La pata de la raposa (Novela) - 14

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sentimientos, trocando y concretando lo que era ocasión de éxtasis
y arrobo en bienes deseables y asequibles. Las figuras elegíacas
adquirieron nuevo carácter. Eran:
Sobre la almohada, el lóbrego
caudal de tus cabellos,
para que, reposando
en su fluir sedeño,
beba yo el dulce olvido
de todo mal pretérito,
como si me abrevase
en el suave Leteo.
El arco de tu frente
de marfil y pureza,
sea arsenal en donde
se guarden las ideas
nobles que armen el brazo
frágil de mi flaqueza.
Tus ojos, dos cristales
caídos del misterio
del elevado muro
que cerca el firmamento.
Sean, para mi espíritu
caprichoso y enfermo,
ventanales por donde
se asome hacia lo eterno.
Tu boca, sea la lumbre
de perdurable brasa
que convierte en recóndito
templo nuestra morada,
y tu risa, la firme
columna de mi casa.
Que tus brazos desnudos,
redondos y morenos,
cuando en amor me ciñan
se eleven á mi cuello,
como si los alzases
dando gracias al cielo.
Tus pies --leves y alados
con la virtud gloriosa
de deslizarse al modo
del canto y del aroma--
para que los halague
el beso de mi boca,
como besando el ala
tibia de una paloma.
Los deleites contemplativos se habían transformado en estímulos de la
voluntad. Alberto comenzaba á construir un ideal, á desear. Cuando
determinó su plan de trabajo, según el evangelio de San Francisco (no
trabajar por amor al dinero; destilar la sensualidad en sensibilidad;
ser obediente, ó sea, ser sincero consigo mismo), Fina comprendió que
su ventura por venir, aunque en esperanza, mostraba el fruto cierto. Y
por último Alberto se encontró un día cara á cara con:

EL IDEAL
Un ángulo me basta entre mis lares,
un libro y un amigo, un sueño breve,
que no perturben deudas ni pesares.
ANDRADA.

Una casa, y no más; blanca y sencilla,
lejos del mundo y de los hombres vanos.
Un huerto en que frutezca la semilla
por la virtud humilde de mis manos
y del sudor labriego de mi frente.
Una vida sin odios cortesanos,
incertidumbre del placer presente,
angustia mensajera del mañana,
y envidias, donde el mal abre su fuente.
Una vivienda pobre y aldeana,
cerca del bosque, y que del mar, amigo
de mi risa infantil, no esté lejana.
En su quietud, á solas, sin testigo,
he de labrar el alma como el huerto,
del vendaval poniéndome al abrigo.
Mi brazo en la labranza se hará experto,
y aguzaré del alma las pupilas
cuando en negrura el orbe esté cubierto
y las obras de Dios yazgan tranquilas.
Morderé de la amada biblioteca,
la fruta idónea, entre apretadas filas,
cuyo zumo no se agria ni se seca.
Vestiré el alma con el recio lino
que la historia hubo hilado con su rueca.
Y acaso, cuando el gallo matutino
á media noche el aquelarre ahuyente,
iré á besar con amoroso tino
el rostro sonrosado y sonriente
del infante gentil que hayamos hecho
en minutos de amor, puro y ardiente.
Después reclinaré sobre tu pecho
mi cabeza cansada y cavilosa:
y será un paraíso nuestro lecho.
Al otro día, entre la luz brumosa,
veremos en las flores el rocío,
y la tierra estará como una rosa
recién nacida. Yo diré: Dios mío
que no nos huya nunca tanto bien.
Y al besarte, responderás tú: Amén.
_Exit._
De esta vez Alberto había subyugado á la familia Tramontana. Todos
habían puesto en él fe ciega, y de antemano se enorgullecían de que con
el tiempo el sordo apellido familiar corriera el mundo ensamblado á un
nombre rimbombante y glorioso. Don Medardo aseveraba que, á la vuelta
de un año, Alberto habría llegado á la _cúspide_ de la gloria; siempre
había pensado que su futuro yerno no había nacido para llevar una vida
oscura y _antihigiénica_, sino para brillar sobre el común de las
gentes. Como Alberto declarase que el carácter particularísimo de sus
empresas exigía de él que fuera á establecerse de asiento en Madrid,
durante una larga temporada, todos mostraron reconocer esta necesidad;
pero don Medardo, atacado de noble impaciencia, le hostigó á que se
fuese cuanto antes.
