La pata de la raposa (Novela) - 02

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Pero, la curiosidad... Usted, por lo pronto, se trajo á Rosina aquí.
--Creo que sí. Es decir, sí.
--¿Y luego?
--Déjeme recordar bien. Entramos; levanté el cortinón; entró ella
primero, luego yo; me miré en el espejo, se me figuró que yo no existía
ya, sino que era proyección, sombra ó espectro de mi existencia
anterior; dije no sé qué majaderías y... creo que en aquel momento
perdí el sentido.
--¿Y luego?
--Luego, ¿yo qué sé? Desperté hará cosa de dos horas, vestido y en la
cama. Rosina debió de llevarme allí. Me pareció que despertaba dentro
de un cuerpo distinto al mío de antes. Más tarde me di cuenta de que
no sólo el cuerpo, que el espíritu también es distinto. He renunciado
al arte, á todo por ahora. Quiero olvidarme de muchas cosas; necesito
una temporada de reposo, y por eso estoy determinado en ir hoy mismo,
dentro de unos minutos, á la aldea.
--Eso es; y figúrese usted que lo del periódico se toma por la
tremenda, que se presenta el juez aquí, que ve esto, que usted se ha
escapado; _escapado_, dirán.
--Vamos, hombre --Y Alberto sacudió de costado el brazo, como si
rechazase una gran absurdidad--. ¿Cree usted que Rosina tardará en
aparecer? Se conoce que asustada al verme desmayado, ó tomándome quizás
por muerto, huyó de casa. Si al verse sola consideró lo más prudente
no volver á la prisión odiosa en donde la tenían recluída, apruebo su
resolución.
--¡Horror! ¿Llama usted prisión al amorosísimo nido de doña Mariquita?
Veo que tiene usted un concepto de las prisiones tan caprichoso como
los católicos, que llaman prisión al Vaticano. Pero, yo creo que no
debía usted marcharse.
De la calle venía son de cascabeles.
--Ya está ahí Cachán. Voy á concluir de vestirme.
Alberto sonó el timbre. Apareció Manolo.
--¿Están ya mis maletas?
--Sí, señorito.
--Pues ve bajándolas. Oye; Sultán y Telémaco van conmigo.
--¿Telémaco? ¿Quién es Telémaco? --interrogó Jiménez, abriendo
bufamente las pupilas.
--Mi gato.
--Ah, el minino. Pero, á estas horas andará á gatas.
--Es eunuco --advirtió Alberto.
--¡Poverino! --profirió Jiménez, con voz y gesto lacrimosos.
--¿Por qué? Ya ve usted, Orígenes...
--Tiene razón el señorito --intervino Manolo.
Jiménez se volvió hacia el criado, haciéndole una mueca de
estupefacción. Alberto, sin poder dominar una sonrisa, habló, mientras
hacía el nudo de la corbata.
--Pero, hombre, ¿á ti quién te mete?
Manolo salió muy avergonzado por haber expuesto este rasgo de cultura á
la burla del señorito.
Jiménez tomó del suelo un pedazo de escayola:
--Esto parece un seno.
--Y lo es; de la Venus de Milo.
--Infeliz señora. ¿Y esta obscenidad? --Mostraba un fragmento con la
base del vientre y la coyuntura de unos muslos femeninos.
--De la de Médicis.
--Veo que no ha respetado usted nada --añadió Jiménez, revolviendo con
el pie pedazos de fotografías y de lienzos--. ¡Ah, sí! Aquí hay una
mujer que se ha salvado. ¿Quién es? --Y señalaba á la Gioconda.
--El velo de Isis.
--¿Eh?
--Lo que fué, lo que es, lo que será. Nunca mortal alguno levantará el
velo de su inmortalidad.
Apercibíase Jiménez á comentar burlescamente las palabras cabalísticas
de su amigo, cuando Telémaco, con sus desesperados maullidos, puso en
turbación el reposo de la casa. Oíase también á Manolo, que inducía al
gato á meterse en un cesto, dirigiéndole interjecciones enérgicas.
--Tendré que ir yo --dijo Alberto, y salió seguido de Jiménez.
Manolo había hecho presa en Telémaco, sirviéndose de una arpillera que
le abroquelase contra las uñaradas de la fierecilla. Sin miramiento
ninguno para con el animalucho, pretendía incluirlo en el cesto
empujando á puñadas, como si se tratase de un rebujo de ropa sucia.
