Las máscaras, vol. 2/2 - 14

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arbitrarios, comúnmente recibidos y aceptados por los habitantes de
todas las comarcas civilizadas; esto es el cosmopolitismo. El
cosmopolitismo atrae mediante el incentivo de la novedad. En cuanto un
fenómeno de cosmopolitismo pierde el lustre de novedad, deja de
existir. La universalidad, por el contrario, lejos de afirmarse a causa
de nuevos visos y apariencias, con su misma novedad provoca el principal
obstáculo donde tropieza antes de que los hombres se le rindan, bien que
una vez afirmada, y en ocasiones se afirma con insólita prontitud,
parece que ha existido de siempre y ha de perdurar ya para siempre. Así
como el cosmopolitismo se cifra en la novedad, la universalidad se cifra
en la tradición y gravita con pesadumbre de siglos.
Cosmopolitismo es voz de origen griego; viene de _Kosmos_, que es el
mundo físico. Se refiere, pues, a ese fluir caprichoso, incansable en la
diversidad de sus apariencias, continuamente distinto, de la materia,
tal como la comprendieron algunos filósofos helénicos. Heráclito decía:
«no podrás bañarte dos veces en el mismo río», porque, en efecto, las
aguas huyen, brotan y discurren otras aguas, y en cada instante y en
cada lugar son ríos distintos.
Universalidad viene de universo, y esta palabra de _unus_ y _verto_, que
significa volver, tornarse, convertirse en unidad. Esconde, por lo
tanto, un concepto intelectual, espiritual. Será, pues, cosmopolita un
hombre cuando se someta a la ley de le necesidad del cambio, formulada
en normas generales o internacionales. Será universal cuando se someta a
una ley constante de unidad del espíritu humano.
Depositemos la atención imaginariamente en una época determinada; por
ejemplo: el final de la Edad Media. Había, por lo pronto, tres cosas
heterogéneas comúnmente aceptadas en el viejo mundo: la filosofía de
Santo Tomás de Aquino, la poesía del Dante y las calzas prietas a la
italiana. Desde luego se advierte considerable diferencia entre las dos
primeras cosas y la última. Las dos primeras eran universales; la
última, cosmopolita. La misma diferencia que hay entre el teatro de
Ibsen y el juego del diávolo.
Ahora bien: la aptitud de hombre moderno, así para la universalidad como
para el cosmopolitismo, es mucho mayor que la del hombre medioeval o el
antiguo. El estudiante en la Edad Media, para aprender medianamente
algo, era fuerza que azotase muchas leguas de mal camino, trashumando de
Universidad en Universidad, desde Salamanca a Bolonia, de Oxford a
París. Y el anheloso de leer a Dante, debía también arriesgarse en
aventurada peregrinación hasta topar con un manuscrito, pues entonces no
había libros impresos. Igualmente, el deleitante del cosmopolitismo
necesitaba estar animado de ansia migratoria y gran ánimo andariego, que
es fundamental requisito en cuestiones de novedad ser los primeros en
adoptarlas o en propagarlas, y si los hombres cosmopolitas de entonces
aguardaban en su rincón a que las novedades acudiesen a ellos, jamás se
hubieran salido con el gusto. Hoy, dichosamente, universalidad y
cosmopolitismo se nos entran por las puertas sin que nos afanemos en
perseguirlos. Todos somos un poco cosmopolitas, de grado o a
regañadientes. Pero los hombres universales se cuentan por los dedos.
Don Juan es un hombre universal, por el carácter, en cuanto representa
algo sustancial al sexo masculino, y que se halla más o menos
desarrollado, acaso latente, tal vez activo, en todos los hombres.
Además, es Don Juan un cosmopolita. Si Don Juan hubiese visto la primera
luz en nuestros días, su cosmopolitismo no sería de notar mayormente.
Pero, por los años en que Don Juan salió al mundo, cosmopolita era
sinónimo de aventurero.
Fray Gabriel Téllez, en su _Burlador de Sevilla_, no nos presenta a Don
Juan en la ciudad del Betis, sino en Nápoles, dándonos a entender, ante
todo, que Don Juan es hombre inquieto y trotamundos, amigo de refrescar
los ojos con visiones de gentes y lugares desacostumbrados y de gustar
las rarezas y amenidades de lejanos parajes. Posteriormente al de Tirso,
todos los Don Juanes han sido cosmopolitas y avezados viajeros.