--El tiempo es oro, hijo mío --dijo--. El artillero siempre al pie del
cañón. El corazón no me engaña, y como veo que ahora vas de veras, y
que no te has de olvidar de Fina, te digo: márchate cuanto antes, y
duro, duro, duro. El mundo es para ti. Y luego, nada de viajecitos
de Madrid acá, á cada tres por cuatro. Ya no sois chiquillos, y las
relaciones son serias. Á subir, á subir á la cúspide.
Cuando Alberto se despidió de Fina, el uno y la otra estaban seguros
de que el porvenir les reservaba para un corto plazo la casa blanca y
sencilla, entre el bosque y el mar. Don Medardo acompañó á Alberto á la
estación. En el momento de arrancar el tren pensó decir: Dios te ayude,
hijo mío; pero una extraña afonía le apretó la garganta.


PARTE TERCERA
LA TARDE

Οὐκ ἔστιν οὐδὲν κρεῖσσον ἢ φίλος σαφής.
EURÍPIDES.
Non si può avere maggior né minore signoria, che quella di sé
medesimo.
LEONARDO DA VINCI.


I

Una mañana de Septiembre. 1910. En Lugano.
Muy cerca de las once, Alberto abandonó su habitación. El jardín de la
_villa_, tupido y voluptuoso, se embebía en la profusa luz del sol.
La ventana de Meg, encuadrada por una enredadera de rosas, perfumaba
el silencio con las ráfagas de una melancólica cantilena italiana que
desde ella se desgajaban temblando en el aire quieto.
Alberto caminó siguiendo la línea más avanzada del jardín, junto á la
cerca, sobre la cual se empina la ramazón de una ringla de sauces, y
va á caer de la otra parte, dentro del lago, con graciosa enlomadura
que parece una cascada de sutiles aguas verde-gayo. Descendió al
embarcadero, saltó á la canoa, que á entrambos lados de la proa llevaba
el nombre _Margherita_, y salió remando lentamente. En el centro del
lago, abandonó los remos, se despojó de la chaqueta y se recostó en los
cojines de popa. Desde allí se veía la coyuntura de los dos brazos de
agua, abocinándose en la raíz de las montañas; uno hacia el lago de
Como, por detrás de Mont-Brè, otro hacia el lago Mayor, á espaldas del
San Salvatore. En circunferencia y contra el cielo límpido, destacaban
los berruecos de las cimas, de color violeta y rotundo contorno.
Por los flancos asoleados, velluda vegetación, de un verde cálido y
esponjoso, tendíase con la oblicuidad de un manto que resbalase sobre
un pavimento de lustrosa ágata lechosa, venada de verde-ajenjo, que tal
era el lago. Los flancos ensombrecidos, con sus hendeduras y quebradas
bermejizas, exhalaban un vapor argentado y tenue; al pie de ellos, el
agua parecía compacta como un bloque de malaquita pulimentada.
Alberto se abandonaba al hechizo del momento, á la fruición de la
naturaleza, conforme á un ritmo de tres tiempos, compás de su vida
presente. Primero volvíase á mirar las cosas; la pupila vaga y los
labios entreabiertos, de suerte que el espíritu se le huía volando
al mundo externo, como la paloma del arca ó el gerifalte de la mano
del halconero. Después fruncía cejas y boca, entornaba los párpados,
y aplicábase á mirar con el ahinco penetrante del pintor que se pone
á interpretar una melodía de colores, ó del enamorado que con los
ojos se abreva en la hermosura deseada. Por último, se recogía dentro
de sí propio, con los párpados cerrados, á gozarse en los deleites
intelectuales y estéticos de sentir destilada en su espíritu la
realidad, y no la realidad hermética é inerte de la materia, sino una
realidad templada, traslúcida y expresiva.

En tres años, la vida de relación de Alberto había sufrido muchas
sacudidas y vaivenes. Literariamente había logrado la estimación de los
doctos y la benevolencia del público, pero los rendimientos que sus
obras le dejaban no le hubieran bastado para vivir con decoro. Quiso su
buena fortuna que la justicia hubiera echado el guante sobre Hurtado,
sorprendiéndolo en la isla de Cuba y repatriándolo juntamente con una
pingüe cantidad de dinero, parte que había levantado de Pilares, y otra
parte, más considerable aún, que había ganado en América por medio
de especulaciones atrevidas y hábiles, de manera que los acreedores,
cuando ya habían renunciado á todo, se encontraron nuevamente en
posesión de los perdidos bienes.