Pero el gato se encrespaba, maullando rabioso, y tantas veces como se
le metía, botaba fuera como por arte de encantamiento.
--Creo que mejor lo dejamos, señorito.
--Tiene razón Manolo --corroboró Jiménez.
--Imposible. He arrojado todos mis libros al patio y mis textos, de
aquí en adelante serán Sultán y Telémaco.
Jiménez enarcó los hombros.
--Está usted más loco que una cabra.
Cuando el gato estuvo alojado, hubo necesidad de atar el cesto con una
cuerda; con tal fiereza se revolvía en su prisión.
--Andando. ¿Has metido en las maletas la mostaza Colman y la salsa
Worcestershire?
--Sí, señorito.
Salieron á la calle. Alberto entró con Sultán en el coche. En el
pescante iba Manolo con el cochero y las maletas; la cesta del gato
sobre las piernas. Jiménez y Alberto se despidieron.
--¡Arrea! --gritó Alberto.
El coche comenzó á andar. Desde el balcón, Teresuca miraba á su ayuda
de cámara con un mohín de tristeza en el hociquito.


IV

El carruaje avanzaba por la parte alta de la ciudad, siguiendo la linde
del parque público. Alberto recordó que la víspera, á la misma hora
aproximadamente, cruzaba los jardines, del brazo con Rosina: una pareja
de enamorados cuchicheaba en la sombra, y las estrellas latían entre
el boscaje. ¿Qué será de Rosina? pensó. Hubiera sido tan placentero
llevarla consigo á la aldea. El amor carnal sin comedimiento le
ayudaría á ir abdicando poco á poco de la vida consciente y los restos
del pasado. Pero, de pronto, se hizo presente en su memoria el verso de
Mallarmé:
_La chair est triste, hélas! et j’ai lu tous les livres._
Sí, la carne es algo terriblemente efímero y triste, y de otra parte,
Alberto se juzgaba ya de vuelta de toda la vana ciencia de los hombres.
En el parque, comenzó á tocar la charanga municipal; algarabía
metálica que sacudía el aire nocharniego con una emoción de
sentimentalismo.
El coche corría carretera adelante, á campo traviesa. La noche estaba
lóbrega y tormentosa.
En el páramo de la Molleda, Alberto ordenó al cochero que hiciera
alto. Descendió del coche. La tierra, hasta la línea del horizonte,
se extendía en rasa planicie, de un negro de humo, á manera de lago
bituminoso. Por el cielo, de la parte de Poniente, se levantaba un
vapor cárdeno, translúcido.
Alberto amaba singularmente el yermo, hosco y huérfano de vegetación.
Le parecía un estado de espíritu materializado; aquella sequedad y
aridez de los místicos que hacía más vehemente el ansia de contemplar á
Dios. Muchas veces iba á caballo hasta la Molleda, y discurría largas
horas leyendo, sentado sobre una gran piedra calva y ebúrnea.
Retembló el trueno. Las nubes se agrietaron en estrías amoratadas.
--¡Buena se nos viene encima! --Gruñó el mayoral-- Súbase, señorito,
y vamos aína. Dudo que lleguemos á Cenciella con bien. Los caballos
tienen miedo...
Á poco de reanudar la marcha, empezó á llover reciamente. Desatóse el
viento; la voz de los truenos era horrísona.
En la Peña, á donde llegaron después de un cuarto de hora de carrera
desenfrenada, guardaron el coche al cobijo de un tendejón. Telémaco,
en su jaula, daba señales de iracundia funesta. Alberto, Manolo, el
cochero y Sultán, entraron en un _chigre_, ó lagar de sidra. Un grupo
de ennegrecidos mineros jugaban al tute y bebían; volviéronse á mirar á
los recién llegados, con ojos que albeaban sobre el hollín del rostro.
