Las máscaras, vol. 2/2 - 03

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real, a fin de amenizarla y embellecerla. Adviértase la diferencia entre
lo inmoral como tema artístico en el arte por el arte y en el arte
esteticista. En el arte por el arte, lo inmoral no interviene por razón
de su linaje inmoral, sino como uno de tantos motivos extraídos del
innúmero repertorio de la vida; en tanto, en el arte esteticista lo
inmoral se impone por virtud de una selección y por razón de su belleza;
con que se asienta una jerarquía de superioridad a favor de ciertas
acciones inmorales con daño de otras acciones morales. Es decir, que
ciertas obras de arte esteticista son deliberadamente inmorales.
¿Y eso qué importa?, objetará alguno. ¿Es su inmoralidad impedimento
para que alcancen el mismo punto de mérito artístico que otras obras
acomodadas a la moral corriente? Procedamos con parsimonia en la
respuesta.
¿Eso qué importa?, pregunta un exquisito. Y otro, que no es exquisito,
replica: A usted, que no se sirve en la vida sino de un valor, el arte,
no le importará; a mí, que poseo una compleja serie de valores, en lugar
de uno solo, y que cotizo tan por alto la moral como el arte, sí me
importa. La casi totalidad de los hombres computan y cotizan tan por
alto, si no más, la moral como el arte. Luego un arte que
voluntariamente se ajena de la humanidad casi entera, y de esta suerte
renuncia a ejercer un ministerio artístico sobre la sociedad, adolece de
cierta insensatez radical.
¿Es la inmoralidad impedimento de la excelencia artística? Sin duda. Los
profesionales del arte y algunos aficionados, quizás a causa de
encerrarse demasiadamente en el cultivo o estudio de un arte
determinado, suelen incurrir en una aberración de aprecio que a la
postre redunda en un error de concepto. Consiste en preterir, y
últimamente en ignorar, uno de los elementos--el de mayor
importancia--del arte. Estos son dos: el contenido y la técnica, ya se
llame este último forma, estilo o factura. Por el contenido, el arte es
un fenómeno humano. Por la factura, es una actividad profesional. Los
artistas, como profesionales, caen, harto frecuentemente, en el vicio de
juzgar las obras de arte por la factura, figurándose que la factura es
todo el arte, cuando no es sino un elemento, supeditado al contenido,
pues por sí nada vale. Ocurre que se encomia de artística una obra a
causa de su factura. Pero si carece de contenido, que es por donde el
arte se inserta en la naturaleza humana, o su contenido repugna a la
naturaleza humana, esta obra, aun cuando algunos profesionales la tengan
en estima, a causa de la habilidad
o novedad de su factura, no es una
obra de arte. Y así, la inmoralidad
deliberada se erige
como impedimento
de la excelencia
artística.


[Nota: _TEATRO DE JUSTICIAS Y LADRONES_]

COMPARADA EN cantidad y volumen, la obra de Shakespeare
con la de Lope de Vega, resulta algo así como un grano de pimienta al
lado de una poderosa sandía. Pero si la comparación se aplica a la
calidad, el teatro del versátil, elocuente y amoroso Lope cede no pocos
grados en jerarquía al teatro del dulce, jovial y temible William. Y
tanto vale, para el caso, decir teatro de Lope y teatro de Shakespeare,
como teatro español y teatro inglés. En Lope y en Shakespeare están
cabalmente representadas las respectivas dramaturgias nacionales, con
sus virtudes y flaquezas. Lope persiguió en sus obras la _amenidad_;
Shakespeare, la _humanidad_. La materia dramática de las obras de Lope
son los _sucesos_; la de Shakespeare, las _acciones_. Lope fué «monstruo
de la naturaleza»; esto es, él mismo, más que sus propias obras, fué
producto prodigioso de la naturaleza. Las obras de Shakespeare son ellas
mismas como obras de naturaleza. Según esto, la obra de Lope es quizás
un vasto museo, un microcosmos; pero la de Shakespeare es el cosmos. Las
obras de Shakespeare son patrones o normas insuperables: se deben
seguir e imitar, pero no es dable aventajarlas. Quienes en él osaron
poner mano, salieron mohinos de la empresa. A Lope, en los mismos
géneros y aun con los mismos temas, sobrepujaron en perfección otros
autores españoles: Calderón, Moreto, Rojas, Alarcón. En esto reside
justamente el valor de Lope, en haber desflorado todos los géneros y en
haber roturado, aunque a veces corto trecho, todos los caminos, algunos
de ellos que todavía pisamos los hombres de hoy.
