La pata de la raposa (Novela) - 01

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LA PATA DE LA RAPOSA


RAMÓN PÉREZ DE AYALA
LA PATA
DE LA RAPOSA
(NOVELA)
Dans le cas où personne n’y
prendrait garde, j’aurai encore
retiré ce fruit de mes paroles, de
m’être mieux guéri moi-même, et,
comme le renard pris au piège,
j’aurai rongé mon pied captif.
ALFRED DE MUSSET.
[Ilustración]
RENACIMIENTO
SOCIEDAD ANÓNIMA EDITORIAL
Calle de Pontejos, núm. 8, 1.º
MADRID


ES PROPIEDAD

Imprenta de Prudencio Pérez de Velasco, Campomanes, 4.


Á DON MARIANO DE CAVIA


PARTE PRIMERA
LA NOCHE

L’homme n’est qu’un roseau, le
plus faible de la nature; mais c’est
un roseau pensant.
Mais quand l’univers l’écraserait,
l’homme serait encore plus
noble que ce qui le tue, parce qu’il
sait qu’il meurt; et l’avantage
que l’univers a sur lui, l’univers
n’en sait rien.
PASCAL.


I

Una tarde de principios de Septiembre de 1905. Declinaba el estío
mansamente. El inflamado crepúsculo hacía presentir el otoño y su
melancolía de fruto conseguido.
Pilares, la decrépita ciudad, centenario asilo de monotonía y silencio,
yacía al sol poniente, más callada y absorta que nunca. De vez en vez,
la voz medioeval é imperecedera de las campanas, sacudía, como errante
escalofrío, la modorra de aquel pétreo organismo. La ciudad parecía
respirar un vaho rojizo y grave; sobre el monte Otero que le sirve de
respaldar y la ampara contra los vientos del Norte, sobre las praderías
y bosques en que está engastada, los ocres y amarillos otoñales
imponían su nobleza al verde gayo y frívolo de primavera.
La calle de Jovellanos es una vía amplia, burguesa, flamante,
presuntuosa. Está fuera de mano, lindando con la campiña, de manera
que el escaso tráfico de Pilares no llega hasta allí. No hay en ella
tiendas ó comercios. El habitual silencio de la población se profundiza
por aquella parte. La mayoría de los vecinos están ausentes, veraneando
en los puertos de mar. Las casas, con sus portales y balcones cerrados,
tienen cierta tristeza impertinente. Tan sólo dos casas, contiguas,
dan señales de existencia animada, en la ringla de huecos de los pisos
principales. Los de una están entreabiertos; los de la otra, abiertos
de par en par al aire puro, como sedientos de él. Á veces, flamea una
cortina de damasco amarillo. Promediando los balcones hay columnas, y
en lo alto del fuste, palmeras artificiales. Hasta la calle desciende
activo rumor de hacendosidad doméstica; traqueteo de sillas, rasgueo
de escobas, y provocadoras risas jóvenes. Una muchacha, con el pelo en
desorden, el rostro encendido, la chambra entreabierta y los brazos
desnudos, se asoma al último balcón, muy próximo á otro, entreabierto,
de la casa vecina. Se encarama sobre los hierros, hasta sobresalir del
barandal de caderas arriba, é inclinándose precavidamente, curiosea un
momento el balcón de al lado.
--Manolo, Manolo --murmura, en voz baja é insinuante.
Como nadie le respondiera, se retiró y volvió á salir, un sacudidor de
alfombras en la mano, con el cual dió discretos golpecitos en el balcón
vecino. En esto, oyóse otra voz femenina:
--No pierdas el tiempo, Teresuca. De seguro está por la parte de atrás,
en la galería.
Teresuca, saltando vivamente, se introdujo en la casa. Á su paso, una
columna con su palmera simulada, comenzó á oscilar enérgicamente,
dudando si caer á tierra ó recobrar el equilibrio erecto; al fin se
decidió por la perpendicularidad decorativa.
Conforme á la tradición de la arquitectura pilarense, todas las casas
tienen á la espalda una gran galería de vidrios. La de aquellas
dos casas, daban á un gran espacio abierto; primero los jardines
respectivos; luego, huertas, el trazado de algunas calles futuras, y al
fondo la tupida hilera negruzca, envejecida, caprichosa, de las casas
de la calle de la Madreselva, vistas por detrás.
