Las máscaras, vol. 2/2 - 05

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sentimiento? Del que posee fuertemente el sentimiento de su dignidad, o
de sus méritos personales y alcurnia, o permite que le arrastre el
sentimiento de venganza, o infunde en todos sus actos un sentimiento de
concupiscencia y ambición, o siente con desapoderado vigor el deseo
físico de una mujer de ninguno de éstos, ¿diremos que es un sentimental?
Claro que no. En todos los ejemplos anteriores el sentimiento es, ya
defensivo, ya agresivo, una afirmación del individuo; ora conservador,
ora estimulante de la voluntad, es un requisito de la acción egoísta. En
cambio, decimos que es un sentimental: del que se duele y abandona por
la esquivez de la amada; del que se lastima, sin recobrarse, por la
falsedad de un amigo; del que consiente que su alma se conturbe y su
vida se perturbe habiendo averiguado que en el mundo hay huérfanos y
doncellas desvalidos; del que ante la injusticia rompe a sollozar, con
la cabeza entre las manos; de aquel cuyo corazón se quebranta con el
dolor ajeno; del que derrama lágrimas porque suena un violín, o el sol
se pone, o la luna se levanta. Las anteriores notas el vulgo acostumbra
atribuirlas al romanticismo, confundiéndolo con el sentimentalismo, dos
formas espirituales que, en verdad, nada tienen de común. En todos los
ejemplos últimos el sentimiento es, en su origen, flaqueza de ánimo; en
sus resultados, dejación de la voluntad. Así, pues, como hay un orden de
sentimientos que afirman al individuo frente a la sociedad, la especie y
la naturaleza, hay otros sentimientos que le enmollecen y abandonan a
merced de la naturaleza, la especie y la sociedad. Los primeros son
sentimientos de insolidaridad; los segundos, de solidaridad. Los
primeros corresponden a los espíritus recios; los segundos, a los
débiles. Sentimentalismo es el señorío que sobre el hombre ejercen estos
sentimientos de exagerada solidaridad, acompañado de cierta deleitación
en el que padece su servidumbre. Hemos visto en un ensayo previo cómo la
solidaridad de las costumbres vale tanto como la ética o moral. Luego el
sentimentalismo equivale a una percepción excesiva y emocionada de los
agentes de cohesión moral que mantienen la fraternidad humana, a
despecho de las infinitas camorras, malquerencias y rivalidades del
trato continuo. Hemos visto también que uno de los sistemas morales
considera la solidaridad humana como una federación de mutuas
conveniencias. La ética y la utilidad vienen a ser lo mismo. Un acto
bueno es un acto útil para el mayor número. Pero sólo una inteligencia
cultivada discierne y compagina el aparente y momentáneo perjuicio que a
uno se le sigue de algún acto útil para los demás, y la segura utilidad
de este mismo acto para uno propio, a la larga, en una manera
reduplicadamente retributiva. La mayor parte de las personas son morales
por el sentimiento. Luego el sentimentalismo cumple al efecto un
menester de iniciación y saturación moral.
Los espíritus recios, o que se figuran serlo, ríen despectivamente del
sentimentalismo. Para ellos, _Sonámbula_ es una pieza risible. No lo
negaremos. Mas ha de repararse que _Sonámbula_ y melodramas congéneres
no fueron escritos para ellos.
Risible o llorable, separemos los elementos de que se compone esta
pieza. Cuantos intervienen en ella son buenos, a excepción de la moza
liviana. Uno de los personajes buenos es injustamente perseguido, pero
al final resplandece su inocencia y la persona culpable recibe adecuada
sanción. Los acontecimientos toman pie de un suceso fortuito, extraño a
la voluntad de los personajes: el sonambulismo de una muchacha casadera.
El autor de la obra no ha querido permanecer ajeno a las peripecias de
sus personajes, sino que, por todos los medios, pintando a uno
particularmente amable y a otro particularmente odioso, y haciendo
padecer sin tasa al primero, ha pulsado aquellas cuerdas poco templadas
que todos llevamos dentro del alma; ha dado con nuestro punto flaco; nos
ha ido poco a poco persuadiendo a que nos abandonásemos a un sentimiento
exagerado de compasión hacia las desdichas del prójimo. La debilidad del
personaje perseguido ha captado la simpatía de nuestra propia debilidad.
