La pata de la raposa (Novela) - 05

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luna infundía verdosa y vibrátil fosforescencia á los ámbitos del
invernáculo.
--¡Oh, qué poético! --murmuró Hurtado. Después, en voz baja, á
Leonor:-- He de componer una poesía sobre estos momentos deliciosos.
Enmudeció la flauta. Don Medardo se levantó:
--Es ya tarde para mí, y me retiro. Me permito aconsejar á usted,
Alberto, que se acueste temprano, y se levante mañana temprano, y se
vaya corriendo á Pilares. Que nos quedemos tranquilos de una vez.
--Es verdad: ya no me acordaba.
--Entonces nos despediremos todos ahora --habló doña Dolores.
Alberto no encontraba su sombrero. Buscaron vanamente en diferentes
habitaciones.
--Como no esté en la glorieta de jazmines... Al volver de la playa
pasamos por allí. Quizás lo haya dejado, distraído.
Josefina salió corriendo. Alberto la siguió, gritando:
--Deja, Josefina, no te molestes. Yo iré.
Se encontraron en la glorieta; estaban solos.
Alberto cogió entrambas manos de Fina, las atrajo hacia su pecho y
luego las llevó á los labios. Entre la fragancia de los jazmines
resplandecían con luz propia los ojos de Fina. Alberto deslizó las
manos por los brazos de su novia hasta asirla de los codos; la
aproximó hacia sí lenta y ahincadamente. Se aproximaron los cuerpos,
transmitiéndose enervante tibieza; la respiración se confundía. Por
mutuo y tácito acuerdo, se besaron; fué un beso mudo, lento, suave.
Alberto, además de la sensación espiritual de transporte y abandono,
gozaba el deleite físico de los labios de Fina, duros, tersos, fríos,
húmedos y castos.
--¿Tampoco estaba allí? --preguntó Leonor, viéndolos venir sin el
sombrero.
--No se ve nada. Deme usted la caja de cerillas, Hurtado.
El sombrero estaba en la glorieta.
Salieron juntos Hurtado y Alberto á tomar el tranvía de vapor para
Villaclara. Desde el camino despidieron á Leonor y Fina, cuyas sombras
se recortaban por oscuro sobre el cuadro amarillo de una ventana.
Permanecieron en pie en la plataforma trasera del tranvía, el cual
comenzó á resbalar bordeando la ría, quieta y fúlgida. Los barcos
veleros parecían aprisionar las estrellas entre la red de ensueño de
sus arboladuras.
--Le he visto á usted hoy como nunca, Alberto.
--¿Cómo?
--Más entusiasmado, más así... No sé cómo explicarme. Desengáñese
usted; á nuestra edad, lo único es el amor, y su solución más racional,
el matrimonio. ¿Qué piensa usted?
--No sé qué pensar. Ayúdeme usted á discurrir. Primero, yo ó usted, ó
X, nos enamoramos de una mujer, de esa variedad de particularidades
corporales (cara, cuerpo, aire, expresión, acento, etcétera, etc.),
que hace que esta mujer se diferencie de todas las otras. Si la amamos
intensamente, las demás mujeres nos son indiferentes ú odiosas. ¿No es
así?
--Sí, sí, desde luego. Sin embargo, hay algunas muy divertidas, vamos,
para pasar el rato.
--Perdón, hablo del Amor, con mayúscula. Como usted decía antes, el
único amor... Me refiero á ese sentimiento exclusivo que nos hace
concentrar toda nuestra vida afectiva en una mujer determinada, y
sin el cual no puede haber matrimonio lícito, honrado. Pues bien:
figúrese usted que mañana, al volver usted á casa de don Medardo,
sale á recibirle una mujer consumida, lacia, canosa, de flácido
seno y boca desdentada, y que le tiende los brazos amorosamente,
exclamando: «Telesforo de mi vida, ven con tu Leonor». Y que fuese
en efecto Leonor, así transfigurada en el curso de la noche, por
cualesquiera circunstancias, por arte de encantamiento si usted quiere.
