Las máscaras, vol. 2/2 - 07

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reteatralización del teatro. Justo es declarar que de los directores de
teatros actuales, el señor Martínez Sierra es el único que ha percibido
las obligaciones que incumben al cargo.
Al aparecer en Eslava _La adúltera penitente_ se dijo que obras de este
jaez no interesan al alma contemporánea, que no cree en milagrerías ni
diablos coronados. Precisamente por eso deben interesar artísticamente.
Las impugnaciones y críticas del pensador son disculpables, porque
entonces el pueblo tomaba demasiado por lo serio, como si fuera la
verdad misma de todos los días, las representaciones teatrales. El
propio Clavijo cuenta que, en cierta ocasión, un espectador, fuera de
sí, gritó: ¡Viva el demonio!, después de un parlamento afortunado de un
actor que hacía de diablo.
Que yo no crea en centauros ni nada de la mitología griega, no me impide
admirar el cuadro de Boticelli «Palas y el centauro».
Una obra de arte es un pedazo de materia bruta en donde han infundido su
espíritu o su carácter un individuo o un pueblo. Tan artística, a su
modo, es una bronca cerámica de Fajalauza, como una porcelana de Sèvres.
El interés del arte no proviene tanto de la perfección imitativa cuanto
del carácter acusado que posee
la obra. Y _La adúltera penitente_ es una
comedia característica, muy española
y muy siglo XVII. Esperemos
que permanezcan en el
repertorio y se muestre
de cuando en
cuando.


[Nota: _PASTORA IMPERIO_]

SI AGRUPAMOS los miembros de la Real Academia de la
Lengua según el género literario que cultivan, tengo para mí que el
núcleo más nutrido está representado por el arte dramático. Autores
dramáticos, ya puros, ya injertos en otra autoridad literaria, creo que
son los más en la Academia. Acaso les sigan los oradores políticos.
Oratoria política y arte dramático; dos maneras retóricas que ofrecen
entre sí estrecho parentesco y semejanza.
Si bien la pauta o canon con que, antes de acogerlos, talla, mide y
coteja la Academia a los académicos aspirantes permanece incógnita e
inviolada para quienes vivimos extramuros de aquel sacro recinto, con
todo, se me figura que, en punto a la admisión de los autores
dramáticos, la Academia emplea dos criterios: uno remuneratorio y otro
punitivo. Así como en otras actividades literarias no es raro que la
Academia se incline por las medianías, en lo tocante a la dramaturgia no
acepta sino los extremos; bien sea los autores excelentes, que todo el
mundo admira y aplaude, bien los autores depravados y execrables
(artísticamente hablando, claro está), que todo el mundo toma a chanza.
En el primer caso, la investidura académica es un galardón. En el
segundo caso, como quiera que a la Academia le incumbe velar por los
fueros de la literatura patria, finge otorgar un honor al vitando
dramaturgo, no sin antes haberle exigido juramento de que no volverá a
escribir para el teatro, y si, por desdicha suya y de los demás, cediera
a la tentación de reincidir, se le recaba la promesa solemne de que,
cuando menos, no consentirá que su obra se represente en un escenario
importante. Si es esto cierto, como presumo, yo, por mí y en delegación
de no pocos deleitantes del teatro, me atrevo a suplicar a la Academia
que no desdeñe al señor Linares Rivas, el cual, a lo que se dice,
presenta su candidatura para una vacante que ahora hay.
Una larga experiencia me ha enseñado, en efecto, que los dramaturgos
académicos incursos en el sector penal se divorcian de Talía desde el
instante que transpasan los umbrales de la Academia. De donde infiero
que el criterio punitivo y prohibitorio no es un antojo de mi
imaginación, sino cosa real, aunque recóndita. Dichos señores académicos
y autores dramáticos a lo sumo celebran vergonzantes contubernios con
la musa plebeya de algún antro escénico fuera de mano. Así ha sucedido
estos últimos días. Un académico ha estrenado en Novedades, y otro, en
Romea. Lo de Novedades no lo sé sino por referencia periodística. De lo
de Romea he sido testigo presencial. Se trata de una obrilla en verso,
escrita por el señor Cavestany para el beneficio de la gran bailarina
gitana Pastora Imperio.