Alberto tenía apetito. Su cuerpo, habiendo reaccionado de la
embriaguez, se encontraba ágil, elástico y como saturado de fuerzas
tumultuosas. Sentía deseos de correr, de saltar, de trepar montañas,
de cabalgar potros cerriles. Pidió qué comer. Sirviéronle sardinas en
aceite, pan, sidra. Andaba tan ensimismado que no echó de ver cómo
los mineros le contemplaban con descaro, profiriendo groseras chanzas
en voz que de él pudiera ser oída; daban puñadas sobre la mesa y
reían, mostrando la blanca dentadura. Una carcajada más sonora obligó
á Alberto á parar atención en el grupo. Su pensamiento llegaba de
tan profundos y misteriosos limbos que, saliendo á la superficie, el
mundo, de primera intención, se le aparecía á modo de espectáculo. Por
eso su mirada fué clara y honda, una de esas miradas espiritualmente
autoritarias ante el influjo de las cuales se recogen avergonzadas las
fuerzas vacilantes del instinto.
Un minero se levantó, y echó á andar, tambaleándose, hacia Alberto.
Éste le veía acercarse, con curiosidad desinteresada, artística. La
lentitud, el movimiento del minero, su cráneo anguloso y su fortaleza
torpe y bovina, hacían que Alberto imaginase tener ante sus ojos
una escultura de Meunier, semoviente, viva. Sentía una emoción así
como de reposo, y en sus labios apuntaba una sonrisa. El minero, en
acercándose, se despojó de la boina, y dijo:
--¿Quiere aceptar el señorito un vaso de sidra?
--Ve usted que estoy bebiendo. Tome usted --Con calma escanció un vaso
y se lo alargó al minero. Luego le dió una botella--. Para usted y sus
amigos.
Volvió el minero á su grupo, y, á partir de este momento, se redujeron
á jugar el tute con bastante circunspección.
Alberto se sentía en plena ingenuidad, frescura y barbarie de espíritu.
Cuanto le rodeaba le producía el deleite de la emoción. Sus nervios
estaban en una tensión musical y sutileza sensible que nunca había
experimentado hasta entonces. Como claro espejo, ó quieto caudal de
agua viva veíase colmado con las bellas virtudes pasivas de la mera y
exquisita receptividad.
El cuadro de la taberna, en donde momentáneamente vivía Alberto, era
Jordaens ó Teniers, pero con vida íntegra y acción gustosa sobre todos
los sentidos. Por el abierto portón de la huerta, al fondo del lagar,
entrábase olor á rosas, á malvas y á tierra húmeda. De vez en vez, á
la luz de un relámpago, se encendía el paisaje con un resplandor azul
intenso y violeta; y era la aparición subitánea de esas creaciones de
Patinir, con su diafanidad diamantina de paisajes contemplados en lo
hondo de un lago de aguas durmientes y delgadísimas.
Desde una habitación vecina, llegaba la canturria humilde de un
acordeón. Una voz moza cantaba. Era un aire de austera melancolía
labriega, como las romanzas de Grieg y de Rimski-Korsakoff.
Alberto batió palmas. Por detrás de una cortina á rayas rojas y
blancas, asomó el chigrero. Un gato atigrado salió al mismo tiempo, por
debajo de la cortina; avanzó por el suelo, de tierra cenagosa; quedóse
un instante con la cabecita ladeada y un brazo en alto, atento á los
maullidos de Telémaco: continuó, indiferente, runruneando con mimo.
--¿No pueden venir á hacernos compañía el que toca y la que canta?
--El gato topaba y se restregaba en las perneras de Alberto, el cual,
en aquella ocasión estaba poseído de una ternura clarividente hacia
todas las cosas. Gato, chigrero, mineros, muebles, toneles y, hasta los
fenómenos físicos; la luz de los candiles, el lamento del acordeón, el
olor á tierra y á rosas, todas las cosas se le presentaban como objetos
de interés universal, amables y expresivos.
En esto Remedios, que tal era el nombre de la hija del chigrero, vino
á sentarse al lado de Alberto. Era carillena, lechosa de color, pelo
de caoba, muy encendida de labios, ojos negros y rubias las pestañas.
Sugería el recuerdo de esas hembras pingües y fáciles que en las
kermeses de Rubens dejan sin asombro sus senos ser estrujados bajo la
mano venosa y cetrina de un flamenco beodo. Su falda era añil muy vivo,
casi glorioso, semejante á los añiles de Fra Angélico, que siempre
habían conmovido inefablemente á Alberto, y el abundoso vuelo caía
rígido en innumerables y menudos pliegues. Tales fueron las imágenes
que resbalaron por la memoria sensible de Alberto.
--Cantas muy bien, mocina. --Habló, por hablar algo.