Espiritualmente, continúa siendo la Leonor de hoy. ¿La amaría usted
como hoy la ama?
--Eso es caprichoso, imposible. Sé que no puede ocurrir; por lo tanto,
no sé lo que haría en ese caso.
--¿Que no puede ocurrir? Si ha de ocurrir fatalmente, hombre de Dios.
Sólo que la obra de unos años, muy pocos, no vaya usted á creer,
yo la condenso en una noche. Prescindo, pues, de toda suerte de
consideraciones morales; por ejemplo, la decepción que sigue al deseo
conseguido, las innumerables miserias, corrosivas del amor, resultado
necesario de la íntima convivencia. Nada de esto existe para mí en
este momento. Anoto sólo el hecho físico de que la mujer á quien usted
ama deja de ser esa misma mujer, se trueca en una criatura enteramente
distinta y nada amable; lo mismo me da que engorde ó que enflaquezca.
--Parece usted referirse á un amor material...
--¿Al incentivo carnal?
--Eso es; pero el amor es algo desligado de ese materialismo; es un
sentimiento puro.
--¿De alma á alma?
--Indudablemente.
--Entonces el matrimonio huelga.
--Discurre usted de una manera... Esas son exageraciones.
--Ya le he dicho que quiero que usted me ayude á discurrir. Cuando
Platón enfoca el sentimiento del amor, desde puntos de vista
diferentes...
--¿Platón? Usted habla en chanza.
--Sí, Platón.
--Pero, ¿Platón no es un nombre inventado, un tipo inventado, como lo
es ese animal Heliogábalo que tanto comía?
--¡Perdóneme, querido Telesforo! En efecto, hablaba en chanza y creí
que usted me seguiría la corriente --y para su capote pensó: «¿Pues no
iba yo á hablar en serio con este beduíno?»
--Otra cosa, Guzmán. He tenido noticias gravísimas de los Meumiret.
Cuanto antes retire usted de allí sus valores, mejor. Si usted tiene el
resguardo aquí, con que lo endose á nombre de mi principal, está todo
hecho.
--Sí, sí; como usted quiera. Y gracias.
--De nada. Basta que sea usted amigo y novio de Fina.
Llegaron al final del viaje.


XIII

La estación del tranvía ocupaba un ángulo de los jardines de
San Agustín, parque público de Villaclara. Una banda de música,
compuesta de doce individuos barbudos, llamados en el pueblo _los
doce apóstoles_, cada cual con un instrumento abollado, bronco
y apocalíptico, lanzaba desde un quiosco japonés incongruentes
trompetazos. El órgano _Limonaire_, gigantesco, de un cinematógrafo
mezclaba su gangueo á los baladros de la charanga.
En la avenida principal del parque, bajo la luz de los arcos voltaicos,
paseaban en círculo las señoritas del pueblo y las veraneantes.
--Daremos una vuelta á ver las caras bonitas que hay. ¿No le parece,
Alberto? Luego iremos al cinematógrafo. Le tengo preparada una sorpresa.
--Nada de vueltas.
--Pues al cinematógrafo.
Alberto se resignó. El frente del tendejón estaba deslumbrante. Agrio
era el berrear del órgano, y agria su estructura; columnas salomónicas
que tornilleaban y mareaban; complicados adornos, dorados, rojos,
azules, amarillos; figuras pastoriles, dando vueltas en un afectado
paso de danza. Una mujer de enorme sombrero con enormes plumas, enormes
solitarios en las orejas, cejas enormes y enorme bigote, despachaba los
billetes, muy erguida detrás de una mesa cubierta de terciopelo rojo.
Á la derecha de la fachada pendía un gran hule negro, y en él letras
colosales, dibujadas con tiza que rezaban ¡LA BELLA TOÑITA! _Primera
estrella de los Music-Halls._ Luego el programa de las películas.
