La pata de la raposa (Novela) - 10

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mantenía quieta, en pie, sonriendo delicadamente al esposo. Era una
mujer aventajada de estatura; rubio el pelo. Andaba por los treinta y
dos años, en perfecta sazón de su feminidad y hermosura, y tenía un
continente patricio y aplomado que hacía recordar las estatuas que los
romanos esculpieron en representación de la virtud de la Fortaleza.
Meg, después de besar á Bob y á Alberto, se colgó del brazo de
entrambos y encogió las piernas en el aire, porque la llevasen
suspendida. Tenía quince años ya, pero su desarrollo físico iba
retrasado, y se conducía como si tuviera diez, si bien en ocasiones
caía en una acritud de tono desconcertante, ó se las daba de persona
mayor, sobre todo con doña Laura, su aya. Vestía un mandilón azul, cuyo
corte era una reminiscencia de las dalmáticas bizantinas, y un traje
blanco, muy corto, de fina batista y ricas tiras bordadas; medias de
seda y zapatos de muñeca. El pelo, de oro claro, copioso y como si
fuese líquido y manase continuamente en densos borbollones. Verdes los
ojos, como los de su madre, y angélico el color de la piel.
--Meg, alma mía, que molestarás á Alberto... --amonestó el padre,
blandamente.
--No, no --cantaba Meg--. ¿Verdad que no le molesto, señor de Guzmán?
--No, rica, no. Pero quiero que me llames Alberto.
--¡Ay, usted me perdone; pero siempre se me va!
--Y que me trates de tú.
--Tiene razón Alberto --dijo Bob.
--Sí, ya lo sé, papaíto; pero como es un señor formal. ¡Ay! --suspiró
profundísimamente--. Me va á costar un trabajo...
Alberto y Bob rieron de la desolación y resignación cómicas que
mostraba la niña.
Nancy saludó á Alberto con afectuosidad fácil y de buen tono, y se
volvió á Bob presentándole la boca á que se la besase. Fundieron los
labios glotonamente, gozándose en prolongar la sensual caricia. Meg los
observaba atenta, como siempre que se besaban.
--¿Y Ben? Le traigo un rifle.
--No sé, Bobby; andará agazapado en los rincones, como siempre. ¡Qué
vergüenza de hijo! --exclamó Nancy con gesto agrio.
--Meg, mi alma, anda á buscarlo --rogó el padre.
--Que lo busquen las criadas --respondió con desparpajo Meg--. Es un
bruto y un antipático.
--Meg, vidita, que es tu hermano...
--Pues no lo parece --dijo la niña, rematando en seco la conversación.
Alberto miró á Meg con angustia; se estremecía pensando que un cuerpo
tan fino y hermoso pudiera albergar un día un alma mala.
--Meg, sube á que doña Laura te alise un poco el pelo, que vamos á
almorzar.
--Doña Laura no, que es muy torpe; yo misma me lo alisaré.
Se marchó cantando, casi alada, que no parecía tocar la tierra. Nancy
murmuró en tono confidencial:
--Bobby, ese hijo va á ser nuestro tormento. Después de haber marchado
tú, doña Laura vino á quejárseme, porque la había acometido.
--Le habrá dicho alguna cosa ofensiva, algo de la joroba.
--No, no; que la acometió como un hombre ¿entiendes? Ya tiene dieciséis
años.
--Calla, calla, Nancy; es imposible. Una alucinación de esa pobre
mujer...
--Sabes que las amigas de colegio de Meg no pueden venir á esta casa.
Los ojos de Bob se enternecieron. Murmuró:
--¡Pobre Ben! ¡Pobre niño mío!
--¡Pobre Ben! --repitió Alberto.
--Sí --continuó Nancy con impasible sinceridad--; á ustedes les da
lástima de él. Pero ¿y nosotros, Bobby? ¿Me quieres decir para qué
queremos un hijo así? Si hasta da vergüenza sacarlo á la calle,
presentarlo al lado de una...
--¿Qué culpa tiene él, mi Nancy?
--Y nosotros, Bobby ¿qué culpa tenemos?
Bob no se atrevió á responder. Miraba con angustia entre los árboles
del invernadero, por si estuviera allí escondido el jorobado.
Subieron al comedor, una gran estancia con muebles de nogal tallado al
estilo del Renacimiento italiano. Habíanse acomodado ya todos á la mesa
cuando apareció Ben. Iba derechamente á sentarse en su silla, de altas
patas y de cojines, á causa de la exigüidad del torso del muchacho; el
padre le llamó.
