Las máscaras, vol. 2/2 - 04

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de la Barca.)
¿Osaremos disolver el lazo que une a las palabras, como por afinidad o
parentesco preestablecidos, y la combinaremos conforme nuevos e ingratos
maridajes, a fin de que el verso se vuelva prosa? Intentémoslo, no sin
reverencia y remordimiento: «Aquel ruiseñor amante es quien me da
respuesta, enamorado constante a su consorte que está un ramo más
adelante. Ruiseñor, calla; no me hagas aquí imaginar, por las quejas que
te oí, cómo sentirá un hombre si así siente un pájaro.» ¿Qué ha sucedido
después de la manipulación arbitraria a que hemos sometido los versos?
Advirtamos que, no obstante haber repetido antes la misma manipulación,
hasta ahora no se nos antojaba ser arbitraria. ¿Por qué? Porque ahora
nos damos cuenta que hemos echado a perder unos verdaderos versos. Las
frases de Justina eran, en la forma, versos; en la sustancia, poesía.
Desfigurada la forma, roídas las aristas del cristal, la sustancia
poética permanece incorruptible, saturando la prosa; pero echamos de
menos algo que le es necesario, no ya el sonsonete, sino la musicalidad.
Si un inglés traduce los anteriores versos a su idioma, pero en prosa,
cuantos lean la traducción percibirán su valor poético. Pero si el
traductor es un poeta, se verá como arrastrado a emplear el verso y
musicalizar la emoción. Y así resultará:
Tis that enamoured nightingale
Who gives me the reply:
He ever tells the same soft tale
Of passion and of constancy
To his mate, who rapt and fond
Listening sits, a bough beyond, etc., etc.
(Traducción de Shelley.)
6. _Resultado de esta experiencia._--La poesía versificada permanece
sustancialmente, aunque el verso se mude en prosa, salvo la musicalidad.
Con estas seis experimentaciones nos damos por satisfechos.
Clasifiquémoslas ahora, sometiéndolas a diversos criterios.
_Conforme al primor, a la conveniencia y a la necesidad._--En los dos
primeros casos el verso no enaltece la prosa; pero le otorga cierto
primor y fluidez graciosa. El sonsonete agrada y distrae. En los casos
tercero y cuarto, el verso es fea prevaricación de la prosa. El
sonsonete sobra, y cuando no da que reír, irrita. En el caso quinto, el
verso, ya que no necesario, es conveniente, cuando menos para grabar
distintamente la sentencia en la memoria. En el caso sexto el verso, en
ministerio de música, es necesario.
Por lo cual, de aquí en adelante, prescindiremos de los casos tercero y
cuarto, en los cuales no se trata de verso, ni de poesía, ni Cristo que
lo fundó.
_Conforme a la naturaleza de lo que se expresa._--En los casos primero,
segundo y quinto, se expresan sucesos ordinarios, normales. En el caso
sexto, un hecho de intensidad fuera de lo común. En los casos primero y
segundo, se expresan juicios y observaciones acerca de lo que ha pasado
y no se espera que vuelva a ocurrir. En el quinto, con ocasión de lo que
ha pasado, y considerando que se repetirá otras muchas veces, el
discurso se traduce como norma de conducta. En el caso sexto, ya no se
expresa un juicio, una observación o una norma, sino una emoción
profunda y perdurable. No ya lo que ha pasado o lo que se ha de repetir,
sino lo que en el punto mismo se siente como que abarca la vida entera y
se presume que ha de mantenerse igual toda la vida.
Derivemos algunos corolarios con relación al arte dramático.
Corifeos y propugnadores del teatro en prosa desdeñan, con aire de
burla, el teatro en verso, fundándose en que el verso no es natural. Un
hombre que está en sus cabales no pide en verso que le sirvan la sopa.
En efecto, para pedir en verso la sopa hay que apelar a ciertos
embolismos fútiles. Si es invierno:
(_El personaje se frota las manos y el cuerpo._)
Con este frío indecente,
no hay ropa que sea bastante.
(_Dirigiéndose a la criada._)
Sirve la sopa al instante.
(_Sorbiendo con satisfacción._)
¡Qué rica está y qué caliente!
Si es en estío:
(_El personaje, en mangas de camisa y a bufidos._)
¡Qué calor, Dios soberano!