Teresuca se asomó á la galería y llamó á Manolo, aplicando el
procedimiento del sacudidor de alfombras, bien que hubiera sido
ineficaz en el intento de la fachada. Ahora, el humilde artefacto
manifestó virtudes de varita maravillosa en manos de un hada. Á su
conjuro, levantóse pesadamente un ventanal de cristales, y del hueco
emergió la faz monda y riente y el torso, en mangas de camisa, de un
mozo que limpiaba unas botas de campo. Teresuca y Manolo se miraron
largamente. Teresuca apretaba el hociquito. Manolo abría la bocaza; y
la bota de monte, calzando su mano izquierda, adquiría un movimiento
convulso. Pero ninguno de los dos rompía á hablar. Al fin, dijo
Teresuca:
--Qué fato eres. Dame la mano.
Instintivamente, Manolo alargó una mano; con ella ofrecía un cepillo,
embetunado y grasiento. Retiróla de pronto, al echar de ver su
descuido, hijo de la emoción, y en su vez alargó la otra, oculta dentro
de la bota. Y la volvió á retirar también sin saber cómo arreglárselas,
en su aturdimiento é impaciencia, para desembarazarse de aquellos
infamantes testimonios de su condición servil. Reíase Teresuca, y al
mismo tiempo reía Manolo de su propia torpeza.
--Tíralos, hombre, tíralos.
Manolo sacudió, con desdeñosa brusquedad, los brazos: bota y cepillo
cayeron al jardín. De ventana á ventana, se enlazaron de entrambas
manos Manolo y Teresuca; se contemplaron deleitablemente y entablaron
un coloquio entre amoroso é informativo. Eran novios desde hacía
medio año. Teresuca, en unión de Camila, otra criada, había llegado
por la tarde, adelantándose dos días á los señores, á fin de airear
y adecentar la vivienda. Durante el verano se habían escrito, pero
Teresuca se quejaba de que Manolo le contaba pocas cosas.
--Pocas cosas... Si te llenaba dos pliegos en cada carta, mujer...
--Sí, muchas filosofías que no entiendo. Como eres escritor... Pero á
mí me gusta que me cuentes cosas, como en las novelas.
Porque, en efecto, Manolo era escritor. Había comenzado por tomar
á hurtadillas libros de la biblioteca de su señorito; á solas los
devoraba luego sin reposarse un segundo. Le atraían, de preferencia,
los volúmenes doctrinales de filosofía, moral y sociología, porque
los entendía menos, lo cual no era obstáculo para que los leyera de
cabo á rabo varias veces y aprendiera de memoria las más laberínticas
parrafadas. Una noche sintió revelársele su verdadera vocación; un
ideal halagüeño y remoto se le ofreció en el espíritu como peldaño
postrero de su vida. ¡Si llegara á ser concejal...!
Nunca en caletre de ayuda de cámara se habían albergado tan nobles
ambiciones. Sus primeros ensayos literarios segregaban virus
revolucionario. Quiso hacerse socialista; pero en el comité de Pilares
le dijeron que ni los católicos ni los lacayos podían pertenecer al
partido. Y luego, tendiéndole un cable: «Si usted quisiera abandonar
su vida de servidumbre...» «Imposible», respondió Manolo. «Quiero
mucho á mi señorito.» Cierto que profesaba afecto á su amo; pero más
cierto aún que éste ponía en sus manos dinero abundante para los gastos
de la casa, y que Manolo, administrándolo con una crecida comisión
subrepticia, iba amasando rápidamente un caudal con que valerse por
su cuenta y riesgo, lo cual no le impedía profesar ideas radicales,
cultivar á su modo el intelecto, adquirir un vocabulario de palabras
sesquipedales, como archisupercrematísticamente, asombrar á sus
relaciones con el fárrago de su sabiduría, y enviar, bajo pseudónimo,
á un periodicucho semanal de Pilares, artículos tremebundos, que
comenzaban así, por ejemplo: «La contumelia de las circunstancias es
la base más firme de la metempsícosis». Es decir, que era socialista
frustrado y presunto capitalista. Misterios del humano sér, dentro
del cual la lógica de los sentimientos y la de las ideas entablan con
frecuencia abismáticos divorcios. La primera de estas dos lógicas hacía