El apropósito del señor Cavestany no es sino un apropósito para que
Pastora, la gitanaza, y otras varias gitanillas, en torno de ella,
agiten todo el repertorio de danzas loquescas o graves en que la
española gitanería siempre fué maestra. Pero, además de ser un
apropósito: está profusamente aderezado de despropósitos que se revisten
de variadas formas métricas, redondillas, quintillas, seguidillas y
_morcillas_, que es como en la jerga de entre bastidores se llama al
ripio o relleno. En puridad, poco montan apropósito y despropósitos del
señor académico, porque la verdadera académica allí es Pastora Imperio.
Recuerdo la Pastora Imperio de hace quince años, primera vez que la vi.
Bailaba en un teatrucho que había a la entrada de la calle de Alcalá. No
gozaba todavía de renombre. Penetré, por ventura, una noche en el
teatrucho. Fueron sucediéndose en el tablado varios números: una pareja
italiana, hombre y mujer, que hacían infinitos gestos y cantaban
canciones indecorosas, enseñando unas hortalizas naturales y alusivas;
una cupletista voluminosa como un mamut... Y salió Pastora Imperio. Era
entonces una mocita, casi una niña, cenceña y nerviosa. Salía vestida de
rojo; traje, pantaloncillos, medias y zapatos. En el pelo, flores rojas.
Una llamarada. Rompió a bailar, si aquello se podía decir baile: más
bien lo que griegos y romanos querían que fuese el baile (_orchestike_,
_saltatio_); esfuerzo dinámico y delirio saltante, ejercicio de todo el
cuerpo, sentimiento, pasión, acción. La bailarina se retorcía, como
posesa, con las convulsiones de las Mainades y los enarcamientos de las
Sibilas (_sibulla_, que significa «voluntad de Dios»). Los negros
cabellos en torno a la carátula contraída y acongojada ebullían de vida
maligna, ondulaban, sacudíanse con frenesí, como sierpes de una testa
medúsea. Todo era furor y vértigo; pero, al propio tiempo, todo era
acompasado y medido. Y había en el centro de aquella vorágine de
movimiento un a modo de eje estático, apoyado en dos puntos de
fascinación, en dos piedras preciosas, en dos enormes y encendidas
esmeraldas: los ojos de la bailarina. Los ojos verdes captaban y
fijaban la mirada del espectador. Entre niebla y mareo, como en éxtasis
báquico, daba vueltas el orbe de las cosas en redor de los ojos verdes.
Los bailes de Pastora Imperio, niña, imprimían en la memoria impresión
indeleble. Cuando yo leía en autores clásicos o pseudoclásicos todo eso
de los bailes sagrados y de las bacantes que llegaban a perder el seso
haciendo zapatetas, pensaba que eran exageraciones, literatura y
pamplina. Después de ver a Pastora Imperio en sus bailes apenas núbiles,
comprendí que no todo era pamplina en algunas danzas clásicas.
De entonces acá, en el lapso transcurrido, Pastora no ha envejecido
quince años, sino algunos siglos. No quiero decir que Pastora haya
envejecido físicamente. Pastora está muy joven, entre otras razones,
porque es muy joven. Me refiero al envejecimiento artístico; y el arte
bueno, como los buenos libros, el buen vino y los buenos amigos, cuanto
más antiguos, mejores. Ha envejecido Pastora, porque si en sus danzas de
muchacha era Grecia, en las de ahora, ya mujer, es la India. Antes, el
movimiento; ahora, el reposo: antes, el giro raudo; ahora, la actitud
plástica: antes, la fuga de sus alados pies; ahora, la majestad de sus
divinos brazos: antes, la flecha; ahora, el surtidor.
Pasemos a otro asunto. Generalmente se toma por cierto y averiguado que
el baile gitano es el baile español por excelencia; tal vez hasta se oye
afirmar que es el único baile castizo. _Castizo_; esta es la palabra que
más a menudo suena para calificar lo concerniente al gitanismo. Cuando
un extranjero llega a España y pregunta por las manifestaciones castizas
de la vida española, se le conduce, lo primero, a que contemple
bailadoras gitanas. No parece sino que el gitanismo es algo
consustantivo con la casta española. Según eso, tanto valdría casticismo
como gitanismo.
