La pata de la raposa (Novela) - 03

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--Dices que no me entiendes... Claro.
Cominito ¿qué me has de entender?
El hombre es un bicho muy raro.
Pues, ¿y la mujer?
¿No tienes dudas ni teorías,
hormiga? ¿Temes el sordo abismo
del no ser?
--. . . . . . . . . . . . . . . .
--Sí, trabajas todos los días.
Lo sé. Mas, ¿no profesas el hormigocentrismo?
--. . . . . . . . . . . . . . . .
--Sí; sólo en la faena se agota tu desvelo.
--. . . . . . . . . . . . . . . .
--Ya; cuidas del mañana con mira terrenal.
Eres dichoso porque nunca miras al cielo.
No sabes del bien ni del mal.
No sientes melancolías
ni la horrible desolación
del que ve que se acaban sus días
y en su boca se hiela la canción.
Y esto no obstante...
Madama Comino;
hoy tiembla en el campo un austero
éxtasis. Hay trino
de verderón y de jilguero.
Entre la brisa salitrosa y cauta
la campanilla suena, al paso tardo
del buey. Suena la flauta
del sapo humilde y pardo.
Suena maravillosamente el río.
Y ya se acerca el huracán del tren.
Tú vas á tu hormiguero. Voy yo al mío.
Hermana hormiga, que te vaya bien.

EPÍLOGO.--EN EL CIELO.
Esta es la gloria de los buenos, el paraíso
donde los animales viven vida inmortal.
Un ámbito entre muros de diamante, con friso
de cometas (porque estas son la pauta ideal
de los bichos, á causa de su cola divina).
Una pradera, como de plumas de papagayo,
tan blanda y verde es. Una colina
donde Alectryon se empina por fulminar el rayo
de su quiquiquí á las gloriosas huestes.
Corre, para Calígula, leche tibia en regatos,
y es que la leche otorga emociones celestes
á las bacantes dúctiles y á los dúctiles gatos.
Á trechos, de lo verde surge un hueso
mondo y suave como el marfil de Etiopía,
para que en él Sultán juegue el diente travieso,
y el meollo le extraiga, que es de miel y ambrosía.
Y la hormiguita tiene senderitos de plata
con simientes de oro que ella empuja, de espacio,
á la troje, escondida debajo de una mata
de rosas; hormiguero que parece un palacio.
Y todo es paz, y todo es dulzura y ventura
dentro del paraíso de las bestias sencillas.
Al seno de Dios ha retornado la criatura
y el agua de la nube á la mar sin orillas.
* * * * *
--Ven Francisco, hijo mío; tu dulce faz asoma
á este jardín dilecto de mi reino infinito.--
Dice Dios. Por encima revuela la paloma.
Á su diestra está el hombre, según estaba escrito.
Y Francisco se asoma sobre el fresco recato
inmarcesible, en donde los bichejos están,
y en amor derretido les dice: --¡Hermano gato,
hermano gallo, hermana hormiga, hermano can!--
Y Dios. --Más gratamente resuena en mis oídos
el murmullo que puebla este dulce jardín
que flauta y lira y cánticos de ángeles y elegidos,
ó la voz inflamada que vierte el querubín.
¡Oh, hijos míos, cuajadas de mi propia sustancia,
normas, sendas por donde el mezquino saber
pudo evadirse de la ciudad de la ignorancia!
Pero, los hombres no quisieron entender.


VII

Los vecinos de Cenciella, sabiendo que el señorito de la casona alta
estaba en el pueblo, se asombraban de la reclusión en que se escondía;
él, otras veces tan amigo de holgorios y gente aldeana... Cuando Rufa,
la vieja criada tradicional, usufructuante de por vida de la casona,
salía á hacer la compra, le preguntaban por don Albertín:
--¿Qué queréis que vos diga? --contestaba la vieja-- Nunca lo vi como
ahora. Rompióle una pata á Azor, y ahora enséñale á hacer títeres. Y
aluego, cuándo con los perros, cuándo con las gallinas, cuándo con el
gato, pásase el día entre animales.
--Es que no sale ni á misa --replicaba alguno.
--Á misa ya sabéis que nunca fué. En eso tira al padre; Dios le haya
perdonado.
--Visitáralo la viuda.
--¿La viuda? ¡Bah, bah! Entavía non la vió. Si non sal de casa... Ella
sí, pásase el día asomada pel la tapia. Ya sabéis; como las huertas
están xuntas, pared por medio, y la de la viuda más alta...


