La pata de la raposa (Novela) - 15

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había asegurado que Alberto nunca sería un autor dramático, porque era
un hombre incapaz de sentir ó comprender una pasión.
Alberto tenía un periódico alemán entre las manos. Huyendo la mirada
interrogante de Bob, leyó lo primero que le cayó bajo los ojos.
Decía: «Weissbach es el lugar favorito de todos aquellos que gustan
de la soledad. Millares de personas amigas de la soledad acuden aquí
constantemente desde las cuatro partes del mundo».
--Y ahora, ¿se puede saber de qué se ríe usted?
Alberto le pasó el periódico.
Sonaron los timbres, anunciando la hora del juego. Nutrido golpe de
gente, de toda edad, nación y catadura, penetró en la gran sala y fué á
poner cerco á la mesa verde. Resonaron las voces sacramentales:
--_Marquez vos jeux, messieurs._
--_À vos jeux._
--_Les jeux sont faits?_
--_Rien ne va plus._
Bob se paseaba alrededor de la mesa. De vez en vez se detenía á mirar
insolentemente á un viejo ó á una vieja cara á cara y con mueca de
fruición sarcástica. Alberto estaba esperando que de un momento á otro
ocurriera un incidente enojoso. Bob volvíase hacia su amigo, y decía,
riendo con agrura:
--_That skull had a tongue in it, and could sing once._ ¡Ja, ja! Vaya,
que al más grande hombre se le escapa una majadería: esta calavera
tuvo dentro una lengua con que podía cantar. Bah; después de muerto,
¿qué hace haber ó no haber tenido? No, no es eso. Esa cara asquerosa
y acartonada tuvo en un tiempo boca con que enardecer y ojos con que
acariciar, y quizás fué hermosa y deseable. _That is the question,
sweet Shakespeare._
Su irritabilidad aquella noche era mayor que nunca.
Á un extremo de la mesa estaba sentado un joven alemán entre dos
prostitutas de alto copete, alemanas también. El hombre ostentaba
un cráneo pelirrojo y muy rapado, como una naranja gigantesca. Las
mujeres eran dos bellezas atocinadas y bovinas, á la tudesca, de cuello
chato y rollizo y terribles hombros desnudos, color de sebo. El joven
las manoseaba con lujuria lenta y grave. Bob se les quedó mirando
enconadamente.
--¡Ah, imbécil! ¿Qué haces? ¿No ves que estás sembrando el dolor del
mañana? Mira al lado tuyo todas estas caras repugnantes que tuvieron
labios y lengua y ojos... ¡Ah, imbécil!
Continuaba profiriendo desatinos y desvergüenzas, hasta que Alberto le
atajó:
--Que pueden entender castellano...
--¿Y á mí qué me importa?
--Bueno; basta ya. Es demasiado. Se pone usted imposible.
Bob hizo un gesto de niño medroso á quien maltratan; parecía que iba á
romper en llanto.
--No me riña, Alberto. No sé lo que digo, á veces. Tiene usted razón.
Volvamos á casa. No puedo estar entre gente; me hace daño.
Antes de salir del salón, Bob se detuvo ante un espejo á mirarse con
expresión lacrimosa y desolada. En el café ingurgitó otro _whisky_, y
volvieron á la _villa_ en coche. Á mitad de camino, dijo Bob:
--Una de las cosas que más grabadas se me han quedado aquí dentro
--se golpeó la frente--, es algo que hace años le oí á usted, acerca
de la amistad. Decía usted que la amistad es la virtud fundamental
y necesaria para la vida, y que el hombre será tanto más feliz
cuanto acierte á convertir sus afectos en amistad; que se puede
vivir sin padres, sin hijos, sin amantes, pero no sin amigos; que
el amor paternal, filial ó sexual no es duradero, ni satisfactorio,
ni aquietante, á no ser que se le haya hecho derivar hacia un
sentimiento de amistad estrecha; que hasta la misma afición á los
seres irracionales y á las cosas inorgánicas ha de ennoblecerse con un
carácter amistoso; que la amistad es el único género de afecto en el
cual, el que ama, no abdica de su personalidad, ni tiende por ella á
anularse, entregarse, destruirse; y que desgraciado de aquel que cuando
ama á una mujer cae del lado de la pasión en lugar de orientarse á la
amistad.
Bob hablaba con lentitud y esfuerzo, titubeando, cazando á sacudidas
las palabras que se le escapaban; concluyó:
--¿Cree usted que la pasión es demasiado fuerte, ó está demasiado
arraigada? ¿Que ese género de estrecha amistad es ya imposible? ¿Cree
usted que es ya demasiado tarde?
Bob temblaba. Alberto, pensando en lo suyo, respondió sombriamente:
--Es ya tarde.


