La pata de la raposa (Novela) - 08

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Unas cuantas plastas de barro ocre ó tierra sombra componen la
cabellera rubia ó morena. Luego, la distancia y la buena voluntad de
los espectadores completan la obra. Mi repertorio se compone de _la
vieja_, _el cura_, _el cacique_, _el buzón de correos_, _el guardia
civil y la vaca_. No son bustos, que esto llevaría bastante tiempo,
sino altos relieves sobre un caballete con tablero.
En tanto yo modelo á toda máquina, el órgano deja oir el más exquisito
florilegio de _Cake-Walks_, y Rosita, vestida con traje de lentejuelas,
se retuerce y canta algunos cuplés ingleses, que yo le he enseñado, con
pronunciación figurada: _The Honney Suckle and the Bee_; _Teasing_;
_Hullo, Hullo, my Baby_.
Pero mis planes son más vastos. Estoy madurando una serie de pantomimas
transcendentales. Pienso efectuar de pueblo en pueblo activa propaganda
moral, sirviéndome de esto que califico de anarquismo acrobático. Claro
está que usted entiende la concomitancia que hay entre la moral y el
anarquismo; huelga, pues, toda disquisición.
Hoy se va haciendo tarde. Quédese la explicación de mis planes para
otro día.
Un abrazo de
_Alberto_.

Querido Juan: he probado á representar algunas pantomimas, satirizando
conceptos é ideas comunmente recibidos como verdades inconcusas.
Mi sistema de demostración es _ad adsurdum_; esto es, desarrollar
uno de aquellos nocivos conceptos hasta sus últimas y más bufas
consecuencias. La gente se ríe que se desternilla. Pero una noche
tuve la intuición súbita, flagrante, evidente de la inutilidad de
la sátira sacramental. Ya le veo á usted arrugando los labios, si
sonríe ó no sonríe, preguntándose _in mente_: «¿qué será esto de la
sátira sacramental?» Así es; se me ha venido el adjetivo á los puntos
de la pluma, y ahí queda. La sátira, noblemente ejercida, me parece
participar de la dignidad de un sacramento, y desde luego concuerda con
el de la penitencia en el sigilo personal: se dice el pecado, pero no
el pecador. La sátira fustiga genéricamente vicios y necedades, pero no
al vicioso López ó al necio Rodríguez.
Pues bien; usted sabe que esta provincia es quizá la que con mayor
acerbidad padece el yugo del caciquismo. Estábamos en Pumareda. Fué
un día de elecciones. De aquí y de acullá recibía yo noticias, y en
resolución llegué á conocer cabalmente que lo que el delegado del
cacique había urdido, y los electores consentido, constituía un hecho
bochornoso para la dignidad humana. No es mi propósito ahora distraerle
narrándole por lo menudo las elecciones. Voy á lo mío. Precisamente
entre mis pantomimas, quizá la más hábilmente desarrollada, es la
de _El cacique y el aldeano_. (Las llamo pantomimas, y no lo son
propiamente, sino farsas dialogadas.) Venía el caso como anillo al
dedo. Se anunció para la noche. No quiera usted saber la algazara, los
alaridos, las risotadas, el honesto y bestial regocijo que originó.
Entonces me sentí un poco triste y me acordé de las palabras de
Swift: «La sátira es á la manera de un espejo, en donde cada cual
cree generalmente descubrir el rostro de todo el mundo, menos el suyo
propio. Por esta razón la sátira siempre es acogida alegremente.»
No sé si es cosa de mis sesos, ó de mi mano derecha. Ello es que hoy me
cuesta mucho trabajo escribir. Hasta otro día.
Suyo,
_Alberto_.