de Manolo un sér humilde con exceso, resignado y casi reptante, cuando
se las había con un superior, sobre todo ante su señorito Alberto; y
viceversa, una criatura olímpica y pomposa para con las personas que él
consideraba en un rango inferior al suyo. Esta misma lógica le había
arrastrado á una pasión voraz por Teresuca, la criada de los señores
de Oliva. Teresuca era linda y pizpireta. Los señoritos de Pilares
tenían puesto apretado cerco á su honestidad. No lo ignoraba Manolo,
y por ello decía sufrir continuas inquietudes. Pero la muchacha le
corroboraba de continuo su amor con tan dulces concesiones que el
mancebo había llegado á rechazar toda hipótesis malévola sobre la
conducta de su novia. Además, fuera porque los de Oliva la remunerasen
abundantemente, fuera porque ella por sí misma se las industriase como
Dios ó el diablo se lo diera á entender, es el hecho que la chica
tenía amontonados unos miles de pesetas en la Caja de Ahorros. Esto
enternecía á Manolo, porque le demostraba las dotes de previsión y
modestia de Teresuca. Habían decidido casarse muy pronto. Físicamente,
Manolo era un mozo de veinticinco años; rostro plano y sensual, y la
frente muy angosta. Teresuca andaba por los veinte; sus ojos acerados,
tan pronto suaves como hostiles, distraían la atención del resto de su
cara y cuerpo: atraían y captaban como los de las serpientes. Excitaba
una difusa sensación de agrado y de zozobra. Parecía ardiente y también
fría, taimada.
Decía ahora á Manolo, suspirando y con un mohín duro de despego:
--Ay, Nolo; no sabes las ganas que tengo de dejar de servir... ¡Puaf,
esta gentuza! ¡Qué aire, qué tono! No parece sino que los criados no
somos hijos de madre. Te juro, Nolín, que cuando leo en los periódicos
esos crímenes de una muchacha que mató al señorito, me lo explico
perfectamente. ¿Qué dices?
Manolo, acaparado por la emoción, no atinaba á articular una de sus
magnas sentencias. Oprimía, con viril tenacidad las manos de la novia,
y sonreía embobado. De pronto, habló:
--Á propósito. Esta noche estáis solas en casa tú y Camila --y miraba
la altura de la galería sobre el jardín.
--Calla, bobo, más que bobo; sinvergüenza --los ojos de la muchacha
se entornaban, derritiéndose en una caricia. Después recobraron su
expresión habitual. Preguntó:
--¿Y tu señorito?
--Durmiendo está una borrachera que trajo ayer.
--¡Arrea!
--Yo no lo sentí venir, pero esta mañana, cuando entré en su cuarto,
estaba como un leño. En el suelo encontré una peineta, y paréceme que
es de una cualquiera que la dejó olvidada. Además, la puerta de la
calle estaba abierta. No sé lo que pasaría anoche.
Teresuca volvió á repetir:
--¡Arrea! Pues él parece bueno y simpático.
--Sí que lo es.
--¿Cuándo se casa?
--El diaño que lo acierte.
--Pues mira que así solo, siempre solo...
--Calla... --Manolo sumió la cabeza dentro de la casa. Sacóla á poco--.
Suena el timbre. Adiós, vuelvo en seguida. Espérame.
Retiróse Manolo á recibir órdenes. Teresuca continuó recodada en la
galería contemplando el crepúsculo. Sobre la tapia del jardín avanzaba,
con pie insidioso y lomo elástico, un gato negro. En llegando frente á
Teresuca, se detuvo y la miró.
--¡Calígula, Calígula! Bis, bis... --llamó la muchacha, chasqueando el
dedo del corazón contra el pulgar.
El llamado Calígula no se dió por entendido. Tapia adelante continuó,
moviéndose con elegante parsimonia.
Una vieja asomó junto á Teresuca.
--¿Con quién hablabas ahora?
--Con Calígula.
--¿Qué es eso?
--El gato del señorito Alberto: le puso este nombre.
--Me parece que ese señorito está algo tocao del queso --Camila hacía
como si se barrenase una sien con el dedo índice.
Un perro _setter_, de rojas lanas, comenzó á ladrar y saltar en el
jardín de Alberto.
--¡Sultán, bonito! --gritó Teresuca.
Y Camila:
--Vamos, ese es nombre de cristiano.