Uno de los géneros teatrales predilectos de nuestro público
contemporáneo es la comedia de bandidos y policías, de justicias y
ladrones. Si investigamos los orígenes de este género tropezamos, desde
luego, con Lope de Vega. Escribió Lope algunas comedias de bandoleros.
¿Cómo trató nuestro autor este escabroso asunto? Nada mejor, para
averiguarlo, que separar una de sus comedias y seguirla paso a paso.
Hemos elegido una, titulada _Antonio Roca_. Lope tomó pie de la realidad
para su comedia. Antonio Roca fué, en efecto, un feroz bandido catalán
de mediados del siglo XVI. Además, era clérigo: pintoresco contraste.
Lope nos presenta al protagonista, en la iniciación de la primera
jornada, acabando de ordenarse de Epístola. Hablan Roca y su amigo
Feliciano, vestidos de clérigos, y les acompaña Mendrugo, criado de
Roca, de capigorrón. Excusado es añadir que Mendrugo hace el papel de
gracioso y que se esforzará en movernos a risa con sus estupideces y
salidas de tono. Estamos en Lérida. Nos informamos que Roca se ha
ordenado con cierta premura, por consejo de Feliciano, que es muy
piadoso y va a adoptar, de un momento a otro, el hábito de San
Francisco, en Tarragona. Feliciano comunica a Roca, de parte del señor
obispo:
que reformes el cabello
y que no pase del cuello.
Y añade que, en cortándoselo, vaya a Barcelona a visitar a sus padres.
Barcelona, Tarragona, Lérida... La obra no puede tener más sabor
regional.
¿A qué ha obedecido el precipitado consejo de Feliciano? Aludimos al de
tomar las órdenes, no al de cortarse el cabello. El mismo nos lo dice:
Ordenarte
con tanta aceleración
fué, Antonio a mi persuasión,
recelando que a inquietarte
viniese, si lo sabía,
Laura, que estabas muy ciego.
Antonio no niega que la quería y tenía intento de desposarla. Interviene
Mendrugo:
Ya en Lérida la tuvieras,
a saber, cuando partiste,
el intento que trujiste
y quizá no consiguieras
tan presto haberte ordenado.
Pasa el señor obispo. Retírase Feliciano a hablarle. Quedan solos
Antonio y su fámulo. Y he aquí que aparece Laura, seguida de su criada
Juana. Natural sorpresa de Antonio. Escena de recriminaciones. Nos
enteramos que Laura es viuda y que Antonio ha gozado de sus más
recónditas mercedes:
Y después que tus fuerzas
consiguieron obligarme
y entrada te di en mi casa...
No cabe duda. Y luego:
¿Era necesario, infame,
el desordenarme a mí
para que tú te ordenases?
Mas ya la cosa no tiene remedio. Antonio responde con razones mesuradas
y humildes. Sale Feliciano y se le encara Laura, achacándole la culpa de
todo:
Más quisiera, ¡vive el cielo!,
para que me aconsejase
un salteador entendido
que un virtuoso ignorante.
Sabia máxima, que debiera entenderse igualmente en cuanto atañe a la
gobernación de los pueblos. Vase Laura, después de amenazar a Roca con
el escándalo. Llega un correo de a pie con una epístola para Antonio.
Viene de su madre, que le requiere al punto en Barcelona, porque «un
caballero traidor me ha muerto a tu padre». Mendrugo, aparte, supone que
el matador ha sido el barón Alverino, que cortejaba a la señora. Y para
cohonestar--si es lícito aquí el uso de este verbo--que la atribulada
dama sea madre de su amo, y al propio tiempo posea incentivo con que
encalabrinar de tal suerte cortejadores, dice Mendrugo en voz alta,
dirigiéndose a Antonio:
Trece años tenía, cuando
te parió, y aun no cabales.
Extraña precocidad la de las catalanas de entonces. Roca y Mendrugo
vanse por la posta.
