Las máscaras, vol. 2/2 - 09

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ser, sino que por naturaleza es solitaria. Está consagrada al individuo
en cuanto individuo; va en derechura a llamar en las puertas de su
recóndita alma personal. Lo mismo la pintura. Lo mismo la escultura. Lo
mismo la música. Está el hombre, a solas con su unidad y autonomía,
frente al libro que lee, el cuadro o estatua que contempla, el
instrumento que suena o la voz que canta. Las obras de cada una de estas
artes van encaminadas a un hombre solo, o a cada uno de los hombres, en
soledad imaginaria. La relación de la obra y el espectador es siempre
unilateral, aun cuando sean muchos los espectadores. Su eficacia se
ejerce sobre la propia conciencia individual, afinando y elevando las
cualidades superiores del espíritu.
Pero no se concibe un teatro para un solo espectador.
Cuando la poesía lírica deja de ser solitaria y unilateral para
convertirse en coro, se desvanece la poesía lírica y brota la poesía
dramática. Lo mismo con la música, la lírica y la dramática. Así nació
la tragedia griega, y de ella nuestro teatro occidental. Cuando la
pintura deja de ser solitaria, se trueca en pintura escénica.
El arte dramático no admite la soledad. El teatro es un espectáculo
público. Supone la agrupación de hombres que viven civilmente. En este
sentido, una obra teatral cualquiera ofrecerá por fuerza un aspecto
político. El aditamento de política añadido al nombre de comedia, antes
que precisión, trae redundancia.
Sin duda, el espectador que sale de ver una buena comedia, ya no es el
mismo que entró; ha sufrido una modificación, habiendo pasado a través
de nuevas experiencias, intensas y expresivas. No vale decir que el
espectador no ha hecho sino divertirse. Aun siendo así, divertirse
consiste en adquirir experiencias nuevas. Pero el espectador sale,
después de la comedia, modificado muy de otra suerte que de un
concierto, o de un museo, o después de haber leído un libro.
En el caso de las demás obras de arte, han sufrido una disciplina de
mejoramiento aquellas facultades del espíritu que exaltan la
personalidad y proporcionan una perspectiva única en la visión del
mundo; como si dijéramos las facultades estéticas.
En el caso de la comedia, la disciplina de mejoramiento ha obrado sobre
las facultades de relación, sobre las facultades morales, tomando lo
moral en su acepción más capaz. El arte dramático no hace sino mostrar
ejemplos de inadaptación a la armoniosa vida en común, bien sean graves
y patéticos, como en la tragedia, ya sean ridículos y de menos fuste,
como en la comedia y en la farsa. De aquí que en el frontispicio de la
escena se acostumbrase inscribir estos rótulos: _Speculum vitae.
Castigat ridendo mores_: Espejo de la vida. Corrige con risa las
costumbres. De aquí que en el teatro nos repugne la inmoralidad
deliberada, que acaso toleramos y aun celebramos en el libro o en las
artes plásticas; porque la obra dramática cae bajo el fuero de la
conciencia colectiva, menos fina, pero más segura que la conciencia
individual, ya que en ella va infundido, por manera misteriosa, cierto
sentido vital o espíritu de conservación de la especie. El espectador en
el teatro deja de ser él mismo, en algún modo. Existe un contagio
espiritual de la muchedumbre congregada, que va anulando a cada ser de
por sí y los envuelve a todos en una masa homogénea, con un solo
corazón.
Modernamente ha salido a plaza, conquistando rápida boga fuera de
España, un tipo de teatro dicho «de tesis». ¿Qué es teatro de tesis? En
las formas clásicas del teatro, la inadaptación a la vida, que es la
materia del arte dramático, se engendraba por culpa del individuo;
cuándo, a causa de sus pasiones, como en la tragedia; cuándo, a causa de
sus flaquezas, como en la comedia. Pero puede suceder que la
inadaptación no sea culpa del individuo, sino de la sociedad, por obra
de alguna falsa idea reinante. El teatro de tesis muestra concretamente
ejemplos de este linaje de inadaptación. Así, varias obras de Ibsen, de
nuestro Galdós, de Bernard Shaw. Otras veces, la inadaptación proviene
de caducidad y rigidez en alguna ley vigente o anquilosamiento de alguna
institución. Tampoco aquí el inadaptado e inadaptable es el individuo,
sino la ley, que no acierta a seguir la fluidez rítmica de la vida. Un
ejemplo de esta segunda categoría de las obras de tesis: la tragedia
_Justice_, de Galsworthy, que, sin predicaciones, sólo por la fuerza de
los hechos, hubo de provocar la reforma de régimen carcelario inglés.