VIII

La casa solariega de Alberto estaba desviada de Cenciella como cosa
de medio kilómetro. Delante de la fachada, al estilo plateresco, se
hacía un espacio en círculo, enarenado, con poyales de piedra en lo más
extremo de él y todo en torno eminentes álamos reales. De un costado y
otro del edificio, y siguiendo el plano del frente, arrancaba el alto
tapial de la posesión, doblábase á poco en dos ángulos rectos, é iba
ladera arriba, hacia el fondo, cuya pared era medianera entre la huerta
de Alberto y la de la viuda de Ciorretti. La finca de la dama ocupaba
lo más empinado del ribazo, de suerte que desde ella se podía otear, al
pie, la del vecino.
Era la viuda una rozagante matrona, de oriundez piamontesa. Sus
cabellos cobrizos; la piel de requesón, constelada de pecas; labios
gordezuelos é impregnados de abundante humedad; las pupilas, entre
grises y ambarinas, gatunas; las pestañas casi albinas, y en junto
los ojos como los de las yeguas bayas; el cuello, amplio y abarrilado,
que ella gustaba de exhibir siempre. Por disimular cierto exceso de
carne usaba corsé hasta medio muslo, y lo ceñía de firme, con lo cual
el tronco tomaba un aspecto de tiesura maciza y majestuosa. Andando,
arregazaba la falda con mucha desenvoltura, descubriendo la pierna
desde el gozne de la rodilla, unas medias de matices suaves --lila,
fresa, musgo, tabaco--, y unas botas de color bronce y brillo metálico,
hasta media pantorrilla. De la armonía total de sus perfecciones
naturales y atavíos resultaba cierto encanto fofo ó incentivo
deslabazado á propósito para satisfacer esa voluptuosidad perezosa,
característica de las siestas estivales.
En Cenciella y Pilares se conocía de público la historia lamentable de
su viudedad, el desconsuelo que esto le trajo, y la manera sencilla
con que hubo de recobrarse del quebranto conyugal. Su esposo, Antonino
Ciorretti había sido un hombre estupendo, tanto en las partes físicas
como en las prendas del intelecto; ardiente, membrudo y vigoroso como
un romano de los tiempos de Rómulo; y luego, astuto, emprendedor,
perseverante. Estableció en Pilares una fábrica de sombreros, con tan
buena fortuna que á los dos años arrastraba coche. Como buen mozo,
y convencido de que lo era, gustábale lozanear, cabalgando á través
de las tortuosas calles de Pilares. Las provincianitas, huesudas y
anémicas, á causa de la vida recoleta y del abuso de las prácticas
devotas, viéndole pasar, bien arzonado y jactancioso, muy cerca de
los miradores tras de los cuales bordaban ó leían la Leyenda Dorada,
envidiaban nebulosamente á Pía Octavia Ciorretti, la mujer del
italiano. Los caballos eran dos, Dante y Petrarca, uno flor de romero y
otro castaño rodado, entrambos de silla y tiro al propio tiempo. Cuando
el matrimonio salía en coche, un _mylord_ de gomas, llevaban de cochero
á Joselín, _el Chelu_, muy conocido y celebrado de la plebe pilareña;
un chicarrón de rostro agudo y apicarado.
Para los habitantes de Pilares la pareja Ciorretti constituía el
arquetipo de la dicha epicúrea. Se les imaginaba siempre entregados
á un sensualismo venturoso. Pero he aquí, que una mañana, sin ton
ni son, se muere el fabricante de sombreros. Pía Octavia, igual que
la matrona de Éfeso, quiso morir y ser enterrada á la vera de aquel
cuerpo tan amado, y tan amante. Repelía todo consuelo de amigos y
conocidos, exclamando, con bastante candor, no exento de malicia, que
el muerto le había dejado un vacío difícil de llenar. Con esto, todos
dieron por hecho que Pía Octavia no tardaría en seguir á Antonino al
sepulcro. Buscando lenitivo ó consolación en su duelo, acostumbraba
bajar á la cuadra, y allí, ante la presencia atónita é inflamada
de Joselín, _el Chelu_, como en demencia ó extravío de pasión, iba
á llorar, abrazar, besar, mimar, acariciar, hacer mil muestras de
frenético agasajo, cuándo á Dante, cuándo á Petrarca, á los dos potros
que él, su Ciorretti, había cabalgado tanto. Eran dos recuerdos vivos
del esposo, prematuramente desaparecido, y Pía Octavia, por una de
esas candorosas locuras hijas del amor cuando se ayunta con el dolor,
suponía que los caballos experimentaban una nostalgia semejante á la de
ella. El tiempo no corregía la amargura de la pobre mujer, sino que la
acrecentaba. La efusión que dedicaba á los caballos era cada día más
tempestuosa: dijérase una Pasiphae delirante que no entendiera mucho de
zoología. Y Joselín, cuyos nervios se iban poniendo de punta y su mente
ofuscándose, resolvió colocarse de por medio, prodigar consoladoras
palabras á la viuda, y aliviarla de tanta pena, por los medios que
buenamente se le ocurrieran. Joselín era avispado y de mucha labia.
Industrióse con tanta cordura y sutileza que atinó á llevar al ánimo
de Pía Octavia el néctar de la mitigación, lo cual la viuda agradeció
tanto que eximió de la cuadra al caritativo mancebo y le ofreció dinero
bastante con que estableciese una tienda de vinos, que era el ideal
de Joselín. Los vecinos de Pilares dieron en interpretar aviesamente
la liberalidad de la viuda, y á poco de abrirse la tienda de Joselín,
le inventaron al dueño un remoquete ó apodo que cundió al punto hasta
llegar á sustituir al anterior de _el Chelu_. Se le llamó, de allí en
adelante, Joselín, _Priapo de oro_.