Alberto se adelantó á tomar dos asientos de preferencia.
--De ninguna manera --rectificó Hurtado, hablando con la dama de los
ricos pendientes y la rica vegetación capilar--. Dos entradas generales
--y volviéndose hacia Alberto--. Hay que ver á Antoñita de cerca. Es
una monada. Amiga mía: se la presentaré --entornaba los ojos, con
orgullosa voluptuosidad.
Entraron y avanzaron hasta los primeros tablones, á manera de bancos,
al pie de la pantalla blanca. De aquella parte había buen golpe de
mozalbetes de la clase media, expectorando supuestas gracias y agudezas
que les diesen, en opinión de las señoritas sentadas en preferencia,
fama de libertinos. Así que el salón quedó á oscuras, simularon
detonantes besos, aplicados sobre el dorso de la mano, que acompañaban
de fingidos gritos femeninos; y esto les hacía reventar de risa. Para
cada lance de las películas tenían un comentario de segunda intención,
una picardía, cuando no una obscenidad desvergonzada. Alberto estaba
asqueado.
Un pianista ejecutó un pasadoble torero. Los jovencitos hicieron coro.
Se levantó la pantalla, descubriendo un pequeño escenario, vacío.
Se oyeron unas pataditas, seguidas de cerca por el rugido de los
mozalbetes. Á seguida salió á escena una mujer. Se envolvía á lo torero
en un mantón de Manila, verde gayo y amarillo cromo. Bajo los flecos
desmayados, como ramas de sauce, asomaba, con la gracia rígida de un
cáliz invertido de azucena, una falda de seda blanco-mate, adornada con
vidrios. Las medias, de seda blanca, muy sutiles, dejaban transparecer
la carne, coloreándose de tenue iris rosa. Los zapatos, de raso blanco.
El brazo derecho, delicado ó infantil, lo llevaba en alto, y en la mano
un sombrero calañés de beludillo azul turquí. Inclinaba la cabeza hacia
delante, evitando el brillo crudo de la luz, de suerte que Alberto,
en un principio, no pudo saber si era bonita ó fea. Acompasando el
aire jacarero del pasacalle, piafaba, levantando con mucho donaire
las piernas y sin moverse del sitio; de pronto arremetía á andar, con
pasos menuditos, agitando el sombrero en el aire, sacudiendo la cabeza
y guiñando un ojo. Su falta de soltura y desparpajo la delataba como
novicia en las lides coreográficas. Una faz abotagada y obtusa asomaba
por los bastidores de la derecha; después de examinar lo que alcanzaba
del público, se volvió á la artista, jaleándola con acento desgarrado:
_¡Anda niña!_ Era la madre de la bella Toñita.
Terminado el pasodoble, Toñita arrojó el sombrero y el mantón, en un
rebujo, del lado donde asomaba el estulto y celestinesco cráneo de la
madre; sacudió los hombros, para arreglar á su gusto los tirantes del
vestido, y se adelantó hacia las candilejas, cohibida y sin saber qué
hacerse de las manos. Parecía muy niña, de dieciséis años á lo sumo. La
candidez del traje, y los reflejos acuosos de los avalorios de vidrios
añadían inocencia á sus formas incipientes, apenas púberes. Intentaba
sonreir, pero no pasaba de ese gesto delicioso y bobalicón que el niño,
sorprendido á raíz de un pecadillo, compone por disimularlo. Cantó el
cuplé del grillo. Los mozalbetes entraban á hacer coro en el estribillo:
Crí, crí,
Crí, crí, crí.