III

Alberto se había tendido sobre la cama. Acababa de llegar, después de
haber remado durante dos horas, en compañía de Bob. Era un atardecer
caluroso, pesado. De pronto se incorporó. Le había parecido oir la voz
de Meg y de Ettore, entremezcladas, en el jardín.
Por detrás de las cortinas espió, oyendo á hurtadillas las venas de
la habla divina de Meg. Á lo largo de la avenida última, al borde del
lago, paseaban cogidos del brazo los dos jóvenes; cuchicheaban, y Meg
reía con alborozo. «Parece que lo hace para que yo lo vea», rezongó
Alberto. No daba crédito á sus ojos. Aquel mismo día, después del
almuerzo, Meg le había prodigado las mismas apasionadas muestras del
día anterior. Pretendió satisfacerse á sí propio con una explicación
natural del hecho. «Eso ¿qué tiene de particular? Se conocen desde
niños...» Pero sentía un dolor tan acerbo como nunca lo había sentido.
Se propuso hacer una escena á Meg en la primera ocasión, mostrarse
severo, hasta cruel, y declararle de una vez para siempre que no
admitía tales libertades. La ocasión se presentó después de la comida.
Bob se había retirado, rendido por el ejercicio de la tarde. Alberto
y Meg quedaron solos. Alberto sentía borbotear dentro de su pecho
impulsos coléricos, pero como Meg se bruñese distraídamente las uñas,
con afectado despego, sin dignarse darse por enterada de que él estaba
presente, el joven comenzó á vacilar, y su entereza se derrumbó en
un punto. En actitud de encogimiento y súplica se acercó á la niña,
mendigando una mirada ó una palabra de amor.
--¡Meg...! --rogó temblando.
--¿Qué te ocurre?
--Meg, no me atormentes.
Meg saltó nerviosamente del asiento y se puso en pie, mirando á Alberto
con ojos ariscos y labios burlescos.
--Explícate.
--Si me quieres, como dices...
--¿Que yo digo que te quiero? Tú te has vuelto loco.
Alberto se aterró. Sus pupilas se distendieron, con horror pánico. No
podía hablar. Giró sobre sus talones y, con paso torpe, tomó el camino
de la puerta.
--No te vayas. Tengo que decirte una cosa --Alberto se detuvo á
escuchar, sin mirarla--. Si has tomado en serio lo que sólo era
capricho de divertirme, haz por olvidarlo cuanto antes. Yo te ayudaré
lo mejor que pueda.
Subió á encerrarse en su cuarto y se dejó caer sobre el lecho. Su
espíritu era un hacinamiento confuso de escombros. Permaneció largo
tiempo como alelado. Un ruido cauto que sonaba en la puerta le obligó á
incorporarse, con sobresalto. Vió penetrar un papel color rosa, por la
rendija, que luego cayó al suelo. Durante un rato le dejó yacer allí,
abandonado. Por fin, lo cogió y lo leyó:
«No tengo paciencia para hacerte sufrir toda la noche. Yo sufriría
más que tú. No hagas caso de lo que te he dicho hace dos horas. Era
por probarte. Ahora ya sé que me quieres de veras. ¿Yo? Te adoro,
te adoro, te adoro. Kisses, Kisses, Kisses. Tuyísima y para siempre,
_Margarita_.»