Sin embargo, los gitanos no hay cuenta que cayeran sobre España antes de
la Edad Moderna. Hoy en día, llamar «gitana» a una mujer es rendimiento
y loor. Hace tiempo, «gitano» era grave denuesto e injuria. Una
pragmática de 1783 considera esta palabra como «denigrativa».
El Diccionario de autoridades define «gitano» en términos bastante
irrisorios. «Cierta clase de gente que, afectando ser de Egipto, en
ninguna parte tienen domicilio y andan siempre vagueando.» Con esto ya
están cabalmente descritos los gitanos. La _afectación_ de ser de Egipto
la mantienen los gitanos todavía. Una gitana me decía: «A nosotros nos
llaman gitanos porque venimos de Gito.» Luego me habló de los Faraones.
Naturalmente, yo no pensé que fuera afectación, sino ignorancia de la
etnografía, que nadie está obligado a conocer al dedillo, y menos una
gitana. Aparte de que el cómo y de dónde han venido los gitanos no se
sabe de cierto. Este tema del gitanismo en su relación con lo castizo
merece tratarse con alguna extensión.
La única autoridad que cita el Diccionario de autoridades acerca de la
voz «gitano» es la de Cervantes, del cual copia las primeras líneas de
_La gitanilla_: «Los gitanos y gitanas parece que solamente nacieron en
el mundo para ser ladrones.» Diríase que Cervantes tenía en poco a los
gitanos. No hay tal. Sobre Cervantes, hombre andariego y ganoso de
aventuras, «la vida ancha, libre y muy gustosa» (como él mismo dice) de
los gitanos ejercía singular hechizo, y aun considero probable que
experimentase, por lo personal e íntimo, las costumbres del aduar.
Pruébalo la frecuencia con que alude a los gitanos y las circunstancias
gitanescas que nos pinta en el _Coloquio de los perros_ y en _La
gitanilla_.
La ascendencia de Pastora hemos de buscarla en _La gitanilla_ de
Cervantes. La Preciosa de antaño es como la Pastora de hogaño. La mayor
parte de los accidentes y pormenores, y todos los encarecimientos
cervantinos sobre Preciosa, cuádranle bien asimismo a Pastora.
«Salió la tal Preciosa la más única bailadora que se hallaba en todo el
gitanismo», escribe Cervantes.
«Salió Preciosa rica de coplas y otros versos, que los cantaba con
especial donaire..., y no faltó poeta que se los diese: que también hay
poetas que se acomodan con gitanos y les venden sus obras, como los hay
para ciegos.»
Al cantar y bailar Preciosa, «unos decían: _Dios te bendiga_. Otros:
_Lástima que esta mozuela sea gitana; en verdad que merecía ser hija de
un gran señor_. Otros había más groseros, que decían: _Dejen crecer la
rapaza, que ella hará de las suyas; a fe que se va añudando en ella
gentil red barredera para pescar corazones_.» Pero no le decían:
_Bendita sea la madre que te parió_, que es acaso un punto mas grosero
que el precedente jaleillo de la red barredera.
«Preciosa quedó tan celebrada de hermosa, de aguda y de discreta y de
bailadora, que a corrillos se hablaba de ella en toda la corte», y en
toda España.
«Estos sí que son ojos de esmeraldas.»
«_Ceñores_--dijo Preciosa, que, como gitana, hablaba ceceoso, y esto es
artificio en ellas, que no naturaleza.» Esta observación cervantina
sugiere algunos interrogantes. ¿Es que en tiempo de Cervantes el cecear
era un defecto de pronunciación y no manera prosódica de ciertas
regiones? ¿Es que el artificio lo tomaron los gitanos de los andaluces,
o, por el contrario, los andaluces de los gitanos?
A última hora, averíguase que Preciosa no es tal gitana, sino una niña
rica y noble; Costanza de Acevedo y Meneses, a quien una gitana había
robado y puesto aquel gentil remoquete.
No me sorprendería que vinieran a
última hora con que tampoco
Pastora es tal gitana.


[Nota: _LA TRADICIÓN Y LOS GITANOS_]

PROMETIMOS EN el ensayo anterior conceder algún espacio
a este tema. He aquí unas ligeras disquisiciones.