Á través de laborioso proceso sentimental, Alberto había llegado á lo
que él juzgaba como última y acendrada concentración del egoísmo, al
desasimiento de las pasiones y mutilación de todo deseo desordenado; al
soberano bien, al equilibrio, al imperio de sí propio, á la unidad. Su
actividad científica y su autodidactismo estético no tenían otro fin
que el de intensificar la sensación de la vida, como placer supremo. Y
así, á pesar de haberse erigido en centro de todo lo creado, su moral
era triste, severa para consigo mismo y tolerante para con los demás;
su estética, á pesar de haber nacido por obra de una aristocrática
selección de las ideas, era democrática y elevaba á la dignidad de la
belleza todas las cosas naturales; y en suma, así como su existencia
era una llama entre dos sombras, su sistema lindaba de una parte con
la escéptica oquedad inicial de donde había surgido, y de la otra con
una oquedad en donde su voz perecedera advertía lejanos ecos místicos.
Diferenciando los dos linajes de conocimiento, del sentir y del pensar,
sabía que entrambos se engendran en el amor, y equiparando el placer
de vivir á la certidumbre de conocer, había llegado á proyectar una
simpatía universal sobre todo lo creado, á amar á todo por igual. En
este punto, la mujer no podía ofrecerle otra cosa que el placer sensual
y efímero de la degustación, como el manjar que en las fondas pasa de
un huésped al otro, ó el goce desinteresado de la contemplación, en la
propia medida que todo lo existente. No podía consagrar su vida á una
mujer, doblar la perpendicularidad de su vida ligándola á otra vida
ajena. Y había escrito, rompiendo con Fina. Al recibir la carta Fina
había dicho, con voz resuelta: _Ya no volverá_. Como no respondiera
nada, Alberto, después de unos días pensó que Fina se había doblegado
con resignación á la fatalidad de los hechos.
La canoa comenzó á danzar, zarandeada por la vasta ondulación que un
barco de vapor movió á su paso. Eran las doce y media. Alberto requirió
los remos y aprestóse á remar recio. Llegó á _Villa-Anita_ sudoroso,
encendido y sin resuello. Bob, Nancy y Meg le aguardaban para almorzar.
Disculpó su tardanza y luego de asearse un poco, en el mismo surtidor
del jardín, subieron los cuatro al comedor.
Los tres años transcurridos habían mudado el aspecto de la familia
Mackenzie. Faltaba el jorobadito. El verano anterior se le había
hallado flotando en las aguas del lago. Se atribuyó el hecho á un
accidente casual, pero lo cierto es que, aunque la familia Mackenzie
evitara pensar en ello, Ben se había suicidado. Bob había envejecido
vertiginosamente; su boca befa se desmayaba, con mueca idiota; la
puntiaguda barba había perdido su oro trigueño y era blanquinosa;
las manos fofas, ebúrneas y azulinas temblequeaban de continuo; en
sus ojos acerados se confundían dos lenguas de fuego, la lascivia y
la desesperación de no poder satisfacerla. Anita, conservaba aún su
continente prestancioso de _Virgo Vestalis Maxima_, pero su carne rubia
estaba agostada, marchita, deformada lamentablemente por prominentes
venas negruzcas, y su rostro traicionaba un anonadamiento definitivo.
Meg había subido á un grado excelso de belleza, espiritualizada por
cierta demacración del rostro, el livor de los ojos, la tenuidad de
los labios y la frágil esbeltez del torso. De vez en vez tosía, con
sacudidas débiles y quejumbrosas, como el sollozo de un niño. Bob, con
su sentido sensual y rudo de la vida, había dicho á Alberto:
--Meg se nos muere si no da pronto con un hombre. Al fin de cuentas, es
lo mejor que puede ocurrirle.
Alberto pensaba también que acaso el amor salvase á Margarita.
Durante el almuerzo, Alberto procuró hablar de continuo, porque sabía
que Bob tenía miedo al silencio y á la soledad. Bob y Nancy evitaban
mirarse, y si por fuerza el deseo los arrastraba á buscarse los ojos,
veíaseles caer de pronto bajo una lobreguez plúmbea. Bebían sin tasa,
hostigados de malsana ilusión. Meg aquel día estaba triste y callada.