II

Alberto abrió los ojos y los giró alrededor suyo. Fué un despertar
lento y doloroso, como si en virtud de un avatar ó hechizo, su alma
volviera á la conciencia en un cuerpo nuevo, desconocido, embotado.
Desde la techumbre, la luz eléctrica, guardada en un globo de cristal
rosa, cuajado, efundía leve resplandor auroral. Á Alberto, sin saber
por qué, le pareció un sol mozo é inexperto que hacía su primera
salida, y el conjunto de muebles de la alcoba que, entre la luz, se
erguían arbitrariamente, un universo de sombras sin sentido.
Tenía Alberto el paladar y la lengua desecados, la glotis apretada. El
encéfalo se le figuraba una protuberancia suberosa, insensible. Sus
extremidades permanecían ajenas al dominio de la voluntad, adormiladas,
y en ocasiones así como transidas por muchedumbre de sutiles alfileres.
Su cuerpo era un agregado de miembros ajenos á él, con el cual le unía
una vaga relación de sensibilidad sorda. Estaba, en suma, sufriendo las
reliquias postreras de una formidable embriaguez.
Encontrábase vestido. Se incorporó con esfuerzo y echó pie á tierra.
Fué hasta el lavabo, en donde refrigeró la frente, y luego preparó un
vaso con Eno’s Fruit Salt, que bebió ansiosamente. Se contempló en
la luna del armario. Su demacración era grande, pero eran mayores la
fatiga y torpor de su espíritu; y así, lo que en pleno equilibrio le
hubiera amedrentado, en aquel punto casi le servía de alivio, como
nebulosa promesa de próximo y definitivo descanso.
Apartando un grave y tupido cortinaje, salió al taller ó estudio
contiguo á la alcoba. La estancia daba á un patio de luces y tenía un
frente corrido de cristales. La luz era cenicienta.
Alberto, hundiéndose más que sentándose, en una muelle y profunda
butaca, tapizada de áspera tela de alforjas, quiso hacer examen de
conciencia.
Poco á poco iba adquiriendo noción de sí propio, situándose en el
tiempo. Comenzó á caminar hacia el pasado, á recapitular el pretérito
próximo partiendo del presente. ¿Cuántas horas ó días había estado
durmiendo? Cuando había caído en el lecho, á su lado estaba una mujer,
Rosina. ¿Qué había sido de ella? Antes, habían vuelto los dos del
puerto de los Pinares, adonde había subido en compañía de unos amigos
y unas mozas de partido por contemplar desde paraje á propósito un
eclipse total de sol. Y antes aún, él, Alberto, era un mozo á quien
el azacaneo de la vida había despojado, prematuramente, una por una,
de todas las mentiras vitales, de todas las ilusiones normas, y para
quien habían perdido el carácter de fuerza motriz todas esas palabras
que se acostumbran escribir con mayúscula: religión, moral, ciencia,
justicia, sabiduría, riqueza, etc., etc. Lo mismo que en la eternidad
del firmamento van apagándose las estrellas, dentro de su alma habían
ido muriendo todos los grandes luminares de la infancia. Sustentábase
tan sólo, puro y sereno en el vacío, un astro, Belleza, cuyo satélite
fiel era la Gloria, la inmortalidad en el recuerdo de los hombres.
Pero, en el punto crítico del eclipse, cuando, fuera del curso regular
de la naturaleza, las tinieblas se habían derramado sobre la tierra,
alcanzáronle también el alma de lleno, de manera que aquel astro dejó
de lucir, y entonces Alberto comprendió que la belleza era cosa tan
humana, perecedera é inane como todo lo otro; correr en su seguimiento