Ya estamos en Barcelona. Escena entre el Virrey y el Justicia. El Virrey
es un caballero y pide que se aplique rectamente la ley al barón. Pero
el Justicia es un galopín y lagarto como él solo. Se ve que le han
untado la mano y que al barón no le pasará nada. Mal ejemplo de justicia
catalana.
Otra escena. Antonio y su madre. Julia. La madre pide al hijo venganza,
con elevado acento. Refiere cómo el barón Alverino,
al sol de mi honor opuso
sombras de torpes deseos,
cómo la perseguía sin tregua y, de industria con una mala amiga, había
querido forzarla, trance de donde por milagro libró, no sin haber
recibido en el rostro una bofetada del barón; y cómo, por último, entre
el barón y dos criados le mataron al marido. Roca responde paciente y
resignado, como buen cristiano y buen sacerdote. Julia exclama:
Cierra los labios.
¿Esto engendró Pedro Roca?
¿En mi rostro un bofetón
y un padre muerto a traición,
cobarde, no te provoca?
Éntrase furiosa la madre, y a poco vuelve a salir con espada y daga,
determinada en vengarse por su cuenta. Aquí Roca pierde los estribos, y
no es para menos:
Dadme esa daga y espada,
que a matar estoy dispuesto,
donde estuviere, al barón.
Replica Julia:
De gozo no estoy en mí
Los brazos y el corazón
toma.
Antonio pregunta en qué prisión se halla el asesino.
_Julia_ La Atarazana; mas no es
prisión, pues están abiertas
siempre de día las puertas.
Mas la salida después
será difícil.
_Antonio_ En dando
muerte al infame homicida
yo buscaré la salida
o, al fin, moriré matando.
Cuando se piensa que este mismo hombre se ha ordenado de epístola no ha
mucho, y, enfervorizado de religioso sentimiento rompió las deleitosas
ligaduras de la carne y rehuyó los señuelos del mundo, a fin de
consagrar su vida entera a Dios, fuerza es considerar con maravilla de
qué insospechados accidentes pende la voluntad y con ella el futuro de
los mortales. Hace un instante, no más que un breve instante, el
porvenir de Antonio estaba en suspenso impelido de contrarias fuerzas,
unas interiores, exteriores las otras; la _Vocación_ frente al
_Destino_, la _Libertad_ frente a la _Predestinación_. Venció lo de
fuera a lo de dentro. De aquí en adelante, el porvenir de Antonio estará
a merced de las circunstancias. Cuanta más violencia lleva la pelota,
tanto más rebota sobre el muro. ¡Pobre Antonio! Apercíbete, triste
clérigo, a darte de calabazadas contra la negra y dura pared que llaman
_Destino_.
El Justicia dijo
al barón que no se prueba
nada, y que de aquí a dos días
le dará su casa mesma
por cárcel.
Así habla uno de los guardas, a las puertas, abiertas de par en par, de
Atarazana. Llega Antonio, animado de cólera funesta. Pregunta cuál es el
barón. «El que está de espaldas»--responde otro de los guardas--. «Buena
es la ocasión»--murmura entre sí Antonio--. «Y los dos sus
criados»--prosigue el guarda--. «No me pesa»--murmura Antonio--. Penetra
en la cárcel, y, en menos que se santigua un cura loco, que no otra cosa
es ahora Antonio, los mata a los tres. Acude el alcaide a prenderle y
mata al alcaide. (Ya van cuatro.) Ábrese paso hasta la calle. Síguenle.
La gente se arremolina. Ya llega la Justicia, gritando: «¡Matadle!» A lo
cual, Antonio comenta sarcástico: «No es tan fácil como piensa.» Antonio
ya es otro hombre. Se le revela una cualidad que hasta ahora nos era
desconocida: la agudeza maliciosa.
El alboroto atrae al Virrey. El Justicia, fuera de sí, le da nuevas de
lo ocurrido. El Virrey, después de culpar al Justicia por haber dejado
desguarnecida la cárcel, dice:
Permisión del cielo es,
sobre ultrajar a su madre,
si tres mataron al padre
que el hijo mate a los tres.