El personaje no acredita por propio esfuerzo su inocencia, sino que a
última hora la casualidad viene a satisfacerle. Aquí se nos levanta el
corazón. Pensamos, muy por lo hondo y sombrío, lo conveniente que será,
si algún día nos persigue el infortunio, sentirnos acompañados de la
simpatía de todos, y que los demás o el acaso acudan con la reparación.
Es el fondo de timidez y pereza que Nietzsche echó de ver en la moral
cristiana, moral de la compasión, moral para los débiles.
El autor de _Sonámbula_ no ha tenido a bien insinuarnos en el fuero
interno de sus personajes. Vemos lo que les pasa y de qué manera les
pasa, como si se tratase de personas en la vida real; pero su secreto
pensar y sentir lo desconocemos de todo punto.
Del mismo tipo de _Sonámbula_ hay numerosos melodramas. Los caracteres
del tipo son: acontecimientos desusados, sobrevenidos fortuitamente, que
engendran un conflicto entre el bien y el mal, en el cual el bien lleva
la de perder, incitando de esta suerte en el espectador un estado de
penoso sentimentalismo, hasta el final, en que el bien triunfa. El
contenido y el fin de este melodrama es exclusivamente moral; pero la
moral en él está reducida a sus términos sentimentales más simples y
patéticos, a propósito de ser asimilados por espíritus sencillos. Este
tipo de melodrama dominó a fines del pasado siglo y comienzos del
actual.
Ahora campea un nuevo tipo de melodrama: el de justicias y ladrones, de
policías y bandidos. Excusado es puntualizar el argumento de uno de
ellos; a diario se representan en algún escenario. El moderno tipo de
melodrama participa de algunos de los caracteres formales del melodrama
sentimental. Vemos lo que les pasa a los personajes y de qué manera les
pasa; pero su carácter íntimo nos está vedado, como si todo sucediese en
la vida real, si bien los sucesos son desusados y sobrevienen
fortuitamente, dando lugar a que se opongan y contiendan, no ya el bien
contra el mal, sino la fuerza y la astucia contra la fuerza y la
astucia; y el triunfo es del más fuerte y del más astuto. Las
vicisitudes forasteras hacen o deshacen a los hombres, según sean
fuertes o flojos, así como la corpulenta ola anega al que no sabe nadar
y encumbra al nadador. Antonio Roca era un clérigo manso y sufrido. Un
acontecimiento insólito le sacude, despertándole en los adormecidos y
estólidos limbos del ser un insospechado cúmulo de fuerza y astucia, de
_virtú_, de eficacia para la acción. En un periquete despacha al otro
mundo a quien le ataja el camino, y cátalo al instante erigido en rey de
la serranía. Estos hombres de rara energía y eficacia, que no se
amilanan en los trances adversos, antes salen de la prueba agigantados y
triunfantes, inspiran al rebaño, a la masa, al pueblo, compuesto en su
mayor parte de criaturas pusilánimes, menesterosas y sumisas, un
sentimiento de entusiasmo, que en su tuétano es el rudimento estético de
la emoción dramática.
Y así observamos que el mundo abigarrado de las relaciones humanas en la
vida real está formado a la manera de nebulosa de miriadas de sucesos,
inconexos y aleatorios para el espectador; nebulosa que gira en torno de
un eje sutil e imaginario, cuyos dos patentes y opuestos polos son: a un
extremo, el sentimentalismo, oscura conciencia del propio desvalimiento,
intuición de lo útil, piedad hacia todas las víctimas, instinto de
conservación de la especie; al otro, el amoralismo, anhelo de afirmación
individual, complacencia en la sensación de esfuerzo que en sí mismo se
satisface, fascinación de lo inútil, deleite de realizar con la
imaginación los actos que nuestra flaqueza o cobardía nos tienen
vedados. Estos dos aspectos esquemáticos y simplificados de las
relaciones humanas, el uno de naturaleza ética, y estética el otro,
constituyen la materia del melodrama; a veces cada cual de por sí, como
en los tipos acusados de melodrama sentimental y melodrama amoral, pero
con frecuencia envueltos y mezclados. El melodrama se corresponde,
pues, con el nacimiento del drama y de la tragedia; es el zaguán del
arte dramático, donde se instala la ingenua turba; es el teatro popular.