era no menos vano que procurar asir el huracán. Había llegado á ese
estado que llamaron los santos de insensibilidad.
Hasta entonces, había buscado en el arte, además de un estímulo, una
mitigación de sus cavilaciones, un abrigaño adonde acogerse olvidándose
de la vida, como quiere Schopenhauer. Ahora, se le presentaba á los
ojos del espíritu, con inconcusa certidumbre, la enorme ridiculez del
arte, y se avergonzaba de haberse adscrito en serio á un juego tan
pueril y vacuo.
Levantóse de la butaca, se acercó á un pequeño armario de libros y
cogió algunos volúmenes de Schopenhauer.
--¡Viejo lúbrico y cínico; qué necio eres y cuánto mal me has hecho!
--Y los arrojó al patio de luces.
Volvió junto al armario, y contempló con extravío el lomo de aquellos
pequeños seres taciturnos, apretados en fila unos contra otros.
--He aquí la espina dorsal de la humanidad; inmenso vertebrado, y tan
efímero como un piojo. ¿De qué os ha servido vuestro esfuerzo ó vuestra
vanidad?
Cogiendo á montones los libros, los iba arrojando al patio. Unos
ladridos fogosos, alegres, le hicieron detenerse.
--¡Es Sultán! --Y permaneció meditabundo unos instantes, considerando
que su perro era feliz sin duda. Á poco, reanudó sus empresas
demoledoras. Esta vez, les tocó el turno á los vaciados de esculturas
clásicas y del renacimiento que ornamentaban el estudio. En un
instante, quedó sembrado el pavimento de trozos de escayola, de formas
mutiladas. Á seguida, la emprendió Alberto con los lienzos que él
mismo había pintado; con una espátula, los rasgaba encarnizadamente.
Luego, rasgó cuantas reproducciones de cuadros famosos halló á mano.
Pero, al llegar á la Monna Lisa, de Leonardo, permaneció inmóvil. Como
poseído de un terror supersticioso, con los ojos suspensos y colgados
de aquel rostro que vivía una vida inquietante, sobrenatural. Era como
si aquello que á Alberto se le antojaba negra brutalidad del universo
se definiera en sonrisa animada, y el rostro de la Gioconda no fuera
humano sino velado emblema del sentido y la expresión del orbe. Dejó de
lado la reproducción, por huir de su encanto, y llamó al timbre.
Manolo se llevó las manos á la cabeza, al entrar:
--Tú obedece y calla. ¿Qué día es hoy?
--Hoy es jueves.
--¿Qué hora?
--Las seis de la tarde.
--Pide al teléfono comunicación con Cachán. Que envíe cuanto antes un
coche para ir á Cenciella. Tú, prepara mi maleta. Que esté todo aviado
en media hora.
--¿Qué libros va á llevar el señorito? --Manolo no pudo disimular su
contrariedad.
--Ninguno. --Respondió Alberto sin mirar al criado.
--¿Y la caja de colores?
--Nada.
--¿Pongo papel para dibujar ó escribir?
--Te he dicho que nada.
--¿Y si luego se aburre?
--Eso es cuenta mía.
--¿Comida para el camino?
--¿Acabarás? No quiero nada. Trae ahora té con leche. Y tú, comes antes
de salir. ¡Ah! Que el coche sea una cesta.
En estando á solas, Alberto encendió su pipa de brezo y paseó por
la estancia. Sentía ahora el corazón ligero, nutrido de ímpetu é
impaciencia; quizás alegre. Era que había venido á posarse en él,
con aleteo silencioso, como ellas suelen, una nueva ilusión; aquella
ilusión cristiana y antigua que arrastró á los padres al yermo, á los
misioneros camino adelante, y á las ardientes vírgenes al silencio
aquietante del claustro. Pensaba olvidarse de sí propio. Su mentor
sería Sultán.