Pase, pero «¿y la muerte del alcaide?»--objeta con cierto buen sentido
el Justicia. Y el Virrey:
Si ya se halló
perdido, de cualquier modo
bien hizo en querer salir,
que siendo fuerza morir,
lo mismo es morir por todo.
Entra un guarda, a quien se le escapa esta frase de admiración y
entusiasmo: «¡Raro valor!» El nombre de Antonio Roca comienza a ser
acariciado por el aura de la simpatía popular. El guardia relata que
Antonio ha muerto a cinco hombres más (y ya van nueve) y ha herido a
tres muy mal, según le perseguían. De huída robó un niño que estaba a la
puerta de una casa principal, y con él en brazos fué a encerrarse, de
acogida, en una vieja torre de iglesia. El Justicia ya lo da todo por
resuelto; o se entrega Antonio, o le dejarán morir de hambre. Pero el
Virrey no lo ve tan claro, a causa del niño, «porque no ha de perecer
un ángel».
_Justicia_ _Con ese intento_
sin duda se lo llevó.
_Virrey_ De que tan en sí estuviese,
que ese riesgo previniese,
es lo que me admiro yo.
Y luego, el Virrey, rezonga aparte:
(Si yo Virrey no me viera,
¡vive Dios!, que le pusiera
en salvo, por valeroso.)
Preséntase la madre del niño, llorosa, y al brazo un canasto de
mantenimiento, porque su hijo no pase necesidad. El Virrey le da palabra
de no sitiar por hambre a los de la torre. En esto, asómase en lo alto
de la torre Antonio, y, en un aparte, comunica que le aflige la sed. Sí,
después de todo, debe de tener seca la boca. El Justicia niega el agua.
Antonio asoma el niño, el cual grita: «¡Agua, agua!» La madre suspira:
«¡Ay hijo de mi alma!» El niño pide, además, de comer. El Virrey ordena
que se lo den. El Justicia, aparte: «No estoy en mí de furor.» Antonio
inculpa de lo ocurrido al Justicia y repite que así pasó: «Por no hacer
justicia vos.» La simpatía popular hacia Antonio va dilatándose y
robusteciéndose.
A todo esto, Laura ha llegado a Barcelona, y, de acuerdo con los padres
del niño, urde el escape de Antonio, el cual descuelga desde lo alto de
la torre una cuerda, en donde atan la cesta de los mantenimientos, no
sin haber metido en ella, de matute, una pistola y una carta con
instrucciones. Por la carta viene Antonio en conocimiento de que en el
puerto le aguarda, aparejado, un navío. A la noche, Antonio logra
libertad. Al evadirse, mata a otro hombre. (Y ya van diez.)
Jornada segunda. Después de unas escenillas superfluas, nos trasladamos
a bordo del navío. Antonio habla a solas:
Yerro ha sido fiarme
del capitán que, aunque ofreció ampararme,
el verle disgustado
me tiene receloso y asustado.
* * * * *
¡Malhaya el hombre que en el hombre fía!
No era baldía la escama de Antonio. El capitán del navío viene a
prenderle. Antonio se lo afea:
Un caballero
español y capitán,
¿quiere entregarme a la muerte,
prometiéndome amparar
hasta dejarme seguro
en Nápoles?
Antonio se resiste a entregarse. El capitán requiere al alférez y
soldados a que le prendan o le maten; pero el alférez se niega. No
quiere cumplir en menesteres policíacos:
Venablo me dió el rey
sólo para pelear
con sus enemigos.
Y luego:
General de las galeras
es don Alvaro Bazán.
Él me dió vuestra bandera
y, aunque sois mi capitán,
solamente obedeceros
me toca en lo militar.
¡Lo que va de ayer a hoy! Aprovechando la discordia, Antonio se arroja
al mar.
Cambio de decoración. Despoblado. Una casuca. Antonio, mojado. El húmedo
prófugo llama a la puerta. En la casa no hay sino una temerosa mujer y
un difunto. La mujer, por miedo del difunto, alberga a Antonio en el
fúnebre aposento. Quedan en íntima compaña el clérigo criminal y el
difunto. Habla el clérigo:
Señor difunto, preciso
es que nos acomodemos
en esa cama los dos,
que ni es razón que viniendo
yo tan mojado y molido,
me eche a dormir en el suelo,
ni arrojarle de su cama
tampoco fuera bien hecho.