Querido Juan: ¿No se le ha ocurrido á usted pensar algunas veces que
los teólogos que inventaron el cielo y el infierno eran hombres de
escasísima chapeta? Mire usted que al mismo demonio no se le hubiera
ocurrido imaginar como asilo de la eterna bienaventuranza un lugar en
donde toda tediosidad y hastío tiene su asiento. Es un empíreo para
los papanatas. Y en cuanto al infierno... Los fieles cristianos se
han parado poco á considerar si es temible ó en puridad más amable
que el cielo. Yo he observado que el hombre, según su naturaleza, aun
cuando á lo primero haga grandes muestras de desesperación, se aviene
y acomoda muy luego á las mayores desgracias y á las más precarias
situaciones. Recuerdo algunos enfermos de males crueles y asquerosos
que se aferraban á ellos como á una ventura, prolongándolos por todos
los medios, á causa del temor á la muerte. Y es que no hay otro mal
que la muerte. Algunos fingen desearla; alardes retóricos. ¡Cuán
pocos la buscan! Ahora, supongamos á un hombre zambullido en el fuego
infernal. Á la vuelta de unos cuantos días, ó meses, ó años, es seguro
que estará sabrosamente adaptado al medio, como la salamandra; es una
ley biológica. Es de creer que la policía de las costumbres será en
el infierno bastante laxa. Pues ya tenemos á unos cuantos millones
de seres, la mayoría de buen humor y de inclinaciones voluptuosas,
con un seguro de eternidad sobre la vida, perfectamente adaptados al
ambiente y con tiempo y otras cosas por delante para juerguear cuanto
les venga en gana. ¡Delicioso! Entretanto, en el piso de arriba, los
bienaventurados sentirán la pesadumbre del tedio irremisible, oyendo, á
lo más, zampoñas etéreas.
La religión, según el punto de vista conservador, si se la mira del
revés es un freno, si del derecho un estímulo, y de entrambos lado
una fantasmagoría á propósito para mantener el orden estatuído en las
muchedumbres ignaras; una mentira necesaria. Pues, señor; si es así,
nuestra religión es una tramoya muy mal montada. Tomemos el ejemplo
de un niño. Por que se muestre dócil á la bárbara educación que se le
intenta dar empléanse como promesas las delicias celestiales y como
amenazas las torturas infernales. Lo primero es una sandez; lo segundo,
una brutalidad. Y yo digo, ¿no sería más eficaz, más artístico, crear
imaginativamente un cielo de payasos, amazonas, barristas, micos
amaestrados, etc., etc., y un reposte que ofrezca satisfacción á
la lengua más golosa y antojadiza, y representarlo así, con vivos
colores, en las estampas? Para mí, ello es indudable. Fundándome
en estas consideraciones he ideado una farsa teológica-lógica y
empíreo-acrobática. Anoche la hemos puesto por primera vez, aquí, en
Limio de Pravia. (Estamos en Limio de Pravia.)
Perdón; un momento. Interrumpo la carta, porque oigo voces y á Mister
Levitón que me llama apresuradamente.
Reanudo la carta, para decirle en cuatro palabras lo que ocurre. Al
parecer el cura de Limio, que es un bárbaro, ha hecho que el Juzgado
incoe contra nosotros un proceso, por ataques públicos á la religión.
Vea si ha tenido éxito la pantomima. Víctor, su mujer, los hijos y
_Maimón_, están que no les llega la camisa al cuerpo. Yo les aseguro
que no ocurrirá nada, pero no se convencen. De seguro me maldicen en lo
interior. Fernando no ha dicho nada, y _Pichichi_, el pintor bíblico ha
exclamado heroicamente: _A me ne importa proprio un fico secco_.
Si me llaman á declarar me parten, porque habré de dar mi nombre y, en
publicándose, mi aventura carece ya para mí de incentivo. ¡Yo que me
había ocultado hasta ahora con tanta diligencia y buen arte...! Allá
veremos en qué queda todo.
Adiós. Le abrazo,
_Alberto_.


XVIII

Alberto penetró en la sala del Juzgado, como autor de la farsa. El juez
se puso en pie de un salto:
--¡Alberto!
--Sí, yo, ¿qué quieres? Me divertía tanto...
El cura, que estaba presente, se refregó la barriga, por encima de la
sotana, como si su inteligencia radicase en aquella víscera y con el
frote se activasen sus operaciones.
--Alberto ¿qué? --preguntó el cura ansiosamente.
Alberto se volvió á mirarle un momento y á seguida, olvidándose de él,
dijo al juez:
--La verdad, siento que se haya roto mi incógnito.
--Si es que parecía que te había tragado la tierra.
Los alguaciles estaban asombrados. El cura repitió:
--Alberto ¿qué? --y como nadie le respondiera-- Señor juez, que estamos
en funciones de justicia y no en el casino.
--Precisamente por eso, señor cura, hágame el favor de callarse.
¿Callarse don Ataulfo, uña y carne del cacique?
--He dicho que ¿Alberto, qué?
Y Alberto:
--Alberto Díaz de Guzmán, para lo que se le ofrezca. ¡Caray con el
interés que le inspiro!