Con esta ardiente epístola Alberto recibió una punzante y nebulosa
contrariedad que no podía explicarse.


IV

Al día siguiente, Meg lloró con increíble abundancia hasta que Alberto
le dijo por vigésima vez que la había perdonado y que había dado por
entero al olvido su chiquillada.
--Pues aún no estoy tranquila. No eres sincero conmigo. Algo hay que
no me dices. Te lo conozco en la cara. Si hasta parece que no te gusta
besarme.
Estaban en el bosquete de araucarias. Alberto tenía vergüenza de
confesar que sentía celos horribles.
--No te oculto nada, Meg. Y en cuanto á que no me gusta besarte... --la
besó delirantemente, estrujándola contra su pecho.
--Así, así --suspiraba Meg, casi ahogada y tosiqueando á veces.
En el resto del día no volvieron á encontrarse á solas. Minuto por
minuto, el sentimiento de los celos labraba el corazón del joven. No
pudo dormir. Se levantó muy de mañana y salió á pasear junto á los
sauces. Á las diez, Nancy y su hija bajaron al jardín. Venían con
trajes de calle y pensaban ir á la ciudad, á hacer compras. Alberto se
ofreció á conducirlas, como barquero hasta el atracadero central. Las
mujeres aceptaron. De vuelta, Alberto remó con prisa, por llegar cuanto
antes. Una idea tenaz le hostigaba.
Subió las escaleras de la casa, mirando desconfiado á todas partes;
llegó hasta el cuarto de Meg; penetró y cerró por dentro: «Soy un
miserable», se dijo. Era una habitación Luis XVI, delicada y fresca
como un rosal. Alberto fué derechamente á un escritorio. Estaba
cerrado. «Claro está que no lo iba á dejar abierto», pensó. Padeció la
tentación de forzarlo. Se acercó al armario de espejo; también estaba
cerrado. Llegóse á la mesa de noche y abrió el cajoncito superior.
Había en él dos cajitas de piel, para alhajas, un pañolillo de batista
arrugado, cintas, un libro de devoción y una novela francesa, con
estampas lascivas; todo ello saturado de frágil olor á rosa. Antes de
abrir la portezuela inferior, dudó un momento. Estaba abochornado de
aquel escrutinio desleal. Tiró de la portezuela, temiendo encontrar
algún púdico detalle íntimo del cuerpo de Meg. Las mejillas le
abrasaban. Había un par de zapatillas, de piel roja y el forro de seda
acolchada; una cajita de cuero labrado, remedando una arqueta gótica;
dentro de la cajita unas llaves, y una de ellas, la del escritorio. Y
en el escritorio, muy á la vista, unas cartas. Decían:
«Margot, mi bebé: ya que te empeñas en que nos entendamos por
carta, para no despertar las sospechas de tu papá, á quien de sobra
veo que no le soy nada simpático, te obedezco. Pero quiero decirte
todo lo que pienso. Yo pienso que la verdadera razón no es la que
me das. No te entiendo, me pareces una mujer extraña, como no hay
otra, y quizás por eso me tienes loco, loquito del todo. Yo creo
que me obligas á estar un poco distante de ti para que, no pudiendo
tolerarlo por mucho tiempo, me anime á realizar lo que me has
pedido».
Alberto pensó: quería escaparse también con él. Continuaba la carta:
«Bebé, _mon âme_, ¿no comprendes que eso es una locura? Figúrate
que mis padres lo toman á mal, y los tuyos también ¿qué iba á ser
de nosotros? Estoy viendo que al leer esta carta haces uno de esos
gestos de desprecio que tanto hieren. No, no, Margot idolatrada;
piensa bien lo que te digo, que es por nuestro bien. Las cosas se
pueden arreglar de otra manera más natural, y espero que pronto.
Me faltan dos años de carrera. Pero en último extremo yo no haré
más que lo que tú quieras. Todo antes de sentirme despreciado,
sin causa, como esta noche me has despreciado, cuando saliste á
despedir á tu papá y al señor de Guzmán.
»Soy todo tuyo y sueño con que seas toda mía,
_Ettore_.»

