La pata de la raposa (Novela) - 12

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madre, muerta al nacer él, estaba allí, en el musgoso panteón de traza
corintia; allí su padre, á quien nunca había amado, ni de él había
recibido sino crueldad y desdenes. Retrotraíase á la tenebrosidad de
la infancia, guiada tan sólo por dos caducas sombras familiares; la
vieja Teodora y la vieja Rufa, de la casona, á quien ahora reveía con
sus añejos atavíos, el abanico verde, con un gato, y el libro de misa,
apercibida á presenciar los títeres; y también de tarde en tarde la
sombra furtiva y amorosa de su tío Alberto, mortalmente enemistado
con su padre. Aquella su ternura enfermiza por los seres y las cosas,
aquel inquirir sin plan y con fiebre, aquel soñar sin asidero y aquel
flotar de toda su vida ¿qué otra cosa era sino ausencia de niñez?
Nunca había sido niño. Faltábale la tradición; tronco y raíces que
agarrasen en tierra firme; todo él era ramazón, hojarasca, garrulería
y esterilidad. Desfallecía. Hubiera querido tener á Rufa á su lado, y
reclinando la cabeza en el muelle y haldudo regazo dormirse, como en
el antaño remoto. De pronto, como bajo un influjo misterioso, de su
propia flaqueza se levantó arrogante y decidido. En los treinta y dos
años estaba, y estaba por obra de la adversidad, con las manos vacías
é inactivas. Hasta entonces, había soñado; era hora de hacer, de hacer
muy deprisa, que iba con retraso por el mundo. ¿Hacer qué? Cualquiera
cosa ¿qué importa? Hacer, hacer... «Hay que apresurarse», murmuró en
voz alta. En torno suyo yacía la eternidad de donde había nacido. La
otra eternidad, á donde había de volver se anunciaba como una aurora
negra. ¿Había de ir de una á otra sin rastro y sin ruido como una nube
en la noche?
--¡Eh, señor! --gritó el sepulturero--. Que voy á cerrar.
En la puerta Alberto preguntó al hombre de los dientes amarillos:
--¿Tiene usted miedo á la muerte?
--Si tuviera miedo no sería sepolturero.
--No digo á los muertos, sino á la muerte; al más allá.
--No sé lo que es eso.
--Después de morir.
--¡Ah! Después de morir... ya ve usted --mostrando los dientes y
señalando las hortalizas-- se dan muy buenas berzas.
Tañeron el ángelus las campanas. Anochecía. Alberto dió una propina al
sepulturero y se encaminó á la casona. La _Arrecachada_ le aguardaba
en la casa del casero y le condujo hasta el gabinete en donde estaba
Teresuca, la cual se levantó á recibirle, muy agitada.
--¡Qué asqueroso de hombre! --se refería á su marido--. Lo he oído todo
desde detrás de la puerta. ¡Qué asqueroso! No le digo que le perdone
porque maldito lo que lo deseo. Al contrario; hágale cuanto mal pueda.
--Sus ojos revelaban crueldad insaciable. Viéndolos, Alberto se sintió
sobrecogido.
--¿Tanto mal le ha hecho á usted, Teresa? --su pregunta tenía aire de
reproche.
Los ojos de Teresuca se melificaron instantáneamente. De grises, se
trocaron en ambarinos.
--¿Por qué no me tutea usted como antes?
--Después de lo ocurrido con Manolo, no podría aunque quisiera.
--Sí, sí --rogó Teresuca, ladeando la cabeza.
Alberto calló. Teresuca se puso seria.
--Aquel niño ¿es de ustedes?, claro --se levantó á mirarlo de cerca.
Dormía sobre un sofá, con los puños cerrados. Lo besó.
--Siéntese, don Alberto. Tenemos que hablar.
Alberto obedeció.
--Á eso vengo.