(_Dirigiéndose a la criada._)
No hay quien resista la ropa...
Muchacha, sirve la sopa.
(_Prueba una cucharada y la repugna._)
¿Quién traga sopa en verano?
Evidentemente, no es natural pedir en verso la sopa. Pero el conato de
pedirla en verso nos ha servido para algo: nos hemos percatado de los
diferentes efectos fisiológicos y psicológicos de la sopa, según la
estación. Y sobre todo, al aceptar el verso como mera futilidad, nos
hemos reído; porque todo lo fútil es cómico. Por donde se nos ocurre que
se puede emplear el verso como artificio cómico deliberadamente. Ya
tenemos una primera intuición de la poesía festiva. De aquí en adelante
no juzgaremos irremisiblemente absurdo comer en verso. Y si no, veamos:
La mesa tenemos puesta;
lo que se ha de cenar, junto;
las tazas de vino, a punto;
falta comenzar la fiesta.
* * * * *
La ensalada y salpicón
hizo fin; ¿qué viene ahora?
La morcilla. ¡Oh gran señora,
digna de veneración!
¡Qué oronda viene y qué bella!
¡Qué través y enjundia tiene;
Paréceme, Inés, que viene
para que demos en ella. Etc., etc.
(_Una cena_, de Baltasar
de Alcázar.)
Luego parece natural que en el teatro cómico y humorístico se emplee el
verso.
Dicen los enemigos del verso que no es natural. Los ingleses hacen
versos; los franceses hacen versos, y los italianos, y los alemanes, y
los suecos; y los hicieron griegos y romanos; y el verso es anterior a
la escritura. Precisamente para esto se inventó el verso: para conservar
en la memoria gestas, leyes y aforismos morales. Todo lo que existe es
natural. El verso ha existido siempre y existe universalmente.
Cuando se repudia el verso, por antinatural, se quiere dar a entender
que su existencia no es ordinaria, frecuente, cotidiana. Una persona
está viviendo durante millones de segundos, y se muere sólo en un
segundo; lo cual no significa que la muerte sea menos natural que la
vida. Tampoco el verso es menos natural que la prosa.
Pero no deja de asistirles alguna razón a los enemigos personales del
verso. Así como en la historia de un hombre lo natural es que la muerte
sólo representa un solo instante frente a innumerables instantes de
vida, si bien todos estos instantes gravitan hacia aquel instante único;
de la propia suerte, durante el curso de la vida humana, y su
correspondencia la expresión oral, la prosa prepondera, en proporción
disforme, sobre el verso, si bien todo el caudal de prosa aspira
ciegamente a manifestarse de vez en vez, en verso, y, mejor aún, en
poesía.
De donde se infiere que, _naturalmente_, a ciertos géneros de teatro les
cuadra, como forma de lenguaje, la prosa; a otros, el verso conciso y
sentencioso; a otros, el verso poético.
Si la obra teatral se propone imitar, en todos sus pormenores y
circunstancias, la realidad existente, el verso será inadecuado. (Teatro
estrechamente realista, o, más bien, verista.)
Si de la experiencia y estudio del exterior el dramaturgo ha sacado
algunos tipos genéricos y acciones ejemplares, éticas, el verso conciso
y contencioso será lo más acomodado al diálogo. (Teatro latino. Alta
comedia, en la manera de Ruiz de Alarcón y Molière. Alarcón es el autor
más atildado y correcto de nuestros clásicos. Débese, entre otras
razones, a que el verso de ocho sílabas es molde a propósito para el
hablar sentencioso, y el hablar sentencioso es propio de las comedias
ejemplares, que él con preferencia cultivaba.)
Si el autor elige para componer su obra aquellos excepcionales momentos
de emoción y entusiasmo, ya sean de la vida de un hombre, ya de la de un
pueblo, en que todo el resto de la vida difusa y prosaica se concentra y
adquiere divino sentido, la expresión perfecta será el verso poético.
(Tragedia. Drama romántico.)
Muchas veces, casi siempre, una sola obra se inspira, a retazos, en el
criterio realista, en el moral y en el trágico y romántico. ¿Qué forma
adoptar, entonces?
