? Si se cometen, ¿por qué no se ha de estrechar una
obra de arte a reproducirlos impersonalmente? ¿Dejará por eso de ser
obra de arte, si acredita aquellas cualidades esenciales de percepción y
expresión imprescindibles en la obra de arte?
Aparte de que el arte artístico alcance mayor o menor popularidad, que
puede alcanzar mucha, se supone que el artista o creador se ha propuesto
realizar ante todo obra artística pura, bien que por añadidura descubra
que además está realizando obra social.
Al pasar del arte artístico al esteticismo, ya nos hallamos en terreno
difícil. El esteticismo no admite otro fin artístico sino la creación de
la belleza. El arte popular selecciona los elementos significativos de
la vida, los más inteligibles. El arte artístico recibe como tema o
asunto todos los elementos de la vida y de la realidad, por ser materia
viva y real. El esteticismo sostiene que la vida, en sí misma, no es
sino fealdad y torpeza. Al arte compete inventar la belleza. La vida,
para ser vivible y tolerable, debe estetizarse, asumir en la conducta
diaria aquellas normas de belleza y exquisitez con que el arte la
provee. En el esteticismo vemos trocados los términos usuales de las
otras dos categorías de arte. Así el arte popular como el artístico se
supone que provienen, por imitación, de la vida. Pero en el
esteticismo, la vida debe provenir, por imitación, del arte, nada más
que del arte. Ahora bien: como quiera que el esteticismo no se ajusta a
otro patrón que el de la belleza, y, por otra parte, el esteticismo no
se esfuerza en especular y definir teóricamente la belleza, sino que
para los efectos prácticos da por sabido e indubitado que es bello todo
lo exaltado o sutil, todo lo que no es acostumbrado, todo lo que está
por fuera del nivel usadero, sea para bien, sea para mal; en general,
todo lo que proporciona un intenso placer, ya intelectual, ya sensual
(Salomé se supone que es una figura bella sólo a causa de su rara
perversidad), y nada de lo atañedero a la vida normal humana es bello
para el esteticismo; así resulta que la mayoría de las obras de arte
exquisito contradicen flagrante y escandalosamente, no ya los usos
éticos y sociales, sino, además, el mismo fundamento de la moral; y esto
no por caso, sino de propósito.
El arte popular sigue los derroteros de la moral, bien que en ocasiones
el artista, animado de puro celo social y amor del mejoramiento humano,
parezca oponerse a ciertas ideas morales--en rigor, inmorales--de sus
contemporáneos (por ejemplo, Tolstoy). El arte artístico, si no va del
brazo de la moral, tampoco se enfrenta con ella, ni la contradice. Cabe
aquí decir que la obra de arte, aunque su contenido esté compuesto de
acciones calificadas de inmorales en la vida, no es moral ni inmoral,
puesto que el artista no buscó sino dar artísticamente la sensación de
la vida misma. Y aun podría añadirse que si el artista acertó a
mantenerse impersonal en todo punto, sin incurrir en deleitación inmoral
de simpatía o admiración por el acto inmoral, habiendo sabido penetrar
en los motivos fatales de los actos reprobables, entonces, la obra de
arte, aunque de traza inmoral, es verdaderamente moral, puesto que,
resolviendo el instinto pecaminoso en conocimiento liberador, cumple en
aquel elevado menester del arte trágico, generador de la piedad,
expurgador de pasiones, extirpador de sombríos estímulos de conciencia.
¿Cabe semejante excusa en una obra de esas que arbitrariamente son
consideradas como exquisitas? Su problemática exquisitez, ¿las limpia de
pecado? ¿Será lícito establecer para ellas la distinción e independencia
entre la moral y el arte? Claro está que no, puesto que la estética
esteticista no establece esa distinción e independencia, sino que, por
el contrario, se ha constituído en madrina de lo inmoral cuando lo
juzga bello, y, lejos de mantenerse en este límite, defiende que ciertas
formas de inmoralidad, celebradas artísticamente, se trasladen a la vida
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