_El alcalde de Zalamea_ sería en este instante drama político de
oportunidad.
Adviértase una nota señalada del teatro de tesis. En el propósito del
autor no está _demostrar_ la veracidad de un principio político, sino
_mostrar_ prácticamente la insuficiencia o perversidad de una norma
imperante, costumbre o ley. En el punto en que una obra se propone
demostrar o propagar un principio político cae sobre ella la mancha de
un pecado original, que le impedirá ser propiamente obra dramática, y lo
que es más triste, le estorbará que demuestre nada. En este sentido, la
denominación comedia política yuxtapone dos términos que se destruyen.
Con una sola tecla que no rija, con una sola nota fuera de tono, se
inutiliza un instrumento musical para sus fines más delicados. La mano
que recorre el teclado y da con la tecla inerte o con la nota falsa no
hace en aquel momento una disertación de mecánica ni de acústica, sino
que pone de manifiesto el vacío melódico o la estridencia. De la propia
suerte, el autor dramático anda pulsando la realidad, y allí donde al
oprimir surte una disonancia dolorosa, es que hay un drama.
No se olvide que, en la obra de tesis, la inadaptación dramática no debe
computarse a cargo del personaje, antes bien, en su descargo. La culpa
acháquese al prejuicio social, a la ley, a la costumbre, a las
circunstancias ajenas al personaje, así como de la inadaptación de una
cabeza y de un sombrero la culpa será siempre del sombrero, que no de la
cabeza. Esto es, que el personaje dramático no ha de ser sandio, porque
si la inadaptación que padece no existe como conflicto real e
irreductible, sino que, por el contrario, pudiera resolverse fácilmente
con una pequeña dosis de sentido común por su parte, entonces el drama
de tesis os dará más risa que angustia, que es lo que suele suceder con
los del señor Linares Rivas. Ya no se trata de la cabeza y del sombrero,
sino del payaso que se obstina en vestirse unos calzones como si fueran
chaqueta. La realidad, al rozar las almas, despierta en cada una, según
su calidad, movimientos varios y voces de timbre distinto. El drama se
produce y se depura en la medida que un alma afronta la realidad con
movimientos más nobles y con voz más elevada. Un bofetón origina
diferentes situaciones dramáticas si el que lo recibe es un justo, o un
caballero, o un tímido. Si justo, ofrece la otra mejilla. Si caballero,
se desencadena la tragedia; así se inicia la del Cid. Si tímido, exclama
como el personaje cómico:
Y me dió una bofetada;
por cierto, que me chocó.
Hay tan desmesurada proporción entre los medios sintéticos de que
dispone el arte teatral y la complejidad casuística de un problema
político cualquiera, que toda aspiración de un autor a realizar obra
política, mediante la obra dramática, se nos figura tan extravagante y
fútil como procurar cazar un rinoceronte con liga.
El teatro en general, y más señaladamente el teatro de tesis, tienen de
suyo benéfico influjo político, en cuanto ambos son fenómenos sociales
de divulgación estética e inducen al pueblo a sentimientos de
solidaridad. El sustentáculo de la solidaridad es la igualdad; e
igualdad implica libertad. Todas las obras de tesis son liberales. No
cabe, dramáticamente, una tesis reaccionaria. Pero, así en las obras
clásicas como en el teatro de tesis, se deduce la libertad como
corolario lógico y fatal, como condición para la vida armoniosa del
grupo, de suerte que la fallada de una tecla no descomponga el
instrumento y lo inutilice para sus más delicadas funciones; en tanto ha
habido otro linaje de teatro en el cual se ha predicado la absoluta
libertad para el individuo, por amor de su plenitud personal. Esta
manera de teatro es la romántica, caracterizada por el culto del
«héroe»; el hombre a quien no le impiden adaptarse circunstancias
adversas, sino su propia voluntad enérgica de no adaptarse, de
descollar con eminencia sobre el medio, de asumir en sí la existencia
universal. El arquetipo del teatro romántico lo fijó Schiller en _Los
bandidos_, desentrañando la lógica inmanente a que obedece y el fracaso
a que está destinado el héroe romántico.