Las familias honestas salieron del salón. Toñita parecía perder por
entero su serenidad viéndose desairada del público burgués. Pero la
faz congestiva y canallesca de su madre emergía de los bastidores
infundiéndole bríos: _Anda y que les den morcilla. Duro, preciosa._
Siguieron otros cuplés, tan necios y sucios como el del grillo. Luego
los mozalbetes solicitaron un tango. Toñita se excusaba, pero sus
admiradores insistieron, dando palmadas y lanzando vociferaciones
semisalvajes. La niña hubo de acceder. Salió al sesgo, trenzando
los pies y moviendo mucho las caderas; el vestido arregazado hacia
los riñones y asido con la mano izquierda; en la cabeza un sombrero
flexible que sostenía con la derecha, en actitud convencional, alta la
muñeca y el dedo meñique erecto. Los mozalbetes sembraron el escenario
de sombreros y flores: _¡Ay, mi vida! ¡Tu sangre!_ gritaban, con
enardecimiento ficticio. Y la niña, embriagada por las aclamaciones y
aturdida por haber perdido el compás, se descoyuntaba de un vértigo
de movimientos incomprensibles, pataleaba furiosa, echaba á volar los
brazos y á rodar el menudo vientre, virginal aún, daba volteretas y
hacía cabriolas, hasta que un minuto después de terminar la música se
arrodilló, levantando en alto el sombrero, como los tenores cuando
cantan un brindis. Un éxito estentóreo coronó los esfuerzos musculares
de Toñita.
Alberto, en tanto la niña se hacía la ilusión de bailar, contemplaba
sus piernas, de una línea incomparable; el tobillo endeble, la
pantorrilla moderada y prieta, el muslo fino y acerado sobre el cual
se adherían las delgadas batistas blancas, algo humedecidas por la
transpiración. En algunos giros raudos, volaba de debajo de las faldas
de Toñita olor á heliotropo y un vaho cálido de cuerpo sudado.
--¿Qué le parece á usted?
--Un prodigio.
--Usted se burla. La pobrecita baila como una gata histérica.
--Digo las piernas. Nunca he visto nada tan clásicamente gracioso. ¿Nos
vamos ya?
--Ahora entraremos á saludarla. Muy buena muchacha. Le advierto que
es doncellita todavía. Parece que Alfonso del Mármol pretende... Por
dinero no quedará, pero la madre es una lagarta... Ea; ya estamos en el
camerino, llamémoslo así. ¿Se puede, doña Consuelo?
--Adelante. Siéntense ustedes aquí, encima de este baúl. Es tan
estrecho esto, rediez.
La doña Consuelo, fluctuando como un álamo bajo el huracán, á causa de
su cojera, retiró algunas ropas de encima del baúl mundo.
Hurtado hizo las presentaciones. Estaban en un departamento angostísimo
delimitado por cortinas de percalina roja. En un ángulo, permanecía
silenciosamente Alfonso del Mármol. Tenía las delgadas piernas y los
brazos cruzados, los lomos ceñidos al respaldar de la silla, la cabeza
echada hacia atrás y un gigantesco cigarro habano entre los dientes. Su
cara era aguileña, larga y enjuta; saliente y cortante la nariz, y de
leve arrebol en la extremidad; la barba, de un rubio de maíz; la tez de
marfil blanquísimo; las cejas, sutiles y altas; los ojos, pequeñuelos
y desdeñosos, el párpado, enorme y flaco, distribuído en innumerables
pliegues, caía sobre los ojos en razón de la postura erguida de la
cabeza. Daba la impresión de un águila enjaulada, consumida por el
tedio, é infundía á las gentes una gran inquietud. Al ver á Alberto, se
puso en pie y le estrechó la mano cordialmente.
--¿Ha venido usted á ver á su novia?
--Sí. ¿Y usted?
--Al concurso hípico --solemnemente extrajo del bolsillo interior de
la chaqueta un tarjetero de oro y se lo alargó á Alberto--. El premio
del Conde de Bongrado. No hay en el mundo un animal como mi yegua Nena
--dijo con frialdad, vomitando humo, como si hablase consigo mismo y
sin prestar la más leve atención á la niña á quien trataba de seducir,
ni á la madre, con la cual andaba en tantos y cuantos de dinero, ni al
oliváceo Hurtado. Tan sólo Alberto, al parecer, era digno de aquilatar
la hazaña. Alberto celebraba siempre las simpáticas petulancias
infantiles de Mármol.
