Las máscaras, vol. 2/2 - 01

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OBRAS DE R. PÉREZ DE AYALA

TINIEBLAS EN LAS CUMBRES. _Novela._ Publicada con el seudónimo
«Plotino Cuevas».
A. M. D. G. LA VIDA EN UN COLEGIO DE JESUITAS. _Novela._
LA PATA DE LA RAPOSA. _Novela._
TROTERAS Y DANZADERAS. _Novela._
LA PAZ DEL SENDERO. EL SENDERO INNUMERABLE. _Poemas._
PROMETEO. LUZ DE DOMINGO. LA CAÍDA DE LOS LIMONES. _Tres novelas
poemáticas._
HERMAN, ENCADENADO. Notas de un viaje al frente de guerra italiano.
POLÍTICA Y TOROS. _Ensayos._
LAS MÁSCARAS. Volumen I.
LAS MÁSCARAS. Volumen II.


RAMÓN PÉREZ DE AYALA
LAS MÁSCARAS
VOLUMEN II
_LOPE DE VEGA_, _SHAKESPEARE_,
_IBSEN_, _WILDE_, _DON JUAN_
MCMXIX
EDITORIAL "SATURNINO CALLEJA" S.A.
CASA FUNDADA EL AÑO 1879
MADRID
PROPIEDAD
DERECHOS RESERVADOS
PARA TODOS LOS PAÍSES

COPYRIGHT 1919 BY
RAMÓN PÉREZ DE AYALA

Imprenta Clásica Española.--Madrid.


LAS MÁSCARAS


[Nota: _ÓSCAR WILDE O EL ESPÍRITU DE CONTRADICCIÓN_]

TIENEN INGLESES y franceses una expresión usual y
sobremanera significativa, que explica cumplidamente el carácter y
conducta de ciertas personas: _spoiled baby_ y _enfant gaté_. En
castellano carecemos de un modismo que reproduzca con exactitud aquella
expresión. Lo más aproximado, dentro de las locuciones acostumbradas que
aluden a hechos cotidianos, sería _niño mimado_. _Spoiled baby_ y
_enfant gaté_ son frases que las dos quieren decir lo mismo; valen tanto
como «niño echado a perder». Aun suponiendo que nuestra expresión se
corresponda en la realidad con las otras dos extranjeras, o sea, que
todas tres designen el mismo fenómeno, es de advertir que nosotros,
pecaminosamente especulativos allá hacia la época en que por último se
formó nuestra habla, nos detuvimos a señalar la causa, el _mimo_, en
tanto ingleses y franceses, más prácticos, se conforman con indicar el
efecto o resultado: la _perdición_. Pero no designan las tres el mismo
fenómeno, sino que entre la una y las otras dos hay notables
diferencias.
_Niño mimado_ se aplica literalmente a los niños; sólo por excepción y
abusivamente a las personas talludas. _Spoiled baby_ se predica
indistintamente de chicos y grandes.
_Niño mimado_ puede serlo un niño tonto y feo, porque el mimo sobrado
viene de los progenitores, los cuales contadas veces reconocen tontería
ni fealdad en los frutos de su amor. En el _spoiled baby_ se presuponen
ciertas cualidades anejas: rara hermosura o brillantez de inteligencia.
El vino se echa a perder; no el vinagre. El niño o persona, en este
caso, no ya se ha echado a perder por culpa de sus padres, mas también
por obra de sus relaciones y amistades.
El _niño mimado_ es odioso. El _spoiled baby_ es amable; rinde la
voluntad de cuantos le rodean.
Examinemos por lo sucinto algunos rasgos psicológicos del niño echado a
perder. Puesto que está avezado a rendir voluntades, su voluntad se le
representa soberana. Siéntese como entronizado en el centro del
universo. Si por ventura quienes le acompañan se distraen de él un
punto, requeridos por algún afán o preocupación, él ha de solicitarles a
que no dejen de mirarle y oírle; como asimismo, por el medio que sea, y
todos son excelentes si logran el fin, ha de provocar la curiosidad y
atención de quienes no tuvieran noticia de él. Si habla, todos asienten;
pero si él asintiese a lo que los demás se han adelantado en decir, ya
no sería el centro del universo. Es, pues, el espíritu de contradicción,
encarnado en un cuerpo favorecido y en una inteligencia privilegiada,
porque el mundo no tolera la contradicción si no se presenta adobada de
gracias e incentivo. El primer _spoiled baby_ fué, sin duda, Lucifer, el
ángel más hermoso y amado del Eterno. Cayó al tártaro negro e
irreparable, porque a la postre, y a pesar del donaire con que vaya
aparejada, ni Dios resiste la contradicción sistemática y activa, la
rebeldía, con ser Dios infinitamente misericordioso.