El teatro, pues, acaso favorece la génesis de ciertos sentimientos
políticos, pero es un vehículo angosto e imposible para las ideas
políticas. El carro de Tespis no sirve de plataforma electoral.
Demanda, ante todo, el teatro la concentración del tema, una acción
apretada y coherente. Cuando Ibsen, por razones privadas, quiso hacer
una obra de sátira política, escribió _El enemigo del pueblo_, y eligió
un asunto de traza trivial: las disputas locales, con ocasión de un
establecimiento balneario. La intención política la dedujo el
espectador, juzgando de las alusiones por similitud y correspondencia.
Nuestros autores dramáticos se han sentido con ánimos, no ya para
encarar y vencer un problema político determinado, sino para dar al
traste con todos, de una vez.
Se dice que en el fondo de cada español yace el inquisidor. Por encima
del inquisidor, y más a flor de piel, asoma el arbitrista. En torno al
velador de un café hay siempre un cónclave de arbitristas. Inquisidor y
arbitrista son variaciones de una misma especie: el intelecto
supersticioso. Las cosas malas vienen del enemigo malo. Con un solo
hisopazo se ahuyentan los demonios. Y si no bastan los exorcismos, para
eso está el garrote.
Las tres obras antes mencionadas ambicionan nada menos que resolver el
problema político español, si bien la del señor Martínez Sierra estrecha
el empeño dentro de límites mejor marcados, menos genéricos que las
otras dos, dicho sea en homenaje de la discreción e instinto artístico
del autor. Lo que sobre todo perjudica a la obra del señor Martínez
Sierra es la interpolación de algunos temas y acciones de
sentimentalidad débil y extraña al tema propio del drama. Por esta
razón, al principio he acusado la obra de disforme.
Las tres obras producen desagradable impresión de falsedad, que en otra
clase de obras nos pasaría inadvertida. Y es que en aquellas tres obras
los autores exigen implícitamente del espectador que admita las
peripecias escénicas como la representación exacta de la enojosa
realidad cotidiana, y, además, le brinda con petulancia la panacea de
todas las enojosidades por venir; por donde el espectador se ve
constreñido a establecer términos de comparación, y concluye que
aquello no es la realidad, sino imaginaria pamplina harto fácil de
remediar. Basta con no ir al teatro.
Don Jacinto Benavente, en _La ciudad alegre y confiada_, primera de la
serie reciente de obras políticas, obvió talentosamente el riesgo de
falsedad, separando la fábula de todo accidente y pormenor histórico, y
dando a sus personajes la personalidad fantástica de seres
representativos. Pero erró en dos extremos. Uno, en no desarrollar la
comedia por medio de una intriga ágil. Otro, en haber empleado en la
sátira el discurso prolijo y enfático, en lugar de la frase concisa y
volandera, a modo de venablo, en el estilo de las comedias de
Beaumarchais, que tanto influyeron en la política, diríase que sin
proponérselo.
Del protagonista de la obra del señor Benavente se supuso, lo mismo que
en la del señor Grau, que quería incorporar a don Antonio Maura. No deja
de ser sugestiva esta predilección por la personalidad del señor Maura.
Sin duda por ser hombre enterizo, de una pieza, advierten en él algo así
como el canon de los caracteres dramáticos, los cuales, según la fórmula
rutinaria, deben ser sostenidos. Y, sin embargo, el señor Maura es la
negación del carácter político y dramático. El señor Maura es
irresponsable. Irresponsable en cierto sentido, nada hostil ni
despectivo; al político no le bastan talento, entereza y honestidad si
está al propio tiempo desamparado de otra cualidad inapreciable: la de
hacerse cargo, esto es, reaccionar con rapidez a los más leves estímulos
del momento, _responder_ adecuadamente a los hechos que van pasando.