--Yo no quiero ser cómplice de una infamia. Lo que le dijo Manolo de
las nueve mil pesetas, es mentira. No las pagó.
--Lo vi muy claro.
--Cuando tenía confianza conmigo me lo confesaba. Él creyó que nunca se
acordaría usted de ellas.
--Nunca me hubiera acordado, á no hacerme falta.
--La carta que le dió usted á Manolo, ¡asqueroso!, para que se las
entregaran, por la banca debe de andar, y saldrá con otros papeles.
Con eso le basta á usted --Alberto escuchaba sin replicar. Continuó
Teresuca--. Pero hay más. Los alquileres de la casa, desde que vivimos
aquí, hasta que la compró él, están sin pagar. También me lo confesó
él. Esos se los puede usted sacar desde luego. ¡Es un asqueroso! ¡Es un
criminal! --en los ojos de Teresuca asomaba nuevamente un odio funesto
y delirante--. Pues hay más. Los cinco años que fué su criado le robó,
así, le robó; me lo confesó él, riéndose y diciendo que usted era...
_un babayu_; le robó más de cinco mil duros --Alberto callaba--. Pues
hay más. La casa no la compró con los muebles; en la escritura puede
verse. ¡Cuidado que había plata...! Toda la vendió. Estos muebles son
de usted. Cuando usted quiera puede levantarse con ellos...
Callaban los dos. Teresuca bebía con sus ojos los de Alberto.
--Teresa; todo eso que usted dice haría yo, si se me hubiera ocurrido
á mí. Pero, habiéndolo oído de labios de la mujer del propio Manolo,
no puedo hacer nada. Agradezco la honrada solicitud que usted me
demuestra, pero, no haré nada.
En los ojos de Teresuca asomó un anuncio de desdén, algo á modo de
dureza que se derritió en seguida en una mirada ardiente y seductora.
--¿Dónde se ha arrodillado usted, que trae el pantalón todo manchado de
verdín? Voy á limpiárselo.
Con agilidad ondulante saltó á los pies de Alberto, y allí quedó
agazapada, pasándole las manos por las rodillas y elevando hacia él los
ojos, mimosa y elocuentemente.
--Levántese, hágame el favor, Teresa --habló Alberto, con voz opaca y
repeliendo discretamente á la mujer. La torpe perfidia de Teresuca le
inspiraba tumultuosos sentimientos de aversión y repugnancia. Temía
ser violento, brutal con ella.
--¡Cómo lo aborrezco! --bisbiseó Teresuca, con la cabeza baja,
reclinándose sobre las piernas de Alberto--. ¡Asqueroso! Liado con
esa viuda marrana de la casa vecina... ¡Asqueroso, sinvergüenza! ¿Lo
querrá usted creer? --escorzó el cuerpo y apoyó los brazos sobre los
muslos de Alberto, levantando el rostro hacia él--. Pues voy á decirle
lo último. Es un cabrito, sí, un cabrito. Cuando se casó conmigo sabía
que yo había hecho hombres, pero como era por dinero, hasta casi me
animaba. ¡Ah! Si en lugar de vivir en Cenciella estamos ahora en
Pilares... ya le diría yo...
Teresuca, con ductilidad serpentina, iba enroscándose y ciñéndose á los
miembros del joven. Sus ojos brillaban, lubrificados de fascinación
ponzoñosa. Sacó la lengüecilla y se relamió, humedeciendo los
encendidos labios. Era toda astucia y crueldad.
Había una cosa entre los dos que Alberto quería olvidar, imaginando que
ella lo había olvidado, á causa de la frecuencia de sus deshonestidades
mercenarias. Alberto había poseído á Teresuca hacía algunos años.
Teresuca se incorporó, entretejió los dedos de entrambas manos detrás
de la nuca de Alberto, y dejóse colgar sobre su pecho, simuladamente
desvanecida y suplicante. Con soplo apenas audible suspiró:
--¿Te acuerdas? --y luego, anticipándose una fruición maligna--. Hoy
voy á gozar por primera vez.