Si es esto en cuanto a la materia, en cuanto a la forma escénica el
melodrama está entretejido con sucesos, que no con acciones. La nota
específica del melodrama estriba en que los sucesos desfilan ante
nosotros tal como suceden en la vida real, sin las concomitancias y
ligaduras entrañables que los fuerzan a ser así, y no de otra suerte; el
melodrama presenta acontecimientos sucesivos. Pero ante los sucesos,
cabe que indaguemos por qué suceden y qué sentido encierran. El porqué
de los sucesos se esconde en la complejidad íntima de los caracteres, y
los caracteres se definen por sus acciones. Hay, por tanto, una
jerarquía más alta de arte dramático, que presenta, no ya
acontecimientos sucesivos, sino acciones trabadas y necesarias, a cuya
necesidad asentimos, habiendo penetrado, por ministerio del autor, en el
íntimo santuario de la conciencia de cada personaje. Esta es la esencia
del arte trágico, en todas sus variedades. Así como el melodrama se
orienta hacia los dos polos opuestos de la vida de relación, el arte
trágico abarca el entero volumen de la vida humana, en movimiento y
equilibrio permanentes, con su eje, su ecuador y meridianos. Con los
meros sucesos y la motivación (consiéntasenos esta palabra bárbara, pero
expresiva) de los sucesos, no se agotan las posibilidades del arte
dramático. Queda por explorar una región de la realidad. ¿Qué sentido
tienen los sucesos? Los sucesos todos conspiran a un fin que se arreboza
en las brumas de lo porvenir y no se echa de ver hasta mucho después de
haber pasado los sucesos. Para adivinarlo, es menester ser adivino,
vate, esto es, poeta. El teatro poético presenta sucesos libertados de
contingencias, sacando a luz su oculto sentido. Es el reinado de la
absoluta libertad, así como el arte trágico lo es de la absoluta
fatalidad. Y como lo menos comprometido es adivinar las cosas pasadas y
adornarlas de sentido y significación, los más de los poetas se sienten
inclinados a situar sus obras en los siglos pretéritos.
El melodrama no provee, en rigor, en aquella obra de purificación de
pasiones que Aristóteles adscribió al arte dramático. Su misión es de
adoctrinamiento elemental, magistral, para la vida en comunidad. La
misión purificadora compete al arte trágico.
Para más completa aclaración nos permitiremos transcribir unas líneas de
una novela contemporánea, _Troteras y danzaderas_, en donde, al modo de
síntesis explicativa de ciertos hechos narrados, se lee: «Aquella
catarsis o purificación y limpieza de toda superfluidad espiritual que
el espectador de una tragedia sufre, según Aristóteles, no es más, si
bien se mira, que acto preparatorio del corazón para recibir dignamente
el advenimiento de las dos más grandes virtudes, y estoy por decir que
las únicas: la tolerancia y la justicia. Estas dos virtudes no se
sienten, por lo tanto no se trasmiten, a no ser que el creador de la
obra artística posea de consuno espíritu lírico y espíritu dramático,
los cuales, fundidos, forman el espíritu trágico. El espíritu lírico
equivale a la capacidad de subjetivación; esto es, a vivir, por cuenta
propia y por entero, con ciego abandono de uno mismo y dadivosa
plenitud, todas y cada una de las vidas ajenas. En la mayor o menor
medida que se posea este don, se es más o menos tolerante. La suma
posesión sería la suma tolerancia. Dios solamente lo posee en tal grado
que en él viven todas las criaturas. El espíritu dramático, por el
contrario, es la capacidad de impersonalidad, o sea, la mutilación de
toda inclinación, simpatía o preferencia por un ser o una idea enfrente
de otros, sino que se les ha de dejar, uncidos a la propia ley de su
desarrollo, que ellos, con fuerte independencia, luchen, conflagren, de
manera que no bien se ha solucionado el conflicto se vea por modo
patente cuáles eran los seres e ideas útiles para los más y cuáles los
nocivos. El campo de acción del espíritu lírico es el hombre; el del
espíritu dramático, la humanidad. Y de la resolución de estos dos
espíritus, que parecen antitéticos, brota la tragedia. Cuando el autor
dramático inventa personajes amables y personajes odiosos, y conforme a
este artificio inicial urde la acción, el resultado es un melodrama.» Y
más adelante: «el autor dramático debe hacerse esta consideración:
Supongamos que mis personajes asisten como espectadores a la
representación de la obra en la cual intervienen, ¿pondrían en
conciencia su firma al pie de los respectivos papeles, como los testigos
de un proceso de buena fe al pie de sus atestados?»