El _spoiled baby_ no toma la vida en serio, porque sólo a sí propio se
toma en serio, que es la mayor falta de seriedad. Lo demás de la
vida--hombres, cosas, ideas y sentimientos--no es sino un juguete. De su
falta de seriedad no es siempre él responsable; antes bien, los
semejantes con quienes fué tropezando y que se le doblegaron. Son
circunstancias éstas que convienen también al carácter femenino. El
hombre se pone serio por primera vez cuando echa de ver que el acto no
corresponde necesariamente al deseo, por haber hallado resistencia, y
comprende que entre el deseo y el acto es menester incluir el esfuerzo.
Pero el _spoiled baby_ no conoce el esfuerzo, por no haber conocido
obstáculos. El leñador que descarga hachazos en un tronco, se pone
serio, porque está esforzándose. La risa, espiritual y corporalmente, es
incompatible con el esfuerzo. Si sobreviniese un hada y le diese la
mágica varita con que tocando a los árboles se atierrasen por sí, de
allí en adelante le parecía al leñador su oficio cosa de juego. El
_spoiled baby_ posee la varita mágica; su vida es un juego gracioso;
toda la vida es un juego gracioso. Su corazón rezuma generosidad y
simpatía, un poco frías desde luego, por todas las cosas. ¿Cómo ha de
ser malo y avieso, ni creer en el mal, si no ha visto el mal de cerca,
si nadie le ha hecho daño, ni siquiera en la vanidad? ¿Por qué ha de
fruncir las cejas ante la vida, no habiendo recibido de ella sino
halagos y sonrisas? Cuando más, insospechada vislumbre del ajeno dolor
le herirá, con emoción sentimental y momentánea.
El espíritu contradictorio se manifiesta en la vida de relación
adoptando de preferencia la vanidad y el cinismo como actitudes
convencionales, y por convencionales, un tanto ingenuas.
Pasan los años. Aunque el niño se hace hombre corporalmente, tal vez
prosigue porque el mundo le lisonjea y acata, siendo niño echado a
perder. Y el escarmiento, al cabo, descarga sobre su enhiesta cabeza. El
escarmiento acudirá, moroso acaso, pero es indefectible. Porque la
impunidad en la contradicción de palabra induce a la contradicción de
obra, y en esto termina, y el mundo, que tolera y aun festeja que un ser
fuera de lo común se divierta y chancee a costa de las ideas comúnmente
recibidas, no admite en cambio que un niño antojadizo quebrante de hecho
las normas de convivencia que secular y penosamente se han ido
adoptando; no admite la rebeldía individual, el escándalo. El
escarmiento es indefectible. El pobre niño mimado pasa a ser un hombre
despreciado. Y la vida, que antes juzgó fiesta liviana, ahora gravita
sobre él a la manera de una gran tragedia. No hay tragedia semejante a
la tribulación de un niño, porque siendo para él la propia voluntad todo
el universo, rota su voluntad, el universo se desploma hechos añicos. Es
la máxima sensación de lo irreparable.
Los fracasos y derrotas de los hombres provienen de que suele andar en
ellos alterado el curso del tiempo y trocadas las edades. Unos han sido
hombres prematuramente. No han tenido infancia en su debida sazón. Como
nadie puede dejar de ser niño, siquiera sea una vez a lo largo de la
vida, éstos se sienten niños a deshora, que es gran desdicha. Lo propio
sucede con la mocedad. Otros no dejan jamás de ser niños, pero sin
llegar a ser hombres. ¡Cuitados! Serán presa de los demás, y, bien que
alcancen el reino de los cielos, un hemisferio terrena de la vida les
permanecerá ignorado. La armonía de la vida redúcese a saber hacerse
hombre sin dejar de ser niño; en tomar la vida en serio, sin perder la
alegría.