Solía oscilar, radical é inesperadamente, del abatimiento á la alegría
desbordada. Por dos ó tres veces Alberto tropezó con sus cándidos ojos
verdes, que parecían implorar la salud y el contento.
De sobremesa, apareció en el comedor un joven de la misma edad de Meg;
el perfil apolíneo, rasgados é insolentes los ojos, la boca carnal,
el cabello rubio y abundosamente ensortijado, fuerte y desenvuelto
de cuerpo. Se llamaba Ettore Ségneri, y era de familia italiana
trasplantada á la Argentina. Habitaba en una _villa_ al lado de
_Villa-Anita_, con sus padres. Bob lo recibió descortésmente. No podía
disimular que el espectáculo de aquella juventud espléndida le hería é
inspiraba sentimientos de odio.
--Meg, hija mía; mejor acompañas á Ettore al jardín. Alberto y yo
tenemos que hablar.
Se veía que el mozo no deseaba otra cosa. Alberto, que le espiaba con
disimulo y leía en su pensamiento, sintió gran contrariedad y una
angustia extraña, algo semejante al malestar de los celos que hacía
años, en su adolescencia, había experimentado.
En saliendo Meg y Ettore, Nancy se levantó:
--Puesto que tenéis que hablar... --Y se retiró majestuosamente.
--¿Quería usted decirme algo, Bob?
--Nada. Quería quedarme á solas con usted. ¿Vamos al _sitting-room_?
--Como usted guste, Bob.
La estancia daba al jardín por unos ventanales corridos, en aquel
momento ocultos por las persianas. Alberto paseaba de un lado á otro, y
á pesar suyo, buscaba algún resquicio á través del cual curiosear en el
jardín. Bob se había dejado caer en una butaca.
--Querido Bob; estoy pensando que quizá se le haya presentado á usted
la ocasión de casar á Meg.
Bob levantó la cabeza. Escuchaba á Alberto, sin interesarse en lo que
decía; prosiguió Alberto.
--Ó mucho me equivoco, ó á ese joven le gusta bastante su hija de
usted.
Bob no se daba por enterado. Alberto continuó con algún desconcierto:
--Es un guapo chico.
--¿Quién es guapo?
--Ettore, el vecino.
--No me hable usted de ese botarate.
Un goce astuto se posesionaba del corazón de Alberto.
--Botarate... No sea usted cruel, Bob.
--Y decía usted... que Meg, con ese... Pero ¿es que hay derecho á
ser tan joven cuando no se conoce el valor de la vida? --Se quedó
meditabundo--. Al fin de cuentas... con alguno ha de ser, y cuanto
antes sea, mejor. Pero le ruego que no me hable de estas cosas.
Bob dejó caer la cabeza sobre el pecho. Alberto ahora estaba apenado,
inquieto. Á los pocos minutos Bob dormía, roncando discretamente.
Alberto tomó un libro de una mesa, á la ventura, é hizo como que se
imaginaba que si salía al jardín era por leer al aire libre y á la
sombra de los árboles. Recorrió algunas veredas y exploró diversos
escondrijos; pero no hallaba sitio agradable en donde acomodarse.
Iba de un lado á otro, agitado é impaciente. Dió la vuelta á la
vivienda, encaminándose hacia un pequeño bosque de araucarias, á la
entrada de la villa. El calor era tenaz y denso. Dentro del bosque se
respiraba fragante frescura. Alberto dilató sus retinas é inquirió
en la penumbra. En una hamaca, suspendida de tronco á tronco, Meg
dormía. La cabeza se doblaba en leve escorzo sobre el hombro derecho,
y el brazo del mismo lado pendía al aire. Alberto se aproximó, andando
de puntillas; luego acercó su cara á la de la niña, hasta recibir la
tibia tenuidad de su aliento. En aquel ambiente de cauta luz el color
de Meg no era humano, sino sustancia diáfana, amasada de resplandores
nacientes, con oriente, como las perlas. Entre los labios, de rosa
pálido, palpitaba el eco de una sierpecilla profunda que silbaba. Y
Alberto, desfallecido de compasión, de ternura, quizá de amor, se
inclinó á besar con delicado tiento la boca de Meg. Creyó que las
fuerzas le iban á faltar; temió caer sobre la niña, despertarla.