En el melodrama, el espectador no es nada más que un espectador. En el
drama y en la tragedia, el espectador es, al propio tiempo, actor, con
todas sus potencias.
Con esto damos por concluídos nuestros comentos acerca de _Antonio
Roca_. Hemos obtenido algún resultado: el descubrimiento de que esa
forma peregrina y amoral del melodrama novísimo tiene ya sus
antecedentes en aquel bullicioso _microcosmos_ que fué la obra
de Lope de Vega. Quizás algún día se nos
antoje inquirir y mostrar cómo allí
mismo se animan los organismos
infantiles de la tragedia, el
drama y el teatro
poético.

[Nota: _JUAN DE LA CUEVA_]

LA BIBLIOGRAFÍA sobre nuestro teatro clásico se ha
enriquecido con una obra nueva y excelente. Aludo a la edición de las
comedias y tragedias de Juan de la Cueva que ha hecho D. Francisco A. de
Icaza y publicado la Sociedad de Bibliófilos Españoles. La edición
comprende cuatro tragedias y diez comedias. Va precedida de un estudio
del colector, trabajo no por compendioso nada deficiente, en el cual se
patentizan aquellas cualidades de elevación en el propósito, fineza de
percepción y amable sobriedad de forma que posee el Sr. Icaza, como
poeta y como crítico.
Como advierte el Sr. Icaza, el de Juan de la Cueva no es un valor
literario perenne, sino ocasional; no nos solicita a causa de su interés
presente e intrínseco, sino por su interés histórico. Juan de la Cueva
debe su partícula de inmortalidad a la circunstancia de haber nacido
antes de Lope. Si se retrasa en nacer unos cuantos años, la posteridad
erudita apenas si le hubiera mentado. Dicho en otras palabras: Juan de
la Cueva figura en la historia literaria en concepto de precursor de
Lope; algo así como el Bautista de nuestro teatro. El problema es:
¿está Cueva, respecto de Lope, en la relación de la flor y el fruto, que
si la flor no se logra, el fruto no cuaja? De no haber existido Juan de
la Cueva, ¿hubiera practicado Lope diferente arte de componer comedias?
Más adelante responderemos a esta pregunta.
La circunstancia de ser Juan de la Cueva precursor de Lope ha ido
desnaturalizándose en términos que recientemente se le ha llegado a
considerar como definidor y creador de la dramaturgia hispana. Este
fenómeno de estragamiento en la estimación de los valores literarios es
harto frecuente y explicable. Es de suponer que el primero que intenta
fijar el valor de una obra tiene conocimiento de ella. Pero viene luego
un segundo, al cual ya no le importa aquella obra en particular, sino
como tantas otras, puesto que desea trazar la historia de una época, y,
en vez de acudir directamente a la obra, aprovecha el dictamen del
primero, modificándolo un tanto y exagerando ora el loor, ora el
menosprecio, porque parezca que habla por cuenta propia. Y surge un
tercero, que tiene entre manos la historia de varias épocas, el cual
toma disimuladamente la opinión del segundo y la exagera y modifica un
poquito más, por amor de la originalidad. Y así sucesivamente hasta que
ya nadie se entiende. Esto se llama hablar por boca de ganso, lo cual no
tiene remedio mientras en la flaca naturaleza humana subsista la
propensión a oficiar de enterado, sin noticias, ni juicio, ni
comedimiento.