Hemos esbozado aquí una de las formas del espíritu de contradicción,
aquella que se engendra del haber vivido sin obstáculos. En el polo
opuesto está otro espíritu contradictorio, que es forma de reacción
contra el ambiente hostil, y se origina de la vanidad lastimada.
Equidistante de una y otra manía de contradecir se mantiene la comezón
negativa y espíritu de contradicción, que nace de mera estupidez. Lo
primero, aunque impertinente es, por lo general, noble, ligero y
optimista. Lo segundo, acre, mordaz y no menos impertinente. Ambos,
divierten, a sus horas. Lo último, nada más inaguantable y nauseabundo.
Si alguien se ha ajustado al patrón ideal del _spoiled baby_, en todos
sus perfiles, ha sido el escritor inglés Oscar Wilde, así en su vida
como en sus obras. Favorecido con los más peregrinos dones de
inteligencia y sensibilidad, personal prestancia y posición social, no
le estorbó para ser un gran hombre sino el haber sido y haber continuado
siendo un niño mimado y echado a perder. Nada tan bizarro como su vida
voluntariosa y afectada; nada tan trágico como su escarmiento.
En su libro _De Profundis_, escrito en la cárcel, en los momentos más
amargos de su escarmiento y caída, se expresa así Oscar Wilde: «Los
dioses me lo habían dado casi todo. Pero yo me dejé extraviar y caer en
largos encantamientos de ociosidad insensata y sensual. Me divertía ser
un _flaneur_, un _dandy_, un hombre a la moda. Fuí pródigo de mi propio
genio. Despilfarrar una eterna juventud me proporcionaba curiosa
alegría. Cansado de estar en las alturas, descendí deliberadamente a los
abismos, en busca de nuevas sensaciones. La perversidad en la esfera de
la pasión fué para mí lo que la paradoja en la esfera del pensamiento.
Más y más indiferente hacia la vida ajena, jugué con cuanto me placía, y
seguí adelante... Acabé en horrible desgracia.»
Comenzó por no ver en el universo sino interesante juego de apariencias,
que viene a ser como pensar que la vida es una mascarada alegre. «Los
superficiales son los únicos que no juzgan por apariencias»--dijo--. «La
estética sólo manipula apariencias agradables. La estética es
independiente y superior a la ética. Es menester comenzar por hacer de
la propia vida una obra de arte.»
Así, profesó ser, ante todo, un esteta. Veamos en qué consistió la obra
de arte que hizo de la propia vida, conforme aquellos principios.
Conquistada ya sonora nombradía, hace un viaje al Norte de América
(1882). Se lanza a pasear por las calles de Nueva York ataviado con este
indumento: ondas de cabello castaño, cruzándole la frente, caían hasta
los hombros; corbata chalina, de un verde fantástico; casaquín de
terciopelo; calzones cortos, ceñidos; medias de seda y zapatos de
hebilla. En la mano conducía un enorme girasol. Como para una alegre
mascarada.
De vuelta en Europa, y visitando el museo del Louvre, le sorprende y
fascina un busto de Nerón, a causa del insólito y sorprendente corte y
rizado de los cabellos. Preséntase en Londres, ya con la testa aderezada
según el tocado neroniano, e introduce la moda masculina de los claveles
verdes en el ojal. Entonces escribe a su amigo Sherard (autor de _La
vida de Oscar Wilde_, y _El verdadero Oscar Wilde_, de donde tomo los
datos anecdóticos): «La sociedad necesita que se le cause maravilla, y
mi tocado neroniano la ha maravillado. Casi nadie me reconoce, y todos
aseguran que me hace muy joven, lo cual, desde luego, es delicioso.»
_Punch_ y otros periódicos cómicos publicaron caricaturas y sátiras
sobre el «eminente esteta». Para Wilde, todo esto era delicioso; la alta
sociedad inglesa le celebraba. Entre la alta sociedad, las cuestiones
del traje no constituyen dogma. Se soporta toda arbitrariedad o
descuido, a no ser en aquellas personas que no presentan otro título
para el acceso al trato social sino la corrección en el vestir y la
conformidad con los cánones de la moda. El linaje, la fortuna o la fama
son prerrogativas exentas del rigor indumentario. Oscar Wilde poseía dos
de estas prerrogativas: el nombre familiar y el renombre de su talento.