--Á ver, á ver --exclamó Toñita. Estaba en pantalones y con una
camisilla liviana; descubierta la parte alta de los pechos, de una
carne mate, blanco-magnolia, que amenazaba ajarse al tacto--. ¡Para
mí, para mí! --gritaba Antoñita, saltando delante de Alfonso. Éste se
había vuelto á sentar, y, con la cara hacia la techumbre y expresión
distraída, presentaba la mano á Antoñita aguardando la devolución de su
presea.
--¿No me lo da usted?
Alfonso continuó fumando, con la mano extendida.
--¿Será de oro? --inquirió Antoñita.
--Oro es, y bueno --afirmó Hurtado.
--Vamos, don Alfonso; dé usted gusto á la pitusa, que ya verá usted
cómo se lo merece --rogó doña Consuelo, apoyándose en la pierna sana
y con la otra pendulando dentro del faldatorio, á manera de badajo de
campana.
Intervino Alberto:
--Quédese usted con ello. Alfonso no desea otra cosa que regalárselo.
--Sí, se lo doy... --comenzó á decir Mármol. Antoñita se apresuró á
esconderlo en el seno--. Se lo doy á condición de guardárselo yo mismo
donde ella se lo quiere guardar.
--Vaya si es pelma el señorito --murmuró Antoñita, con un mohín de
disgusto.
--La que eres pelma eres tú. Mira qué de particular tiene. Ande usted,
don Alfonso, verá usted que la muchacha se merece cualquiera cosa.
Alfonso se puso en pie, y con solemnidad distraída de sacerdote que
celebra por rutina sus oficios, introdujo en el seno de Antoñita el
tarjetero de oro. Antoñita adelantaba por instinto los brazos, como
apercibiéndose á la defensa si llegase el caso, y dejaba obrar á
Alfonso, sin poder reprimir un fruncimiento angustioso de las cejas.
Cuando Mármol concluyó, la niña dijo suspirando:
--No ha abusado usted. Es usted muy bueno --y le tiró con inocente
alocamiento de las barbas.
--Basta ya, niña. Á terminar de vestirse.
En tanto duró esta operación, en la cual la madre sirvió de azafata,
deleitábase Alberto en la contemplación de Antoñita.
Pensaba: «las adolescentes, aparte de su incentivo voluptuoso y de la
sugestión artística, poseen un encanto particular, un algo zoológico,
que es aquietante y grato para quienes vivimos exageradamente recogidos
dentro de nosotros mismos. El perro que dormita y de improviso
yergue la cabeza, da una dentellada al aire y sigue durmiendo, ó
que, sin razón aparente y fuera de propósito, piruetea y late con
júbilo, nos sorprende, nos hace sonreir, y al cabo nos distrae de
nuestras cavilaciones. ¿Á qué motivos poderosos obedece su conducta
incongruente? ¿Quién sabe? Quizás un pobre mosquito invisible que fué
cazado al paso, ó un tenue aroma de canina feminidad que nuestro olfato
no percibe». De la propia suerte, á Alberto se le figuraba que las
ideas, ó lo que por tales podían pasar, no se albergaban dentro de la
cabeza de Antonia, sino que andaban revoloteando en torno, como los
mosquitos en derredor de la cabeza del perro. Comprendía que el primer
móvil de las acciones de la niña, como de sus alados movimientos y
palabras sin nexo, era algo misterioso y externo, sutilmente diluído en
el aire. Y así, Antoñita, distrayéndole, le inspiraba un gran interés,
el interés del juego, de las cosas arbitrarias y sin finalidad, y le
aplacía muellemente, como el agua que canta y murmura.