Lope estipuló ciertas formas métricas, como peculiarmente predispuestas
a la diversidad de motivos y escenas de una misma obra; las décimas,
para los lamentos; el romance (que es una estructura entre el verso y la
prosa), para la exposición; la lira, para la declamación heroica; la
redondilla, para los coloquios de amor. Los sucesores respetaron, en
general, las disposiciones de Lope de Vega. Pero en nuestras comedias
clásicas, casi nunca se admitió la prosa normal, ni para los pasajes
normales y prosaicos. A lo sumo están en prosa algunas cartas que se
reciben y se leen en escena. El verso obligatorio fué causa, sin duda,
de garrulería y conceptismo: los dos defectos más notorios de nuestro
teatro.
De todos los autores dramáticos, quien mejor comprendió la finalidad del
verso y la prosa fué Shakespeare. En sus obras se mezclan
abigarradamente, y siempre como mejor conviene, la prosa, el verso
blanco, el verso dramático y el poema lírico.
En resolución, que no es lo mismo
teatro en verso que teatro
poético.


[Nota: _EL BIEN Y LA VIRTUD_]

PROSEGUIMOS analizando _Antonio Roca_. Antonio es un
hombre tierno, sanguíneo y temerario. Ha seducido a una viuda; pero de
buena fe, bajo palabra formal de matrimonio. En esto se le interpone un
amigacho, tocado de misticismo, que le inocula a Antonio la vocación
canónica, y le persuade a que deje, por el servicio de Dios, el servicio
de la viuda, en que no había cobrado primicias ni sido misacantano, sino
mero acólito y segundón. Y Antonio se hace cura sin decirle nada a la
viuda, claro está. Al llegar a este punto, y antes que nos enteremos de
más, nuestra conciencia, con movimiento irrefrenable, nos interrumpe
para someternos esta cuestión: ¿es Antonio un pillo, por haber burlado a
la viuda, o es un santo, por haberse sobrepuesto a los halagos del amor,
y seguido la disciplina eclesiástica? Antonio se consagra al servicio de
Dios. Pues, determinado en servirle, lo primero era obedecerle y acatar
sus preceptos, uno de los cuales nos ordena paladinamente no mentir,
cumplir la palabra dada. Por lo tanto, debió casarse con la viuda
cuanto antes, aunque por ciertas razones no le corriera mucha prisa, en
rigor. Antonio, a nuestro entender, cometió una pillada, si bien con
algunas atenuantes; unas, ajenas a su personal arbitrio, y otras,
tocantes a la intención de su ánimo. De aquéllas, la más palmaria es la
viudez de la amante; por donde se presume que el daño causado por
Antonio no fué mucho ni irreparable. Distinto fuera si se tratara de una
doncella. Respecto a la segunda categoría de atenuantes, reparemos que
Antonio burla a su amante por lo mejor, considerando que más vale servir
a Dios que a una viuda. Se equivocará, pero no es un mal intencionado.
El mismo día que Antonio toma las órdenes sacras, su padre muere
asesinado alevosamente por un despechado cortejador de su madre. El
matador es noble, rico y de recias aldabas. Conque el asesinato quedará
impune. La madre de Antonio pide venganza a su hijo. El hijo, desde
luego, y por hábito, encomienda la venganza a Dios, como le había
encomendado la satisfacción de su amante la viuda. Pero así como antes
le movió a ordenarse la persuasión de un amigo, ahora, y al cabo de un
breve coloquio, la cólera y dolor de su madre le impelen a tomar la
justicia por su mano. Penetra airado en la prisión, mata al matador y a
dos sicarios serviles que le acompañan, procúrase la huida, matando a
cuantos le cierran el paso, y en menos de veinticuatro horas tenemos al
humildoso clérigo convertido en salteador de caminos, en bandido
generoso.
Y aquí nuestra quisquillosa conciencia se entromete de nuevo. Antonio,
¿es un hombre bueno, o es un hombre malo? Él atribuye la culpa de sus
desmanes al juez, por no haber hecho justicia. Piensa que sus crímenes
los cometió obligado y contra su inclinación. Según eso, será un hombre
bueno que ejecuta malas acciones. Como toda proposición, si es
verdadera, admite ser vuelta por pasiva sin perder certidumbre,
deduciremos que hay hombres que ejecutan buenas acciones y son, sin
embargo, malos. Luego la bondad y la maldad no se muestran en la manera
de obrar. ¿Qué son entonces el bien y el mal? ¿Qué son la virtud y el
vicio?