Dos sacudidas de Alberto, y Teresuca hubiera dado en tierra, á no
buscar soporte instintivo en el brazo izquierdo. Estando así, con ojos
dilatados de asombro é iracundia, Alberto levantó la mano sobre ella
y la abofeteó. Luego salió huyendo. Por las escaleras oyó llantear al
niño y la voz quebrada de la madre que bramaba á lo sordo:
--Me las has de pagar, cochino, hijo de perra.


X

El horror y vergüenza de haber abofeteado á Teresuca se hundieron
muy pronto en el olvido, empujados por las graves preocupaciones
que acaparaban el espíritu de Alberto. Durante unos días le retiñía
de continuo dentro del cráneo la voz de las campanas que había oído
estando en el cementerio de Cenciella; un sonido grave, magistral,
emotivo que se propagaba por los ámbitos del cielo sin extinguirse
nunca, y luego un golpe agudo, atiplado, efímero, agrio, que fenecía al
punto, absorbido por el temblor perdurable de la primera campana. La
campana grande parecía cantar, _ars longa_; la otra apenas si concluía
á sugerir, _vita brevis_. Era lo mismo que Alberto se había dicho
espontáneamente: _hay que hacer, hay que apresurarse_.
Encerrado en la habitación de la fonda, se pasaba los días
melancólicamente, con las manos tendidas hacia lo porvenir y sin saber
con qué llenarlas. Se propuso examinar en frío su capacidad social:
_¿para qué sirvo yo?_ Respondíase: _no sirves para nada_. Entonces se
miraba al espejo, lleno de compasión hacia sí mismo. Y le decía la
conciencia: _no sirves para nada, porque estás podrido de molicie,
porque el solitario deleite de soñar y pensar como por juego te ha
corroído hasta los huesos, porque en tu pereza miserable crees que
la vida no vale nada en sí, sino en sus ornamentos_. Maquinalmente
murmuraba en voz alta:
--Y es verdad; no vale nada en sí, sino en sus ornamentos.
Pensaba en todas las vidas oscuras y sórdidas, huérfanas de goces
físicos y de placeres intelectuales; en las existencias de inopia,
en los seres que habitan casas oscuras, feas ó miserables, rodeados
de objetos feos, sucios ó miserables, y en las frentes abatidas por
cavilaciones feas, pobres ó miserables. Y articulaba de nuevo con los
labios, sangrando así la congestión de sus pensamientos: Nunca. Antes
la muerte.
Sentábase en una butaca y continuaba hilando soliloquios mentales.
Se veía como un sér correspondiente á futuras y más perfectas
civilizaciones, cuando todos los hombres tuvieran aquella facultad
de destilar el mundo en conceptos é imágenes, y aquella aguda y bien
templada sensibilidad que hacía eco á la más leve palpitación del
Universo, determinando necesidades ineludibles.
Por no flaquear, como á un seguro se acogía al orgullo, esforzándose
en convencerse de que por comprender más y sentir mejor que la mayoría
de sus semejantes, esto es, por ser superior, tenía derecho á exigir
la satisfacción de sus necesidades en la equivalente medida en que él
la había cultivado, y en pago devolvería á la sociedad obras serenas y
sazonadas según sus particulares aptitudes. Sobre esta base, atraído
por el incentivo de poner ideas en reata, se metía por lo venidero, y
construía una sociedad futura, poniendo á contribución la mayor parte
de las teorías socialistas. En aquel momento, por extraña comezón
paradójica, hubiera querido hallarse en posesión de su desvanecida
fortuna, solamente por dedicarse á la política y hacer propaganda
socialista, á su modo. Recordó un consejo de Jiménez: _Hágase usted
político. En esta tierra no medran más que los políticos._ Jiménez
entendía, con esto, afiliarse á uno de los partidos turnantes; pero,
precisamente una de las necesidades del espíritu de Guzmán, la cual
había sido alimentada con particular empeño y satisfecha en toda
ocasión, era la sinceridad para consigo mismo como para con los demás,
porque Alberto no ignoraba que hay almas meridionales y sofísticas
que, movidas quizás del egoísmo, pasando de un partido radical á uno
conservador, se determinan en justificarse á sí propias y concluyen por
convencerse de que han obrado de buena fe y acertadamente.