--Acércate, que te dé un beso. Te he traído un rifle; en el invernadero
está. ¿Quieres verlo antes de almorzar?
--Luego lo veré --respondió Ben; no manifestaba ningún interés por el
juguete. Su voz era ahilada y chillona.
Se sentó entre doña Laura y Alberto. Doña Laura apartó su asiento
con horror y estrépito, precaviéndose de una verosímil violación
pública. Ben revolvió sobre ella los ojos, colérico. Tenía el cráneo
aplastado por los costados; el perfil de su rostro era una proa; las
orejas, retrasadas, altas, despegadas y puntiagudas; brazos y manos
larguísimos, á modo de tentáculos; el color, de palo seco; los ojos,
penetrativos y llenos de funestos presagios. Contrastaba dolorosamente
en aquella junta familiar de seres hermosos y saludables. No era
difícil echar de ver que le herían por igual el odio descubierto de
su madre y hermana, y la compasión excesiva y poco disimulada de su
padre. Alberto procuraba tratarle con perfecta naturalidad, así como si
le diese á entender que su deformación era un accidente muy frecuente
entre los hombres, á tal punto, que nadie pára mientes en ella. Se
esforzaba porque no se traicionase la lástima que sentía. Ben adivinaba
por instinto un buen amigo en Alberto y le tenía mucha adhesión, pero
no se atrevía á mostrarla enteramente en presencia de los suyos. Si
él hubiera sabido que Alberto le amaba más á él que al resto de la
familia, hubiera sido feliz. Cuando acontecía que miraba á su hermana
ó á su madre, ó á su padre, de sus pupilas parecía fluir un volátil
corrosivo, como si hubiera deseado descomponer y destruir la hermosura
de aquellos rostros.
--Usted no dudará de que yo le quiero bien, ¿verdad Alberto? --dijo Bob.
--No dudo.
--Pues, por este cariño que le tengo, ¿á que no sabe usted lo mejor que
le deseo?
--Á ver.
--Que se quedase usted de pronto sin un cuarto.
--¡Qué extravagancias dices, Bobby! --comentó Nancy.
--No son extravagancias.
--Explíquese usted.
--Para que de este modo se viera usted obligado á trabajar.
--Á escribir, quiere usted decir.
--Es su canción --habló Nancy--. Dice que usted debía escribir.
--Y como sé que no escribirá, á no ser por fuerza...
--Eso es; me arruina usted y á ganarme la vida escribiendo, y en
España, donde nadie ha logrado ganársela por este procedimiento, desde
Cervantes hasta nuestros días.
--¿Cómo no, mi amigo? Pues...
--No cite usted nombres. Uno por uno, todos los que usted me cite, es
seguro que dirían lo que yo he dicho.
--Pues yo insisto...
--Bobby, no insistas...
El rostro de Nancy se ensombreció levemente.
Bob volvió á hablar después de una pausa:
--Nancy es supersticiosa --quiso sonreirse; quedó pensativo. Luego--: Y
yo también. Quizás he dicho una tontería...
Alberto intervino alegremente:
--Supongamos que me quedo sin un cuarto, que ya estoy sin un cuarto...
Bueno, ¿qué es lo que ocurre?
--Que cuando se quiera usted casar, las muchachas le darán á usted
calabazas, señor Guzmán --respondió Meg.
--¿Por qué? --preguntó el jorobado con voz arisca.
Meg, se quejó zalameramente á su madre:
--Siempre se anda metiendo conmigo...
--¿Es que --prosiguió Ben en la misma tensión exaltada-- las muchachas
sólo van á querer á los ricos... y á los guapos?
--Sí, hijo, que á ti te van á querer muchas...
La lívida cabeza de Ben pareció hundirse más en la caja torácica.
--¿Por qué no, Meg? --Alberto habló con tierna amargura, dando unas
palmaditas en la huesuda mano de Ben, el cual estaba ahora como
radiante.
Bob y Nancy comían y bebían copiosamente. Según avanzaba el almuerzo,
las mejillas se les congestionaban poco á poco, y con los ojos se
buscaban uno á otro y se deseaban.
Salieron todos á tomar café á un saloncito Luis XV. Había una botella
de _very old Brandy_, para Alberto. Los dos esposos se entregaron al
_whisky_. Intentaban hablar, mostrarse sociables, forzar la risa,
pero la seriedad terrible de la concupiscencia podía más que ellos.