--Calle por Dios, señor. ¿Quier burlase? --Sesgaba la cabeza á la
derecha, de manera que la trenza contraria le caía desde el hombro
al seno. De soslayo miraba á Alberto. Tenía la mano derecha vuelta
graciosamente y apenas apoyada en el pecho del mismo lado. Erguíase su
tronco con dignidad campesina, como la Mnemosyne de Lysipo.
--Y ¿quién tocaba el acordeón?
--Mal diaño ¿qué ye acordeón?
El padre, que alongado de ella, contemplaba orondamente á su hija,
interpuso:
--Por lo fino dícese acordeón á la finarmólica. Sábeslo de sobra y no
sé por qué te haces la fata --Estaba cruzado de brazos, con el gesto
entre socarrón y hierático del escriba egipcio que hay en el Museo de
Louvre. En el rostro, recamado de erisipela, revelaba gran orgullo
genésico--. Ella misma toca la finarmólica, señorito.
--Pues no es floja habilidad. Venga de ahí.
Remedios dió aire al fuelle, y comenzó á tañer un monótono vals y á
cantar:
Con tu partida me partiste el alma;
y aquel beso que me diste en la alameda
me mató.
¡Ay, sí, sí! que te lo digo yo...
Al cantar, descubría los dientes, pulcros y parejos; la roja
lengüecilla jugaba entre ellos, á veces. Los mineros, haciendo alto en
el tute, escuchaban recogidamente. Pero, la absurdidad de la letra y la
música andaban á punto de quebrar la fruición espiritual de Alberto.
Dijo:
--Es muy bonito, pero basta.
Casi todos sus sentidos habían tenido regalo. Las tersas y
aterciopeladas mejillas de Remedios se le ofrecían á Alberto como
sazonado fruto en donde hundir los dientes, ó materia preciosa para
acariciar el tacto. Llevó la mano al rostro de la moza, y cerró los
ojos, por recibir más intensamente la sensación. Por todo el cuerpo se
le difundió al modo de una delicia penetrativa ó suavidad oleaginosa,
como si su alma resbalase sobre sedas velludas ó yaciese en un musgo
fragante.
--¡Vaya, vaya! --Rezongó roncamente un minero.
--¿Qué ocurre? --inquirió el chigrero, con petulancia despectiva--
Paezme á mí que va á llegar un día en que no vos abra la puerta de mi
casa. Pa la ganancia que dejáis.
Otro minero, el más corpulento y lóbrego, se puso en pie. Habló
haciendo avanzar agresivamente el hombro izquierdo, como el Colleoni
ecuestre del Verrochio, y como los gallos de pelea:
--Y yo digo que te voy á cortar el pico, Parrulo.
--Bueno, en mi casa mando yo --respondió el Parrulo, sin dar
importancia á la amenaza y contando las monedas que Alberto le había
dado--. Muchas gracias, señorito, y mandar.
El dueño del lagar y su hija se mantuvieron en la puerta hasta que el
coche partió, cuesta abajo, cascabeleando alegremente.
El cochero y Manolo, en el pescante, reían á todo ruedo. Alberto les
tocó en la espalda con el bastón, un makila de los Pirineos, rematado
en tosca y larga contera.
--Á ver si podéis callar un momento.
Enojábale que la algazara matase una voz cauta y luminosa que en el
pecho le comenzaba á manar.
Llegaron á Cenciella muy cerca de la media noche. Alberto, acompañado
de Manolo, se encaminó por una calleja, al pie de las tapias de la
finca, hasta la casa del casero. Con el bastón golpeó la puerta. Un
perro ladró furiosamente.
--¡Azor! ¡Azor, calla! --gritó Alberto.
El perro ladraba, cada vez más enardecido.
Sultán se acurrucaba medroso á los pies de Alberto.
--Se ha olvidado de mí ese animal.
--¿Quién demonios llama? --preguntó Celedonio, el casero, desde el
fondo de su habitación.
--Yo.
--El señorito. Voy, voy esnalando. ¿Quier que le abra la portalada de
la casona?
--No; abre aquí. Entraré por el jardín.
Celedonio salió en mangas de camisa, con un farol en la mano.
--¿Cómo está el señorito? Asustome. Á estes hores... Buena tronada.
¿Dónde yos cogió? Por aquí, por aquí, con cudiao, que están les
fesories...