Algo semejante sucedió con Juan de la Cueva. Schack y Lista hablaron
como por cuenta propia de Juan de la Cueva, y no hacían sino aderezar, a
su modo, lo poco que Moratín, hijo, había dicho antes. «Y más
inexplicable es aún--escribe el Sr. Icaza--que empiece a correr como
valedera, y se repita de igual modo que antes se reproducían las
observaciones de Moratín, cierta leyenda recién inventada, falsa de todo
punto, que hace de Juan de la Cueva el más fervoroso propagandista, en
la teoría y en la práctica, de un arte netamente español por la forma y
por los asuntos, que hasta exigía fueran contemporáneos.» Añade el Sr.
Icaza que para salir de este error bastaba con leer los resúmenes que
Moratín hace de los argumentos de las comedias y tragedias de Juan de la
Cueva. «Sólo tres de las catorce obras escénicas que hasta nosotros han
llegado tienen asunto español.»
Un historiador reciente de la literatura española atribuye a Juan de la
Cueva el siguiente designio: «Que no había que andar repitiendo fábulas
griegas, latinas o italianas, que no nos importaban un bledo a los
españoles.» Y como quiera que Juan de la Cueva, en _El ejemplar
poético_, trató en verso la didascalia dramática, el referido
historiador infiere que Cueva «llevó la teoría a la práctica»,
suponiendo que su obra didáctica es anterior a sus comedias y tragedias;
hipótesis algo aventurada, que es como si supiéramos que Aquiles había
sentido la vocación de héroe porque había leído la _Ilíada_, o que
Esquilo aprendió a hacer tragedias en la _Poética_ de Aristóteles. «_El
ejemplar poético_--escribe el Sr. Icaza--es más de un cuarto de siglo
posterior a las comedias y tragedias.» Mal pudo Juan de la Cueva llevar
su teoría a la práctica. En arte, jamás la teoría antecede a la
práctica, sin que esto signifique que el artista produzca ciegamente su
obra, no de otra suerte que la nube se resquebraja y da de sí agua de
lluvia. El artista--digo el artista, que no el confeccionador de
pacotillas y de arte contrahecho--sabe lo que hace y cómo lo hace y para
qué lo hace; pero lo sabe en el momento de estar haciéndolo, con un
conocimiento tan profundo y activo que su manera más adecuada de
expresión es la creación misma. En cada artista yace un sentimiento
peculiar del Universo, acompañado de una visión propia de la realidad
sensible. A este modo original de ver y de sentir, que necesariamente
provoca un modo original de pensar, se le denomina temperamento o
personalidad. Si un artista verdadero, original, con personalidad
propia, en el momento de atravesar ese período indivisible de
conocimiento teórico o intuición técnica y de necesidad de creación, se
desdoblase y escindiese, dejando por el momento de producir, a fin de
sólo enunciar sistemáticamente la teoría de arte que sintéticamente se
le había revelado cuando se hallaba en trance de crear, resultaría:
primero, que su teoría no sería inteligible para los demás; segundo, que
luego, al producir, sus producciones serían artificiosas, insípidas,
muertas. El artista realiza u objetiva en la misma obra de arte su
personalidad, su teoría, su sistema. Más tarde, si se tercia, expone su
sistema; pero este sistema nunca tiene un alcance universal, sino que es
meramente la justificación o elucidación del propósito y procedimiento
de la obra ya exteriorizada. Si la crítica tiene alguna utilidad o razón
de ser, ha de esforzarse, ante cada personalidad artística, en
justificar y elucidar el propósito y procedimiento de la obra, cuando el
propio autor no lo haya hecho. Lo cual supone un viceversa correlativo;
fijar lo artificioso y falso de una obra cuando, careciendo el productor
de originalidad y personalidad propia, se ha conformado con seguir
cánones preestablecidos, fingir en frío sensibilidad y emoción, y
remedar peculiaridades ajenas.
Juan de la Cueva escribió comedias y tragedias a su modo. Andando el
tiempo, pretendió justificarse en su _Ejemplar poético_, al cual
pertenecen estos tercetos:
Mas la invención, la gracia y traza es propia
a la ingeniosa fábula de España;
no, cual dicen sus émulos, impropia.
Cenas y actos suple la maraña
tan intrincada, y la soltura de ella,
inimitable de ninguna extraña.