El Don Juan de los Quintero, como hombre nacido en estos tiempos de
cosmopolitismo inexcusable, suponemos--aunque los autores no nos lo
dicen, y en puridad huelga que nos lo digan--que será ni más ni menos
cosmopolita que la mayor parte de los caballeretes de la clase media
madrileña. Irá de cuando en vez a ingurgitar té al Ritz; conocerá algún
paso de tango argentino o de fox-trot; usará impermeable inglés; jugará
al bridge; comerá macarrones... Pero la nota cosmopolita acusada no
puede faltar en una obra dramática sobre Don Juan. Los Quintero se han
dado cuenta de esta circunstancia. En _Don Juan, buena persona_, hay un
episodio en el cual los autores rinden tributo al obligado
cosmopolitismo de Don Juan. Se reduce a una escena, y es bastante, ya
que dicha escena no peca de sobriedad excesiva, antes al contrario. Ello
es que inopinadamente se presenta en el bufete de Don Juan una dama
griega, nada menos, nacida en Creta, y por ende coterránea del gran
pintor Theotocópuli, según se dice en la obra ¡ahí es nada! Se llama
Helia, nombre con que tal vez los autores han querido denotar o sugerir
la especie sutilísima y casi etérea de la dama, feminizando ese gas
novísimo que en opinión de los técnicos resolverá la navegación aérea,
el helio. En las acotaciones de su comedia los Quintero escriben:
«Aunque griega, se expresa bien en castellano», observación que nos trae
a la memoria el celebérrimo dístico de la zarzuela _Marina_:
Mi madre, aunque está impedida,
la pobre te quiere tanto...
No sabemos por qué los griegos no han de expresarse tan bien, si no es
por excepción, en castellano, como los ukranios o los esquimales, por
ejemplo. Y añaden: «pero conserva en su pronunciación un dejo
extranjero». Vea usted qué rarezas le sucedan a esta señora, sólo por
ser griega. Nosotros creíamos que esto mismo les sucedía a todos los
extranjeros. Pero ¿se negará que todo ello contribuye a insinuarnos una
exquisita emoción de exotismo? Don Juan había tropezado casualmente con
esta dama semigaseosa («toda luz y espíritu, como si no fuera de carne
humana», al decir de Don Juan) algunos años antes, en el Monasterio de
Piedra. A pesar de ser luz y espíritu, había elegido para consorte a un
«hotentote» (el calificativo es del propio Don Juan) y todo porque era
muy rico. Don Juan, acechando un momento en que estaba sin su marido, se
coló en el aposento de la dama. Oigamos a Donjuán: «Tenía yo veinticinco
años en aquella fecha. Era un poco caballero andante» ¿Don Juan,
caballero andante? «Tembló al verme, se estremeció como una luz.» Se ve
que Don Juan entró bufando. «Caí a sus plantas, y le dije: Señora, si
usted quiere la libertad, yo estoy pronto a dársela. Palideció, lloró...
se dejó caer en mis brazos. Sentimos entonces al hotentote que llegaba,
salté por la ventana al jardín... y hasta ahora.» Pues vaya con las
caballerías andantes de Don Juan. Claro que la responsabilidad de esta
desairada evasión no les corresponde a los Quintero, sino al fanfarrón
de Don Juan, que solía mostrarse valiente hasta lo descomunal frente a
los muertos; pero con los vivos, sobre todo si eran esposos ofendidos,
prefería rehuir el encuentro. Años después, como acabamos de indicar, la
señora Helia acude al bufete de Don Juan, con intención paladina de
consumar aquella aventura que se había quedado a media miel. Por razones
que no viene al caso puntualizar, la aventura se frustra nuevamente, y
no pasa de un prolijo coloquio platónico, con sus pujos poéticos.