Empleamos indistintamente, y en sinnúmero de ocasiones, las palabras
bueno y malo, vicioso y virtuoso. Decimos de una comida que es buena o
mala, lo decimos de un mueble, de un _sentimiento_, de un caballo.
Sorprendente mezcolanza. Pero, bien que de un caballo decimos que es
bueno o que es malo, entendiendo que la afirmación de lo uno implica la
negación de lo otro; en cambio, decimos también de un caballo que está
vicioso o que tiene un vicio, y en caso negativo no se nos ocurre decir
que es virtuoso. Y, sin embargo, de un excelente instrumentista o
cantante decimos que es un virtuoso, sin que jamás de los mediocres o
torpes digamos que son viciosos. Y aun hay más: de un veneno se dice que
posee virtud ponzoñosa; de un arma de fuego, que posee virtud mortífera;
pero no decimos que un veneno adolece del vicio de no servir para hacer
con él un par de pantalones, ni de un arma de fuego que no sirve para
escarbar los dientes. El vicio de la ponzoña y del arma consistirá en
que no sirven para matar, que es el fin para que existen. Como asimismo
decimos de un instrumento o de un árbol que tiene vicio, cuando
reiteradamente falla en un punto o se inclina de una parte.
Reflexionando sobre la precedente enumeración de objetos buenos y malos,
virtuosos y viciosos, se advierte que, conforme su naturaleza, habría
que separarlos en dos especies: de un lado, el sentimiento bueno o malo;
del otro, todo lo demás bueno o malo. Así la bondad como la virtud de
los seres y cosas que hemos enumerado, menos del sentimiento, la
certificamos sólo en habiéndola comprobado. En todos aquellos ejemplos,
la virtud viene a ser sinónimo de eficacia, y la bondad, lo mismo que
utilidad. Lo eficaz es lo que tiene en sí mismo su propio fin y en el
propio acto se satisface y acaba. Lo útil aprovecha a los demás; sus
actos están enderezados al ajeno bienestar o beneficio. El matar un
hombre, por lo común, no es nada útil; pero, puestos a matarlo, nos
procuraremos un medio eficaz. Y así decimos que el veneno o el arma
poseen virtud mortífera. El tocar el violín o el cantar una fermata no
son actividades útiles; de aquí que a quienes señorean estas actividades
en su máxima eficacia les llamamos virtuosos. Un caballo vicioso puede
ser un buen caballo, un caballo útil, aunque no alcance suma eficacia,
como es útil un árbol vicioso y un mecanismo vicioso. Lo útil y lo
eficaz cumplen un fin, satisfacen un propósito, son maneras de obrar, y
por ende, se supeditan a comprobación.
Pero un buen sentimiento, ¿cómo lo comprobamos? No a través de las
acciones del sujeto, puesto que hemos concedido, y así es en efecto, que
hay hombres buenos que cometen malas acciones y hombres malos que las
ejecutan buenas. Luego hay dos morales humanas: una interior y otra
exterior, una de conciencia y otra social, una de la intención y otra
del acto. Un hombre que no empece ni mortifica a los demás, antes les
es útil y conveniente, es un hombre socialmente bueno, aunque el forro
de su alma sea más negro que el revés de un cazo. Un hombre que roba,
viola, miente y asesina, es un hombre socialmente malo, aunque su alma
sea «más pura que el aliento de los ángeles que rodean el trono del
Altísimo», que dijo el poeta. ¿A cuál de los dos preferimos? Conteste
cada lector por su cuenta. El vulgo, por lo regular, no se detiene a
inquirir la génesis de las acciones, y del que comete una acción fea
dice, sin más, que es un truhán, y al que hace ostentación de bondad, lo
califica de santo. Esta regla no es absoluta; se nos ocurre una
peregrina excepción: la del bandido generoso, y aun el simple bandido
montaraz. El pueblo no reprueba ni aborrece al bandido. ¿Es acaso porque
el bandido favorece a veces a los menesterosos y corta, siempre que hay
coyuntura, la ración a los hartos? No; el sentimiento del pueblo hacia
el bandido no es de anuencia moral, sino de admiración estética. Más
adelante volveremos sobre este asunto.