Podían, pues, pasar su espíritu de contradicción en los atavíos y su
paradójico cinismo intelectual. (En _Lady Windermere’s fan_, comedia de
Oscar Wilde, hay estas dos frases: «Es absurdo dividir a la gente en
buena y mala. La gente es o encantadora o tediosa.» «¿Qué es un cínico?
Un hombre que conoce el precio de todo, pero no conoce el valor de
nada.»)
De esta época son las cuatro comedias modernas de Oscar Wilde.
Pero el espíritu de contradicción de Oscar Wilde fué más lejos y se
mostró en actos. Llamaba y hacíase llamar de sus amigos por el nombre de
pila, y los abrazaba y besaba al encontrarlos y despedirlos, en lugar de
darles la mano; costumbres que, aunque admitidas en otros países (la
primera, en España; la otra, en Italia), escandalizaban a la sociedad
inglesa. Añádase que sus amigos eran todos tiernos mozos.
Comenzaron a fraguarse graves sospechas sobre la limpieza de su
conducta. Oscar Wilde, con afectada pomposidad y aquel su nativo
donaire, desafiaba la pública opinión. Una carta suya a un amigo vino a
parar en manos de unos desalmados, los cuales, habiéndola interpretado
como les convenía, y después de enviar copia de ella a Beerbohm Tree,
actor de las comedias de Wilde, consideraron que el documento podía
valerles buen dinero. Esta carta fué la pieza de convicción más fuerte
contra Wilde, en el proceso que le acarreó la prisión. El mismo Wilde
refería, antes del proceso, el incidente de la carta, como dando a
entender que era inofensiva. En el proceso habló del asunto en estos
términos: «Se presentó un hombre en mi casa. Dije: supongo que viene
usted con motivo de mi hermosa carta. Si usted, tontamente, no hubiese
enviado una copia a mister Beerbohm Tree, yo hubiera pagado con gusto
mucho dinero por tener esa carta, porque la considero una obra de arte.
Y dijo él: de esa carta se pueden sacar muy curiosas consecuencias. Yo
repliqué: el arte es muy difícil de entender para las clases criminales.
El dijo: una persona me ha ofrecido por ella sesenta libras esterlinas.
Dije: si usted se guía por mi consejo, véndasela. A mí mismo nunca me
han pagado tanto por una obra de tan corta extensión. Pero me
enorgullece saber que en Inglaterra hay quien considera que una carta
mía vale sesenta libras.» Quedó el otro perplejo; concluyó confesando
que no tenía un cuarto, y Wilde le dió unos chelines de limosna.
La carta estaba dirigida a lord Alfredo Douglas. El poeta francés Pierre
Louys la tradujo, convirtiéndola en soneto, que se publicó en la revista
titulada _La Lámpara del Espíritu_. He aquí el primer cuarteto y los dos
tercetos: «Jacinto, corazón mío, dios joven, dulce y rubio; tus ojos son
la luz del mar. Tu boca, la sangre roja de la tarde en que mi sol se
pone. Te amo, zalamero joven, caro a los brazos de Apolo. Huyes de mí,
a través de las puertas de Hércules. Ve. Refrigera tus manos en el claro
crepúsculo de las cosas, en donde desciende el alma antigua, y vuelve,
Jacinto adorado. ¡Jacinto, Jacinto! Porque quiero ver en los bosques
siriacos tu bello cuerpo, siempre extendido sobre la rosa y la menta.»
En oídos españoles, esto sonará con alarmantes sugestiones. Téngase en
cuenta que es sólo literatura. Loores no menos desconcertantes y
poéticos abundan en los sonetos de Shakespeare, dedicados a un amigo, y
en la correspondencia entre Goethe y Schiller. La opinión más cuerda
sobre aquella carta de Wilde la dió el juez Wills, presidente del
tribunal: «No quiero--dijo--expresar el juicio que me merece el
acusador, a causa del uso que hace de esa y otras cartas. Lo único que
me atrevo a indicar es que, acaso porque soy un majadero en materias de
arte, no acierto a ver en el lenguaje de esa carta la extrema belleza
que pregonan.»