Alberto continuaba pensando: «Y esta apacible y atractiva sensación
zoológica de la adolescencia incipiente, ¿qué es?» Y se respondía,
iluminado de pronto: «La expresión de castidad, de inocencia». En
efecto, figurándose plásticamente en su imaginación de artista la
expresión de diversos animales, observaba que podían servir como
representación simbólica y satírica de diversos vicios del hombre:
la soberbia, la gula, la astucia, la crueldad, la traición, hasta la
envidia; pero no recordaba ningún animal de expresión lasciva. Se
acordó de un caballo y de un toro que había visto en celo, á punto de
lanzarse sobre la hembra; no eran lascivos, sino gallardos, poderosos,
y pudiera decirse que honestos.
La boca, los ojos y la frente de Antoñita, á pesar del inmundo
adoctrinamiento de su madre, eran aún castos é inocentes. De otra
parte, los rasgos de su rostro eran también reminiscencias zoológicas.
La vibratilidad de la sonrosada naricilla y lo cerca que salía de sobre
la boca, la manera con que jugaba los labios, comprimiendo los hoyuelos
de las comisuras, y la paridad minúscula de los dientes, todos ellos
eran perfiles que daban á su cara sorprendente semejanza á la de un
conejito blanco. Sus ojos, redondos y cristalinos, dulces y temerosos,
parecían ojos de liebre.
--¿Cuándo se casa usted? --tartajeó Mármol, apretando el cigarro entre
los dientes.
Alberto sabía que él era el interpelado. Respondió:
--¿Me aconseja usted que me case?
--Claro que sí.
--Miren el libertino...
--Si tocaran á descasarse --habló Mármol, con la cabeza derribada hacia
la espinal dorsal, y como si hablase por rutina, tal era su frialdad--
y luego á casarse otra vez, yo volvía á casarme al punto con mi mujer.
Pocos maridos podrán decir eso. Pues bien, su novia es como mi Amparo;
acuérdese de que se lo digo. Todas las mujeres juntas en un piño, no
valen lo que ellas dos.
Antoñita miró asombrada á Mármol. Este insinuó una sonrisa cauta y
aguda.
--¿Se ríe usted de la gracia? --inquirió doña Consuelo.
--Me río de otra cosa. ¿Cuándo lo meten á usted en la cárcel?
--¿En la cárcel? --exclamó Antoñita, dejando de limpiarse el minio de
los labios.
--Sí, en la cárcel. Me refiero á Alberto --y dejó en libertad una risa
continuada y uniforme, de carretilla.
--¡Vamos...! --doña Dolores se dejó caer sobre la pierna coja; revolvía
los ojos dubitativamente.
--Sé por qué se ríe usted --dijo Alberto con naturalidad.
--¡Quiá!
--Que sí.
--Dígamelo al oído. Si acierta se lo digo --sonriéndose.
--Cuando le digo que lo sé... --se puso en pie y dijo en voz baja á
Mármol--: Usted conoce el escondite de Rosina. Es más; usted mismo es
quien la tiene escondida.
Mármol continuaba sonriendo fríamente, como si nada hubiera oído.
Levantóse la cortina de entrada y apareció un mancebo, como de
dieciocho años, extremadamente afeminado, y vestido á lo señorito
chulesco. Dió las buenas noches y fué á situarse entre Antoñita y
doña Consuelo. Destapó un frasquito de perfume que la muchacha tenía
en su tocador y se esenció las solapas de la chaqueta y el pañuelo de
bolsillo. Después se apoderó de un _polissoir_ y comenzó á sacarse
lustre á las uñas.
--¿Pero te crees que mis cosas están para que te compongas, divinidad?
--dijo malhumorada Antoñita, y arrebató el lustrador de manos del joven.
--Deja á Lirio, Toñita. ¿Qué más importa eso, rediez? No parecéis
hermanos.
Mármol se inclinó á mirar, con gélido continente, á Lirio y Toñita.