--¡Bendito sea Dios! --suspiró el cura--. Luego dirán que no hay
Providencia... ¿No ve usted su dedo claramente, señor juez?
--Clarísimamente --respondió el juez, mirándose uno después de otro los
diez dedos de las manos.
--Digo el de la Providencia.
--Ah, ese lo presumo.
--¿De qué se trata? --indagó Alberto comenzando á sentirse intranquilo.
--Trátase... --continuó el juez--, trátase... Estamos en funciones de
justicia. ¿Confiesa usted llamarse Alberto Díaz de Guzmán?
--Pero, hombre, ¿tú me lo preguntas? ¿No hemos estudiado juntos cinco
años de carrera? ¿No hemos hecho diabluras de común acuerdo en clase
del _Chorizo_, y del _Llimiagón_ y de la _Gocha jurídica_?
--Señor Guzmán --prosiguió el juez. Su cara descubría la intención
de echar el trance á broma--; yo no soy Enrique Llamedo y Pando,
condiscípulo de usted, sino una entidad abstracta, un principio
sustantivo y eterno, la Justicia. Yo no he estudiado una patochada de
derecho, ni con usted ni con nadie.
--Eso ya lo sé yo. Á buena parte vas.
--Acusado; le llamo á usted al orden.
--Pero que muy bien; de perlas --jaleó don Ataulfo.
--Y así le comunico que ha tiempo se le sigue una causa por violación y
homicidio subsiguiente...
--Por violación, no, señor juez --atravesó el cura--. Era una ramera.
--No importa. Digo que por violación y etcétera. Otrosí, añado que
ha tiempo se le persigue, y habiendo este Juzgado tenido la buena
fortuna de topar con usted, ayudado por el insustituible dedo de la
Providencia, á la cual pienso enviar de oficio un voto de gracias,
decreto que sea usted puesto en brazos de la Guardia civil, la cual
le conducirá á usted á Pilares en el primer tren que salga para la
capital. Alguacil, requiera usted á la pareja de servicio.
--Pues, hijo... --tomó Alberto la palabra, con mucho desabrimiento--,
no me hacen ni pizca de gracia tus discursos irónicos. Si veo que tú no
crees nada de esto, ¿á qué sigues la pamema?
--Señor acusado; emplee usted exclusivamente palabras que estén en el
Diccionario de la Academia.
--La verdad es que yo no pude pensar que durase tanto tiempo el
intríngulis.
--Repito que se atenga usted al Diccionario...
--¡Qué c...! --murmuró Alberto saliéndose de su natural apacible.
--Al Diccionario, al Diccionario --sentenció el juez á punto de reir.
Entonces Víctor, que se mantenía acoquinado en un rincón, junto con sus
subordinados, adelantóse á murmurar lleno de incertidumbre:
--Quisiera decir al señor juez, que nosotros... no sabíamos...
--¡Ah! Esa es otra. Todos ustedes son encubridores --é hizo un guiño
á Alberto, como induciéndole á que pusiera en un aprieto á los
titiriteros. Pero Alberto atajó, amoscado.
--¡Qué encubridores ni qué calabazas!
--Bien; una vez declarado por el reo que ustedes nada tienen que ver,
quedan ustedes en libertad.
--Eso no --afirmó el cura--. ¿Y la causa por desacato á nuestra
sacrosanta religión?
--Estas gentes han sido instrumento inconsciente de Guzmán. Así resulta
de la prueba. Guzmán es un...
--¡Sacrílego! --completó don Ataulfo.
--Usted perdone, señor cura --habló Alberto--. Creí hacer un bien á la
humanidad, como monsieur Rignon, el de los aparatos ortopédicos.
--¡Qué cínico! --rezongó el cura.
--Sí. Y ¡qué cirenaico! --añadió el juez.
En esto penetró en el recinto la pareja de la Guardia civil. Uno era
flaco, largo y bigotudo; el otro, rechoncho, gordezuelo y glabro. Entre
los dos descendió Alberto á la estación. De camino iba dándose á todos
los diablos.