Con harta frecuencia se leen en periódicos, revistas y libros,
elucubraciones retóricas de escritores españolistas, de esos que llevan
muchos dedos de rancia enjundia, en las cuales ora se canta, en tono de
ditirambo, lo castizo, tradicional y típico, ora se vitupera, con
amargura de treno jeremíaco, el desuso en que poco a poco va cayendo lo
castizo tradicional y típico. Lo que comúnmente se entiende a veces por
castizo, tradicional y típico, no es sino la indumentaria pintoresca.
Pero la indumentaria pintoresca, en ocasiones, nada tiene de típica, ni
de tradicional, ni de castiza. Por ejemplo: el mantón de Manila, atavío
mujeril el más clásico y español, a lo que se asegura, sin reparar que
no se introdujo en España hasta los comedios del pasado siglo. Si en el
punto en que un tendero atrevido y unas hembras desenvueltas ensayaron
establecer la moda del mantón de Manila hubiera prevalecido el criterio
de los casticistas indumentarios de ahora, adiós esa prenda, si no la
más clásica y española, desde luego muy graciosa y alegre.
No debemos entusiasmarnos con ciertos rasgos y circunstancias
tradicionales, porque quizás no lo son. Ni hay razón tampoco para que
nos amilanemos porque desaparecen ciertos usos y costumbres que desde
nuestra infancia nos eran familiares; otros vienen, que, a su turno,
serán tradición más pronto de lo que se piensa.
La vida del hombre está gobernada por dos fuerzas armónicas: una,
impulsiva, afán de novedad, de donde nace la moda; otra, represiva,
exigencia de continuidad, de donde nacen la rutina y la tradición. La
vida del hombre atraviesa por dos períodos: en el primero, de juventud y
plasticidad, domina la fuerza impulsiva, el anhelo de cambiar la faz del
mundo; en el último período, el hombre quisiera que el mundo se
inmovilizase y conservase sin mudanza, tal como se le aparecía cuando él
era joven, y, de esta suerte, albergar la ilusión de seguir siéndolo. La
mayor parte de los hombres, a los cincuenta años, son infinitamente más
viejos de lo que la edad les acredita, porque asumen como propia la
milenaria ancianidad del mundo, y se figuran que todo ha de concluir
cuando ellos concluyan. Y la mayor parte de los jóvenes se figuran que
el mundo es mozo, porque ellos son mozos. Por donde, al llegar a viejos,
se aficionan a considerar como antiquísimas y necesarias las cosas que
en la mocedad conocieron y que por caso perduran. De aquí esas llamadas
tradiciones, que, en rigor, son mocedades de anteayer. Y así, en la
sociedad, jóvenes y viejos andan encariñados con su tema; unos, con la
moda; otros, con la tradición. Y las modas pasan a ser tradiciones.
Yo había oído que el _fado_ es un canto inmemorial portugués. El verano
pasado, estando en Portugal, leí, en una monografía sobre _Música e
instrumentos portugueses_, por Luis de Freitas Branco: «En cuanto al
fado, que hoy pasa por ser el canto nacional por excelencia, dice Miguel
Angel Lambertini que en los Diccionarios anteriores a la última mitad
del siglo XIX no se encuentra la palabra fado en sentido musical. Por lo
tanto, no se pueden conceder fueros de nacionalidad a una canción
popularizada en estos últimos cincuenta años.» Y como yo le expresase mi
sorpresa a un portugués, me replicó: «No haga usted caso de las
tonterías que ponen los libros. El fado se canta en Portugal de toda la
vida. Yo recuerdo haberlos oído cantar cuando era muchacho.» Para este
portugués la vida de Portugal era nada más que su propia vida.
Hoy nos parece muy chula la gorrilla de visera, picarescamente derribada
a un lado y dejando en libertad un bucle por el lado opuesto. Pues la
gorrilla chula no es sino la gorrilla inglesa, que no hace aún muchos
años sólo se veía en algún escenario de género chico, caricaturizando un
inglés de sainete. Por entonces la gorra chula era de tubo de chimenea,
es decir, la gorra de los parisienses del pueblo bajo, a la sazón. Los
tres ratas de _La Gran Vía_ se presentaban con esa gorra, chaquetilla a
la altura de los riñones y pantalones sobremanera angostos. Hoy los
pantalones chulos son pantalones de odalisca, esto es, imitados de los
que usan las mujeres en el harem. Y en cuanto a las ingeniosidades y
fantasías capilares, ¿hay nada más chulo, más castizo, que ese bucle, de
la forma y tamaño de una rosquilla de Reinosa? Sin embargo, no ha mucho
lo castizo y chulesco era el peinado de _chuletas_, con el pelo atusado
hacia delante, adherido a las sienes, hasta las cejas, y cortado al
extremo en línea vertical.