--No parecen hermanos; parecen hermanas --dijo como si pensase en alta
voz.
Antoñita rompió á reir. Lirio puso una cara suplicante y desolada.
Luego se volvió á la coja:
--Dame dinero, mamá.
--No tengo suelto, hijo. ¿Tiene usted un duro, don Alfonso?
Mármol presentó un duro en la mano, sin dárselo á nadie
determinadamente. Doña Consuelo se apoderó de él y lo trasladó al
bolsillo de Lirio, el cual salió dando las buenas noches.
Antoñita estaba ya vestida; un traje, á la inglesa, de paño azul
forrado de gros blanco y un sombrero descomunal, cargado de adornos.
Doña Consuelo se arrebozó en una mantilla. Todos se pusieron en pie.
Á la puerta del cinematógrafo, esperaba el automóvil de Alfonso.
--¿Adónde van ustedes? --preguntó Hurtado á doña Consuelo.
--Adonde nos lleve Alfonso.
El coche partió raudamente. Telesforo y Alberto quedaron solos.
--¿Qué nos hacemos, Alberto?
--No sé --estaba nervioso y angustiado.
Los jardines de San Agustín yacían, silenciosos, en sombra. Después
de cruzarlos, Telesforo y Alberto se encontraron en una plazoleta
espaciosa é irregular. Dos hombres, sentados ante un velador, á la
puerta de un café hablaban á gritos, acerca de las condiciones de la
nueva dársena. Dentro del café, los mozos colocaban las sillas encima
de las mesas.
--¿Quiere usted que bebamos una botella de cerveza?
--Pasearemos un momento por las calles y luego nos retiraremos, ¿no le
parece, Telesforo?
Una de las calles afluentes á la plazoleta tenía porches á entrambos
costados. Alberto se encaminó distraído hacia ella. En la oscuridad
del atrio las pisadas repercutían con fúnebre sonoridad. Al pie de una
columna se levantaba una pirámide de cestos. Un gato salió huído. Olía
intensamente á pescado.
Á la memoria de Alberto volvían las palabras de Mármol: «Fina es como
mi Amparo. Las demás mujeres, en un piño, no valen lo que ellas dos. Si
tocaran á descasarse...»
En la techumbre del soportal, á plomo sobre Alberto, se oyó un ruido
que provenía del interior de la vivienda. Y de pronto, la ciudad
inerte y silenciosa se manifestó á la imaginación de Alberto en su
arcana fecundidad. Las casas no eran moles negras y frías, sino cálida
envoltura de infinitos hogares en donde se cumplían misteriosas
actividades conyugales, en aquellos mismos momentos. ¡El hogar...!
Alberto no había conocido un hogar.
--_Home, sweet home_ --suspiró en voz alta.
--¿Qué dice usted?
Alberto no oyó la pregunta de Telesforo. Al fondo de la calle, á través
de un arco, se veían las estrellas. Dos de ellas, particularmente
fúlgidas y temblorosas, atrajeron las miradas y los pensamientos
de Alberto. Muchas veces se había derretido en la contemplación de
la noche estrellada. Ahora, más sublime y conmovedor que el cielo
espolvoreado de orbes muertos le parecía aquel hacinamiento de
hogares, poblado de pequeños universos vivos. Los ángeles habían
descendido de las altas regiones inmóviles á las oscuras moradas de
los hombres. Y Alberto se imaginaba innumerables cabecitas de niño,
reposando en su cuna. ¡Un hijo...! Pensó en la casa de don Medardo, en
Josefina, virginal, confiada, sumisa, aguardando las palabras de la
anunciación... En esto, Telesforo le tiró de la manga:
--Pero hombre; parece usted un sonámbulo.
Estaban junto á un portal abierto. En lo más profundo de él se
recortaba un ventano iluminado; sobre él dos barrotes de hierro, en
cruz.
--¿Subimos?