III

Fumaba aún Alberto de la pipa, cuando Manolo le anunció la visita
del señor Hurtado. Pocas ganas tenía de conversación, pero hubo de
resignarse.
Telesforo Hurtado era un hombre de treinta y dos años; gordo, cetrino,
casi oliváceo. Sus ojos eran menudos y sobresaltados, como los del
jabalí; la piel le rezumaba sudor denso, como sebo; lacio el bigote, á
lo tártaro; vestía de negro. Adelantóse á saludar con mucha efusión á
Alberto:
--Mi querido concuñado presunto... --Y, de pronto, echando de ver las
señales del cataclismo--: Pero, ¿qué ha ocurrido aquí?
--He sido yo, Telesforo. ¿Qué quiere usted? De pronto he comprendido
que el arte es una majadería más y...
--Ja, ja. Rarezas de artista.
Alberto se encogió de hombros. Continuó Hurtado.
--¿También la poesía? --Alberto respondió que sí con la cabeza.-- Está
usted de chanza. --Alberto volvió á encogerse de hombros.-- Pues qué
quiere usted que le diga: yo, mísero empleado de una casa de banca,
me moriría de desconsuelo si no tuviera por sostén ciertas facultades
poéticas. Por de contado, y sin el amor de Leonor. Pero, quien dice
amor, dice poesía. Leonor es mi musa. Yo soy un sentimental; créamelo
usted. ¡Ah! Si usted también ha hecho versos...
--También.
--Y muy bonitos. Yo, la verdad, no los entendía muy bien...
--De seguro, culpa mía.
--Ja, ja. No quiero decir tal. Usted tiene mucha erudición.
--Con su permiso, Telesforo, voy á bañarme y á mudarme de ropa.
--Sacudió la pipa, recogió el cortinaje, y, dentro de la alcoba,
preparó el _tub_, las toallas, la esponja.-- Puede usted seguir
hablando. Espero que no ofenderé su pudor.
--Vamos. Apuesto á que se acaba usted de levantar ahora. Estos
artistas...
--Sí, somos bichos de naturaleza muy rara.
--¡Qué humor!
--Excelente.
--Bien; arréglese usted pronto, porque el tren sale á las ocho.
--¿Qué tren? --preguntó Alberto, desde dentro de la camisa de la cual
en aquel momento se despojaba.
--El tren para Villaclara. Voy á pasar tres días allí, y como Leonor
me escribe que irá usted conmigo... ¿No le ha escrito á usted nada
Josefina?
--¡Josefina! --murmuró Alberto como si hablase consigo mismo.
Permaneció pensativo, desnudo el torso, y los brazos cruzados--. Me es
imposible ir, Telesforo. Tengo asuntos en la aldea, y el coche pedido
para las ocho. Puesto que usted va á Villaclara, dígale á Josefina que
no he podido escribirle estos últimos días; que no se alarme; que me ha
visto usted y estoy bueno; que me acuerdo mucho de ella y que la quiero
siempre.
--¡Pobre Fina!
--¿Eh?
--Soy un hombre sincero. La sinceridad es mi cualidad preponderante.
Pues bien, á fuer de sincero le diré... le diré que se me figura que no
está usted enamorado de Fina.
--¿Enamorado? --Alberto, sentado en una butaquita baja, se quitaba
un zapato. Después lo arrojó lejos de sí, con desdén, como si fuera
el vocablo _enamorado_ lo que arrojaba.-- No sé lo que significa ese
adjetivo.
--¡Adjetivo!... Sí, en efecto, es adjetivo. Adelante.
--Lo único que puedo asegurarle es que Fina es la primera mujer que
me produjo ciertas emociones, que su carácter se acomoda al mío y que
no podré casarme con ninguna otra, como no sea con ella... si me caso
alguna vez. Es una criatura ideal--. Y distraídamente dejó caer el
otro zapato á sus pies.
--Pues hombre, cásese usted pronto. ¿Qué le parece, casarnos el mismo
día? Para Diciembre, por ejemplo; gran mes. Y mire que don Medardo
tiene bien cubierto el riñón. Sólo en nuestra banca yo sé que ha
depositado valores hasta ciento veinte mil duros. No es una nuez hueca.
--Brrr... --gritó Alberto al sentir el agua sobre los lomos--. Supongo
que me hará usted la merced de creer que la pecunia del indiano no es
un señuelo que me haga incurrir en connubio. Brr... --Inflaba el pecho
y exprimía la esponja sobre él.
--Usted perdone: no entiendo bien.
--Que no me caso por dinero, hombre.
--No digo yo tal. Yo no tengo un cuarto, y, sin embargo, tampoco me
caso por dinero. Pero, donde no hay panchón todos riñen, y todos tienen
razón. Claro que á usted le sobra el dinero por la punta de los dedos.
Y á propósito... --Alberto, arrebujado en un ropón felpudo, con la
capucha echada sobre el cráneo, vino á sentarse al lado de Telesforo.
Le miraba con amabilidad desdeñosa.-- Á propósito; si no estoy mal
informado, usted tiene un depósito bastante considerable en casa de
los Meumiret. En confianza le digo que no debe fiarse mucho de ellos.
Yo sé cosas... Oiga, cuando yo me case con Leonor, mi principal me