Estando en el andén, poco antes de llegar el ferrocarril, Llamedo se
acercó á Guzmán, lo tomó aparte y le comunicó con sigilo:
--Chico, yo no podía hacer otra cosa. No te apures, que yo sé el
paradero de la niña, pero no puedo declararlo. Luego te me has venido
á las manos, y en presencia de ese animal de don Ataulfo... El que
guarda á la niña; sí, no abras la boca. Ya veo que sabes quién es. Pues
bueno, se divertía mucho con el tole tole y las barbaridades que habían
inventado, y no quería decir palabra. Pero en cuanto se entere que te
han echado el guante, enviará á la propia Rosina, que está en Madrid,
á que se presente en el Juzgado instructor. La niña supongo que esté á
oscuras de lo que ocurre. Probablemente no sabrá ni leer, y él no la
dice nada de seguro. Conque, Bertuco; una broma pesada, pero que ya
sólo tiene unas horas de vida. Resignación. ¿Quieres un pitillo?


XIX

Oscurecido ya, Alberto ingresó en la fortaleza de Pilares. Era una
noche lluviosa de invierno.
El alcaide, un hombre descolorido y fatigado, con chaquet de esterillas
deshiladas y pantuflas de orillo, le recibió cortésmente. Le preguntó
si deseaba celda especial, á lo cual Alberto respondió que quería estar
como todos.
Los presos no habían sido retirados aún á sus apartijos. Era hora de
recreación.
Alberto fué conducido á una sala angosta y alongada, penumbrosa. De
un lado había ventanas con barrotes de hierro que daban á la calle de
Adosinda, y en cada una de ellas encaramado un hombre como una araña
en su tela, y hablaban á gritos hacia el exterior. La estancia estaba
desguarnecida de muebles. Los reclusos hacían ruedas de conversación,
encuclillados. Algunos canturreaban solitariamente apoyando la espalda
en las paredes denegridas y tatuadas de prolijas inscripciones y
dibujos. Un joven trajeado de limpio, en pie bajo una de las mortecinas
bombillas, esforzábase en aprovechar la mezquina luz leyendo un libro.
Uno de los hombres encaramados en los barrotes, profirió un grito
desgarrador, en falsete, al cual respondió otro grito semejante,
femenino, á lo lejos.
--¡Eh, _Ñeru_! --amonestó el alcaide.
Un celador que estaba cerca aplicó dos zurriagazos en las nalgas del
_Ñeru_.
--¿Cuántas veces te he de decir que te guardes el xiblato en el c...,
cacho de cabra? --le preguntó encolerizado el celador.
El alcaide le explicó á Alberto:
--Es un ratero que hace sus robos en combinación con una golfa. No hay
vez que esté uno preso que no lo esté la otra también. Y como la galera
de mujeres está aquí al lado se entienden por ese procedimiento de los
gritos, que parece que cantan tirolesas.
Alberto pudo advertir que, evidentemente, en uno de los dos grupos,
el más nutrido, todos los que á la redonda estaban sentados
reconocían y reverenciaban, como de superior linaje ó condición, á un
hombre membrudo, cetrino y muy barbado, con barbas que le brotaban
impetuosamente desde lo alto de las mandíbulas y las sustentaban la
base del rostro, á la manera de una valona tallada en ébano. Daba á
entender con la solemnidad de los ademanes y la avaricia en el hablar
que estaba poseído de su importancia. Sobre sus muslos reposaba,
apoyándose lánguidamente, un mozo endeble, alombrizado y amarillo.
--¿Qué mira usted? --inquirió de Alberto el alcaide--. Es curioso,
¿verdad? Es el _Morillo_. Ya habrá usted oído hablar de él. Es quien
mató al cura de Celorio, á tiros de carabina, cuando estaba celebrando
misa. Dos meses escasos le quedan de vida, porque el que viene lo
ahorcarán. Y para éste no hay remisión; bueno es el clero para
consentir que se le indulte.
--¿Y el jovencito?
--Es la _Fresa_. Le pusieron ese mote porque, al parecer, antes era
muy coloradito. Es un ratero. Vive constantemente en la cárcel. El
mismo día que cumple vuelve á reincidir, porque lo aprisionen de nuevo.
Algunos lo llaman la _novia_. No necesito enterarle de que se trata de
un marica pasivo. Los presos se lo disputan, casi siempre á golpes. Ha
habido verdaderas batallas campales á causa de él.
--Vamos, es la Helena de esta Troya.