En saliendo á la huerta, Azor acudió raudo, colérico.
--¡Azor! ¡Azor! --vociferó Celedonio, intentando ahuyentarlo.
Iba á lanzarse Azor, con los dientes arregañados, sobre Alberto, cuando
éste, voleando el bastón con fuerza, le aplicó un palo en los brazos.
Azor cayó á tierra aullando. Celedonio se acercó á examinarlo á la luz
del farol. Sultán andaba también por allí, con el rabo entre piernas.
--Tiene una pata rota.
Alberto se inclinó sobre el can, y éste le miraba con ojos humedecidos
y sin reproche. Con el temblequeo nervioso del rabo, la expresión de la
pupila y otras muestras humildes, esforzábase Azor en expresar que,
por último, reconocía al dueño y solicitaba su perdón, como si dijera:
«olvida que he pretendido hacerte mal. Me has roto una pata: bien rota
está. He aquí otras tres; de añadidura, el rabo, si así lo decides».
De esta suerte tradujo Alberto mentalmente la disposición de espíritu
del perro guardián. Le pasó la mano sobre la cabezota con amorosa
insistencia. Azor parecía desleirse de agradecimiento.


V
The more I see of people
The better I like dogs.

Azor quedó cojo. Obligado de la necesidad, aprendió muy prestamente á
andar en tres patas, y lo hacía con una buena gracia grotesca que era
una delicia verlo.
No estaba muy clara la estirpe canina de Azor. Era un perro de abolengo
muy complicado y oscuro, como el de algunas dinastías reinantes, y de
rasgos harto móviles é indefinidos. Las más varias y aun antitéticas
castas perrunas, reclamaban su porción congrua en la sangre de Azor.
Entre su ascendencia había nombres respetables, uniones lícitas y
aristocracia genuina junto con adulterios, bastardías y generaciones
á salto de mata. En suma, que era un individuo muy _complejo_ como
se suele decir. Dentro de su personalidad psíquica y aptitudes de
su actividad, estaban latentes todas las perrerías. En cuanto á la
expresión de sus rasgos, era indiscernible y cambiante; tan pronto
parecía un lobo, desconfiado, cruel, como se aborregaba, dulcificándose
hasta un extremo ridículo. Zanquilargo y desgarbadote, rabicorto,
hundido de hijares, no muy lanudo y de un color castaño claro con visos
de alazán.
El infortunio le trajo á una domesticidad impropia de su historial
guerrero; lo propio les suele acontecer á los hombres. Pero dió pruebas
de alta magnanimidad. Nunca exteriorizó rencor contra el que le había
hecho perder una pata. Entabló amiganza con Sultán. Se pasaba el día y
la noche al lado de Alberto, y dió á entender, con noble estoicismo,
que hacía abdicación de sus antiguas funciones de centinela nocturno.
--Azor, hijo mío --le dijo una mañana Alberto. El can le escuchaba,
mirándole de hito en hito--. La fortuna es el peor enemigo de hombres y
perros. Mientras todo va bien, no sabemos de lo que somos capaces. Ha
sido menester que perdieras una pata para que aprendieras á andar en
tres. Y yo te digo: ¿por qué no has de intentar hacerlo en dos, sin que
la desgracia á ello te obligue?
Y desde aquel punto se aplicó á convertir á Azor en un perro sabio
y acróbata. El animal se prestaba á todo de buen grado, si bien el
aprendizaje era prolijo y penoso. Con lo cual perro y amo ganaban;
Azor, en habilidad; Alberto, en instinto; á tal punto, que los sentidos
llegaron á ejercer una especie de tiranía sobre él.


VI
El autor aconseja al lector que deje de lado este capítulo y vuelva
sobre él, si así le place, en concluyendo la novela.

Alberto empleaba sus ocios en aproximarse, moralmente, á sus animales
domésticos. Sultán, el perro _setter_, y Calígula, el gato negro,
le hostigaban con misteriosa fuerza la curiosidad. Estudiábalos y
pretendía desentrañar en ellos algo así como patrones morales que al
pasar hereditariamente transmitidos al hombre hubieran perdido su
genuina y originaria sobriedad.