Venimos hablando de bondad y maldad en el hombre, y aún no hemos aludido
a la virtud y al vicio. ¿Decimos del hombre que posee cierta virtud,
como del veneno y del arma de fuego, o que es vicioso, como de un
caballo, un mecanismo o un árbol? Sí y no. Lo usual, al presente, es que
no. Pero hubo un tiempo en que sí. El supremo ideal de la virtud para
los griegos se llamó _kalokagathia_, palabra que en castellano suena
bastante mal, y que aunque intraducible, viene a querer decir la
perfección del cuerpo, la máxima eficacia del hombre para sí propio, no
para el prójimo. Era una moral física. En su preceptuario, la lascivia,
por ejemplo, no se consideraba vicio; la cojera, sí. Para los romanos,
virtud, _virtus_, significaba valor, poder, facultad, fuerza, mérito; en
suma, eficacia. _Virtus verbi_, dice Cicerón para expresar la fuerza de
una frase. Esta acepción de la virtud reaparece en la Italia del
Renacimiento. Maquiavelo, en su _Príncipe_, emplea con frecuencia el
término _virtú_ y exalta esta cualidad como indispensable en el
gobernante, y en general, para todo el que quiera triunfar en la vida.
Los italianos del Renacimiento entendían por _virtú_ una aleación
oportuna de la fuerza y la astucia; en suma, la eficacia. César Borja, a
pesar de sus gatuperios y crímenes monstruosos, fué un hombre de mucha
_virtú_, en el sentir de sus contemporáneos. Porque la prueba
concluyente de la virtud, en este sentido pagano, es el éxito, el suceso
feliz para el que acomete la acción, y no para los demás así como la
prueba de la bondad se acredita por la utilidad del que la recibe más
que del que la otorga.
Pero la virtud humana tiene otro sentido, que le infundió el
cristianismo, y es en el que comúnmente la empleamos. El hombre bueno
para sus semejantes, esto es, útil, se supone que no pierde su tiempo.
La vida es una reciprocidad de utilidades. Obrar el bien es lo que
conviene, lo que importa. La virtud cristiana es un grado más alto que
la bondad, en el obrar el bien; es la bondad desinteresada. El hombre
virtuoso no hace el bien para cobrarse en esta vida, sino que hace el
bien por el bien mismo, para salvar su alma.
Incontables sistemas se han inventado a fin de aclarar el origen y
fundamento de la moral. Todos ellos se reducen a dos. Uno sostiene que
la moral viene de fuera, es adquirida. Otro, que viene de dentro y es
innata. Según el primero, el hombre, por experiencia del trato social,
ha ido adquiriendo ciertas normas útiles de convivencia en común, que
son las ideas morales. Según el segundo, el hombre nace con esas mismas
normas grabadas en el corazón, que son los sentimientos morales. Para el
primero, el hombre inmoral, y por lo tanto, inútil, es un hombre
deficiente, bien por falta de inteligencia, bien por cobardía, bien por
falta de educación y trato de gentes. Para el segundo, el hombre inmoral
es un pervertido que, libre y deliberadamente, obra contra los dictados
de su corazón. El primero reputa los actos de morales e inmorales por
sus efectos. El segundo, por la intención. Para el primero, la
inmoralidad es una equivocación; para el segundo, un pecado.
Al referirnos, sea al uno sea al otro de estos dos sistemas, no
disponemos sino de dos palabras de sentido idéntico: una, griega,
_ética_; otra, latina, _moral_, que valen tanto como «arte de las
costumbres». Juzguemos que viene de fuera, creamos que viene de dentro,
la ética o la moral no concibe al hombre sino en sociedad, un hombre
entre otros hombres y para otros hombres. Si se considera un hombre por
sí mismo, como un ser de excepción y susceptible de afirmarse hasta el
último límite de sí propio entre otros hombres, por normales de más
estrecha capacidad y carácter, desaparece la moral. La virtud, sea a lo
pagano, sea a lo cristiano, es una cualidad irreductible a lo moral, es
un don de los Dioses o gracia de Dios, respectivamente; es el heroísmo o
la santidad, la extremada soberbia o la extremada humildad. Es absurda,
inconcebible como norma social, porque al punto perecería una sociedad
compuesta de Césares Borjas o de Franciscos de Asís. La virtud imprime
al que la posee un carácter dramático y estético, que no un carácter
moral. La virtud es amoral. Son virtuosos los hombres extraordinarios y
fuertes. De aquí que Nietzsche se explicase la moral como engendro torpe
y vasta maquinación hipócrita de los débiles con que sacudir el yugo de
los fuertes odiosos. Y de aquí también que el vulgo admire a los
bandoleros, pues nada admiramos en tanta medida como lo que de todo
punto nos es imposible.