Bob iba como fascinado á apechugar á Nancy, hacía resbalar la mano
sobre sus brazos desnudos; la atraía hacia sí, y Nancy le rechazaba
débilmente, no por pudor, antes por coquetería y refinamiento. Esta
escena postmeridiana era la misma de siempre, y Alberto la había
presenciado desde que los conocía, pero, delante de los niños, sentíase
desasosegado y algo confuso. Como siempre, Bob y Nancy terminaron
por salir de la estancia. Alberto respiró, á solas con Meg y Ben.
Descendieron al invernadero y probaron el rifle. El jorobado no atinaba
á dar en el blanco. En cambio, la niña acreditó raro tino. En haciendo
varias punterías afortunadas, se cansó del juego.
--¡Bah! --exclamó, con mohín de desdén--. No tiene chiste. No sé cómo
los hombres se divierten con esto...
Y se precipitó á tomar en sus brazos á _Pussy_, un gatito de Angora,
color ceniza, que dormitaba sobre el asiento de un butacón. Le besó,
le hizo arrumacos, le dijo ternezas, suspirando y poniendo los ojos
en blanco, estremecida por todo el cuerpo. Estúvose un buen tiempo
entregada á su pasión, hasta que el animal expresó algún cansancio y
mal humor.
--Ingrato, infame; no te quiero. Que no te quiero, no. Ya puedes
pedirme besitos, que se acabó todo.
Lo colocó en el suelo y le volvió las espaldas, pero se arrepintió al
punto, y poniéndose en cuclillas, con los brazos cruzados sobre los
muslos, y á alguna distancia de _Pussy_, le dijo, cariciosamente:
--No, monín; no me hagas caso, que te quiero, te quiero... Ven al
regazo de tu Meg; puss, puss...
El gato echó á andar paso á paso, tambaleándose con presunción, el rabo
perpendicular á la tierra. Avanzaba el gato, y Meg retrocedía, siempre
en cuclillas y castañueleando los dedos. _Pussy_, que no estaba para
burlas, hizo alto, precisamente entre Ben y el blanco del tiro.
--Hazme el favor de retirar ese bicho, Meg --rogó secamente el
contrahecho.
Y Meg, continuó como si no le hubiera oído. Y el gato, con toda
insolencia, permanecía en el sitio, desoyendo los requerimientos
burlones de su amita y diciendo con el rabo tieso que nones. Cuando
más embebecido estaba en sus tanteos de elocuencia rabuna, un pie del
jorobado le lanzó á los espacios, con tanta violencia, que hubo de
chocar en la cristalera del _hall_. Salió huído _Pussy_, y entonces la
gata fué Meg. Crispada y rabiosa, saltó sobre su hermano, el cual de
su parte se apercibió más que á la defensa al ataque, requiriendo en
guisa amenazadora el rifle de flecha, á la sazón cargado. Alberto llegó
en coyuntura de interponerse. Con una mano sujetó á Ben, con la otra
á la niña, que, sin intimidarse del arma, luchaba por desasirse y por
alcanzar á patadas los tobillos frágiles del muchacho.
Estando en esto, llegaron Bob y Nancy, arrebolados y sonrientes. La
madre, por natural impulso y sin más averiguaciones, se dirigió á Ben,
con evidente propósito de golpearlo, lo cual logró impedir Alberto. Bob
aupó en brazos á la niña, que hipaba y lloraba de coraje. Empezaban las
explicaciones, cuando apareció un criado con una bandeja, y en ella un
telegrama y una carta para el Sr. Guzmán.
--Un telegrama... --murmuró Alberto hablando consigo mismo--. ¿Quién
puede tener interés en telegrafiarme? Y urgente...
Hubo un minuto de ansiedad. Los niños se aplacaron de pronto. Miraban á
Alberto como si aguardasen algo misterioso. Alberto leyó el telegrama
por dos veces. Examinó el sobre de la carta y la hizo añicos sin
abrirla.
--¿Pero no lee usted la carta? --preguntó Bob asombrado.
--Ya ¿para qué?
--Sáquenos de esta zozobra --rogó Nancy.
Alberto sonreía. Al fin habló:
--Si el telegrama no viniera de España creería que era una chanza de
Bob.
--¿Cómo una chanza mía?