Otro campo de observación fué el gallinero, y en particular el gallo
que allí había, de color giro, como dicen los entendidos en animales
de pelea; esto es, pardo, con caparazón ó gualdrapa aurina sobre el
espinazo. Era una bestezuela estúpida, fanfarriosa, olímpica. Alberto
le puso el nombre de Alectryon.
Por último, descubrió un hormiguero en la pomarada de su huerta, y en
él un nuevo tema de indagaciones y manantial de fantasías.
Á la noche acostumbraba pasear dentro del salón, de largo en largo,
hasta muy tarde. En ocasiones se paraba á escribir. Entreveía un
sistema y le aguijaba la angustia de no lograr completarlo palmaria y
armoniosamente. He aquí á continuación un traslado de sus papeles, no
muy claros, en verdad; citas, notas, esbozos fragmentarios y versos:
«Was ist der Mensch,
Woher ist er kommen,
Wo geht er hin?»[1].
HEINE.
_Sultán; moral cristiana. El perro y el semita son los únicos animales
que creen en un sér superior á ellos. La ética judía, como la del
perro, es de origen teológico; (ética judía = ética cristiana = ética
canina). La moral es emanación de la voluntad divina. Dios es el
legislador de la conducta del hombre, y éste de la del perro.
Recuérdese la inscripción que Pope --creo que fué Pope-- puso en el
collar de su perro: «Yo soy vuestro perro, Señor; pero, ¿cuyo sois vos
perro, Señor?»_
«_Á los antiguos, los judíos les parecían gentes soñadoras en un mundo
laborioso._» -- HERMANN LOTZE. «MICROCOSMOS.»
_Aprovechable en la moral canina; la parte concedida al ensueño, la
reverencia ante el misterio. Hay que dejar abierta una puerta del alma,
por si llegara el Esposo que se entrase presto. Y, sin embargo..._
_Los filósofos griegos llamaban á la muerte causa fundamental de toda
filosofía._
_Nuestra vida, en el momento de nacer, es como una caja vacía, cuyas
paredes son de diamante negro. Las paredes son la muerte. Nuestra vida
está limitada de muerte por todas partes. ¿Con qué hemos de llenar la
caja? He aquí el verdadero problema moral. La moral canina no habla de
llenar la caja, sino de adornarla por fuera, para después de la muerte.
¿Con qué hemos de llenarla? Alectryon = moral sexual; el Eclesiastés,
Omar Kayam, «pero, los hombres no tenemos sus viriles medios de
gobernar». Calígula = moral helénica; el hombre, ombligo del Universo.
Sócrates, Platón, Epicuro y Epicteto, en rigor, profesan una moral
semejante; son los cuatro biseles de una bruñida losa de alabastro,
sobre la cual se lee esta palabra de oro: EUDAIMONIA (felicidad). Y,
sin embargo..._
_Pero, es que los griegos ignoraban un terrible morbo de la moderna
patología espiritual; la enfermedad de lo incognoscible. Y aquí sale
á escena Madama Comino = moral del olvido, moral utilitaria. Y, sin
embargo..._

SULTÁN.
Late en tus ojos dulces la armonía
del que sabe de un Sér ordenador
sobre las cosas. Tu filosofía
no conoce la duda y su negror.
Hay calma en tu mirar de terciopelo:
y es que todos los días logras ver
en el repuesto asilo de tu cielo
la propia faz de tu Supremo Sér.
Conoces unos genios tutelares
que te juzgan y dan fallo diverso,
castigo ó premio, el palo ó los yantares...
Has hallado un sentido al universo.
¿Lo has hallado? ¿Ó es sólo cobardía
que te dobla del hombre á los antojos
y hacia él te arrastra, un día y otro día,
ágil la cola y húmedos los ojos?
No lo sé. Y así siendo, perro mío,
te otorgo la caricia de mi mano,
por humilde, por falto de albedrío,
por servil, por cobarde, por humano.

ALECTRYON.
Pretencioso, como de estirpe añeja;
prócer, cual fruto de alto vientre real;
con la barba temblándole, bermeja:
al cráneo, la corona de coral;
y, el manto de tisú carmín con oro,
en sus gratos dominios se pasea.
Las concubinas síguenle; es un coro
donde el deseo canta y aletea.
Innumerables son las concubinas
del Rey sabio y hermoso.
Todas piden las gracias peregrinas
de su empuje gustoso.