Incorporóse, demudado de color y la respiración suspendida. Por segunda
vez se inclinó, y ahora, alargando el beso con infinita delectación,
se encontraba como ebrio. Quería apartarse de aquella dulce y divina
boca, pero no se determinaba á renunciar á ella. Intentó quebrantar
bruscamente el encanto, pero, al levantarse, los brazos de Meg le
aprisionaron por el cuello, y entonces fué ella quien besó, con besos
rápidos, prietos y sonoros, mezclados con risas y lágrimas.
Alberto sólo atinaba á murmurar:
--_Meg, my Meg, my sweet Meg._
Meg se sentó en la hamaca.
--¿Crees que estaba dormida, tonto? Me hacía la dormida para que te
atrevieses. Desde el mismo momento de tu llegada no pensé en otra
cosa que en enamorarte. Y ya lo había conseguido, pero tú no querías
enterarte, tonto, tontito. Si hasta llegué á pensar que yo tenía que
declararme...
Alberto se sumía con dolorosa ansiedad en los ojos verdes de Meg,
temiendo ver aparecer de nuevo aquella expresión maligna que, siendo
niña aún, adoptaba para martirizar y ofender á su hermano.
--¿Qué me miras así, que parece que has perdido el seso? ¿Te gusto
mucho, eh? ¿Me quieres mucho, verdad?
--Meg, Meg mía, no me hables así.
--Pues ¿cómo quieres que te hable? No sé hacerlo de otra manera. ¿No
ves que estoy loca, loca de felicidad? Dime cómo he de hablarte para
que también lo estés tú.
Alberto callaba. Un ligero temblor le sacudía, y como que se
avergonzaba de sí propio.
--¿Pero qué te pasa, monín?
--Meg, por lo que más quieras, te ruego que no me llames monín.
--¡Ay, cómo eres! Me haces sufrir. Quiero llorar --se ocultó el rostro
con las manos.
--No quiero que llores; no quiero que llores... --y apartándole las
manos le besaba los párpados, sedeños y ardorosos.
--Llévame en brazos hasta aquel banco --reía, y sus ojos estaban
húmedos aún. Vestía un traje de fina seda azul, lacia y flotante.
Á través de la tela transparecía el descote de la camisa, con sus
festones y lazos; el rosa de la piel, en la parte alta del pecho y en
los brazos, tomaba visos color violeta.
Alberto tomó á Meg en el aire, sustentándola con un brazo por las
corvas y el otro por media espalda, á la altura de las axilas, y de
esta parte la mano en el nacimiento de un seno. Con el amoroso bagaje,
tierno y casi ingrávido como un gran brazado de flores, Alberto condujo
sus pasos hacia el banco rústico, y de camino besuqueba á la niña. Iba
á dejarla suavemente en el asiento, pero Meg dijo:
--No; siéntate tú, y yo sobre tus piernas.
--No hagamos desatinos, mi vida, que nos pueden ver.
--Y á mí ¿qué me importa?
Alberto no quiso mirarla á los ojos; estaba seguro de que la expresión
maligna alentaba dentro de ellos. Cuando estuvieron sentados, tal como
quería Meg, ésta envolvió y aturdió á Alberto con una muchedumbre de
caricias y besos, complicados y sapientes. Alberto recordó entonces la
agudeza y atención con que Meg, siendo niña, observaba las expansiones
voluptuosas de sus padres. Sintió cierto malestar, y, sin darse cuenta,
rechazó débilmente los mimos de Meg.
--¿Qué haces, Alberto? ¿No quieres que te bese? --su voz temblaba--.
¡Ingrato, infame! No te quiero, se acabó todo... --intentó levantarse,
pero Alberto la retuvo.
--¿No ves, Meg, que no sé lo que hago; que estoy todavía sin saber lo
que me pasa, como estúpido? No te apartes de mí; que yo te sienta unida
á mi cuerpo, queriéndome...
--No me hagas caso, que te quiero, que te quiero...
Meg terminó así su frase, pero en la frente de Alberto resonó
prolongada; _que te quiero, puss... puss_... Era lo mismo que le decía
á _Pussy_, el gatito, tres años antes; y los arrumacos, ternezas y
suspiros con que ahora mareaba á Alberto parecían de igual naturaleza
que aquellos otros con que, hacía tres años, atosigaba sin tregua al
gato.