Era acusador de Wilde el hoy universalmente conocido gobernante sir
Eduardo Carson. Preguntó Carson a Wilde si consideraba dentro de los
términos ordinarios la carta a lord Alfredo Douglas. Wilde respondió:
«Lo que yo escribo es todo extraordinario. ¡Cielos! Si precisamente he
procurado siempre no caer en lo ordinario.» Otra pregunta de Carson:
«¿Suele usted beber champaña?» Wilde: «Sí. Helado es una de mis bebidas
favoritas, por cierto muy en contra de las prescripciones de mi médico.»
Carson (malhumorado): «No hagamos caso ahora de las prescripciones de su
médico.» Wilde: «Nunca he hecho caso de ellas.» Cada vez que se
mencionaba alguna amistad de Wilde, Carson inquiría la edad. «¿Qué edad
tenía?»--pregunta Carson por milésima vez--. Wilde responde, hastiado:
«Realmente, yo no llevo un censo.» Carson insiste. Dice Wilde: «Calculo
que unos veinte años. Era joven, y en esto se cifraba una de sus
atracciones. Me deleita la compañía de los que son mucho más jóvenes que
yo. No reconozco otra especie de distinción social. Para mí, el simple
hecho de ser joven es tan admirable, que prefiero hablar media hora con
uno de ellos antes que sufrir un largo interrogatorio, aunque sea tan
hábil como el del señor acusador.» Más adelante declaraba que le atraía
el trato de los jóvenes porque gustaba de que gustasen de él (_I like to
be liked_), y le complacía pontificar y que le escuchasen
religiosamente. Alma débil, necesitaba del calor de la lisonja, como el
reumático necesita del calor de las bayetas.
A consecuencia del escandaloso proceso, hundióse la vida de Oscar Wilde.
Le llegó el escarmiento; paró en la cárcel. Allí escribió su _De
Profundis_, libro que pretende ser un acto de humildad y de contrición,
pero que no es sino una nueva actitud afectada. Era ya demasiado tarde
para que el niño echado a perder se trocase enteramente en hombre.
Cuando apareció este libro, Ramiro de Maeztu me dijo: «Me hace el efecto
de un _dandy_ que, aun después de muerto, se presentase ante el eterno
tribunal de Dios fumando con petulancia un cigarrillo de boquilla dorada
y echando el humo en roscas.» Exacto. Ni en los paisajes más patéticos
de este libro consigue Wilde desentenderse de sus fútiles preocupaciones
y vanidades. Hablando de la muerte de su madre, acaecida en tanto él
estaba en la prisión, escribe: «Yo, _que fuí un tiempo señor del
lenguaje_, no encuentro palabras, etc., etc.» Fría retórica.
Algunos amigos procuraron defender a Wilde. Madame de Bremont, amiga de
la madre de Wilde, hasta inventó una teoría al efecto, según la cual no
sale en verdad muy bien parado Oscar Wilde. «Estando Esperanza (madre de
Wilde) encinta de su infortunado hijo, deseaba ardientemente que fuese
hembra. Para dar con la solución de la personalidad y genio paradójicos
de Oscar Wilde, debemos mirar a su alma. Cuando la unión del cerebro y
del alma es anormal, el producto es el genio. Esto se debe al estado
híbrido en donde alma y cuerpo están atados en antítesis sexual. El alma
femenina en el cerebro masculino crea el genio en el hombre; el alma
masculina en cerebro femenino crea el genio en la mujer.» Y luego: «Su
no secreta antipatía a las mujeres, como tales mujeres, y su ostentoso
entusiasmo por el hombre, en cuanto hombre, es buena prueba del alma
femenina de Oscar Wilde.» Por último: «Oscar Wilde hubiera sido una
mujer buena y noble si su alma se hubiera alojado en un órgano
acomodado, en un cerebro femenino.»
Mejor lo defienden Sherard y Gide. El primero escribe: «Nunca vi en él
nada afeminado. La impresión que siempre me produjo fué la de ser todo
un hombre, y su alma, asimismo masculina.» Y Gide dice: «Nada, desde que
frecuenté a Wilde, me hizo sospechar nada.»
Salió de la cárcel y de Inglaterra; escondióse a las miradas del mundo y
arrastró miserable existencia. Hubo momentos en que el más delicado
agasajo con que le podía brindar alguno de sus amigos leales era una
camisa limpia o un cuello postizo. ¡Un cuello postizo! Y ni aun siendo
el hombre deshecho y echado a
perder, dejó de ser el niño echado
a perder, vanidoso, contradictor
y obsesionado por adoptar
actitudes teatrales.