--Algo de lo que usted dice --prosiguió el alcaide, que no sabía de
mitologías--. El más fuerte se lo acapara, como en el mundo de los
animales; sólo que los animales no acostumbran cometer infidelidad, y
este desgraciado se goza en sentirse disputado y anda siempre encelando
al amante de turno y encendiendo á los demás. Mire usted bien y
verá que tiene un ojo casi pocho; de un puñetazo del Morillo. Todo
esto es asqueroso y está prohibido severamente, pero es imposible de
evitar. Por lo que á mí toca, parece natural que con el tiempo, y no
viviendo sino entre estas gentes, se haga uno duro é insensible, y
no es así. Cada día soy más tolerante, y hasta llego á creer que la
responsabilidad es algo confuso que comienza de rejas afuera.
Las frases del alcaide iban inscribiéndose en la mente de Alberto como
sentencias religiosas sobre tablas de bronce. Después de una pausa,
añadió el alcaide:
--Puede usted quedarse aquí, si quiere. No se lo aconsejo. Mejor es que
se venga usted á mi despacho; el reglamento lo consiente.
--Me gustaría hablar con ellos, preguntarles, saber...
--No sacará nada en limpio por ahora.
--¿Y si los convidase á algo?
--Pss. Pronto es la hora de la cena.
--Un rancho extraordinario quizá...
--Es ya tarde. Lo que puede hacerse es traer sidra.
--Sí, y cigarros para todos.
El alcaide anunció en voz alta que aquel señorito, compañero
circunstancial de los presos, les brindaba con sidra y cigarros. Se oyó
un rumor sordo, indefinido. Una voz dijo: _¡Olé!_ y otra: _Calla tú
cabrito. Se lo puede ofrecer á su señora madre._
Y el alcaide:
--Si á ti no te parece bien, _Mellao_, puedes dejar de beber y de fumar.
--Y aun cuando le parezca bien, también se quedará para que aprenda
--afirmó el celador.
--Eso no --dijo Alberto--. Yo lo ofrezco con buena voluntad. Si alguno
me desaira nada puedo hacer. Pero que sea siempre por su gusto, no por
imposición.
Después de haber entregado dinero al celador, el alcaide y Alberto
descendieron al despacho, de muebles desvencijados y mugrientos.
Alberto se sentó en un diván al estilo Luis Felipe, de armadura de
caoba y muelles vencidos del uso. Frente á él colgaba del muro un mapa
con las cárceles y presidios, señalados en tinta roja.
--Supongo que esta sea la única noche que le tengamos en nuestra
compañía.
--¿Por qué?
--Porque mañana depositará usted su fianza, le pondrán en libertad
provisional, y luego, lo del juicio oral no será difícil arreglarlo con
las relaciones que usted tiene. Según mis noticias, hay en contra suya
indicios graves; pero á pocos se les condena por indicios.
Alberto sonrió tristemente.
--No se preocupe usted. Figúrese si yo sabré lo que son estas cosas...
--explicó el alcaide, pretendiendo paliar supuestas amarguras de
Alberto.
--No me preocupo por lo que usted supone. Ya se enterará usted pronto
de que eso del juicio oral me tiene sin cuidado.
--Lo creo. La justicia... sobre todo en este país. Pero además, ¿quién
es un hombre para juzgar á otro?
En esto, entró al despacho, saltando, una niña, un arrapiezo de siete
años, aseada y pobremente vestida, paliducha, negros y vivos los ojos,
y una melenilla corta de lacios cabellos oscuros. Corrió á besar al
alcaide, el cual la acarició lentamente.
--Dale un beso á ese señor.
--¿Cómo te llamas? --preguntó Alberto reteniéndola entre sus rodillas.
--María de la Luz Arizona y González, para servir á Dios y á usted.
--Luz; muy bonito nombre. Toma, para que compres un juguete, y te
acuerdes de este señor que te lo da.
--De ninguna manera. Luz, almita, devuélvele ese duro.
--No faltaba más. Consiéntame usted, señor alcaide. Guárdatelo, nenita
guapa --la besó repetidas veces, transido de una extraña ternura.
--Pero si es un disparate. Con una perra gorda tiene bastante.
Alberto había colocado la moneda en la palma de la niña; luego le había
cerrado la manecita, y con la suya se la oprimía dulcemente.
--Así; porque yo quiero que Luz se acuerde de mí.
--Sea --manifestó el alcaide con muestras evidentes de
reconocimiento--. Para todos los hermanos, ¿lo oyes, almita?
La niña salió, y asomó otra vez al poco tiempo.
--Se me había olvidado. Que ya está la cena.