interesará en los negocios; me lo ha prometido. Entonces sería ocasión
de trasladar á casa esos valores de usted. Excuso decirle que yo me
cuidaría de ellos como si fueran míos.
--No tengo inconveniente. Ya hablaremos.
Hurtado, muy gozoso, dió dos palmadas en el muslo de Alberto, y dijo:
--Pues hay que casarse, hombre, ¡qué diantre!
--Ha venido usted á hablarme de amor en unos momentos en que me
absorben muy diferentes preocupaciones.
Se levantó y se desnudó el torso, dejando el ropón sujeto á la cintura,
mediante el cíngulo de recias borlas. Tomó una botella de vidrio verde,
cuyo contenido derramaba en la palma de la mano y extendía más tarde
por el pecho y los brazos. Por la estancia se expandió una fragancia
fresca y tenue, como de mañana campesina. En los ojos de Hurtado se
adivinaba que, en casándose con Leonor, pensaba imitar á Alberto en
punto á detalles del arte cosmético.
--Eso huele muy bien. ¿Qué es?
--Agua de colonia, simplemente.
--Á ver ¿qué marca? Atkinson. ¿Cuánto le cuesta?
--Catorce pesetas.
--No puede ser.
--En casa de Prado la compro.
--Valiente ladrón.
--No crea usted; en Londres no me costaba mucho menos.
Sonó el timbre rabiosamente.
--Ese no puede ser otro que Jiménez.
--Pues me voy. No me es nada simpático. Hasta la vista, Alberto.
En el pasillo se cruzaron Jiménez y Hurtado. Se oyó á Jiménez decir con
voz burlona:
--Hola, Hurtado; cómo suda usted. ¿Cuándo contraemos á don Medardo?
Y á Hurtado, sombriamente:
--Pero qué chistoso es usted.
Jiménez penetró en el estudio sin conceder atención á las
manifestaciones catastróficas que por dondequiera se hacían visibles.
Traía un periódico en la mano, y, sin saludar, adoptando tonos de
agitación melodramática, ordenó á Alberto:
--¡Lea usted!
Alberto leyó:
«Es objeto de todas las conversaciones en Pilares un hecho singular
acaecido en la última noche. Según parece, hace unos días ciertos
señoritos juerguistas, muy conocidos en la buena sociedad, salieron
de excursión al puerto, acompañándose de unas palomas torcaces muy
conocidas en la mala sociedad. Iban, por las trazas, á ver el eclipse;
pero lo único que pudieron contemplar fué el eclipse de su propia
razón, á causa de las excesivas libaciones. Dícese que cometieron todo
género de excesos, turbando la paz patriarcal de nuestros campos,
escandalizando á los aldeanos, y, sobre todo, á las aldeanas; y, según
nos aseguran, las desdichadas que los acompañaban atentaron al pudor
de unos reverendos Padres Escolapios que habían ido al puerto con el
mismo objeto. Queremos decir, con objeto de observar científicamente el
eclipse.
»Pero lo más grave viene ahora. Dícese que después de entregarse á la
bacanal más frenética, digno de los tiempos paganos, llegaron, en el
estado que se supone, á Pilares ayer anochecido. Pero, es el caso que
una de las palomas torcaces ha desaparecido. Durante todo el día de
hoy se han hecho tentativas por averiguar su paradero, y han resultado
infructuosas. Se habla de un crimen; se tienen pistas bastante seguras,
y hasta se murmura el nombre de un joven artista, célebre por sus
extravagancias.
»Esperamos de las autoridades gubernativas y judiciales que no se dejen
intervenir por influencias caciquiles. Impediremos que se eche tierra
sobre este escandaloso asunto. ¿Estamos en Zululandia? ¿Se puede vivir?»
--¡Qué mastuerzos! --dijo Alberto por todo comentario.
Jiménez en tanto Alberto leía en voz baja la gacetilla de _Pilares
Futuro_, había estado viendo, con infinito asombro, tanto destrozo
como yacía por tierra. Sus ojos grises, en todo momento vibrantes de
jocosidad, miraban de un lado y otro con grave suspicacia.
--¿Qué ha ocurrido aquí?
--Una crisis espiritual.
--Querrá usted decir una crisis báquica.
--No, no; una crisis espiritual. El alcohol no ha tenido nada que ver
con esto que á usted tanto le asombra.
Jiménez se atrevió á preguntar:
--¿Y Rosina?
--Yo qué sé, amigo Jiménez --Y aun cuando no tenía deseo ninguno, no
pudo menos de reir francamente, porque la fisonomía de Jiménez, de
ordinario muy móvil y cómica, al ponerse seria era más grotesca aún--.
Á ver si es usted quien ha redactado el suelto de _Pilares Futuro_...
El rostro de Alberto estaba tan sereno, tan claro, que Jiménez desechó
desde luego toda presunción condenatoria.
--No he tratado de ofenderle. ¿Eh? Ni mucho menos de juzgarle. Como al
fin y al cabo cuando uno está borracho no sabe lo que hace, y sobre
todo, cuando como usted ayer, tomaba una de sus primeras borracheras.
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