Alberto, sin saber lo que hacía, siguió á Telesforo. Al volver por
entero en sus sentidos, encontróse hundido en un sillón de yute. Una
mujer, sentada al sesgo sobre un brazo del sillón, se apoyaba sobre
Alberto, enlazándole el cuello con un brazo, y acariciándole con la
mano libre. Le acometió una gran repugnancia é intentó ponerse en pie,
pero la mujer le retuvo, le acercó la boca al oído y cosquilleándole
con el aliento caliente, suplicó:
--Quédate. No seas malo, neñín.
Por la manera de pronunciar la palabra _neñín_ se advertía que no era
de la tierra y que la empleaba creyendo añadir dulzura al ruego. Su
cuerpo era endeble, sus ojos negros y cansados, fresca la tez, sin
adobos ni tintes. Llevaba el pelo cortado, cayendo en dos alborotadas
porciones á los lados de la cabeza. Parecía triste, afectuosa y poco
pervertida.
Telesforo, en otro sillón, ostentaba dos mujerzuelas, sentadas en sus
muslos. Se le veía orgulloso y satisfecho; Alberto no podía presumir de
qué.
Una mujer voluminosa, anquiboyuna y mal vestida, penetró en la
habitación. Plantada entre Alberto y Telesforo, con las manos reposando
sobre el vientre, preguntó:
--¿No tomáis nada?
--Que traigan cerveza --respondió Telesforo.
Alberto intentó nuevamente ponerse en pie.
--No, no, no te dejo.
--Si es para ver ese libro que hay sobre la mesa.
--Yo te lo daré --y sin soltar á Alberto, se estiró hasta alcanzar el
libro--. Tómalo.
Alberto leyó la portada: _Genio y Figura, por Juan Valera_.
--¿Quién lee esto aquí?
--Yo.
Alberto sonrió de dientes afuera, desdeñosamente.
--Sí, yo lo leo, y me gusta mucho. --Y luego, al oído de Alberto--:
Me llamo Magdalena: he sido institutriz. Sé tocar el piano y algo de
francés. ¿Quieres que te diga un verso?
Laissons à la belle jeunesse
ses folâtres emportements;
nous ne vivons que deux moments;
qu’il en soit un pour la sagesse.
--Me parece que la cita no es muy oportuna...
--Habla bajo --se apresuró á decir la institutriz--. Luego se ríen de
mí.
Alberto permaneció pensativo un lapso de tiempo. Magdalena le inspiraba
repulsión y simpatía juntamente.
--Ea, me voy --decidió con violencia.
--No, no --y se abrazó á él, presentándole muy próximo el rostro, con
las cejas angustiadas y la boca entreabierta.
--¡No sea usted ridículo! --Telesforo adoptó un tono inconcuso.
--Vete de una vez, piñones, y que te lleven á las Ursulinas --eyaculó
una de las damas adheridas á los muslos de Hurtado.
Alberto se puso rojo.
--No la hagas caso --aconsejó por lo bajo Magdalena--. Es una ordinaria.
Alberto bebió dos vasos de cerveza seguidos. Se encontraba en ridículo,
y avergonzado de su pusilanimidad. Quería salvarse de aquel trance
grosero, pero no se atrevía. Se despreciaba interiormente.
Hurtado se retiró, acompañado de las dos mujerzuelas. Ambas fumaban
sendos cigarrillos, con deleitación. Desde la puerta dijo:
--Buenas noches, Alberto. Hasta mañana, y si usted se marcha, buen
viaje. Ya ve usted cómo si Mármol nos quita una, no falta dónde escoger
dos. Y, á propósito; me revienta el señor Mármol.
Alberto no contestó. Hurtado se dió un golpe en la frente.
--¡Qué memoria la mía! ¿Tiene usted ahí el resguardo? En dos minutos
hacemos el endoso.
Alberto hojeó la cartera:
--Me parece que es éste.
--Este mismo.
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