--Dile á mamá que ceno en el despacho; que traigan dos cubiertos
--Alberto se resistía--. Ahora soy yo quien dice: Consiéntame usted --y
en saliendo la niña--: La de en medio; tres, delante; tres, detrás; los
siete Dolores; y siete mil reales de sueldo --apoyó un codo sobre la
mesa y la cabeza en el puño.
Entreveraron la comida con escasas palabras. El alcaide se esforzaba
en distraer al comensal de su ensimismamiento, pero renunció pronto,
considerando imposible la empresa.
La cena terminada, el alcaide asegundó la pregunta que al recibir á
Alberto le hizo:
--Entonces ¿ordeno que dispongan una celda de pago?
--No, no; como todos. Es un antojo.
--Repare que son imposibles.
--Estoy ya hecho á dormir de mala manera.
--No lo dudo, pero por gusto; en cacerías, tal vez. Una cosa es hacer
las cosas enojosas por gusto, y otra muy distinta hacer, aun las
halagüeñas, por obligación.
Alberto repitió maquinalmente:
--¡Por obligación!... En este caso también es por gusto --añadió:
--La elección de celda, sí; pero la celda es obligatoria, al menos esta
noche.
Sonaron unas campanadas. Luego un violín.
--Con su permiso. Vuelvo al instante.
El alcaide se ausentó por unos instantes.
--¿Ese violín? --interrogó Alberto, así que retornó el alcaide.
--Es mi Aurora, la mayor. Ella hubiera querido tocar el piano. Ya,
ya... No nos podemos permitir esos gustos ni esos gastos.
--Desde las celdas de los presos, ¿se oye el violín?
--Ya lo creo, como lo oímos nosotros.
--Debe de ser triste para ellos.
Pausa. Y el alcaide:
--Nunca había pensado en ello.
Guardaron silencio. Alberto comenzó á pasear por la habitación. Oyóse
el rodar de un coche, los muebles retemblaron.
--Un coche --murmuró Alberto.
--Sí, un coche --repitió el alcaide.
Tornaron las cosas al reposo. Y Alberto:
--¡Cuánta paz!
--Sí, cuánta paz --hizo eco el alcaide.
--¿Me consiente usted que me retire? Estoy fatigado.
--Usted me ordena. Le acompañaré hasta la celda. ¿Quiere usted algo
para la noche: leche, agua azucarada...?
--Gracias. Agua simplemente.
--Ya tiene usted un cacharro allí.
Llegaron á la celda. El alcaide encendió un velón. Era un zaquizamí
pardusco; un ventanillo enrejado, muy cerca de la techumbre. El ajuar:
una mesuca, un taburete de madera y un catre con ropa limpia.
--Veo que viola usted el reglamento en honor mío --manifestó Alberto,
sonriendo.
--No; de ninguna manera. Esto es lícito. Ea, adiós y que descanse. Y
usted perdone que le encierre, para que vea que me atengo al reglamento.
Las paredes estaban surcadas de rasguños epigráficos. Alberto leyó:
Josefa, mi Josefa
mi tesoro.
Eres una cenefa
de oro.
Yo te adoro.
Luego obscenidades, blasfemias, toscos dibujos semejantes á los del
arte cavernario.
Desnudóse Alberto, y en apagando el velón fuese á tientas al catre.
_Josefa, mi Josefa_, se decía interiormente sin saber por qué. No
acertaba á pensar con orden. Andaba á punto de adormecerse y se
incorporó sobresaltado. Había creído oir una voz que susurraba: _Anda;
haz ahora humorismo._


XX

Despertóle el tañido de una campana. Era noche aún. Asomó un celador y
le dijo que podía continuar durmiendo hasta las diez. Alberto respondió
que deseaba levantarse, mezclarse y hablar con los demás presos, á lo
cual el celador repuso que no estaba consentido hasta las horas de
recreación.
Á las diez se presentó el Juzgado de instrucción. Venía á tomar
declaración á Alberto. Este respondió secamente:
--Den ustedes por declarado cuanto apetezcan, porque no me da la gana
responder á nada de lo que me pregunten y es inútil que intenten
sacarme una sola palabra del cuerpo. ¡Ah! Y cuantos menos pliegos
gasten, mejor: han de ser papeles mojados.