--Dice: «Hurtado huído. Depósitos desaparecidos. Quiebra terrible. Urge
venga primer tren. Jiménez» --después de una pausa--. Hurtado es mi
banquero.
Bob y Nancy no supieron qué decir.
--Cualquiera pensaría que son ustedes los culpables... --prosiguió
Alberto sin perder su sonrisa--. La cosa no es para tanto, ni
probablemente tan grave como mi amigo me lo pinta en el telegrama. Y si
fuese, alégrese usted hombre de Dios, que quizás se salga con la suya:
escribiré.
--Desde luego... --dijo Nancy vacilante-- usted no creerá que porque
Bob haya dicho... Y aunque lo haya dicho, que lo deseara. ¡Qué
coincidencias!
--¿Cómo lo iba á desear yo? Era pura broma. Y al fin de cuentas, Guzmán
sabe que mi dinero es suyo --dijo con vehemencia cordial.
--No perdamos el tiempo en tonterías. Bob hablaba á las doce y media y
el telegrama es de las diez, conque... Como coincidencia no deja de
tener gracia. Y ahora me despido de ustedes, hasta... hasta cuando sea.
Bob se ofreció á acompañarle en el automóvil.
De camino Bob preguntó:
--¿Tenía usted toda su fortuna en casa de ese banquero?
--Sí, toda mi pequeñísima fortuna, pero en fin, de lo que hasta
ahora he vivido. Tenía casa puesta en Pilares, cuyos muebles vendí,
porque no pensaba volver en algunos años. Y una finca que también
vendí hace poco, y cosa curiosa, ¿sabe usted quién me la ha comprado?
Uno que hasta hace dos años fué criado mío. Le di dinero con que se
estableciera. Se ve que ha prosperado deprisa. ¡Ah! Pues, ahora echo de
ver que aun cuando el banquero me haya birlado todo lo que le confié
en custodia me quedan unas diez mil pesetas, las que presté á Manolo,
que este es el nombre del criado. Vaya, que no soy pobre de solemnidad.
--Claro que no; yo he estado sin plata, lo que se dice sin plata,
varias veces. Pero, hombre; ¡mire usted qué demonio! ¿Cómo no escogió
usted un banquero de más confianza?
--Este era cuñado de una muchacha que fué novia mía. Parecía muy
honrado y muy entendido en esos toma y daca de los negocios... Allá
veremos lo que ha ocurrido.
--No deje de escribirme.
--Calla; pues me parece que no tengo dinero para el viaje... Á ver...
Diez libras.
--¿Qué necesita usted?
--Nada; con diez libras puedo hacer el viaje en tercera.
--¿Y pagar el hotel?
--Cierto. Luego veré lo que necesito.
Bob no se separó de Alberto hasta que éste hubo embarcado en el tren.
Poco antes de la partida se abrazaron.
--No se olvide de nosotros, Guzmán --murmuró el escocés con acento
conmovido.


V

Á las seis y media de la mañana, hora de la llegada del rápido,
paseaban por el andén de la estación de Pilares, Jiménez y Alfonso
del Mármol, par á par. No había amanecido aún. Los dos amigos iban en
silencio, haciendo chascar con fuerza las botas contra el enlosado
pavimento; movimiento instintivo que realizaban por no llegar á
olvidarse de que los respectivos pies les pertenecían y por obligarlos
á que se sumasen á la comunidad del resto del cuerpo á cambio de una
parte alícuota de calor animal. Jiménez llevaba la gorrilla inglesa
calada hasta las orejas; Mármol, el cuello del gabán de pieles subido
hasta el ala de la bimba, de manera que por delante sólo dejaba fuera
lo más avanzado de su tajante nariz y un larguísimo y delgado cigarro
Henry Clay, de los llamados _lirios_. Aparte de los empleados de la
línea, eran los únicos seres vivientes que había en el andén, porque
no se cuenta una vaca, ominosamente prisionera en un vagón establo,
la cual mugía con nostalgia y aplicando el hocico á los barrotes de un
tragaluz vahaba periódicas nubecillas blancas. Fuera de la marquesina
de vidrios, perforando la sombra, brillaban dos luces, una roja y otra
verdiclara. Sonó una corneta á lo lejos, y á poco el tráfago del tren,
creciendo afanosamente, acercándose hasta que se entró por el andén,
comunicando su temblor á los cristales, y se detuvo en seco. Traía tres
coches de viajeros, con plataforma y barandilla en los topes.