Clemencín, en una nota al _Quijote_, nos refiere las vicisitudes
históricas de barba y cabellos. «Entre los antiguos, escribe, hubo
variedad acerca de la barba. A los judíos prohibía la ley el raerla.
Por el contrario, los griegos y romanos se la quitaban, conservándola
sólo entre los primeros algunos filósofos y personas que afectaban
gravedad. Cicerón habla de las precauciones de Dionisio, el tirano de
Siracusa, para afeitarse. Los romanos usaron barbas al principio;
después, las quitaron, y el famoso Escipión Africano introdujo la
costumbre de afeitarse diariamente. Entre nosotros se traían barbas en
la Edad Media; pero las atusaban y componían, sin dejarlas crecer
libremente. En Aragón se usaba también llevarlas en el siglo XIV, puesto
que el rey don Pedro IV prohibió las postizas, que se ponían los
atildados y petimetres. En Castilla se suprimieron por entonces las
barbas. En el XVI, el rey de Francia Francisco I, para ocultar una
cicatriz que le dejó una quemadura en el rostro, se dejó crecer la
barba. Con esto las barbas se hicieron de moda; dejábanselas crecer los
galanes, y las personas serias se afeitaban, por gravedad y por no
parecerse a los pisaverdes. A principios del reinado de Carlos V, en
España se introdujo la moda de las barbas largas, a la tudesca. Por
entonces floreció un pintor flamenco llamado Juan de Barbalonga, porque
la tenía de vara y media de largo (la barba, claro está). Fué costumbre
general llevar barbas atusadas en el resto del siglo XVI y parte del
siguiente, en que se incluye la época de Cervantes. Muy entrado ya el
siglo XVII, las barbas se redujeron al bigote y perilla, que duraron
hasta el XVIII, de que han quedado restos en los bigotes de los
soldados. Al mismo tiempo que volvían a dejarse crecer las barbas, se
introdujo también el cortarse la cabellera que antes traían larga los
seglares. Carlos V se la cortó en Barcelona el año 1529, para curarse de
los dolores de cabeza que padecía, y a su imitación se la cortaron
también sus cortesanos. Los españoles llevaron cabellera sin barba hasta
Carlos V; barbas sin caballera, hasta Felipe IV; bigotes y perilla con
cabellera, hasta Felipe V.» Después de Felipe V pasó a España la moda
francesa del rostro rasurado y la peluca.
Ahora bien: ¿qué es lo español y castizo, en punto a barba y cabellos?
Cuando algunos panegiristas de lo castizo preconizan la vuelta a lo
tradicional y añejo, así en la indumentaria como en las costumbres y en
el lenguaje, me pregunto: ¿hasta qué fecha hemos de retirarnos en el
tiempo para dar con el prístino manantial de la tradición? Y concediendo
que se fije una fecha, ¿por qué nos hemos de plantar ahí, en lugar de
seguir retrocediendo? De esta suerte, llegaríamos a lo más tradicional
y castizo: la hoja de parra, trepar a los árboles, el grito
onomatopéyico.
Actualmente estamos asistiendo a una reviviscencia deliberada de lo
castizo pintoresco. Por todos los medios se procura que seamos castizos,
tradicionales. Pero ¿hasta dónde se alonga esta pretendida tradición? No
más allá de fines del siglo XVIII y principios del XIX. Entendida de
esta suerte la tradición, el gitanismo es uno de los ingredientes
esenciales de lo castizo. Otro ingrediente esencial es el versallismo.
El casticismo a la moda es maridaje de dos influencias exóticas.