[Nota: _LAS COMEDIAS MODERNAS DE WILDE_]

EN 1901, ANDRES Gide dedicaba amistosas páginas _In
Memoriam_ a Óscar Wilde, muerto un año antes. Allí se dice: «Cuando su
escandaloso proceso, algunos escritores y artistas intentaron una
especie de salvamento, apelando a la literatura y al arte. Confiaban
excusar la conducta del hombre enalteciendo la obra del escritor. De
donde se siguió un error; porque, ¡ay!, es preciso reconocerlo, Wilde no
es un gran escritor. Sus obras, más bien que sostenerle a flote, no
parece sino que se hundieron con él.» Y Gide consagra su pluma antes a
vindicar al hombre que a encarecer al literato.
Al cabo de diez y seis años, se ha confirmado la validez del juicio de
Gide.
Oscar Wilde es un escritor interesante, dotado de cierto hechizo
intelectual y sensual que hará siempre gustosa la lectura de sus obras,
un escritor gracioso y agraciado, esto es, favorecido por las Gracias;
mas para ser un gran escritor le faltó concepto preciso del mundo y
hondo sentido de la vida.
En época de boyancia y esplendor, decía él mismo que todas sus obras
eran técnicamente perfectas. Si las ideas de «forma» y de «técnica» se
restringen al mero escrúpulo de lenguaje, sin duda los escritos de Wilde
se aproximan a la perfección. Pero la técnica literaria circunda y
abarca materias más graves que la corrección del lenguaje. Wilde lo
comprendió así en cuanto le dieron tiempo para pensar sobre el asunto
con alguna circunspección, habiéndole encerrado en una cárcel. Declaró
entonces que le repugnaban todas sus obras. Y algún tiempo después
reiteraba su pensamiento con estas palabras: «Escribí cuando no conocía
la vida. Ahora que conozco el sentido de la vida nada tengo que
escribir; sí sólo vivir. Fuí feliz en mi prisión porque dentro de ella
di con mi alma. Lo que antes había escrito, lo había escrito sin alma.
Lo que he escrito luego, guiado por mi alma, día llegará en que el mundo
lo lea.» Sin embargo, y a pesar del divino hallazgo de la propia alma,
en los escritos posteriores a su confinamiento hasta el presente
conocidos (pues se asegura que algunos permanecen todavía inéditos), en
relación con los anteriores, se observa que lo que hubieron de perder en
alacridad no consiguieron trocarlo en hondura y aplomo. Continuaba
siendo Wilde niño echado a perder, hombre frustrado. No acertó a tomar
la vida en serio antes ni después de estar preso; de ídolo ni de
réprobo.
Huído de Inglaterra, hallábase Wilde en Argel, en donde por caso dió con
él Gide, el cual refiere: «Una de las últimas noches de Argel parecía
que Wilde se había propuesto no decir nada en serio. Yo llegué a
irritarme un poco con sus paradojas, demasiado espirituales... De
pronto, inclinándose bruscamente sobre mí--¿quiere usted saber, dijo, el
gran drama de mi vida? Consiste en que he consumido todo mi genio en
vivir, y en mis obras sólo he empleado mi talento.»
Oscar Wilde se ufanaba, con abusiva reiteración, de ser un genio;
pertinacia, más que vituperable, sospechosa, porque indica una de dos, o
que él no estaba muy seguro, o que los demás no lo estaban.
Aquella misma noche de Argel le confesaba Wilde a su amigo que no eran
nada buenas sus comedias, que no las tenía en ninguna estima, y que casi
todas las había escrito por apuesta. Afectaba desdén hacia sus
producciones literarias, mostrando de esta suerte que había concentrado
su genio en la vida por la vida misma, haciendo de ella una obra de
arte. Si cabe hacer impecable obra de arte de la propia vida, el
arquetipo o ideal de este género artístico, a pesar de que un personaje
de Wilde afirme ser invención de nuestros días, lo trazó Platón hace
siglos, y de entonces acá no ha mudado: «lo más hermoso es ser sano,
rico, honrado entre los compatriotas hasta la extrema vejez, y ser
enterrado con decoro por los hijos».