Pasaron dos semanas. Alberto se encontraba sin dinero y con una deuda
de quince libras esterlinas á Roberto Mackenzie. Á pesar de la fórmula
_hay que apresurarse_ que se había impuesto como norma de conducta,
no lograba romper la red de cogitaciones y musarañas que le envolvía,
antes al contrario, parecía entretenerse en complicarla.
Llegó á tener miedo. Le asaltaban sombríos presentimientos. _Si ahora
me pusiera enfermo me llevarían al hospital_; pensó un momento. Á
continuación se arrepentía de su flaqueza y pusilanimidad, considerando
que de haberse puesto enfermo en Inglaterra también le hubieran llevado
á un hospital. Aun cuando pretendía evitarlo, se acordaba de Fina, y
como á veces sentía terrores, sin saber por qué, terminaba amparándose
en el amor de Fina y suscitando ilusiones en torno de él.
Una mañana se levantó dispuesto á apresurarse. Por lo pronto había
que buscar dinero. Se encaminó á casa de Castillo, el abogado, hombre
muy puntilloso en achaques de moralidad. Le refirió aquello que de su
escena con Teresuca podía referirse, y preguntó al fin:
--¿Usted qué haría con ese dinero?
--Querido Guzmán: esos son escrúpulos del Padre Gargajo. ¿Qué iba á
hacer? Lo mismo que voy á hacer en nombre de usted; exigírselo á ese
pillo, y si se negase sentarle las costuras. Pues hombre, ¡bueno fuera!
--Pero ¿de veras no cree usted feo de mi parte aprovecharme de las
manifestaciones de aquella mujer, inspiradas en sentimientos tan bajos?
--Vaya, vaya. ¿Le voy yo á aconsejar algo que no juzgue absolutamente
correcto y puro? Además cobrará usted la renta de la casa y muebles y
plata, según tasación aproximada. Si es claro como la luz. Unas veinte
mil pesetas calculo.
--Quizá no tanto...
Alberto salió muy animado de casa de Castillo. Aquella noche escribió á
Mackenzie.
«Querido Bob: muy pronto le podré pagar las quince libras que usted
tuvo la amabilidad de prestarme.
Quiero saber por qué me ha dicho usted tantas veces que debía
escribir. Su opinión de hombre muy vivido y muy culto me interesa
más que la de un literato profesional. Le ruego que me exponga
concretamente los sentimientos y razones que le inspiraban tan
reiterado consejo.
Todo mi afecto á Nancy, Ben y Meg.
Le abrazo,
_Guzmán_.»


XI

--¡Del mal el menos!
El proverbio fué formulado por el labio doctoral de Mármol. Tenía
en aquel momento algo de sacerdote antiguo, con la túnica de seda
amarilla y talar amplitud, que no era sino un guardapolvo y la tiara, ó
dígase rotunda gorra inglesa, sobre la cual las gafas de automovilista
destacaban como las masas oculares en la frente de un batracio.
--Quince mil pesetas... --murmuró Alberto--. Tres años de vida modesta
y á trabajar. ¿De qué se ríe usted?
--De la modestia --y luego sentenciosamente--. Antes de ese plazo será
usted rico... y feliz.
--Casándome, ¿verdad?
Mármol inclinó la cabeza de manera que Alberto no sabía quiénes le
miraban; si los ojos de rana de la gorra ó los vivos y entornadizos de
Mármol.