«Querubín: Si supieras cuánto padezco. No me he atrevido á ir esta
noche á tu casa y te envío esta carta por el jardinero. Espero
que te la entregarán hoy mismo. Cuando te dejé, después de haber
paseado por vuestro jardín y ¡qué feliz he sido aquellos minutos!
venía resuelto á prepararlo todo y darte gusto. Pero al encontrarme
en casa y ver á mamá y á papá, tan ajenos á lo que yo tramaba
(porque necesariamente había de robarles el dinero necesario) me
faltaron las fuerzas. ¡Por Dios no te enfades! Ten piedad de mí y
sobre todo confianza en mí. Seremos felices, _bamboletta mía_,
_Ettore_».
Por la fecha y el contenido de la carta, Alberto dedujo que Meg la
había recibido después de haberle rechazado, achacando las escenas
de amor á capricho cruel, y antes de haber insinuado por la rendija
de la puerta la esquelita rosa. No quiso leer más cartas. Colocó los
papeles como estaban, la llave en su arqueta y salió á pasear, fuera de
_Villa-Anita_.
Había reasumido instantáneamente su estado de aplomo espiritual.
Sus ideas y sentimientos adoptaban de nuevo la impasible serenidad
estética. De actor de la tragedia, azotado por furias fatales, se había
convertido en espectador que recibe deleite en seguir el encadenamiento
de los hechos, y con el _pathos_ de los personajes depura sus
pasiones. Se había librado milagrosamente del desorden vertiginoso,
del torrente que le había arrastrado, y ahora estaba en la margen,
tranquilo y sonriente, no contemplando en aquel raudo torbellino otra
cosa que el juego de bellas fuerzas naturales. Meg era para él un
accidente del mundo, como las cañadas nebulosas de los montes, como
las nubes transitorias, como el lago con sus escalofríos pasajeros y
sus coloraciones cambiantes; era materia para sentir, comprender y
expresar, acrecentando de esta suerte la densidad de la propia vida,
mas no para ofrecer en sacrificio ante ella la divina libertad del
espíritu y con la libertad la suma fecunda de los días venideros. Meg
ya no era sino un objeto curioso de observación y un interesante tema
artístico; había descendido desde la tiranía á la esclavitud, porque
así como la forma domina al mal artífice y engendra la desarmonía de
las obras, el buen artífice domina la forma y rige apaciblemente las
leyes de la armonía; Alberto consideraba la vida como una obra de
arte, como un proceso del hacer reflexivo sobre materiales del sentir
sincero, imparcial.
Volvió, pues, á la villa con tanta fortaleza de ánimo como si las
puertas de su corazón girasen sobre goznes de diamante.