¿En qué reveló Wilde su genio, a través de su vida? El genio se revela
necesariamente en las obras o en las acciones. En las obras: el genio de
la mente, el genio creador, el genio artístico. En las acciones: el
genio del carácter, el heroísmo y la santidad.
En cuanto á las obras, bien que Wilde no reputase geniales las suyas
propias, ha habido quien le calificó de genio literario. ¿Lo fué
realmente?
Un escritor inglés contemporáneo, John Bailey, estudiando la genialidad
de Boswell, biógrafo del doctor Johnson, escribe: «Si el término _genio_
se toma en su estricta acepción moderna, que vale tanto como
trascendental potencia de espíritu, acepción en que lo aplicamos a un
Miguel Angel, por ejemplo, es absurdo pretender que este título le
conviene a Boswell. Pero úsase asimismo la palabra en otro sentido más
laxo y añejo, significando definidamente el hombre que establece una
originalidad importante y crea una manera nueva en algunas de las
actividades serias de la vida, arte o literatura, política o guerra, y
en tal caso, Boswell fué, sin disputa, un genio.» Boswell creó la forma
moderna de la biografía.
Ni en la acepción estricta ni en el sentido laxo es admisible predicar
la raridad de genio en Oscar Wilde, juzgando su obra. El don del ingenio
sí que lo poseyó; ingenio fuera de lo común.
¿Acaso el genio literario es otra cosa distinta de aquellas dos
categorías que establece John Bailey? Wilde definió a su modo,
paradójicamente, el genio literario. Hay dos especies de escritores,
decía: unos, que asientan respuestas; otros, que formulan preguntas. Es
menester averiguar si se es de los que responden o de los que preguntan,
porque el que pregunta nunca es el que responde. Hay obras que esperan;
no se entienden durante largo tiempo. Es porque asientan respuestas a
preguntas que todavía no se han formulado, pues a veces la pregunta
sobreviene con terrible retraso respecto de la respuesta. Claro está que
el genio literario es el que se anticipa a responder lo que preguntará
la Humanidad futura.
La anterior paradoja nos parece sumamente ingeniosa, y al pronto nos
aturde como si nos hubieran dado una gran sacudida. Eso es las más de
las veces la paradoja: un razonamiento vertiginoso y capcioso, un volver
el pensamiento cabeza abajo. Pero si nos detenemos un punto a aquilatar
su verdad, el artificio se nos desbarata entre los dedos. Los grandes
escritores no son los que de antemano dan respuesta a preguntas del
porvenir, por la sencilla razón de que todas las preguntas esenciales
están ya formuladas desde el orto de la conciencia humana. Lo que cambia
en cada época y pueblo es el modo de la pregunta, su expresión
circunstancial. Los grandes escritores son aquellos que mejor han sabido
responder a las preguntas esenciales y eternas, según el modo y
expresión de su tiempo y pueblo. Y en esto está el secreto de su
universalidad, en el espacio, y de su perduración, en el tiempo. Oscar
Wilde no es uno de los escritores contemporáneos que mejor han sabido
responder a las preguntas eternas, tal como se han planteado en los
últimos años.
Si en sus obras no se acredita de genio, por de contado que en sus
acciones no fué héroe, ni mucho menos santo.
Ya que él mismo estigmatizaba sus obras, por deleznables, y su vida
social fué tan desastrada como sabemos; entonces, ¿en qué sustentaba su
jactancia de genialidad? En su conversación. ¡Peregrina vanagloria! Era
un genio de la charla. «Wilde no hablaba, narraba», dice Gide. Así como
algunas gentes deben su buena acogida en el trato de gentes a una
copiosa _summa_ de chascarrillos pornográficos, que vierten en el
intercambio cuoloquial, venga o no a pelo, Oscar Wilde llevaba
archivados en la memoria unos cuantos cuentos y apólogos, sobremanera
poéticos, a veces hasta mistagógicos, y así que se le presentaba una
coyuntura los recitaba con gran entonación. Sus conocidos afirman que
cuando repetía una de sus fabulillas, las palabras eran las mismas
exactamente. Así estas narraciones orales, como sus cuentos escritos,
son deliciosas flores de la fantasía.
En resolución, se nos presenta Oscar Wilde, en su vida y en sus obras,
como el niño a quien echaron a perder la inteligencia, por la
exageración inconsiderada de las alabanzas; el carácter, por haberle
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