Á _Priapo de oro_, en viéndose propietario de un establecimiento lujoso
--pintó la portada de vermellón--, se le subió el orgullo á los sesos,
perturbándoselos no poco. Dióse á la francachela, á las costumbres
licenciosas, y en compañía de hombres libertinos y mujeres alegres,
fué endeudándose de fea manera y á tal extremo que, en vísperas de
complicaciones judiciales, hubo de acudir á la viuda.
--Imposible, Joselín --respondió enojada la Ciorretti--. Fuiste leal
y bueno conmigo... y para con la memoria de tu amo. Creo que te pagué
razonablemente. Tú sabrás lo que has hecho con el dinero, que no era
poco. Me pides más, de nuevo: imposible, hijo, imposible. Niente,
niente.
Aquella misma noche se suicidaba _Priapo de oro_. Esto acontecía á
los dos años de enviudar la italiana. Á los pocos días del suicidio,
huyendo de lenguas ociosas, salió de Pilares y fué á refugiarse en
Cenciella, á una casa que Antonino había comprado en excelentes
condiciones á unas hidalgotas, vírgenes vetustas, venidas á menos.
Habíase despojado ya del luto, y gustaba de vestir dentro de sus
dominios unas batas ó peplos livianos, ondulantes y de célicas
entonaciones. Alberto, en la huerta de al lado, pintaba con singular
aplicación. La viuda acechaba al mozo, oculta entre los pomares,
y como no le desagradase su pergeño, sencillez y buen aire, fué
aficionándosele y discurriendo un arbitrio con que acercarse á él.
Mandó levantar un terradillo, en la tapia medianera, y á él subía en
atardeciendo, vaporosamente, á tiempo que las estrellas asomaban en el
cielo. Alberto, en un principio, no le concedió mucha importancia. La
viuda estaba determinada en hablar al pintor, pero no se le deparaba
coyuntura. Por fin, una tarde que lo tuvo cerca, á pretexto de unas
plantas de rábanos, rompió á hablar así entre dengues y rubores:
--Joven. ¡Ay! Usted dispense. ¡Jesús, qué atrevimiento! Le he llamado á
usted sin darme cuenta, distraídamente.
La viuda, envuelta en tules azul pálido, se recodaba en lo alto de
la cerca, la cual, por la parte de Alberto, estaba recubierta de
melocotoneros, en espaldera.
--Mándeme usted, señora --respondió Alberto, acercándose con
naturalidad al sitio por donde asomaba la Ciorretti.
--Dirá usted que estoy loca --se ocultaba el rostro con las manos--.
¿De veras me dispensa usted?
--Pero ¿de qué? Si es por haberme dirigido la palabra, se lo debo
agradecer...
--Muy amable. Su huerta es muy bonita, y está muy bien cuidada. Desde
aquí se domina muy bien. El jardín, ya no tanto. Digo que no se domina
tanto, por los árboles. Parece que tiene usted muchas flores.
--Todas á su disposición...
--No será tanto... Ya tendrá usted algunos compromisos...
--¡Qué tontería! --comentó Alberto, riéndose con ingenuidad--. Ahora es
usted la que debe perdonar; una exclamación involuntaria.
--No, si me gusta que me trate con confianza: al fin y al cabo somos
vecinos. Usted solo, según me han dicho, ¿verdad? Yo sola. ¡Ay! Y usted
pensará: ¡Qué pesada se pone Pía Octavia!
--No, no; no pienso tal. Pero usted iba á decirme algo, al principio,
Pía Octavia.
--Se va usted á reir. Pues... me gustan mucho los rábanos. Aquellas
plantas, ¿son rábanos?
--Se lo preguntaré á Celedonio.
--Lo son; los conozco muy bien. Tire usted de una matita, verá como
sale el rabanito. Así, no; que se rompe la mata. ¡Jesús, qué torpe! ¿Lo
ve usted? Ya se ha roto. Voy yo á su huerta, es decir, si usted me lo
consiente.
--No faltaba más. ¿Á salto?
--¡Qué horror! En dos minutos estoy ahí. Desapareció detrás de la tapia.
Á poco, estaba con Alberto extrayendo rábanos de la tierra. Había
anochecido ya, y de ahí que la Ciorretti se tropezase á veces con el
joven. Á partir de esta recolección vespertina comenzó la amistad, que
llegó á hacerse íntima. Alberto, á la postre, claudicó, pero sin poner
en sus relaciones con la viuda otro interés que la voluptuosidad leve
á que el calor estivo le inducía. Concluído el verano, quebróse toda
ligadura, y Alberto no volvió á acordarse de Pía Octavia, de sus peplos
incitantes ni broncíneas botas.
Ahora, en aguda crisis espiritual, encerrado en sus cogitaciones,
no echaba de ver que la Ciorretti le esperaba á diario sobre el
terradillo. Una tarde salió Alberto á sentarse al pie del parral. La
viuda, que lo vió, comenzó á dar grititos, y el joven hubo de acercarse.
--¡Ingratísimo! Así se trata á las amigas. Cerca de un año hace que nos
separamos.
Quiso hablar Alberto, pero la Ciorretti se le adelantó.
--Si no necesito disculpas... Ya sé que se va usted á casar. ¿Cuándo,
cuándo es el acontecimiento?
--¡Casarme...!
--¿Cómo casarse? Cualquiera diría que le toma de sorpresa...
Alberto se las arregló como pudo para cortar cuanto antes el palique
y volvió á encerrarse en la casa. Llevaba el corazón colmado de un
sentimiento de vergüenza. Las mejillas le abrasaban. Su novia... ¡Pobre
Fina!
Hizo sonar el timbre, y en acudiendo Manolo, le ordenó que á la mañana
siguiente le tuvieran apercibido un maletín y un caballo con que ir á
Villaclara.
Al siguiente día, cuando montaba á caballo en la plazoleta orillada de
álamos reales, oyó á manera de un lloro en los balcones. Azor y Sultán
asomaban el hocico entre los hierros pugnando por arrojarse á tierra.
--¡Calla, Sultán; calla, Azor, que pronto vuelvo! Y se despidió
afablemente con la mano.