Algunos censores severos motejan de ridícula y cursi esta escena,
insistiendo sobre la vieja y generalizada opinión de que cuantas veces
los Quintero se ponen líricos y sentimentales cometen pifia y dan que
reír, más que conmover. Que las facultades poéticas de los Quintero son
de cierto orden subalterno y poco a propósito para afectar a los
espíritus adultos y exigentes, estoy conforme. En lo que discrepo es en
lo atañedero o esta escena. Yo me figuro que los Quintero, a sabiendas,
han insertado en su obra esta escena, un tanto cuanto cursi, volviendo
irónicamente por pasiva aquello de Mahoma: «pues la montaña no viene
hacia mí, yo voy a la montaña», y ya que el Don Juan contemporáneo,
aburguesado y fondón, no va a Grecia, como lo hubiera hecho el arriscado
Don Juan clásico, que Grecia venga hasta Don Juan, encarnada en una
pobre señora, que, aunque griega, se expresa bastante bien en
castellano, pero con cierto dejo extranjero, y todo lo que sabe de
Grecia se reduce a conocer su paisanaje con el Greco; no obstante lo
cual, el infeliz Don Juan, ebrio de exotismo y cosmopolitismo, imagina
estar corriendo la más exquisita, romántica y extraordinaria
aventura. Y los espectadores, contemplándole
con tierna conmiseración, adivinamos
confusamente que todos los Don Juanes
han sido unos infelices, unas buenas
personas, a pesar de sus
diabluras, follonerías,
arrogancias y
desatinos.


[Nota: _FIN DE FIESTA_]

IMAGINAIS UN buen ebanista que no sepa cómo aserrar,
acepillar, encolar y ensamblar la madera? ¿De un buen pintor que no sepa
dibujar ni coger el pincel, y, además, que sea ciego? ¿De un buen
escritor que no sepa escribir, y, además, que no se entere, no ya de lo
que ante sí tiene en la vida, sino tampoco de lo que formulado y expreso
se le ofrece en un libro? Pues en España corre como moneda usual la
noción de que no sólo huelga dominar los rudimentos del arte para ser un
gran artista, sino que es necesario en absoluto ignorarlos.
En España, entre las personas que se ufanan de autorizadas en materias
teatrales impera como dogma que el talento dramático es independiente
del talento literario. Aun más: que es de cabo en cabo contradictorio.
Hace años, con ocasión que don Benito Pérez Galdós cometió la avilantez
de profanar los fueros escénicos, sin más títulos que el ser un
excelentísimo escritor, y algún tiempo después la condesa de Pardo Bazán
incurría en la propia osadía, se suscitó una controversia, un tanto
acre, sobre este punto: «¿Pueden los escritores que no son escritores
dramáticos, especialmente los novelistas, escribir para el teatro?» En
conclusión, los autorizados en la materia decidieron que los novelistas,
y en general los escritores que saben escribir, están incapacitados,
física, metafísica y literariamente para hacer obras de teatro.
¿Razón? Luego de cavilar no poco en ello, yo sólo he dado con una razón;
aquella que Lope de Vega, tímidamente y a modo de excusa, adelantó en su
tiempo:
_el vulgo es necio, y pues lo paga, es justo_
_hablarle en necio para darle gusto_.
A un público iletrado los autores que le cuadran son los autores
iletrados. Pero... primeramente, si los autores no aventajan en un ápice
la inteligencia y mal gusto de un público iletrado, el público
continuará siendo siempre iletrado. Segundo: si los autores fueran
cultos y de buen gusto, asistiría al teatro con más frecuencia el
público culto y de buen gusto (que lo hay), y, a la postre, el nivel
medio de todo el público ascendería notablemente.
¿Se concibe que un autor dramático no acierte a escribir un buen
artículo? La proposición contraria sí se explica: que el autor de un
buen artículo no puede escribir una buena comedia. Pero en España se da
el caso de autores dramáticos _insignes_ que en su vida han escrito ni
un artículo mediocre, a pesar de haber escrito innumerables artículos.
¿Hemos de inferir de este hecho que el talento literario y el talento
dramático son dos formas contradictorias de actividad intelectual? De
ninguna manera. Los grandes autores dramáticos de todos los tiempos y en
todos los países han sido, en otros géneros, grandes escritores. Y los
grandes escritores de otros géneros han sido, cuando ensayaron la
literatura dramática, grandes autores dramáticos. Digo los grandes
escritores, no los escritores medianos.