--Y ahora; soy buen catador de personas, ¿sí ó no? Manolo siempre me
pareció un pillete.
--Yo nunca lo hubiera creído.
--Es usted un infeliz. Tampoco cree usted que se va á casar muy pronto
con...
--Sí, con quien sea. No hablemos de eso.
Mármol sonreía de un modo celado y malicioso.
--¿Qué le ocurre á usted hoy? Yo diría que interiormente está usted
burlándose de mí.
--Un poco. Andando, que hay que aprovechar este sol rico y esta tarde
buena.
--Andando.
En la portería le entregaron una postal á Alberto. La leyó, en
arrancando á rodar el automóvil. Decía: «Me habló usted siempre de
las cosas más extraordinarias con tanta naturalidad, que yo me veía
obligado á aceptarlas como cosas naturales, y de las cosas naturales
con tanta intensidad, que yo descubría en ellas nuevos sentidos.
Me habló usted de los problemas más difíciles con tanta lógica y
sencillez, que yo me admiraba de mí mismo y de ver tan claro, y de
las ideas fáciles y habituales, de las opiniones admitidas con tanta
agudeza y precisión, que yo me quedaba perplejo descubriendo que
no eran tan claras como yo creía. Me parecía que usted había dado
conciencia á mis ojos, á mis oídos, á mi corazón y á mi cerebro. Y
¿qué otra cosa es un escritor sino la conciencia de la humanidad? No
sé explicarme mejor. Le abraza, Bob.» Alberto releyó estas líneas
por tres veces. Se dijo interiormente: y sin embargo, yo no sé á qué
atenerme en nada.
El automóvil subía por la carretera de la Virgen del Castaño. Pasó
bordeando la tapia baja del campo de instrucción. Mármol lo detuvo. El
campo es una gran sábana de pradería, colocada en el manso declive de
una ladera. Sobre el verde cantante y afelpado, las filas de soldados
subían y bajaban alisando la hierba como peines de rojas púas. Oíase el
vasto golpe de voz con que acompasaban la marcha, á manera de vaivén de
un gran péndulo. Las manchas claras de los niños, que en gran número
se agolpaban á ver los soldados, eran como una floración y sus gritos
como un perfume. El cielo estaba desnudo, el aire vibraba y la tierra
ansiaba desgarrarse en un suspiro glorioso. Y entonces fué cuando
las cornetas cantaron, sacudiendo el azul infinito con la enérgica y
reprimida palpitación de sus cobres.
--Miraba á ver si están mis chicos por ahí --dijo Mármol, en pie sobre
el asiento--. Cualquiera los ve.
Alberto no le escuchaba. Mármol descendió á sentarse y apoyó una mano
en el hombro de su taciturno amigo.
--Escúchame, querido Guzmán. La tarde, más que para volar en automóvil,
está para pasear á pie. Quiere que vayamos al _monte cerrado_, á
tumbarnos al pie de los carbayos.
--Muy bien. Esta tarde es usted árbitro de mi vida.
--Ya lo sé --afirmó Mármol, con un tono enigmático que en otras
circunstancias hubiera despertado la inquietud de Alberto.
Descendieron en la linde del _monte cerrado_, un espeso y centenario
robledo. Mármol ordenó á su mecánico:
--Lleva el coche al chigre de Julia; allí iremos á buscarte.
Alberto buscó un rincón quieto y penumbroso; se tumbó en tierra. Mármol
parecía escudriñar entre los troncos.
--Ha elegido usted mal sitio, Alberto. Levántese y venga conmigo.
Alberto obedeció dócilmente y siguió á Mármol, hasta que éste halló
paraje á su gusto. Entonces, dijo:
--Aguárdeme aquí. Voy hasta el chigre y traeré algo que comer y beber.