Esta misma cualidad ha de resplandecer en el carácter dramático. Pero el
señor Maura se cierne por encima de los estímulos y de los hechos. Él es
él. O no responde, o responde siempre lo mismo, en monólogos, que es
otra manera de no responder. Esto significa irresponsable. Ahora bien:
la forma oral del teatro es el dialogo. El monólogo y el discurso se
toleran por rara excepción. Lo cual han olvidado nuestros autores de
comedias políticas.
Tal vez la predilección por el señor Maura estribe en la peculiar manera
del intelecto supersticioso, que de ordinario se siente impelido hacia
los hombres providenciales y las soluciones providenciales. Porque,
ciertamente, en nuestro repertorio político pululan figuras más
pintorescas y teatrales que el señor Maura. Por ejemplo: el conde de
Romanones, que es el Catilina de nuestros días; el señor La Cierva,
_miles gloriosus_, de Plauto; el marqués de Alhucemas, especie de M.
Jourdain, de _Le Bourgeois Gentilhomme_, que a veces es presidente del
Consejo sin enterarse; el señor Cambó, epiceno entre Yago y Gloucester;
el señor Alcalá Zamora, con su facundia mazorral y su sonrisa
satisfecha, reminiscencias del bobo de nuestras comedias antiguas, etc.,
etc.
Pero, no; nuestros autores no se satisfacen con poca cosa. Son buenos
patriotas y les corre prisa salvar a España por cuenta propia y en un
periquete. ¿Cómo? Esto es lo que no han tenido a bien explicarnos. El
señor Oliver dice que con un periódico; pero si su periódico no
había de contener más ideas que las que se
exponen en _El pueblo dormido_, para
él no existía el problema del
papel, porque le bastaba
tirar un solo número
en un papel de
fumar.


[Nota: _LA SEÑORITA DE TREVÉLEZ_]

EL SEÑOR ARNICHES, autor hasta hace poco de piececillas
compendiosas, tan pronto en el estilo del sainete, que es una mínima
comedia de costumbres, como en el modo de la farsa, y aun del drama, si
bien drama breve y frustrado, géneros los tres de buena ley artística,
aunque no de alto coturno e hinchada prosopopeya, en cada uno de los
cuales acertó el señor Arniches a producir verdaderos arquetipos u obras
maestras, digo que este autor, justamente famoso en el género llamado
chico, viene, durante las dos ultimas temporadas, ensayando explayar sus
facultades en el género llamado grande.
Respetamos estos calificativos genéricos de grande y chico, ya que
circulan como buenos así entre el público como en la crítica. Rara cosa
es que, para juzgar una obra de arte, se empleen adjetivos que aluden al
volumen y no a la materia o sustancia de la obra. Este criterio implica
un hábito peculiar de la mente: el de clasificar en ordenación
jerárquica las cosas según sus dimensiones. Y así resulta a veces que
un kilo de lana pesa más en el aprecio, ya que no en la balanza, que un
kilo de platino, porque abulta más. Cosas de España, en donde un
discurso vacío, por ejemplo, vale, políticamente, más que una sentencia
preñada de sentido.