Jiménez y Mármol aguardaban ver asomarse á Alberto, pero ninguna
ventanilla se abría.
--¡Alberto! ¡Guzmán! --vociferó Jiménez con aquella voz de ilimitado
desarrollo con que acostumbraba sembrar la consternación en algunas
mansiones de alegres hembras--. Será capaz de venir durmiendo.
Las ventanillas permanecieron sombrías y cerradas. Mármol y Jiménez
subieron al tren, y empezaron á revisar coche por coche, para lo cual
habían de encender las luces y recibir miradas iracundas, ademanes
depresivos y gruñidos condenatorios de cuantos viajeros se veían
arrancados de pronto, por aquellos dos fantasmas impertinentes, á la
amable idiotez del sueño.
--Aquí está --dijo con aire triunfal Mármol, zarandeando á Alberto, el
cual se desperezó con el dorso de las manos, como los niños.
--¿Eh? --inquirió Guzmán, medio inconsciente. Y avivándose--. ¿Mármol?
¡Jiménez! Pero ¿estamos en Pilares?
--No, en Babia --respondió Mármol con el cigarro entre los dientes--.
Y usted en zapatillas, y el lío de mantas deshecho, y el tren no para
sino seis minutos. Ea, abajo tal como está. En el andén lo arreglaremos
todo.
Alberto se vistió un gabán holgado de espeso tejido esponjoso. Entre
los tres cogieron en rebujo las cosas que andaban diseminadas por las
rejillas y las bajaron al andén á tiempo que el tren partía.
Jiménez, el jocoso y festivo Jiménez, para quien no había trance, por
solemne que fuera, que rebajase su frenesí humorístico y propensión
acrobática, estaba en aquellos momentos inmóvil y casi funerario.
Mármol, á quien sus amigos llamaban Marmolillo, en razón de su frigidez
inalterable y de no habérsele visto reir nunca por fuera, porque
había aprendido á reir por dentro, exhibía en tales circunstancias un
buen humor y un prurito de andar de aquí para allá y hacerlo todo,
evidentemente contradictorios con su naturaleza boreal. Quiso conducir
á Alberto en su automóvil hasta el hotel. Alberto se negó; prefería
estirar las piernas, andar. Salieron de la estación. Clareaba el cielo.
Un hombre iba apagando los faroles públicos. Sobre la línea superior
del caserío, como perfil quebrado de un muro ruinoso, ascendía la
sombra gótica de la catedral, y era al modo de un ciprés.
Alberto no tenía deseos de preguntar nada; tal vez zozobra de saber
al fin y del todo lo que temía. Jiménez no osaba hablar. Mármol
sostenía la conversación, refiriendo casos acaecidos en Pilares durante
la ausencia de Alberto, pero no se aventuraba á abordar el asunto
principal.
Cuando llegaron al hotel era de día. Alberto intentó despedirse. Los
otros dos subieron con ánimo de informarle, en conclusión, de lo
ocurrido.
Sentáronse los tres. Alberto en el borde de la cama, y Mármol tomó la
palabra, á fin de hacer historia.
Telesforo Hurtado, á poco de casarse con Leonor Tramontana, había
tomado posesión de la casa de banca por cesión del fundador y con
ayuda de medio millón de pesetas que don Medardo había puesto en sus
manos. De cómo iban los negocios nadie sabía nada, de seguro. Unos
decían, que bien; otros, que mal. Lo cierto es que Hurtado hacía vida
libertina y pródiga, mudando de queridas, de automóviles, de alhajas
y de costumbres con tan frecuente periodicidad, que todo Pilares se
hacía cruces. Sucedió que, en uno de los cafés cantantes de la capital,
sobrevino cierta cupletista francesa, _Nanon Orette_. Aquí interrumpió
Jiménez:
--¡Ay, y qué Orette! Las marranerías que sabía hacer... --Y sorbió con
ansiedad un gran volumen de elementos atmosféricos. Iba recobrando el
régimen y libre arbitrio de sus dotes festivas.
Al sobrevenir la _Nanon Orette_, Hurtado mudó de criterio acerca de las
queridas; de lo temporal pasó á lo permanente. En cuanto á los otros
cambios, se redujo á realizar aquéllos y sólo aquéllos que _Nanon_
ordenaba. Estas abominables relaciones de la danzante y el banquero
se mantuvieron durante dos meses, con gran escándalo de los corazones
castos y... Nueva interrupción de Jiménez:
--Con conocimiento público de las más íntimas particularidades --con el
índice de la mano derecha hizo descender el párpado inferior del mismo
lado. Añadió, con acento de irritada austeridad--: ¡Contra natura! --é
inmediatamente, formó con la boca algo á manera de culo de pollo y
emitió por dos veces un sonido desgarrante y escatológico; todo ello,
sin perder la gravedad del gesto.