Y se perdió en la espesura del bosque, con la túnica talar flotando á
su espalda, como un druida. Alberto se dejaba arrastrar por un flujo
de pensamientos inconexos y raudos. El taf taf del automóvil le hizo
incorporarse. Á través de un claro del bosque lo vió pasar; Mármol lo
conducía y un momento volvióse á decir adiós á Alberto con la mano.
--¡Mejor! --se dijo Alberto en voz alta. Y se tumbó de nuevo á pensar,
á _decidirse_; ésta era la palabra que le escarbaba en la mente.
Absorto en sus meditaciones, púsose de rodillas sin saber lo que
hacía. Un jilguero cantó sobre su cabeza. Iba á levantar los ojos hacia
el pajarillo, cuando una mano suave le tomó la suya.
--¡Fina! Pensaba en ti.
--Ya lo sé.
--¡Bendito sea Dios! --sollozó la tía Anastasia.


XII

Don Medardo se encerró á solas con Fina. El viejo estaba sentado, con
una manta de pelo de camello sobre las piernas. La muchacha en pie,
frente al padre.
--Siéntate, Fina.
--Permíteme que esté en pie, papá.
--Como quieras --no sabía cómo comenzar--. Hace algunos días que pienso
hablarte, desde que supimos la... bueno, la gandulería de Telesforo.
Voy á hacerte una proposición, pero conste que no te obligo á nada. Á
tu conciencia dejo lo que hayas de resolver. Yo aconsejo, fundándome en
el amor de hermana á hermana; tú determinas --por la voz se le derritió
una sombra y se le apretó la garganta. Carraspeó, remondándose el
gañote--. Tú no te casarás nunca.
No se atrevió á mirar á su hija. Aguardaba, con los ojos bajos, una
respuesta. Pero Fina no rompió el silencio.
--¿Es que piensas casarte? Porque entonces nada tengo que decir.
--Á eso no puedo responderte, papá.
Don Medardo levantó los ojos y exploró el rostro de Fina, y lo vió
inmóvil, impenetrable en su finura extática y como modelado en cera.
--¿Es que al fin te decides por Andújar? Creí que ya se había cansado
de pretenderte y que tú habías resuelto no casarte. Veo que me he
equivocado y me alegro. Es un hombre formal y tiene una carrera muy
higiénica.
Andújar era ingeniero de minas. En opinión de las niñas pilarenses era
adorable, á causa de sus rasgos virginales, de sus ojos balsámicos y
adormecidos, del rubí de sus labios, el rosicler de sus mejillas y
el violeta cerúleo de las rasuradas mandíbulas; parecía una imagen
de cartón piedra. Á don Medardo le hubiera gustado para yerno, sobre
todo por lo _higiénico_ de su carrera. Para don Medardo higiénico
era sinónimo de aristócrata. Lo que primeramente le había inducido
á semejante confusión fué el haber oído decir repetidas veces del
marqués de Espinilla que era un hombre muy higiénico. Decíanlo, no sin
ribetes de malicia, porque siendo septuagenario, conservábase, merced
al régimen de vida, con alguna rozagancia y humor excelente para vestir
á lo mequetrefe, cuellos hasta las orejas, pantalones remangados hasta
la pantorrilla y corbatas pomposas que eran una verdadera dilapidación
de las rayas del espectro solar. Don Medardo hubiera deseado preguntar
á algún docto el valor exacto de la voz higiénico, pero temía que
se burlasen de él. Durante unos cuantos meses anduvo con el oído
alerta, estudiando en qué sentido empleaban la palabra, cuantas veces
aparecía en la conversación. Se decía que era higiénico del montar
á caballo, comer ciertos alimentos caros, pensar poco, vestir ropa
de hilo, pasear á las horas de sol, que son las horas de oficina y
holgar constantemente, todas ellas particularidades que convienen con
la aristocracia. Y así don Medardo llegó á la convicción de que tanto
montaba decir aristócrata como higiénico, si bien la segunda palabra le
parecía más elegante y elevada.