--Mira, Albertino; soy feliz. Ya no podía más; no hay quien pueda vivir
en mi casa, ya lo habrás visto. Es un infierno; peor que un infierno.
Si tú no me sacas de aquí yo creo que me muero en muy poco tiempo. Papá
y mamá no son personas; son dos energúmenos. Siempre están furiosos,
rabiosos por dentro, aunque quieran ocultarlo. Yo no podía ya más. Bien
dice el proverbio; _Bacco, tabacco e Venere, riducon l’uomo in cenere_.
--Por lo que más quieras, Meg; vuelvo á decirte que me lastima oirte
hablar de cierta manera.
--¿Cómo quieres que hable, Albertino? --suspiró Meg, apoyándose sobre
el pecho de Alberto--. ¿Quién me enseñó á hablar de otra manera?
¿Qué cosas he visto yo desde que era niña? --su voz, á cada palabra,
se hacía más árida y hostil. De pronto se enterneció y derrumbó en
vocablos trémulos, entrecortados--. ¡Sácame de aquí! Yo quiero vivir,
ser feliz y ser buena. Quiero escaparme contigo.
Durante un instante, Alberto permaneció anonadado. Después, con
resolución desesperada y suprema de abandonarse á la fatalidad, afirmó:
--Nos casaremos en seguida.
--¡Oh, Albertino, te adoro! No me atrevía á decírtelo... ¿De veras
quieres casarte conmigo?
--Sí, Meg.
--¿En seguida?
--Hoy mismo si quieres, se lo digo á tu padre.
--No, espera. Yo te avisaré cuando sea buena ocasión.
Callaron unos minutos. Dijo Alberto:
--¡Y yo que pensaba que estabas enamorada de Ettore...!
--¿Yo de ese...? Vamos.
Alberto no se atrevió á mirar en los ojos verdes, por miedo á la
expresión maligna. Su impasibilidad filosófica había huído como un
sombrero que arrebata de la cabeza el viento y sintió que toda su vida
anterior, tan artificiosamente elaborada, estaba sujeta como sobre
palillos.


II

Meg, durante la comida de la noche, se mostró tan expansiva y risueña
que sus padres, aun cuando no acostumbraban parar atención en los
acontecimientos externos, hubieron de advertirlo.
--¿Qué te ocurre hoy, Meg? --interrogó Nancy, con un timbre triste
que daba á entender que en aquella casa la alegría inocente era cosa
indelicada y mortificante.
--Pero ¿es que aquí nadie puede estar contento, ó si lo está ha de
disimularlo? --preguntó á su vez Meg, modulando las palabras con
entonaciones halagüeñas, aterciopeladas.
--Meg, tus padres no desean otra cosa sino que estés contenta y seas
feliz, ¿verdad? --habló Alberto. Bob y Nancy asintieron, con amarga
sonrisa. Prosiguió--: Yo no veo que haya razón para que nadie esté
triste en esta casa, y si acaso existe alguna ligera nube de tristeza
hay que aventarla en seguida, en seguida. Es preciso que todos estemos
alegres, y lo estaremos --afirmó con ardoroso optimismo.
Bob se dejó ganar por la cálida vehemencia del joven.
--Alberto dice bien --murmuró.
Nancy absorbió con ansia una colmada copa de Burdeos.
Alberto y Meg estaban fronteros, en la mesa. La muchacha vestía un
corpiño de áspera seda ahuesada, ligeramente descotado, con recamos
de oro muerto y torzales desvaídos. El relieve de las clavículas
determinaba dos imprecisas sombras violáceas en la base del cuello,
el cual, elástico y dúctil, se curvaba ó se contraía con caprichosa
nerviosidad mostrando, á intervalos, tensos los músculos. Era un cuello
de una gracia y de una vida maravillosas, que Alberto no se hartaba de
admirar. El pelo, copioso y como líquido, se fusionaba en un tocado
sin artificio, al desgaire, y era como una masa de oro fluido, en
ebullición. Los bruñidos labios dijérase que habían sido cristalizados
por la virtud de su diafanidad y que la luz de las lámparas los pasaba
de claro. Alberto sufría, viéndolos, atropellados impulsos de acudir á
mordisquearlos, con la certidumbre de que sus dientes resbalarían sobre
ellos, como sobre una piedra preciosa.