El contraste era tan cómico, que Alberto se echó á reir. Mármol, á su
vez, en terminando de reirse por dentro, continuó la historia.
Un día, marchó Hurtado á Madrid á especular en Bolsa, como hacía
quincenalmente, según de público se aseguraba. Á los cinco días, el
tenedor de libros de la casa recibió una carta de Hurtado, desde
el Havre, diciéndole que tuviese la amabilidad de participar á sus
numerosos favorecedores y clientes que les estaba muy agradecido por la
simplicidad y sandez que con él habían mostrado, y que agur. En Pilares
no se registraba catástrofe alguna de mayor monta desde hacía varios
decenios. De las primeras informaciones se sacó en claro que Hurtado,
con todos los valores que tenía en depósito y custodia, iba abriendo
cuentas en el Banco de España, pignorándolos, las cuales, cuatro
millones de pesetas en junto, estaban agotadas, y las garantías en
poder del Banco. Es decir, que no había dejado un maravedí sin rebañar.
Y del dinero ¿qué había hecho? ¿Lo había gastado? ¿Se lo llevaba
consigo? Probablemente lo uno y lo otro.
Alberto escuchó hasta el fin, sin mostrarse contrariado ó abatido.
--Yo tenía todo mi dinero en casa de Hurtado. Concretamente, ¿qué
sacaré en limpio?
--Mi opinión sincera... Creo que nada, absolutamente nada --afirmó
Mármol.
--Sin embargo... --dijo Jiménez--. Hay quien cree...
--Sí, hay quien cree que se podrá obtener el diez por ciento de los
créditos, y eso después de una tramitación judicial, que lo mismo puede
durar cuatro que cuarenta años. Me parece que Alberto no debe pensar en
ello más.
Alberto hizo una cruz en el aire, como expresando que era asunto
concluído. Quiso sonreir, afectar perfecta naturalidad y descuido en
presencia de sus amigos; darles á entender que era hombre de hilaza
demasiado prieta para que le penetrasen las punzadas del infortunio;
pero su corazón palpitaba azorado y su cerebro se embrollaba sin atinar
á discurrir con arte.
--¿Quién lo dijera? Parecía inteligente en sus cosas, y honrado...
--Alberto masculló esta consideración, á media voz, y la cabeza
inclinada sobre el pecho.
--Inteligente... Pss. Se pasaba de listo, listo de conveniencia, pero
¿honrado? Siempre dije que era un pillete, y que acabaría mal --dijo
Mármol, contemplando con estoica filosofía las proporciones minúsculas
á que había quedado reducido su cigarro y como si en él descifrara un
emblema transcendente de las grandezas humanas.
Hubo un silencio penoso, que rompió Mármol.
--¿Qué piensa usted hacer?
--Yo qué sé, Alfonso.
--No es para preocuparse --opinó Jiménez--. Á Guzmán no le faltará una
colocación de unos cuantos miles de pesetas al año, aquí, en cualquier
empresa.
Harto sabía Jiménez que esas colocaciones eran asequibles como el
vellocino de oro ó la trasmutación de los metales. Después de una
pausa, preguntó Mármol:
--¿Cuántos años tiene usted?
--Treinta y dos.
--¿Por qué no se casa usted?
Mármol quería decir evidentemente, ¿por qué no se casa usted con Fina?
--Es la mejor ocasión. Ahora que soy un excelente partido... --contestó
Alberto sin disimular su amargura.
--Ahora, sí. ¿Cuándo mejor que ahora para que usted contraste si el
cariño que le tienen vale ó no vale?
--Eso sería, supuesto que yo no tuviera sentimiento de mi dignidad.
Además, usted ha comenzado por afirmar, implícitamente, que no hay sino
presentarme, decir: aquí estoy yo, y todo hecho.
--Exactamente --corroboró Mármol--. Ni más ni menos. No hay nadie en
el mundo que conozca mejor á la gente que yo. Y cuidado que yo no he
hablado una palabra en mi vida con ella... Si no hay más que verla. Le
ha estado esperando y le seguirá esperando siempre.