Hágase a un lado, y perdone.
Mas, ¡ay!, que agora me acuerdo
de que ayer y hoy mis desdichas
me han olvidado del rezo
a que por la Orden sacra
estoy obligado.
Abre el breviario: _Domine labia mea aperies_. Mas ¿qué es esto? Óyese
ruido. La mujer, que conoce a Roca ya por fama, y desea ampararlo, le
advierte que cuatro hombres armados vienen a prenderlo. Antonio,
inmutable, responde:
Vuelve y diles que durmiendo
estoy; pero no les digas
que hay en aqueste aposento
difunto.
Tapa al difunto y métese debajo de la cama. Precipítanse los cuatro a
apuñalar al que yace en el lecho, tomándolo por Antonio. Danle por
muerto, y siéntanse en el suelo a celebrar la hazaña, dejando las
carabinas no lejos de la cama. Antonio las va retirando con tiento.
Preséntase entonces armado y fuerza la salida, matando de paso a uno.
(¿Cuántos van?) Ya está Antonio nuevamente en campo abierto. Da con
Laura, Juana y Mendrugo, que venían en su busca, y todos juntos toman la
derrota de Francia. Pero, no han caminado gran trecho, cuando les
atajan el paso unos bandoleros, que les piden vestidos, armas, ropa,
alhajas y dinero, amén de:
ese par de taifas,
porque de verdad las hemos
menester, y no pedimos
mucho.
«No habéis pedido mucho--vocifera Antonio--, porque yo os voy a pedir,
además, la vida, si no os valen los pies. Luchan.» Los bandoleros
reconocen a Roca, se rinden y le aclaman por capitán. Antonio acepta.
Hace el panegírico del bandolerismo en una larga tirada de versos. Los
grandes reinos, ¿cómo se hicieron? Por el bandidaje y el robo. Los
monarcas famosos, ¿qué fueron? Ladrones. En este punto hay en la comedia
una indicación para los cómicos: _Desnudándose el brazo, pica con el
puñal una vejiga y va saliendo la sangre, de que ha de estar llena, que
será clarete._ Antonio quiere que sellen todos el pacto, bebiendo de su
sangre, a la usanza de los lacedemonios.
Los otros sienten terror y repugnancia; pero concluyen bebiendo el
clarete. Da fin la segunda jornada con los versos siguientes:
_Todos_ ¡Viva Antonio Roca,
heroico caudillo nuestro!
_Antonio_ Pues mi estrella lo ha querido,
seguir su influjo pretendo,
guardando mi vida a costa
de muchas, ¡viven los cielos!
Esto nos hace recordar _El Tenorio_.
La tercera jornada desmerece notablemente de las dos primeras. Parece
ser que esta última jornada fué corregida y estragada por don Pedro
Lanini y Sagredo. La mayor parte de los versos son detestables y
defectuosos; el desenlace de la acción, injustificado y desabrido.
Antonio vive ya en la serranía, con Laura, su amante, ejerciendo de
bandido generoso. Desvalija a los hacendados; pero siempre con muchísimo
respeto y a título de préstamo, que promete satisfacer. Protege a los
débiles y menesterosos. Hasta que viene a visitarle por aquellos
andurriales el célebre Feliciano de marras, ya de fraile francisco. Y a
Roca le entra de pronto tal arrepentimiento, que muere subitánea y
ejemplarmente de dolor de haber ofendido a Dios. Lanini había puesto a
la comedia un subtítulo: _Antonio Roca o La muerte más venturosa_. Lo
cierto es que Roca, después de degradado por el obispo de Gerona, fue
atenaceado, ahorcado y descuartizado, junto con un compañero suyo:
Sebastián Corts. (Obras de Lope de Vega, publicadas por la Real
Academia Española. Tomo I. Prólogo de don Emilio Cotarelo.)
_Antonio Roca_, adaptada a la moderna factura teatral y con un desenlace
adecuado, resultaría una comedia deliciosa en el género de justicias y
ladrones. Las condiciones de este género deben ser brío, trepidación y
fantasía en los incidentes que constituyen la trama, y luego un fondo de
humorismo con que corregir la impresión deprimente que nos señorea al
considerar que tal vez la vida humana es juguete fútil del ciego acaso.