--Apostaría que adivino lo que deseas, Alberto --susurró Meg. Alberto
hizo un movimiento, como apresurándose á hablar, y Meg se llevó el dedo
á la boca, con ademán equívoco que podía significar que le imponía
silencio.
Como al medio día, de sobremesa, se presentó Ettore. Sobre el corazón
de Alberto cayó una pesadumbre infinita. Involuntariamente, comenzó á
trazar un parangón entre sí propio y el mozo, y dedujo que era absurdo
que Meg se inclinase de su parte y no de la de Ettore.
--Vamos al Kursaal --dijo Bob malhumorado, poniéndose en pie.
--¿No toman ustedes café? --preguntó Nancy.
--Lo tomaremos allí.
--Pues si os marcháis yo me retiro á mi cuarto; anoche he dormido mal
--declaró Meg con enorme desdén hacia el joven apolíneo, el cual estaba
visiblemente azorado y dolido.
Alberto pensó: Está enamorado de Meg. Y luego: Meg quiere darle celos
conmigo. La niña había venido del lado de Alberto y se apoyaba en su
brazo.
--Eres muy egoísta, papá --dijo, con triste mohín--. Siempre te llevas
á Alberto; lo quieres para ti solo.
--Ea, déjanos niña.
--Voy á despediros.
Salió con los dos hombres. Desde la puerta habló sin mirar:
--Hasta mañana, Ettore.
En el jardín retuvo á Alberto unos momentos, y cuando Bob se hubo
adelantado, bisbiseó:
--Veo que eres celoso, y eso es ofenderme.
--Si no te amase tanto no lo sería.
--Más te amo yo y no soy celosa.
--¿Más? Te prometo no ser celoso, Meg.
--Pero ¿te vas sin darme un beso?
--Tu padre...
--Bah...; papá no ve, ni oye, ni entiende.
Se ocultaron detrás de una gran mata florida de rododendros y Meg
aplicó á los labios de su amante uno de aquellos besos profundos y
prolijos que había aprendido en sus padres. En Cassarate, Bob y Alberto
tomaron un coche.
Los jardines y el café del Kursaal estaban desiertos. Alberto inquirió,
de un mozo. Había función de variedades, en el teatro. Tomaron butacas
de las primeras filas, y allí, ordenaron que les sirvieran el café. En
el escenario, dos gimnastas, varón y hembra, con mallas color de lila,
hacían ostentación de su animalidad. Á continuación aparecieron en el
palco escénico tres acróbatas grotescos, vestidos, como ahora es uso,
de manera desastrada y cochambrosa. Bob seguía el espectáculo con algún
interés, olvidándose de sí propio y riéndose á veces. Por el contrario,
Alberto estaba ensimismado, ebrio de una exaltación que no sabía si era
venturosa ó aceda. Una sacudida de Bob le obligó á volver á la realidad.
--Vamos, vamos fuera de aquí. Esto es idiota.
--Pero ¿qué ocurre?
--Es un espectáculo idiota. No puedo aguantarlo --y salió tan deprisa
como pudo.
Alberto le siguió y de pasada pudo ver que en escena había una
cupletista, y oir el estribillo del cuplé repetido machaconamente: _La
gioventù non ritorna mai_.
Subieron al gran salón de juego. Estaba vacío. Sentados frente á las
dos concavidades de la enorme mesa verde, en forma de violón, cuatro
_croupiers_ hablaban lánguidamente, con aire de agotamiento y exangües
rostros inexpresivos. En ocasiones, uno de ellos golpeaba distraído la
pelota de caucho, la cual empezaba á rodar arbitrariamente sobre el
mosaico de madera lustrada en donde están los números dentro de una
circunferencia de caballitos que galopan en fila.
Los dos amigos penetraron en la sala de lectura. Bob pidió _whisky_.
Hojeaba los periódicos y los arrojaba con despego, sin haberlos leído.
--¿Qué le ocurre á usted hoy, Alberto, que no habla nada?
--¿Eh? --Alberto tenía diluída sobre el rostro una sonrisa que era
reflejo de una idea.
--¿Por qué se ríe usted?
--Me río de un recuerdo.
--¿Se puede saber?
--No, querido Bob, no se puede saber.
Se acordaba de los vaticinios de cierto crítico de teatros, el cual
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