Andújar había seguido asiduamente á Fina y solicitado su amor repetidas
veces.
Fina contestó á su padre.
--Andújar ya ha renunciado á que le corresponda.
--¿Entonces? --interrogó don Medardo boquiabierto--. ¿Tienes novio, sin
que yo lo sepa?
--No, papá.
--¿Entonces? ¡Ah! --el viejo se dió una palmada en la frente--. Hablas
en _pótesis_. ¿Entiendes la palabreja?
--Sí, papá.
--Fina, hija mía --la garganta volvió á apretársele--. No dudarás de mi
cariño...
--No, papá.
--Pues bueno, voy á hablarte también en _pótesis_. Yo creo que no
te casarás nunca, y por eso voy á hacerte una proposición. Con la
mano sobre el pecho te digo que los cien mil duros que Telesforo se
llevó eran de Leonor. Cuando yo se los di se lo dije muy claro: sepa
usted que este dinero es un anticipo de lo que á su mujer le había de
corresponder por herencia. Es decir, que ahora Leonor tiene cien mil
duros menos que tú. Á tu conciencia dejo decidir si esto es justo entre
hermanas, porque ¿qué culpa tiene la pobre Leonor? Además, ella es
casada, mejor diré viuda, y tiene un hijo...
Don Medardo había agotado todas sus fuerzas: no podía continuar.
--¿Qué quieres que haga yo, papá?
--¿Qué te dice la conciencia? --agregó con esfuerzo--. ¿No te dice que
lo justo es que todo el dinero que me queda se reparta entre las dos
_equidistantemente_, como si la pérdida no la hubiera sufrido ella,
sino yo? ¿No te lo dice la conciencia?
--La conciencia no me dice nada, papá.
--¡Ay, Fina! --suspiró don Medardo dejando caer las manos pesadamente
fuera de la butaca.
--Pero me lo dice el corazón. No sé para qué me consultas esas cosas.
Yo no necesito nada, y si algún día como dices tengo algo, ya sabe
Leonor que será suyo también. Luego, lo del matrimonio ¿qué tiene que
ver con esto, papá? Si alguno pretendiera casarse conmigo por dinero,
¿me había yo de casar con él? ¿No había de conocer sus intenciones?
--Acércate á mí, Fina, que te bese. Eres un ángel --la besó,
humedeciéndola de lágrimas.
--No seas niño, papá. Cualquiera diría que acabo de hacer una
heroicidad.
--Heroicidad, hija mía, y grande. Tanto que yo no quiero apresarte tan
pronto por la palabra. Piénsalo bien y otro día hablaremos.
--Por pensado, papá. Te lo he dicho una vez y basta.
--Dios te bendiga, y puedes retirarte.
Salió Josefina del despacho de don Medardo, y apenas había avanzado
tres pasos por el pasillo, cuando una sombra vacilante y silenciosa
vino á adherírsele. Era tita Anastasia, á quien la misteriosa
conferencia entre padre é hija traía á mal traer y con el espíritu de
curiosidad y suspicacia multiplicado hasta la fiebre. Sospechaba que
le tendiesen una asechanza á su _palombina de Dios_, á su _santina_
inocente. No ignoraba lo buenazo y alma de cántaro que era su sobrino,
pero lo consideraba capaz de todo, cegado de indecoroso favoritismo por
la hija mayor. De manera que capturó por un brazo á Fina y allí mismo,
sin perder minuto, exigió ser enterada de todo. Cuando Fina terminó de
hablar, tita Anastasia temió ahogarse en iracundia.
--Lo que yo me temía. Si tengo un olfato... ¡Mal padre; sin entrañas!
--increpó despidiendo miradas flamígeras contra la puerta del
despacho--. ¿Y tú renunciaste del todo, palombina?
--Vamos á mi gabinete. Allí hablaremos.