Si desapareciesen todas las obras dramáticas de Lope, de Shakespeare, de
Corneille, de Racine, de Schiller, de Goethe, les bastaría la obra
lírica para ser los más altos poetas de su patria y de su tiempo.
Asimismo, si desapareciese la obra novelesca y lírica de nuestro
Cervantes, le bastaría su obra dramática para figurar en la más alta
jerarquía literaria. Juan Pablo Richter considera la _Numancia_ como uno
de los más puros arquetipos del teatro universal.
Modernamente, refiriéndonos a los autores vivos; en Inglaterra, Bernard
Shaw no necesita de sus obras dramáticas para asegurarse la fama
póstuma; tiene bastante con los prólogos que les ha puesto, muchas veces
más importantes que la misma obra, y con sus ensayos de crítica, y
Bennet y Galsworthy ocupan los lugares más honrosos, así en la novela
como en el teatro; en Italia, D’Annunzio se cierne en triple excelencia,
como lírico, como novelista y como dramático; en España, Galdós es tan
perfecto autor dramático como novelista, y Valle-Inclán no es dramaturgo
inferior a novelista.
Las anteriores consideraciones me las ha sugerido un artículo del señor
Linares Rivas, publicado en «Los lunes de _El Imparcial_». El artículo
se titula «Del oficio literario». Parece inspirado en el propósito de
justificar cierta culpa reciente: la de haber plagiado torpemente a
Tolstoi, con la necia ambición nada menos que de enmendarle la plana y
mejorarlo teatralmente. Tolstoi era novelista, y ¿qué sabía el pobre de
teatro?
En el artículo se dice: «En estos días leí yo _El niño Eyolf_, de Ibsen,
una de las obras maestras de la literatura. La _idea_ de la obra...»
El señor Linares Rivas ha oído algo del teatro de ideas, y de Ibsen como
su más señalado representante, y ha pensado: tate, lo que llaman esos
modernistas idea es lo que antes se decía maraña, intriga, enredo,
argumento. Así, pues, una obra debe escribirse con una sola idea.
Prosigamos: «La idea de la obra es que una vieja hechicera--la mujer de
los ratones--tiene el mágico poderío de atraer con sus cantos a esos
bichejos. En cuanto la oyen, salen y la siguen irresistiblemente.
Entonces ella se embarca, siempre cantando, y los ratones, siguiéndola
por el mar, se ahogan... La hechicera, cruel, sugestiona también a _El
niño Eyolf_...; la va siguiendo, mientras ella canta y se embarca..., y
el niño, un pobrecito cojo, se ahoga...» Y añade con infinito e
inconsciente desparpajo el señor Linares Rivas: «Esta es la obra mundial
de Ibsen.»
Ante todo, ¡qué hermoso estilo! Advierto al lector que los puntos
suspensivos son del propio señor Linares Rivas, muy afecto a este signo
ortográfico, que es el que corresponde con un gesto insinuante de los
actores cómicos. Y el público, ante los puntos suspensivos, exclama:
¡qué ingenioso!, ¡qué fino!, ¡qué talento!
Quien haya leído la obra de Ibsen se quedará anonadado ante la
descripción que de su _idea_ hace nuestro _insigne_ dramaturgo. El que
no la haya leído, pensará: este Ibsen era un majadero. ¿Cabe en cabeza
humana que eso sea la idea de una obra dramática? Como que no lo es. Si
yo ahora contase _la idea_ de la obra, calcularía algún lector malicioso
que yo la apañaba a mi modo. Prefiero utilizar un documento ajeno.
Una traducción de _El niño Eyolf_ se representó en París, en el teatro
de _l’Œuvre_. Julio Lemaître, con ocasión de su estreno, escribía:
«En rigor, el drama se reduce a tres escenas, y nada más.--1. Estamos,
naturalmente, en un _fjord_, en casa de Alfredo Allmers, propietario,
escritor, antiguo profesor, enriquecido por el matrimonio. Su mujer,
Rita, apasionada, enamorada del marido, nada maternal. Tienen un hijo de
nueve años, _Eyolf_, cojo, por haberse caído de una mesa, de pequeñito.