Como el señor Arniches ha sido por largos años autor de género chico, y
nuestro público es irreductiblemente afecto al encasillado, no es
empresa sencilla conseguir que se le considere ya como autor de género
grande, aunque escribiera varias tetralogías. Cuando más, se le otorgará
una categoría intermedia: autor de chico en grande. Esto es, que se da
por sentado que el señor Arniches, en sus obras de tres actos, continúa
siendo autor del género chico, si bien, por medio de artificios
ingeniosos, se las arregla estirándolo de suerte que alcanza la longitud
del género grande. Lo cual encierra un orden de verdad, pero a la
inversa. Las obras breves del señor Arniches, si no todas, muchas de
ellas son del género grande, pero comprimido dentro de estrechos
límites. Son del único género grande que hay en arte: el género de la
verdad, la humanidad y el ingenio. Así como el niño juega con una joya
sin sospechar su valor, tomándola por bujería, así el público y la
crítica españoles han venido divirtiéndose con la producción del señor
Arniches, tomándola de nimio pasatiempo y desestimándola, justamente
por eso, por ser pasatiempo, sin advertir que lo más precioso en la vida
es el buen pasatiempo. La religión, el arte, la política, la ciencia,
¿qué son sino pasatiempos? Mejores cuanto más intensos y
trascendentales. La religión aspira a resolver el problema del
pasatiempo para toda la eternidad, de manera que durante ella no nos
aburramos ni lo pasemos mal; y cuidado que es problemático no aburrirse
durante toda una eternidad... Como que, de aburridos con algo, decimos
que dura una eternidad. Otro pasatiempo es el arte, y, por lo tanto, el
arte dramático. En el breve lapso de una genuina obra dramática,
pasamos, no ya nuestro tiempo, sino el tiempo de muchas vidas, las de
todos los personajes, las cuales hemos vivido cabalmente por cuenta
propia. Tal es la trascendencia del arte como pasatiempo. Y esta
trascendencia existe en la mayor parte de las obras del señor Arniches.
En la temporada anterior, el señor Arniches dió al proscenio una comedia
en tres actos: _La señorita de Trevélez_. Me complazco en recordar esta
comedia, por varias circunstancias. Se supuso, con ocasión de su
estreno, que era un sainete estirado, género chico en grande, y que sus
alicientes reducíanse a la amenidad, la alegría y la gracia. Cierto en
lo tocante a gracia y amenidad, que no es poco. Pero, por lo que atañe
al resto del dictamen, nada más lejos de la verdad. _La señorita de
Trevélez_ es, en el fondo o intención, una de las comedias de costumbres
más serias, más humanas y más cautivadoras de la reciente dramaturgia
hispana, y, en consecuencia, una comedia hondamente triste, bien que con
frecuencia provoque la risa. Es también una de las comedias que
encierran y exponen una tesis real, patética y convincente, que persuade
al espectador sin valerse de artilugios retóricos, nada más que por la
fuerza suasoria y afectiva de un conjunto de hechos semejantes a otros
muchos hechos de todos conocidos. Cuando, a la vuelta de los años, algún
curioso de lo añejo quiera procurarse noticias de ese morbo radical del
alma española de nuestros días, la crueldad engendrada por el tedio, la
rastrera insensibilidad para el amor, para la justicia, para la belleza
moral, para la elevación de espíritu, pocas obras literarias le darán
ideal tan sutil, penetrativa, pudibunda, fiel e ingeniosa como _La
señorita de Trevélez_; así como de la altiva, pagana y enérgica
insensibilidad moral del renacimiento italiano, la idea más exacta la
adquirimos a través de las befas y farsas que de entonces nos quedan.
Hay, sobre todo, en esta obra un personaje, el señor Trevélez, que es
una creación fuera de lo común, uno de los caracteres más vivos y
amables, más fina y difícilmente artísticos del teatro español de estos
últimos años. Menciono su dificultad artística, porque es éste un
carácter humorístico, y el humorismo, manera enteramente personal y
subjetiva de contemplar el mundo y la humanidad, fruto de tolerancia
logrado solamente en espíritus adultos y perspicaces, no se compadece
con el teatro, que es suma objetividad artística, y en el cual el autor
debe dejar a sus personajes que se muevan y obren por sí, sin mostrarse
él mismo un instante.
Citábamos en un ensayo anterior cierta observación de Bergson sobre lo
cómico, y es que tan pronto como un personaje cómico inspira interés o
simpatía, cesa el efecto risible, cesa lo cómico. Así es, en efecto.