V

Durante el almuerzo, Meg se mantuvo en silencio, melancólica y como
fatigada. Sus ojos, verde-remanso, yacían misteriosamente en la sombra
violácea de las ojeras, y miraban, sin parpadear, con larga caricia
á Alberto, el cual, aun cuando estaba muy determinado en hacerse el
indiferente y muy seguro de sí propio, concluyó por entregarse á la
fascinación de las acuosas pupilas, respondiendo á la asiduidad de
sus miradas con otras, de su parte, no menos amorosas, y un sí es no
es acarneradas. Entre tanto se decía: «¿acaso los pensamientos de
esta mañana no eran sino sofismas sentimentales, provocados por la
certidumbre de que Meg amaba á Ettore? ¿Es posible que no fueran sino
ridículos y engañosos lenitivos que á mí mismo me aplicaba?» Bajo el
hechizo de los ojos verdes Alberto no sabía qué pensar, pero estaba
resuelto á romper con Meg, en la primera conversación que tuvieran.
Después de almorzar, así que Bob se adormeció en su acostumbrado
butacón, Alberto descendió al bosquecillo de araucarias. Meg, tendida
en la hamaca, leía. Alberto se adelantó con pie lento; su espíritu
temblaba en un filo de enorme incertidumbre, como si la balanza de su
porvenir estuviera en el fiel y en inminencia de doblarse para siempre:
en un platillo, la liberación; en el otro, el amor delirante, fatídico,
eterno por aquella mujer. De ella --un gesto, un ademán, una sonrisa,
una palabra-- quizá dependiese todo. Aquellos instantes ligeros,
volando entre la penumbra perfumada del bosque, eran la conjunción
suprema del pasado y el futuro.
--¿Por qué no te acercas á besarme? --preguntó Meg, con voz lenta y
suplicante.
--Porque no he venido á besarte, sino á hablar contigo de asuntos
serios --respondió Alberto severamente. Meg compuso una muequecita tan
desolada, tan zalamera, tan inocente, que Alberto perdió la serenidad.
Adelantóse un paso, y mordiendo las palabras, murmuró--: ¡No tienes
vergüenza!
Meg no respondió; pero sus ojos se iluminaron de sutil alegría; por
dominar la sonrisa, sus mejillas temblaban. Alberto, que lo advertía
claramente, repitió:
--¡No tienes vergüenza! ¿Lo has oído?
Meg inclinó la cabeza en señal de asentimiento. Una lengüecilla de
oro bajó desde la frente á besarle, trémula, los ojos. Con la mano
blanquísima, que azuleaba en la penumbra, redujo el rizo á su lugar
correspondiente, y como éste se obstinara en insubordinarse, Meg hizo
un gesto de contrariedad como si el tocado fuera lo único que le
preocupase en tales circunstancias. Domeñado el díscolo mechón, Meg se
puso á mirar á Alberto con infantil insolencia. El hombre, cada vez con
mayor desvarío, continuó:
--Pero ¿tú creías que á mí se me engañaba como á un _pipi_?
Meg sacó lindamente el hociquito, como diciendo: ¡Jesús, qué palabra!
Alberto, exasperándose progresivamente, no apartaba los ojos del
rostro de la niña, descifrando su lenguaje mímico. Pero la respiración
de Meg, rápida y anhelante, y el agitado movimiento del frágil torso
eran cosas que no existían para él. El gesto de reprobación irónica
con que Meg recibió la palabra _pipi_, aprendida por Alberto en las
noches orgiásticas de la vida libertina madrileña, y pronunciada ahora
involuntariamente, le enfureció más aún en su interior. Sin freno ya,
refirió descaradamente su espionaje y el hallazgo de las cartas. En
este punto de su discurso, hubiera sido un gran alivio para él, y así
lo deseaba con toda vehemencia, que Meg replicara ofendida, echándole
en cara la bajeza de su conducta. Pero Meg no desplegó los labios; sus
ojos seguían bañados de alegría misteriosa y la piel de los pómulos
estremecida. Entonces Alberto la oprimió un brazo, con bárbara
violencia, á tiempo que, acuñando las sílabas, pronunciaba una palabra
soez. Retrocedió, espantado de sí mismo, llevándose las manos al
rostro. Meg rompió á llorar. Y lloraba de alegría. Entre las lágrimas
suspiraba:
--¡Cómo me quieres! ¡Cómo te quiero!
--¿Eh? --interrogó Alberto, atónito, dejando caer las manos á los lados
del cuerpo.
--¡Cómo me quieres! ¡Cómo te quiero!
Arrebatadamente, Alberto fué sobre Meg, la tomó por las sienes
y aproximándose hasta casi unir las frentes, buceó en los ojos
verdiclaros hasta desentrañar los últimos limbos de aquella profunda
alma femenina.
--¿Te quiero? --preguntó Meg con desmayado soplo.
--Sí.
Oyóse la voz de Nancy:
--Meg; ven un momento.
Alberto quedó á solas. Su sér, convulso y descompuesto poco antes,
había sufrido nueva trasmutación. Disipáronse, como por arte de
encantamiento, la lumbrarada y humareda que le habían abrasado y
desvanecido los últimos días. La balanza se había rendido del lado de
la liberación. Había llegado prematuramente á una convicción, cuando
su ímpetu sensual y su desconcierto espiritual no habían cuajado aún
en sentimiento de raíces duraderas. Muerta la incertidumbre, muerta