Ahora, viénele al Rey un ansia ardiente;
ésta acude, ¡oh, minuto deleitable!
Y luego todas, sucesivamente
durante el día entero. ¡Es admirable!
¿Qué concubina esquivará la furia
asidua de su gran virilidad?
En los Estados, siempre es la lujuria
fecunda ley de solidaridad.
Pero, ¡cuánto más orden y armonía
en estos muladares primitivos
que en la humana porfía
de los hombres conscientes y lascivos!
¡Oh, gallo; mucho abarca
la lección en acción que nos enseñas
en tu reinado firme de patriarca,
--prole y esclavas que á tu agrado adueñas!--
Pero, ¿de qué nos valen tus sutiles
enseñanzas, hermoso gallo, si
el hombre no disfruta tan viriles
medios de gobernar?
¡Quiquiriquí!

CALÍGULA.
Eres negro y sutil. Tienes un modo
altivo de mirar la creación
como de aquel que lo desdeña todo
porque nada merece su atención.
Hace tiempo te tuvo fascinado
una beldad fosfórica y divina;
pero, ahora que el amor te está vedado
y puedes ser cantor de la Sixtina,
tu porte es displicente y ondulante.
Sólo amas la molicie, la quietud.
Eres un pirronista militante
que nada cree; ni en Dios, ni en la virtud.
Yo te paso la mano por el lomo;
y, de mi mano al caricioso influjo,
enarcándolo vas, airoso, como
arco latino de gentil dibujo.
Mas, no agradeces este gesto mío
que te llena de voluptuosidad.
No soy tu Dios. Dices, como el impío,
que todo se obra de casualidad.
Mírasme con pupila adormecida,
cargada de desdén y de fulgor.
Graciosamente enseñas que en la vida
comer, dormir, soñar es lo mejor.
Las cosas y los seres son lacayos
uncidos á tu propia bienandanza.
¡Si hasta piensas que el sol tiene sus rayos
tan sólo á fin de calentar tu panza!...
¡Oh, gato, aristocrático y divino!
¿Por qué no ha de existir en la razón
de tu sutil encéfalo felino
la clase de este mundo de ilusión?
Mas ¿no será tal vez tu escepticismo
engendro de tu espíritu amargado,
el sentirte, en el fondo de ti mismo,
un pobre tigre sin hacer, frustrado?

MADAMA COMINO.
Esta es una interviú que celebré con la señora Comino cierta tarde que,
por distraerme hasta la hora del tren para San Ramón, salí á la huerta,
en donde la encontré.
--¿Cómo estás, Madama Comino?
Y perdona que te hable de tú.
Soy romero, que va de camino;
mas, ya que á mi vera te puso el destino,
celebremos una interviú.
Hormiga amiga,
hormiga hermana
(que, sumido en la paz aldeana
presumo que soy otra hormiga),
¿oyes las palabras ligeras,
que son como brisas terrales,
la canción lejana
de la mocina, hacia Riberas,
y entre los maizales,
al lado allá del río?
Yo me voy á casar.
Cásome con el dueño mío,
la más guapa neña de todo el lugar.
Non sabe sallar
nin aguadañar;
sabe se reir y sabe llorar
porque sabe amar.
¡Ay, mi amor!
Si no me das la tu flor
téngome de matar.
¿Has oído? Matar.
¿Quién lo había de presumir?
¡La mociquina del lugar
no sabe que se ha de morir!
¿Qué dices de la muerte, hormiga?
¿Qué dices, Madama Comino?
--. . . . . . . . . . . . . . . .
--¿Antes yo? Á tus antojos me inclino,
pero, ¿qué quieres que te diga?
El sol ha huído hace un instante;
el río corre mansamente
al mar propincuo...
--. . . . . . . . . . . . . . . .
--¿Yo pedante
porque digo propincuo? Evidente.
Quiero decir, al mar cercano,
su natural acabamiento,
á libertarse del cauce tirano,
á ser Océano,
á ser un segundo firmamento.
Apágase el día en su luz postrera,
mas ve que, apagándose, atiza
una grande y purpúrea hoguera,
cuya es la ceniza,
una vez que muera,
tanto y tanto lucero,
tanta constelación.
Pasó el acto primero
de la diurna función.
Ahora viene el segundo
que es mucho más profundo
¡Todo emoción!
--. . . . . . . . . . . . . . . .
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