Decía Pascal: «El hombre es como cañaheja, lo más débil del mundo, y
cualquiera cosa le quita la vida; pero al morir sabe que muere, y por
saberlo es superior a todo el universo.» Concedamos que el hombre es
juguete de las circunstancias y víctima de la predestinación. Si sabe
sonreír a tiempo, frente a las circunstancias y a expensas de la
predestinación, se acredita en alguna manera como superior a ellas. Lope
conocía el significado profundo de la sonrisa. Todo está escrito; pero
lo que está escrito muda de sentido si le añadimos un comentario de buen
humor. Una familia de cuáqueros vivía sola en una comarca desamparada.
Los cuáqueros son enemigos de la violencia, que vale tanto como
contradecir inútilmente la voluntad divina, porque lo que está escrito
ha de ser. Son además los cuáqueros muy escrupulosos observantes. De
aquí que la cuáquera de aquella familia no acertase jamás a comprender
para qué quería el cuáquero un rifle que tenía en la casa. Cierto día,
el cuáquero hubo de emprender larga y peligrosa caminata, con no floja
congoja de la cuáquera. Antes de salir, dijo: «Dame acá el rifle.»
«¿Para qué?, opuso la cuáquera; si te acomete
un forajido y está escrito que has de morir,
de nada te servirá el rifle.» «Claro
que no, dijo el cuáquero; pero
lo llevo por si está escrito
que muera el que se
me ponga por
delante.»


[Nota: _TEATRO EN VERSO Y TEATRO POÉTICO_]

DESPUÉS DE HABER recibido una primera impresión de la
comedia _Antonio Roca_, esto es, después de haber permanecido como
sujetos pacientes, reaccionemos frente a ella, pasemos a ser sujetos
activos, procedamos a examinarla. Lo primero que echamos de ver, lo más
aparente y de forma superficial, es que la comedia está escrita en
rengloncitos cortos, que suenan en medida unánime y concuerdan por las
letras del cabo, de trecho en trecho. Nos las habemos, pues, con una
obra escrita en verso. ¿A santo de qué, con qué propósito, bien sea
práctico, bien artístico o estético, está escrita la obra en verso y no
en prosa? ¿Qué condición le añade la forma métrica y ritmada? ¿Qué
condición perdería si trasmutásemos el verso en prosa? Experimentemos.
Dice la comedia:
Permisión del cielo es,
sobre ultrajar a su madre,
si tres mataron al padre,
que el hijo mate a los tres.
Esto es lo que se llama una donosa y suelta redondilla. Ahora bien: sin
quitar ni poner palabra, simplemente con alterar el orden de los
vocablos, vertemos en prosa la redondilla: «Es permisión del cielo que
el hijo a los tres mate, si al padre tres mataron, sobre ultrajar a su
madre.» ¿Ha perdido algo la expresión, en claridad, energía o belleza?
No. En tal caso, ¿en qué se distingue el verso de la prosa? Nada más que
en el sonsonete. El concepto contenido en la redondilla, ¿era un
concepto poético que ha degenerado en concepto prosaico, al ser
enunciado en prosa? No. Tan prosaico era estando ataviado de la medida y
de la rima, como despojado de esos atavíos.
1. _Resultado de esta experimentación._ En ocasiones, al transformarse
el verso en prosa permanece sustancialmente lo mismo, a diferencia del
sonsonete.
Probemos otra experimentación:
Mendrugo quiere decir a Antonio Roca: «A saber (Laura) el intento que
trujiste, cuando partiste, ya la tuvieras en Lérida, y quizás no
consiguieras haberte ordenado tan presto.» Pero, al hablar, Mendrugo
introduce una pequeña alteración, y lo que dice le sale en verso:
Ya en Lérida la tuvieras,
a saber, cuando partiste,
el intento que trujiste,
y quizá no consiguieras
tan presto haberte ordenado.
Para combinar los versos, Mendrugo (o mejor, Lope de Vega) no ha tenido
necesidad de introducir palabras superfluas, que es lo que vulgarmente
se llama _ripio_. La prerrogativa de exención del ripio se suele
denominar _facilidad_.