Es la más abundante y la más bella
en facetos enredos y en jocosas
burlas, que darle igual es ofendella.
En sucesos de historia, son famosas;
en monásticas vidas, excelentes,
en afectos de amor, maravillosas.
(_Suple las comedias._)
Finalmente, los sabios y prudentes
dan a nuestras comedias la excelencia
en artificio y pasos diferentes.
De lo copiado no es lícito deducir que Juan de la Cueva asentase la
simpleza de que un teatro nacional debe versar sobre asuntos nacionales.
Comenta el Sr. Icaza, y el comento es obvio: «Juan de la Cueva se
refiere a los moldes del teatro español de su época, cuyo artificio
alaba por más amplio, en contraposición del teatro griego, latino e
italiano renacente, _teatros extraños_. Sujetos aquéllos a las unidades
clásicas, paréncele monótonos y cansados, y su trama, _maraña_, no tiene
a su juicio el _suelto_ y a la vez _intrincado_ enredo del teatro
español. _Jamás trata de limitar los motivos y argumentos, ni en tiempo,
ni en lugar, ni en acción, ni mucho menos en asunto._»
Un teatro será nacional cuando se corresponde con el temperamento de una
nación, como una obra es original cuando se corresponde con la
personalidad de un individuo; y temperamento y personalidad se
acreditan, no sólo en la vida nacional y doméstica, sino también, y
principalmente, en la vida de relación con otros pueblos y otros
individuos, tratando temas universales, que así es como se contrasta y
define el carácter de cada cual. Shakespeare aprovechó asuntos de la
historia inglesa para su teatro; pero el teatro inglés no se ensanchó a
la categoría de teatro universal por virtud de los asuntos estrictamente
ingleses, antes por el contrario, gracias a las obras no locales;
_Hamlet_, _Othelo_, _El mercader de Venecia_, _Romeo y Julieta_, etc.,
etc.
Examinando en estos mismos ensayos una obra de Lope, hemos escrito: «En
Lope y Shakespeare están cabalmente representadas las respectivas
dramaturgias nacionales, con sus virtudes y flaquezas. Lope persiguió en
sus obras la _amenidad_; Shakespeare, la _humanidad_. La materia
dramática de las obras de Lope son los _sucesos_; la de Shakespeare, las
_acciones_.» Dicho en los términos de Juan de la Cueva: el teatro
español buscó ante todo la invención, la gracia y movimiento, la fábula
enmarañada e intrincada, la abundancia de enredos.
Más arriba hemos calificado a Juan de la Cueva como el Bautista de
nuestro teatro. No se interprete esta apelativo metafórico en un sentido
literal, como si Juan de la Cueva fuese el primero en España que
escribió obras teatrales. Nadie ignora que antes de él escribieron otros
muchos. Pero en Cueva aparecen las cualidades características de nuestra
dramaturgia ya robustas y a punto de adquirir forma definitiva, la cual
recibió de las ágiles manos de Lope. Y estas cualidades son
características, no ya de Cueva y Lope, sino del pueblo hispano. Todas
ellas, ha poco mentadas, se resumen en una: falta de atención. La falta
de atención en el autor le condujo a diluirse en su obra, adoptando,
como más cómoda, la factura laxa y superficial. La falta de atención en
el público necesita, como acicate del interés, la obra de factura
laxa y superficial, la maraña, la diversidad
ininterrumpida de escenas. En
suma: pereza de entendimiento
y sordidez de nervios. Sin
Juan de la Cueva, Lope
hubiera escrito lo
mismo que
escribió.


[Nota: _ENTREMÉS DE ENTREMESES_
(_Conferencia leída en el Ateneo de Madrid._)]

ASÍ LA PALABRA entremés como la palabra sainete, las
cuales en el uso figurado designan sendas especies dramáticas, hasta
cierto punto semejantes entre sí, significan originalmente cosillas de
comer. Aunque admitida secularmente en nuestra habla, y al parecer voz
familiar y castiza, sin embargo, la verdad es que nos llegó de Francia,
en donde se dijo _entremets_, o sea, entre vianda y vianda.