Desde la época de Felipe II los modos y maneras españoles eran rígidos,
severos, adustos, formulistas. Los hombres vestían de negro; las
mujeres, cuando no de negro, con sobriedad de colores. Los arreos de los
menestrales eran asimismo apagados, sombríos. Guardábanse celosamente
las jerarquías. El hidalgo miraba a lo alto y rehuía envolverse con la
plebe, aunque anduviera tronado y muerto de hambre. Las grandes
solemnidades públicas consistían en que los caballeros alanceaban a
caballo toros en coso, y los togados quemaban herejes. Sobre aquel
cortejo funerario de los atavíos de entonces contrastaba, como pandilla
de máscaras en un entierro, el indumento amarillo y rojo de los tercios
de Flandes y el más abigarrado aún de la gitanería, que desde poco más
de un siglo se había metido por tierras de España. Carlos V, en una
pragmática de 1539, mandaba salir del reino a los _gitanos y personas
que con ellos andan en su hábito y traje_. Infiérese de aquí que, bien
que los gitanos no fueran bienquistos de la mayoría de los españoles, no
faltaba quien se dejara arrastrar por ellos a la vida errante, adoptando
la traza gitanesca. Tal es el asunto de _La gitanilla_, de Cervantes.
Inútiles fueron todas las ordenanzas reales encaminadas a la expulsión
de los gitanos. Los gitanos que cayeron sobre España afincaron en ella
para no abandonarla ya más. Otro caso de contumacia semejante, no ya de
una clase de gentes, sino de una costumbre, lo ofrecen las fiestas de
toros. Pontífices y prelados las condenaban. Isabel la Católica las
aborrecía. Felipe II caviló en proscribirlas. Pero ni Isabel ni Felipe
se juzgaron con fuerza bastante para tamaña empresa. En resolución, la
España de los Austrias se nos representa como un pueblo enorme,
empobrecido, espetado, picaresco, supersticioso, cruel y lúgubre. Dos
notas de color flamean sobre este ambiente fuliginoso: los soldados y
los gitanos.
En el siglo XVIII desvanécense del solio real los trágicos y lóbregos
monigotes austriacos, y salta, como en un escenario de fantoches, un
muñeco versallesco, disfrazado con peluca y sedas de mil brillantes
colores. Este ligero trastrueque basta para desfigurar la fisonomía de
España. Nuestra nación cuelga los enlutados tocas y mantos de dueña
dolorida y se viste de colorines. Bajo el influjo de la corte de
Versalles, que dirige y acompasa los movimientos de la Europa como un
maestro de baile, el siglo XVIII es racionalista, epicúreo y danzante.
España entra en la danza. Las mujeres de alto copete, que hasta entonces
habían vivido encerradas bajo muchas llaves, dentro de casa, y
encerradas dentro del guardainfante, faldamento aforrado de hierro como
plaza fuerte, abren de golpe puertas y ventanas, rompen la afectada
reserva, se arrojan a la calle, acortan la falda hasta más arriba del
tobillo, van de tertulia en tertulia y de sarao en sarao, se pintan
lunares, chapurrean francés y bailan gavotas. Los menestrales de la urbe
remedan en el traje la policromía y porte de los encasacados
lechuguinos. La luenga capa negra cede el puesto a la capa escarlata. El
pardo chambergo se destierra por un gran sombrero redondo, de color gris
perla; el castoreño que todavía usan los picadores de toros. En todo el
Mediodía de España el pueblo se apropia los rasgos característicos de la
gitanería; su estilo de vestir, sus bailes y algunas de sus expresiones.
Carlos III otorga estado civil a los gitanos, y los caballeros e
hidalgos cultivan su trato y amistad (véase la _VII carta marrueca_, de
Cadalso). Al propio tiempo se inicia, y en un instante llega a su colmo,
la moderna tauromaquia. «Como el señor Felipe V no gustó de estas
funciones (alancear toros), las fué olvidando la nobleza; pero no
faltando la afición a los españoles, sucedió la plebe a ejercitar su
valor, matando los toros a pie, con la espada, lo cual es no menor
atrevimiento y, sin disputa, por lo menos su perfección es hazaña de
este siglo.» (Nicolás Fernández de Moratín: _Carta histórica sobre el
origen y progresos de las fiestas de toros en España._) Antes, correr
toros era deporte y alarde de hombres principales. Con los Borbones, es
profesión lucrativa de gente baja.