Acaso desconcierte al lector esta larga digresión sobre moral. No nos
hemos dilatado en ella por el útil placer de divagar. Al contemplar la
escena del mundo y el mundo de la escena, colmados de confusas acciones,
si no queremos extraviarnos y aturdirnos, fuerza
es que, ante todo, veamos de darnos
cuenta y poner en orden nuestras
ideas. Al cabo de la
jornada, sabremos si
nuestro trabajo
ha sido en
balde.


[Nota: _EL MELODRAMA_]

¿Es _Antonio Roca_ un melodrama? Apenas enunciamos esta pregunta, nos
sella los labios y nos cohibe el discurso una perplejidad del
pensamiento. Ante todo, murmura una vocecilla impertinente, ¿qué es
melodrama? Todo el mundo parece conocer la diferencia entre un melodrama
y un género teatral cualquiera, no de otra suerte que se distingue un
huevo de una castaña. Pero si de estos desenfadados zahoríes solicitamos
que nos definan qué es una castaña, no aciertan a responder sino que una
castaña es una cosa que no es precisamente un huevo, como aquel otro que
aseguraba asemejarse entre sí un cepillo y un elefante en que no trepan
a los árboles.
Resignémonos a seguir, en el punto de partida, aquel procedimiento
negativo. Melodrama, por lo pronto, no es lo que su nombre
etimológicamente indica. Melodrama quiere decir drama melódico, drama
musical, drama lírico, ópera dramática. La palabra fué empleada en este
sentido durante el siglo XVIII. En el siglo XIX se desvió un tanto de su
acepción literal. Se aplicó entonces para designar el libreto o drama
en verso de una ópera, separándolo así de la parte musical o
_partitura_. El más famoso melodramaturgo del siglo XIX fué el italiano
Felice Romani. Otro italiano, el crítico Enrique Panzachi, escribe: «El
alma de Romani parece compenetrada con la de Bellini. Fué en su tiempo
opinión general que sin los versos del poeta genovés no hubieran manado,
tan ligeras y paradisíacas, las melodías bellinianas.» En efecto:
habiéndose separado ambos colaboradores, después de insolente trifulca,
el músico declaraba, arrepentido y desesperado, que no atinaba a
componer buena música sin los versos de Romani, ni conseguía inspirarse
como con las situaciones dramáticas que su antiguo libretista inventaba.
Las inventaba muy relativamente, pues, como advierte el mencionado
crítico, «sus melodramas de más éxito, _Norma_, _Sonámbula_ y _Lucrecia
Borja_, están tomados, de punta a cabo, el primero, de una tragedia de
Soumet; el segundo, de un baile pantomima de Aumer, y el tercero, de
Víctor Hugo». Y, sin embargo, de ser ajenas, las obras adquirían a
través de Romani carácter original. Recordemos, por lo somero,
_Sonámbula_. La acción sucede en una aldehuela arcádica, entre sencillos
labriegos. Hay honestos regocijos populares porque una pareja dichosa y
enamorada acaba de firmar el contrato de esponsales. Santa alegría
reina en todos los corazones, menos en uno, envidioso, que pertenece a
una moza bastante agraciada y no menos desenvuelta. El cascabeleo de una
silla de postas interrumpe cánticos y danzas. Llega un gran señor, que,
informado de lo que pasa, hace votos por la venidera ventura de los
novios y encomia la hermosura y candor de la novia, acariciándole
paternalmente la barbeta, y, en consecuencia, haciéndole la barba, por
decirlo así, al novio, el cual, como campesino, es cazurro y receloso.