La palabra entremés viene ya desde la Edad Media. La «crónica de don
Alvaro de Luna» dice del rey don Juan II: «Fué muy inventivo e mucho
dado a fallar invenciones e sacar entremeses en fiestas.»
Sainete deriva de saín, que vale por la grosura de los animales. Era el
pedacito de gordura de tuétano que los cazadores de volatería daban al
halcón cuando lo cobraban. Díjose luego, por extensión, de cualquier
bocadillo delicado y gustoso al paladar, o de la salsa con que se da
buen sabor a las cosas, y, por último, de un a modo de postre en las
representaciones teatrales.
Una representación clásica de nuestro teatro estaba aparejada en el
estilo de una comida suculenta y copiosa. Primero, la loa o aperitivo.
Luego, la comedia, con sus tres jornadas por lo menos, que hacían de
platos fuertes. Entre jornada y jornada, como entre plato y plato, los
entremeses. Y el sainete, de postre. Los españoles son de condición
sobria, pero cuando se presenta la coyuntura de comer, no se detienen
hasta el hartazgo.
Siendo los entremeses materia parva, considero incongruente hacerlos
indigestos, adobándolos con una larga disquisición erudita. Sea este
breve comentario un entremés más; entremés de entremeses.
Tres de estas menudas y sabrosas representaciones se nos ofrecen hoy:
una de Lope de Rueda, otra de Cervantes, otra de los hermanos Quinteros.
De los Quinteros, así como de Cervantes, ¿qué podré decir que vosotros
no sepáis? Pero Lope de Rueda ya no es de todos igualmente conocido. Sea
el propio Cervantes quien os lo presente.
Escribe Cervantes en el prólogo de sus comedias: «Los días pasados me
hallé en una conversación de amigos, donde se trató de comedias y de las
cosas a ellas concernientes. Tratóse también de quién fué el primero
que en España las sacó de mantillas y las puso en toldo y vistió de gala
y apariencia. Yo, como el más viejo que allí estaba, dije que me
acordaba de haber visto representar al gran Lope de Rueda, varón insigne
en la representación y en el entendimiento. Fué natural de Sevilla y de
oficio batihoja. En el tiempo de este célebre español, todos los
aparatos de un autor de comedias se encerraban en un costal, y se
cifraban en cuatro pellicos blancos, guarnecidos de guadamecí dorado, y
cuatro cayados, poco más o menos. Las comedias eran unos coloquios como
églogas. Aderezábanlas y dilatábanlas con dos o tres entremeses, ya de
negra, ya de rufián, ya de bobo o ya de vizcaíno, que todas estas cuatro
figuras y otras muchas hacía el tal Lope, con la mayor excelencia y
propiedad que pudiera imaginarse. No había en aquel tiempo tramoya. El
adorno del teatro era una manta vieja, tirada con dos cordeles de una
parte a otra, que hacía lo que llaman vestuario, detrás de la cual
estaban los músicos cantando sin guitarra algún romance antiguo.»
Por mi parte, sólo he de añadir unas consideraciones, concisas y
someras, por ver de contrarrestar y esclarecer un error y un equívoco,
ya bastante arraigados, sobre el teatro español y el entremés.
A veces se da por evidente que el entremés es una comedia comprimida o
que la comedia es la dilatación de un entremés; y más aún, que el
entremés fué como la célula germinativa, que, reproduciéndose y
desarrollándose, dió de sí nada menos que todo el teatro español; y
viceversa, que nuestro teatro clásico nace del entremés. Prescindo de
argumentos documentales y me atengo al sentido común.
Supongamos que nos preguntan qué es una corbata y en qué relación está
con el traje. Sería absurdo responder que una corbata es un traje
comprimido, y un traje, una corbata dilatada; que la corbata es el
origen del traje y que el traje nació de la corbata. Pero esto, que es
absurdo de la corbata, ya no lo sería de... una hoja de parra. La hoja
de parra sí es un traje comprimido, y correlativamente, el traje es una
hoja de parra dilatada. Por eso, una vez que la hoja de parra ha
henchido los últimos lindes de sus posibilidades utilitarias y se ha
convertido en traje, ya no habemos menester de ella. No creo que nadie
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