En el desarrollo de la fiesta de toros, tal como hoy se practica, no les
cabe participación y honra a los gitanos. Seguiré copiando a Moratín,
padre: «Francisco Romero, el de Ronda, fué de los primeros que
perfeccionaron este arte, usando la muletilla» (invención sólo
comparable a la de la imprenta). «En el tiempo de Francisco Romero,
estoqueó también Potra, el de Talavera, y Godoy, un caballero extremeño.
Después vino el fraile de Pinto, y luego el fraile del Rastro, y
Lorencillo, que enseñó al famoso Cándido. Fué insigne el famoso Melchor
y el célebre Martincho, como lo fué sin igual el diestrísimo licenciado
de Falces.» Véase cómo en la creación de la tauromaquia moderna
colaboraron el pueblo, el blasón, la cogulla y la muceta. El licenciado
de Falces inventó plantar los garapullos o banderillas dos a dos.
Añade Moratín: «era una cierta ceremonia que los toreros de a pie
llevaban calzón y coleto de ante, correón ceñido y mangas atacadas de
terciopelo negro, para resistir a las cornadas. Hoy que los diestros ni
aun las imaginan posibles, visten de tafetán (seda).» Y, como
complemento, Estébanez Calderón, el _Solitario_, nos informa de que:
«Cándido, dejando el calzón y justillo de ante como traje poco galán y
de poca bizarría, introdujo el vestido de seda y el boato de los
caireles y argentería.» Esto es, se rechazó el sórdido traje español del
período austriaco por el traje galo; calzones, chupa y casaquilla
recamados de oro, plata y pedrezuelas. En las corridas de toros perdura
el alguacilillo, vestido de golilla de la época austriaca, sin duda a
fin de marcar este contraste de que venimos hablando. Los toreros
imitaron de los gitanos las patillas de «boca de hacha» y el traje de
calle, que, al fin y al cabo, se había instituído como típico en
Andalucía.
Instaurada la moderna tauromaquia, la nobleza, arrepentida de haber
abandonado tan lozano juego, y no siéndole ya fácil volver a él,
consuélase con mezclarse entre toreros y ponerlos par a par de sí. De
este connubio irregular de aristocracia, torería y gitanismo, se
engendra la _majeza_, lo _flamenco_. El _majo_ es una mezcla de gitano,
torero y señor. «El vestido de majo--escribe el inglés Ricardo Ford, a
principios del siglo XIX--, lo mismo que un disfraz, autoriza la
conducta licenciosa. Cualesquiera que sean la posición o sexo del que se
lo pone, y se lo pone hasta la más alta nobleza[B], adquieren derecho a
la insolencia.» Ford dice «requiebro»; pero por entendido que, en
opinión de un inglés de entonces, el requiebro era pecaminosa
insolencia.
[Nota B: Lady Holland escribe desde Madrid: «Los _matadores_ son una
especie de _toreros_, particularmente admirados por las altas damas. Las
duquesas de Alba y de Osuna rivalizaron en el amor de Pedro Romero.»]
¿Se pretende que el flamenquismo y el gitanismo sean muy españoles y
castizos? Conformes; siempre que se precise y agregue «muy siglo
XVIII».
A pesar de todo, el problema del gitanismo queda en pie. Los gitanos
están extendidos por todas partes en Europa. Repártense en doce grupos:
Turquía, Rumania, Hungría, Bohemia, Moravia, Rusia, Alemania, Francia,
Inglaterra, Grecia, Italia y España. El grupo más numeroso es el rumano
(unos 300.000). No se conoce de cierto su origen. Según la conjetura más
verosímil, pertenecen a una raza aborigen de la India. Ford, escribía
hace años: «los gitanos españoles muestran decididas señales de sangre y
hermosura indostánicas; los ojos grandes y casi cristalinos, la mirada
de languidez, la blancura de los dientes, la frente evasiva, el frágil y
elegante esqueleto». Investigaciones posteriores confirman esta
presunción. El _caló_ gitano es una lengua congénere de los siete
idiomas neo-indos. La inmigración gitana en los países de la Europa
occidental data del siglo XV. Tuvieron, a lo que parece, por centro
primitivo, un país griego, probablemente Tracia (un autor francés, M.
Bataillard, quiere que los gitanos sean un antiguo pueblo griego, los
_Syginnos_), luego un país eslavo, y, por último, antes de
desparramarse, acamparon y posaron en Rumania.
Lo curioso es que en ninguna de las naciones en donde fueron a dar,
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