2. _Resultado de esta experimentación._--En ocasiones, la prosa pasa a
ser verso sin perder en concisión, pero permanece sustancialmente prosa,
salvo el sonsonete.
Otra experimentación: En cierta comedia moderna aparece una vendedora de
lotería, pregonando:
¿Quién lo quiere con ahinco?
El más gracioso y gentil:
el número siete mil
seiscientos ochenta y cinco.
Preciosa redondilla. Traduzcámosla en prosa. «¡El 7.685!» En el trueco
hemos convertido diez y siete palabras en una sola cifra, como quien
cambia un puñado de calderilla por una pieza de plata. ¿Hemos salido
ganando o perdiendo? Hemos salido ganando en concisión y en energía. Nos
hemos desembarazado del ripio.
3. _Resultado de esta experimentación._--En ocasiones, el verso se
contrae a prosa, mejorando su condición.
Otra experimentación: En cierta comedia moderna, un caballero penetra
en un jardín, y quiere decir: «Ameno jardín. Hermosa estatua»; pero como
está determinado en producirse en verso, habla de la siguiente rodeada
manera:
Hermoso jardín es éste.
Bella estatua. ¿Es de Minerva?
Y cómo crece la hierba
con este viento Sudeste.
Las superfluidades o ripios con que, por obtener el sonsonete, se
recarga la locución, nos hacen reír, por ridículos y fuera de propósito.
4. _Resultado de esta experimentación._--En ocasiones, al disfrazarse de
verso la prosa, se degrada cómicamente. Este linaje de cómica
degradación abunda, con singular contumacia, en los dramas en verso del
señor Villaespesa.
Otra experimentación: El Conde Lozano quiere decir a Peransules: «El que
es honrado y de familia ilustre, debe procurar siempre acertar; pero, si
se equivocase, debe sostener lo hecho antes que volverse atrás»; y,
concentrándose por mejor explicarse, rompe a hablar así:
Procure siempre acertalla
el honrado y principal;
pero, si la acierta mal,
defendella y no enmendalla.
(_Las mocedades del Cid_, de Guillén
de Castro.)
Prescindamos de lo desatentado e irracional del consejo.
He aquí una experimentación de nueva especie. La prosa, al cuajar en
verso, se ha contraído, ha economizado voces, como si dijéramos, ha
cristalizado. Los versos son como facetas, y las rimas como aristas.
Pero, ¿ha adquirido aquí la prosa valor poético? No; solamente valor
sentencioso.
5. _Resultado de esta experimentación._--En ocasiones, la prosa difusa
cristaliza en sentencias rimadas, aunque permanece sustancialmente
prosa.
Otra experimentación: Justina, a solas en el jardín, siéntese dolorida y
acongojada, sin saber cómo, y no es sino amor por Cipriano. Las fuerzas
ocultas de la naturaleza la van envolviendo en languidez y desmayo.
Óyense músicas y cánticos, cuyo estribillo repite: _Amor, amor_. Justina
exclama suspirando:
Aquel ruiseñor amante
es quien respuesta me da,
enamorado constante
a su consorte, que está
un ramo más adelante.
Calla, ruiseñor; no aquí
imaginar me hagas ya,
por las quejas que te oí,
cómo un hombre sentirá,
si siente un pájaro así.
Mas, no; una vid fué, lasciva,
que buscando fugitiva
va el tronco donde se enlace,
siendo el verdor con que abrace
el peso con que derriba.
No así con verdes abrazos
me hagas pensar en quien amas,
vid; que dudaré en tus lazos,
si así abrazan unas ramas,
cómo enraman unos brazos.
Y si no es la vid, será
aquel girasol, que está
viendo cara a cara al sol,
tras cuyo hermoso arrebol
siempre moviéndose va.
No sigas, no, tus enojos,
flor, con marchitos despojos;
que pensarán mis congojas:
si así lloran unas hojas,
cómo lloran unos ojos.
Cesa, amante ruiseñor;
desúnete, vid frondosa;
párate, inconstante flor,
o decid, ¿qué venenosa
fuerza usáis?
_Coro_ (a lo lejos) Amor, amor.
(_El mágico prodigioso_, de Calderón
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