El señor queda a hacer posada en el mesón durante la noche. En el
segundo acto estamos en un aposento del mesón. La moza desenvuelta
tienta y provoca con dengues y melindres la ecuanimidad del gran señor,
Dios sabe con qué fin. Oyese un ruido. La moza corre a esconderse.
Ábrese una puerta y se adelanta la novia del primer acto. Viene en
camisa. La moza liviana escapa furtivamente del escondrijo, e impelida
de espíritu de venganza, corre a sobresaltar el pueblo y dar la triste
nueva al novio. El gran señor advierte que la encamisada está dormida.
Es una sonámbula. Se retira, dejándola acostada en un diván. Penetran
los sencillos labriegos en el aposento y ven con sus propios ojos la
mujer en camisa. ¡Pobre novio!, rezongan. En este punto irrumpe el
novio dando voces. La sonámbula despierta y se sorprende de hallarse
allí y en tal guisa. El novio la infama, le arrebata el anillo de
pedida, rompe la promesa de matrimonio. La primera parte del acto
tercero está dedicada, de un lado, a las lamentaciones de la inocente
sonámbula, que no cesa de llorar sobre el seno materno; del otro lado,
al dolor y despecho del burlado novio, al cual no se le ocurre cosa
mejor, para desquitarse, que pedir la mano a la moza liviana y
desenvuelta. El gran señor, entretanto, no se ha enterado de nada. Ve,
con sorpresa, que el mozo se va a casar con la moza del mesón. ¿A qué
motivo obedece la mudanza? Los labriegos sencillos le cuentan lo
ocurrido. El gran señor pone en conocimiento del mozo que hay un extraño
fenómeno llamado sonambulismo, y consiste en vivir y obrar dormido como
despierto. El cazurro mozo no quiere creer en fenómenos. «¿No quieres
creer? Pues mira», ordena el gran señor, señalando hacia el molino. El
molino se comunica con el mesón por un angosto puente, que pasa a
regular altura sobre la presa y la rueda voltaria. Todos se ladean a
mirar de aquella parte. Saliendo del molino, surge la sonámbula, en
camisa y con una vela encendida en la mano. ¿Se caerá? ¿No se caerá?
Minutos de angustia. En los comedios del puente, la sonámbula da un
traspiés y suelta la vela...
Cuéntase que las mujeres encinta no podían ver las tragedias de Esquilo,
porque, a causa de la mucha emoción, abortaban. Este momento patético y
congojoso de _Sonámbula_, no diremos que es como para precipitar el
alumbramiento, pero sí para suspender el ánimo y oprimir la glotis del
ingenuo espectador.
Afortunadamente, la sonámbula sale con bien del estrecho trance;
desciende a la plaza, entre los embobados lugareños; despierta poco
después, y el novio se abraza con ella, experimentando insólito deleite,
o, como dijo el poeta francés, un escalofrío nuevo, por mor de la
reconciliación y de la poca ropa de la novia.
Aquí, el pecho del ingenuo espectador se hinche de ternura, y a poco se
desinfla en un suspiro desahogado y satisfactorio. Todo ha concluído a
pedir de boca. ¿Todo? No, todavía no. Se ha verificado ya el triunfo de
la inocencia. Falta el castigo del culpable, que aquí es ella, la moza
liviana y desenvuelta. La madre de la sonámbula dice, dirigiéndose al
pueblo: «¿Sabéis quién estaba con el señor aquella noche? Esa
mujerzuela. Aquí tenéis la prueba: su pañuelo, que yo misma recogí
cuando entramos en el aposento a instancias de ella.» El pueblo la
increpa, y la moza huye más corrida que una mona. _Il melodramma è
finito._
¿Cuál es la impresión dominante con que esta pieza dramática afecta al
espectador ingenuo? No vacilaremos en responder que es una impresión de
sentimentalismo. He aquí que, como las sirenas de Ulises, nos atrae
fuera de ruta esta palabra evasiva: sentimentalismo. Creemos tenerla
asida y se nos escurre, como irisada anguila. De pasada y presto,
extraviémonos, salgamos de la vía, a fin de precisar el concepto de
aquella palabra. Sentimentalismo hace, desde luego, alusión al
sentimiento. ¿A toda especie de sentimiento, o a un orden determinado de
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