la zozobra, muerta la ansiedad, muerta la esperanza, muertas todas las
potencias misteriosas que presiden al nacimiento del genuino amor.
Ahora, sólo sentía por Meg un á manera de interés ético ó afecto
maternal. La alegría de sentirse otra vez en imperio de sí propio, se
acibaraba con la compasión que le inspiraba Meg. Accidentalmente, tomó
el libro que la niña había dejado sobre la hamaca y lo hojeó al azar.
Era una antología de poetas norteamericanos. Sus ojos fueron á posarse
en un poema de J. G. Whittier[2]; _Telling the Bees_.
Here is the place; right over the hill
Runs the path I took;
You can see the gap in the old wall still,
And the stepping-stones in the shallow brook.
There is the house, with the gate red-barred,
And the poplars tall;
And the barn’s brown length, and the cattle-yard,
And the white horns tossing above the wall.
There are the beehives ranged in the sun;
And down by the brink
Of the brook are her poor flowers, weed --o’errun--,
Pansy and daffodil, rose and pink.
¿No era la casa de Fina en Villaclara? En aquellos mismos instantes ¿no
estaría Fina esperándole, cantando, por alimentar la confianza, á la
vera de la ringla de colmenas? ¿No era Fina el escudo contra el peligro
de toda loca pasión futura, y corona de rosas para una frente serena?
¿No le unía aún á Fina un amor hecho amistad estrecha, incorruptible
como un diamante?
Formulaba Alberto en su pensamiento estas que no eran preguntas sino en
la forma retórica, que en sustancia eran afirmaciones, cuando retornó
Meg. Se agazapó al flanco de Alberto, como buscando protección para
su alma quebradiza y caprichosa. Era en aquel punto una criatura toda
humildad, solicitud y renunciamiento. Dijo:
--Lo que tú sabes mejor que yo, no tengo para qué contártelo. Yo me
hubiera alegrado de que nunca lo hubieras sabido, pero me doy por
satisfecha al ver que de un mal puede venir un bien tan grande como
el que ahora siento. Es verdad que fuí una loca, que fuí muy mala,
muy mala. Yo quiero ser siempre buena, pero no sé cómo, á veces hay
una fuerza extraña que no sé de dónde viene, y me obliga á hacer
maldades. ¡Si supieras cuánto he llorado, desesperada de no ser nunca
dueña de mí misma! Llegué á atribuirlo á la influencia de mi casa, á
esa desesperación sorda y continua que hay siempre en mi casa; á esa
tristeza que no es una tristeza tranquila como otras tristezas, sino
una tristeza agria que le envenena á una. Y entonces, fuera como fuera,
aun cometiendo una falta para toda la vida, decidí escaparme de casa,
y estaba segura de que en huyendo iba á llegar á ser buena. Yo no sé
si me explico, ó si tú me entiendes. Te juro que digo la verdad. Lo de
Ettore... ¡Yo qué sé! Quiero llorar... ¿Ves? Una de tantas cosas como
hago sin saber cómo, arrastrada, sufriendo. Pero ahora me parece que
comienza una nueva vida. Nunca me he sentido tan buena como hoy, ni tan
segura, y es que me parece que me apoyo en tu corazón. (_Una pausa._)
Ahora te digo; puedes pedir mi mano á papá.
--Meg, niñita mía, ¿eres realmente buena?
Meg levantó sus ojos con dulce desolación infantil, como preguntando:
¿es posible que lo dudes?
--Vamos á probarlo ahora. Si estás segura de ti misma como dices, y
sientes que comienza una nueva vida, prepárate á oirme con entereza. No
puedo pedir tu mano á tu padre, porque sería una locura. Olvida todo lo
pasado. Yo no puedo ser tu novio, menos aún tu marido. Te quiero, sí,
como un hermano mayor, quizá como un padre.
Meg atribuyó estas frases á un deseo de chancear, pero al ver el rostro
de Alberto y su severidad noble, comprendió que todo se había perdido
para ella.
--¿Por qué me has engañado?
--No te he engañado, Meg. Yo era el engañado, no porque tú me
engañases, que yo á mí mismo me engañaba.
--Sí, sí, lo comprendo. He llegado á quererte demasiado, y demasiado
pronto. Lo comprendo.
--Quizá sí.
--¿Y qué piensas hacer?
--Marcharme mañana mismo en el vapor de las siete.
--¿Y sabes que tu marcha puede ser la muerte de papá... y la mía?
--La muerte, para tu padre, será una solución. ¿La tuya? ¿No me acabas
de asegurar que te consideras fuerte y tranquila?
--Creo que te he escuchado y respondido con perfecta tranquilidad.
--Pues yo te digo que la vida es buena, siempre que sepamos nosotros
conducirla bien. Y yo te digo, además, que debes ser feliz y que serás
feliz.
--¡Feliz...! No sé cómo.
--Meg, niñita mía --la besó en la frente--; espera y confía.
--¿Qué vas á decir á papá?
--Nada. Marcharé sin que él lo sospeche.
--¿Quieres que baje á despedirte al jardín, mañana?
--Lo quisiera, pero creo que es mejor que no bajes. Adiós.
--¿No me das otro beso?
Alberto quiso besarla en la frente, pero Meg echó la cabeza hacia atrás
y recibió el beso en la boca.
--Adiós, Alberto, y mira si soy fuerte que no lloro --pero cada palabra
se desprendía de sus labios temblando como una lágrima.