Guzmán no quiso replicar; sabía que su voz sería temblorosa.
Propuso Jiménez:
--Dejémosle ahora que descanse. Volveremos después de comer.
--No vuelvan ustedes. Desde luego me voy derechamente á Cenciella.
Necesito hacer examen de conciencia y un plan de vida, y nada como la
aldea para estos casos.
--Á Cenciella; está bien. Pero, ¿á qué parte, á qué sitio? --interrogó
Mármol, sutilizando la pupila bajo los entornados párpados.
--Á qué parte... ¿Á dónde ha de ser? Á mi casa, es decir, á casa de
Manolo, que para el caso es lo mismo.
--Á casa de don Manuel Carruéjano, alias _Taragañón_, orador famoso,
columna del orden social y teniente alcalde conservador en Cenciella.
--¿Es posible? --Alberto exteriorizó placentero asombro--. Miren si ha
medrado. ¡Cuánto me alegro!
Despidiéronse. Á solas, Alberto se tumbó boca abajo sobre el lecho. Con
las manos se apretaba la frente. No hubiera querido pensar en nada.


VI

Era don Celso Robles un célibe sexagenario, enconado enemigo de la más
bella mitad de la especie humana, y particularmente fanático de la
deglución, de la potación y de las beatíficas sobremesas consagradas al
juego del hombre, que también se suele llamar tresillo. El estilo de
la arquitectura corporal de don Celso pertenecía al período ciclópeo;
sus piernas, dos bárbaras columnas monolíticas; su vientre, un templo
primitivo habitado por una divinidad cruel y turbulenta en cuyo
propiciamiento se inmolaban á diario innumerables víctimas arrancadas
á la libertad de sus naturales elementos --el aire, la tierra, las
aguas--, solemnizándose el sacrificio con derrame copioso de brebajes
báquicos y confortativos. La cúpula de este templo, que siempre se
mantenía en actividad religiosa, era una cúpula tricolor, decorada con
franjas paralelas; primero, el cuello blanco de la camisa; más arriba,
un gracioso lóbulo ó abombamiento, que, al fundirse, formaban la
papada y el pertorejo, de un color rojo flamígero y esponjoso como la
cresta y barbas del gallo; más arriba, el blanco impecable de la boca,
ostentando sonoras señales de que el dios se hallaba satisfecho de su
culto, reía tan dilatadamente que las comisuras de los labios escapaban
por entrambos lados del rostro, como si fuesen á juntarse por detrás
del occipucio; la próxima franja en altitud la formaban la nariz, las
mejillas, las orejas y el colodrillo, todos ellos tan arrebatados de
entonación que del rojo habían pasado al azul índigo; y, por último,
la sesera, de bruñido bermellón con irisaciones metálicas, como el
vidriado de los azulejos moriscos. Patológicamente, el señor Robles era
un temperamento apoplético y congestivo. Su médico le había sugerido
la posibilidad de que reventase un día, y aconsejado que rompiera con
sus hábitos vegetativos, que dejara los negocios y se fuera á vivir
al campo. La idea de que aquel dios insaciable que se alojaba en su
bandullo pudiera ver el ocaso y extinción de su culto, torturaba las
más delicadas fibras del corazón de don Celso. Intentó traspasar la
casa, pero no halló quien aceptara la sucesión en buenas condiciones.
Hasta que un día, Telesforo Hurtado, le confesó sus planes, que don
Celso escuchó con gran regocijo, alentándole á que se casase cuanto
antes, á pesar de su enemiga á las hijas de Eva. En casándose, la
banca pasó á ser _Telesforo Hurtado y Compañía_. El señor Robles no
tenía inconveniente en dejar una buena parte de su capital, á la sazón
circulante, que le había de ser satisfecho por anualidades de cincuenta
mil pesetas. Compró una casa de campo, reclutó tres amigos viejos y mal
parados de fortuna que le hicieran el tresillo, é, introduciendo alguna
novedad en el dogma, se fué á convertir en rústico el culto urbano de
su vientre. Al despedirse de Hurtado no pudo abstenerse de destilar
algunas gotas de pesimismo acerca del sexo débil:
--Has hecho un buen matrimonio, evidentemente, Telesforo; pero mi
experiencia del mundo me obliga á amonestarte á que te pongas en
guardia. Con las mujeres, hijo mío, hay que estar siempre en guardia,
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