Cesa lo cómico, pero no nace necesariamente lo dramático sino cuando la
interioridad del personaje externamente cómico en la cual penetramos es
de naturaleza dramática, a causa de las pasiones o torturas que le
atosigan y remueven. Pero si el alma, imbuída en cuerpo risible, se nos
ofrece clara y desnuda, como un alma, no ya violenta y exaltada, sino de
normal diapasón, tierna, sencilla y en servidumbre de flaquezas comunes
y parvas contrariedades, que ella, en la estrechez de su conciencia a
que ha reducido el vasto mundo, se las figura de aspecto desmesurado y
trágico sentido, entonces se origina en nosotros un sentimiento
equívoco, epiceno de serio y de cómico; con el corazón estamos al lado
del alma cuitada, pero con la inteligencia analizamos su cuita y echamos
de ver que la desproporción entre la causa y el resultado nos induce a
una sonrisa de burla que la compasión nos reprime; no ha cesado ahora
para nosotros el efecto cómico del exterior del personaje, pero lo
cómico material se ha modificado, amalgamándose con lo
cómico-psicológico y con la simpatía; no asoman las lágrimas a nuestros
ojos, ni la sonrisa a nuestros labios, sino que permanecen dentro de
nuestro pecho, derretidas y envueltas las unas en las otras, pugnando
con tenue congoja por salir, aunque sin querer manifestarse. En suma,
nace entonces una de las maneras de humorismo: lo cómico romántico.
El género apropiado para presentar el humorismo de los caracteres es la
novela, puesto que, como hemos notado, los caracteres humorísticos se
corresponden con almas de normal diapasón que a sí propias se definen,
no mediante acciones extraordinarias, sino a lo largo de una copiosa
sucesión de hechos menudos y débiles vislumbres psicológicos, los cuales
recoge a su entero talante y con dilatada holgura el novelista, en tanto
el dramaturgo no dispone sino de pocas y culminantes acciones. Dickens,
en primer término; luego, Daudet, y, entre nosotros, Galdós y Palacio
Valdés, son maestros en la concepción y desarrollo de esos caracteres
humorísticos, cuerpos de ridícula traza y de entrañas sanas, de alma
buena y un tanto ridícula al propio tiempo, criaturas conjuntamente
bufas y adorables.
Galdós ha llevado alguna vez con éxito al teatro a estos personajes: don
Pío Coronado, de _El abuelo_; don Pedro Infinito, de _Celia en los
infiernos_. Pero deben advertirse dos circunstancias acerca del modo
como Galdós saca a escena estos personajes, a diferencia de cómo ellos
mismos, u otros de la familia, discurren a través de las novelas
galdosianas. Primera: los caracteres humorísticos de Galdós, en la
novela, están desarrollados con todo pormenor y deleitación; en el
teatro, no más que insinuados. Segunda: en la novela, el pergenio físico
de estos personajes abunda en trazos caricaturescos y agudos que punzan
inmediatamente los músculos de la risa; en el teatro, la caricatura se
mitiga hasta casi desaparecer, sin duda porque Galdós comprendía lo
arriesgado que es reunir teatralmente lo ridículo con lo patético en
todas las acciones y movimientos de un mismo personaje. Por
consiguiente, estos caracteres humorísticos son personajes secundarios
en el teatro de Galdós, en tanto el señor Trevélez es eje de la obra de
Arniches, aunque otra cosa diga el título de ella, y su carácter va
desarrollándose puntualmente en la experiencia espiritual del
espectador, a tiempo que, ante la experiencia sensible, se le está
mostrando, sin cesar, en caricatura. Por si acaso, traduciré este
concepto con mayor claridad aún. El espectador, tal como advierte con
sus sentidos al señor Trevélez, tal como le ve y le escucha, tal como le
juzga, por la experiencia sensible y externa que de él tiene, halla un
cúmulo de ridículas particularidades, que son otros tantos estímulos
para que la malignidad burlesca, que yace ingénita como integrante del
ser elemental humano, tome a chanza al señor Trevélez y se ría a su
costa. Pero, al propio tiempo, el espectador, por ministerio artístico
del dramaturgo, va pasando insensiblemente por otra experiencia de orden
espiritual, va compenetrándose con el alma del señor Trevélez, hasta que
se le aparece toda desnuda y delicada, y en este instante el personaje
teatral es digno de veneración sin dejar de ser ridículo. Conservar en
el fiel la balanza, con risas y lágrimas contrapuestas, es de extremada
dificultad en el arte dramático. La risa suele sobreponerse, y, al
desbordarse, la primera víctima es el autor. Añádase a la anterior
dificultad otra, peculiar del carácter del señor Trevélez. La
generalidad de los caracteres humorísticos son ridículos sin saberlo, y
hasta, por un fenómeno de inversión psicológica, reputan como admirable
lo que es ocasión de su ridiculez; por ejemplo, aquella señora de una
novela de Dickens que se ufanaba de una nariz absolutamente ridícula,
porque ella creía que era de clásico perfil, a lo Coriolano. El señor
Trevélez, en cambio, es deliberadamente ridículo, en holocausto al amor
fraternal; los que en torno de él giran y le dan vaya le imaginan
ignorante de su propia ridiculez. Presentar en escena un carácter con
tales matices y contradicciones aunadas era sobremanera expuesto. El
señor Arniches acertó a infundir tanto caudal de
humanidad en el señor Trevélez que
este personaje, una vez conocido,
permanece alojado en
las moradas de nuestra
memoria.