En el gabinete, tita Anastasia se retorcía las sarmentosas manos por
dominar su sacrosanta indignación. Fina habló, y la sonrisa pululaba
sobre su dulce cara trigueña.
--Tita Anastasia, tan enfadada como estás, y tú hubieras hecho lo mismo
que yo he hecho. No me digas que no tita Anastasia, porque sé que lo
hubieras hecho. Si no lo hicieras serías mala, y tú no lo eres.
Tita Anastasia se enternecía en tan acelerada progresión que apenas
podía represar las lágrimas.
--Sí, palombina, tienes razón. Pero ¿y lo de tu padre? Eso está muy mal
hecho.
--Si yo he hecho bien, tita Anastasia, es que lo que me propuso estaba
bien, porque nunca está bien aceptar una cosa que está mal.
Esta lógica confundía y anonadaba á la vieja. Prosiguió Fina.
--Si el dinero que tiene papá fuera tuyo, tita Anastasia, ¿qué harías
de él al morir?
--Dejártelo á ti todo, todo.
--Eso sí que no está bien --la sonrisa de Fina fluyó más amorosamente
aún, de manera que suavizara la frase.
--Tú eres la que más me quieres, acaso la única que me quiere --expresó
la anciana justificándose.
--Es decir que para ti, tita Anastasia, las personas valen aquello
que tú crees que vales para ellas; tanto me quieres, tanto te pago.
Pero como yo te conozco, tita Anastasia, sé que no es verdad; que los
quieres á ellos mucho, y que te haces la ilusión de no quererlos porque
se te figura que ellos no te quieren; y que si aquel dinero fuera tuyo
lo dejarías á todos por igual.
Aquí tita Anastasia fué impotente á retener enjutos los lagrimales.
--Cristo del Rosario ¡qué neña! Talmente como que lee dentro de
una --habló tartajosamente--. Pero á ti te quiero más que á nadie,
palombina.
--También lo sé, tita Anastasia.
--Sábeslo, sí, y sabes que todo lo que me dices tiene que ser como tú
lo dices. Tú eres bruja, mi alma. Las veces que me dijiste de Alberto
que volvería. _Volverá, volverá._ Yo no podía creerte. Pero tenías
tanta confianza...
--Y volvió.
--Sí. Dicen que está en Pilares, pero nosotras no lo hemos visto
entodavía.
--Ya lo veremos. Por lo pronto --dijo, cambiando de tono-- tratemos de
convencer á Leonor á salir de paseo á la aldea, á que se distraiga.
Subieron á casa de Leonor, la cual no se dejó convencer. Fina
comprendió que le avergonzaba salir y verse objeto de la curiosidad
pública.
--Leonor; salimos por detrás de casa y en dos minutos estamos en el
campo. Si hasta podemos ir en traje de casa...
--No, Fina; déjame aquí.
Se llevaron á Telín, sumido entre níveos encajes y batistas, que
exasperaban el verde oliváceo de su coloración. Estando en la calle,
Fina propuso como fin del paseo el _monte cerrado_. Cruzaron el campo
de instrucción por la parte alta. Cuatro niños ascendieron corriendo
por la ladera, á saludar y besar á Fina. Eran los hijos de Alfonso del
Mármol, robustos y endemoniados mancebos, regocijo de los parques y
terror de la prole infantil. Desde la primera infancia habían hecho muy
buenas migas con Fina.
--Estaba papá con nosotros --dijo Pepito, el menor. Jadeaba; el rubio
pelo le caía en vedijas sobre la frente, empapándose del sudor de
la piel y pegándose á ella; las curtidas piernas, como las de sus
hermanos, ostentaban caprichosa red de erosiones; era el blasón de la
familia.
--Enséñanos ese niño --ordenó Rafael, el segundo, que traía el pantalón
desgarrado y la visera de la gorra caída sobre el cogote.
La niñera ostentó el pequeño calmuco, colocándolo de manera que los
niños lo pudieran admirar.
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