Muy presto pudo convencerse el juez de que Alberto cumplía lo
prometido. Bajando las escaleras, expresó así sus impresiones, al
actuario:
--Es una causa preciosa. Una de las más interesantes y emocionantes que
me han caído entre manos. ¿Ha observado usted bien á ese tal Guzmán?
--el actuario asintió con la cabeza--. ¿Y qué? ¿No cree usted advertir
en su cráneo un alarmante índice de braquicefalia? Sí, sí, es un
braquicéfalo.
--Lo que yo creo es que es un grosero, y estoy por decir que un guasón.
Se gastaba á veces una sonrisita...
--Imbecilidad, pura imbecilidad.
Poco después de haber partido el Juzgado, un celador llegó á anunciar á
Alberto que varios señores deseaban verlo.
--¿Han dicho los nombres?
--No puedo contestarle; por lo pronto sé que está el señor Renglón, el
abogado. Usted habrá oído hablar de él. Es un pico de oro. Vaya, que no
hay acusado que no saque libre.
Otro celador que pasaba, se detuvo en seco:
--No haga usted caso á ese lengüeta. Que los saca libre á todos...
¡Home, paez mentira que se diga eso! ¿Y la _Pujola_? ¿Y _Tanón_, de
la Peñera? Abogado bueno, pero de verdad, y éste es el que debe usted
nombrar, es don Rufino Valle. Además cobra menos que Renglón, pero
mucho menos.
Iba á replicar el primer celador cuando acudió un tercero, atraído por
lo que se disputaba:
--¿Queréis callar, que todo se os va por la boca? Ni Renglón ni Valle
valen pizca junto á don León Berrueco. ¿Dejará éste de llevar veinte
años de ejercicio más que los otros? No parece sino que os pagan por
hacer el gancho --concluyó cínicamente.
--¿Y tú; de qué estás haciendo tú, sino de condón?
Alberto cortó la sucia disputa:
--Ni Berrueco, ni el don Rufino, ni Reglón ó Renglón. No se molesten
ustedes. No necesito abogado. Lo soy yo, y me basto y me sobro. En
cuanto al resto de las visitas, que no sean abogados, les suplico que
les den un pretexto cualquiera; que estoy algo mal y no salgo de la
celda. Cualquiera cosa; en resolución que no quiero hablar con gente de
fuera--. En su entrecejo resaltaba una dureza agresiva.
Un celador pensó: «Demonio con el señorito. Ahora comprendo que haya
desollado una zorra».
Durante todo el día Alberto hizo vida común con los presos. En un
principio se le mostraban recelosos ú hostiles. Pero fué venciéndolos
poco á poco, en fuerza de mansedumbre y sencillez. Cordial y
mentalmente clasificó á los delincuentes en tres tipos, y á todos tres
los consideraba irresponsables. Eran: _Morillo_, el deficiente moral;
_Ñeru_, corrompido por la misma sociedad, y Fausto Peneda, pasional.
Fausto era quien leía, bajo la luz eléctrica, cuando Alberto entró por
vez primera, acompañado del alcaide en la sala de recreación. Lindaba
con los veinticinco años; hermoso y fuerte, la faz abierta y sanguínea,
los ojos pardos, envedijado el cabello. De primera intención refirió
á Alberto su desgracia y su vida toda. Había nacido en un pueblo
llamado Liñán, de padres labradores en buen acomodo de fortuna. Había
seguido el oficio de carpintero y prosperaba en él. Estaba enamorado y
ya para casarse con una mocina, Telva la _Palomba_, que era blanca y
_nidia_ como la manteca. Pero el _mal diaño_ quiso meter de por medio
al mayorazgo de la Aceña. Figurósele («¡Era una feguración, señor; por
el Cristo del Rosario!») que á Telva le caía en gracia el ricachón;
ofuscóse y:
--Con un formón, mismamente aquí, hasta aquí --señalaba desde el
cuello, cerca de la oreja, hasta el ojo izquierdo--. Con toda mi alma.
¡Ay, ay, la sangre que de allí salió...! Llenóme de enrriba á embajo.
Cayó ella, y no sé como no caí yo. Anduvo á la muerte. Encausáronme.
Ocho años me salieron. Ella curó. Aluego... Seguimos de novios. Cuando
esté libre, que tendré treinta y tres años, casarémosnos.
--¿Y la cicatriz?
--Allí está, en aquella carina de rosa, que cuando la veo, en el
locutorio, detrás de las rejas, quisiera morir. Del ojo izquierdo
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