[Nota: _LA TRAGEDIA GROTESCA_]

[Nota: QUE VIENE MI MARIDO]

ARNICHES CALIFICA su última obra, _Que viene mi marido_,
de tragedia grotesca. ¿Qué nuevo concepto engendra este peregrino
ayuntamiento de antiguos conceptos: lo trágico y lo grotesco? Para los
que emplean las palabras sin ponderación ni examen, concediéndoles sólo
un valor aproximativo, lo grotesco es lo cómico exagerado y lo trágico
es lo dramático exagerado. Como quiera que el límite máximo y fatal de
la tragedia es la muerte, infiérese, según este sumario método de
discurrir, que la tragedia grotesca se reduce a comentar con bufonadas
la muerte. Si se añade que esta actitud ante la muerte no es la usual,
resulta que aquellos angostos, livianos y aproximativos entendimientos,
para los cuales lo real es lo usual, ya que no alcanzan ni por ende
admiten otra realidad que la acostumbrada, vienen a dar en que la
tragedia grotesca por fuerza ha de ser una forma falsa, arbitraria y
despreciable de arte. No pocos juicios de este linaje aparecieron con
ocasión de la última obra de Arniches. Se dijo que era una astracanada
lúgubre, una farsa macabra sin verosimilitud alguna. Esto de la
verosimilitud me recuerda cierto sucedido. Un famoso ceramista español
mostró a un su amigo, escritor, un ánfora que acababa de hacer, en la
cual campeaba una gran águila heráldica. El escritor sonrió
compasivamente ante aquel avechucho de dos cabezas, cuatro patas y
plumas historiadas y simétricas, y aconsejó al ceramista que en lo
sucesivo procurase hacer las águilas más verosímiles y conforme a
naturaleza. Luego, por su cuenta, decía irritado el ceramista: «¡Qué
bruto! No se ha enterado de que es un águila _estilizada_.» En efecto,
el arte no siempre persigue la verosimilitud. A veces, la voluntad del
artista se sobrepone a la realidad--que no otra cosa es el estilo, «el
estilo es el hombre»--y deforma o transforma las formas naturales; por
ejemplo, en las artes decorativas, y dentro de la dramaturgia, en la
farsa.
La farsa macabra no es de desdeñar, y menos en España, en donde viene de
tradición milenaria y acaso por idiosincrasia espiritual. Su origen
patente se remonta a Séneca, a quien Nietzsche llamó, con expresión
feliz, «el torero de la virtud». El estoicismo de Séneca se diferencia
de las demás disciplinas de estoicismo por lo pronto en el tono, que así
como en éstas es austero y enjuto, en aquél es socarrón y pingüe. El
estoicismo tiene dos aspectos: uno positivo, la práctica de la virtud;
otro negativo, la serenidad ante las adversidades y la muerte. El
estoicismo ibérico se desentendió de lo positivo, y así se quedó en una
moral negativa, compatible con toda inmoralidad activa. Séneca predicaba
la virtud, pero la burlaba con ágiles quiebros y vivía muellemente. La
picaresca española es la historia anecdótica del estoicismo senequista
en acción. El pícaro era un estoico y un sinvergüenza. El pícaro se
reía, con ánimo sereno, del hambre, del sufrimiento y de la muerte. En
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