VI
Aún hay sol en las bardas.
_Don Quijote._

He aquí la casa, y el sendero que desciende de la colina, y la pasadera
de piedras sobre el arroyo, y los altos álamos emboscando la vivienda,
y el portón de rojos barrotes, y el muro, bajo y viejo.
Alberto, en tres días de viaje había olvidado tres años de vida y
soldado el instante presente con aquel otro de la despedida de la
estación de Pilares, cuando su ideal era la casita modesta, entre el
bosque y el mar. Camino de Villaclara se decía: aún hay sol en las
bardas.
Apoyándose sobre la tapia y con el pulso agitado, tendió una ojeada
sobre el jardín. El arroyo lo atravesaba, y siguiendo el compás
danzarín del agua, margaritas y narcisos, rosas y claveles, corrían
á lo largo de las márgenes. Allí estaban las colmenas de Fina, y
yaciendo en lo verde una masa negra que se enderezó de pronto. Un
rostro consumido, atormentado é iracundo, como el de una sibila
decrépita, se encaró con Alberto, y unas manos, de dedos epilépticos y
luengas uñas, comenzaron á conjurar maleficios sobre él. De la lóbrega
y desdentada boca volaron roncas palabras.
--¡Que el mexo del sapo te emponzoñe la lengua; esa lengua de falsedad.
Que las anxiguas fediondas te coman la cara; esa cara traidora en el
afalagar. Que las llocas aviésporas te saquen los ojos; esos ojos
de criminal. Que en el cucho de tu corazón maldito haga su nido
el alacrán. Que en por los siglos de los siglos te queme el alma
Satanás![3].
Era tita Anastasia. Alberto apenas tuvo fuerzas para interrogar:
--¿Fina?
--Pregúntaslo y tú la mataste. ¡Arreniego!

Florencia-Noviembre-1911.


ADVERTENCIA

Los antecedentes de algunos personajes de esta novela han sido narrados
en dos novelas anteriores, _Tinieblas en las cumbres_ y _A. M. D. G._
_La Pata de la Raposa_ está estrechamente ligada, y de ellas recibirá
luz en ciertos puntos oscuros, con otras dos novelas, _Las Mellizas_ y
_Troteras y Danzaderas_, que aparecerán muy pronto.
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