En el fondo no aman este niño. Les molesta verlo.»
«Al comenzar el drama, Allmers, que viene de la montaña, en donde ha
vivido en aislamiento espiritual, dice a su mujer: He reflexionado allá
arriba y he tomado buenas resoluciones. De aquí en adelante, seré un
verdadero padre para Eyolf; le cuidaré, haré cuanto esté en mi mano para
hacerle llevadera su deformidad, de suerte que llegue a ser un hombre
distinguido, bueno y feliz. A lo cual Rita replica vehemente: ¿Y yo? Yo
quiero que seas siempre todo mío, de mí sola. Dice Allmers: Mi deber es
dividir mi amor entre los dos: tú y mi hijo.--¿Y si Eyolf no
existiese?--Sería ya otra cosa. En tal caso, sólo te querría a ti.--Si
es así, hubiera preferido no traerlo al mundo. Y algo más adelante, dice
Rita: No puedes pronunciar el nombre de Eyolf, sin que tu voz tiemble.
¡Ah! Casi desearía que... Apenas pronuncia esta frase culpable se oyen
gritos de la playa: un niño ahogado. Ha sido Eyolf, que cayó al agua.
Los pilletes de la playa han visto su muleta flotando.--2. En la segunda
escena, entre los dos esposos, desesperados y sombríos, y mediante una
conversación dolorosa y casi odiosa, se plantea el balance de las
responsabilidades recíprocas. El niño murió porque no sabía nadar; no
sabía nadar porque estaba cojo; estaba cojo porque su padre, y sobre
todo su madre, se amaban demasiado carnalmente. Todo, dice Allmers, es
falta tuya, por haber dejado a la criatura sola sobre la mesa. Responde
Rita: Dormía tranquilo en su edredón. Tú me habías prometido cuidar de
él. Y Allmers: Sí, te lo había prometido. Pero volviste, me atrajiste, y
lo olvidé todo... en tus brazos.»
Pero hay algo más (estoy resumiendo el resumen de Lemaître). Rita estaba
entregada a su marido en cuerpo y alma. No así Allmers, el cual se había
casado con Rita por su riqueza y para salvar de la miseria a Asta,
hermanastra de Allmers, objeto el más puro y recóndito de su amor. El
mismo nombre Eyolf era diminutivo que Allmers aplicaba a Asta, de
pequeña. Sí, dice Rita celosa; llamabas Eyolf a tu Asta. Me acuerdo. Tú
mismo me lo confesaste en un instante furtivo y ardoroso, en el instante
en que tu hijo caía y quedaba deforme. En resumen: la muerte del niño es
el castigo y, en cierto modo, la consecuencia del amor impuro y
desordenado de Rita y de los sentimientos turbios y anormales del
complejo Allmers, cuyo cuerpo está poseído por su mujer y el alma por su
hermana. Ellos, los padres, son los que han matado al niño Eyolf, por
haberse amado demasiado y mal. Y ahora le aman y ya no pueden amarse
entre sí, porque se les interpone la imagen del cadáver del niño y de su
flotante muleta.--3. La tercera escena es la de la expiación...», etc.,
etc. ¿A qué seguir copiando? Basta con lo precedente para que los
lectores reciban una ligera impresión de lo que es _El niño Eyolf_. ¿Y
lo de la vieja de los ratones? ¿Es que el señor Linares Rivas ha visto
visiones? No, en efecto; la vieja de los ratones (tema frecuente en las
literaturas populares del norte) sale en la obra, pero no tiene nada que
ver con _su idea_.
Se encuentran dos gallegos. Uno ha estado
la noche anterior en el teatro. «¿Qué función
has visto?», le pregunta el otro. El primero
procura explicarse bien. «Verás. Subían una
cortina colorada. Luego salía gente... Luego,
bajaban otra vez la cortina.» Y el segundo, satisfecho,
afirma: «Entonces es la misma
obra que he visto yo.» ¿Quién no ha
oído alguna vez este chascarrillo?
Pues, indudablemente, uno
de estos gallegos era
el señor Linares
Rivas.
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