IX

Conforme hacía camino el caballo, á compás del trote cochinero y
machacón, Alberto procuraba concentrarse, sentirse, conocerse. La
conciencia se le evaporaba. Poníase á cantar distraídamente, acoplando
el ritmo al trote del rocín, hasta que llegaba un punto en que
volvía sobre sí, sorprendiéndose de cantar y vivir como por máquina.
Comprendía difusamente, entre turbios vapores espirituales, que en su
alma germinaban á lo sordo las ideas matrices y las normas morales de
una vida renovada, toda serenidad y aplomo.
El día era encalmado, muelle, y el campo pulquérrimo, como si las
lluvias recientes lo hubieran esmaltado. Un vasto olor á tierra húmeda
abarcaba en su seno matices profusos de flores varias; la madreselva
emitía la nota aguda.
Alberto descabalgó, tronchó unos piños de madreselva y los sujetó en un
ojal de la chaqueta.
Las praderías verde-veronés, tachonadas por la mancha bermeja de las
vacas pacientes, le obligaban á detenerse en ocasiones, henchido de
sutil emoción de color, reposándose de toda inquietud, á la manera
que un líquido, rota la redoma, se difunde por una superficie plana.
Recobrábase luego, y entendía de pronto, aunque sin pararse á teorizar,
el infinito deleite egoísta que macera la soledad del ermitaño.
Almorzó en una venta, en la raíz de la cuesta del Palomo, y pidió que
le sirvieran solamente verduras y frutas para postre. El ventero le
tomó por loco. Salió después de comido, cuesta arriba, entre pinos muy
fragantes. Desde la cumbre del Palomo se atalaya un valle por donde
corre, en meandros la ría de Villaclara; las márgenes, guarnecidas
de casas de recreo, á modo de flores blancas y rojas, las cuales van
espesándose y forman poblado; al fondo, el mar. En aquella sazón la
ría estaba gris y refulgente, como de mercurio; terso y verdoso el
mar. En la desembocadura flotaba un bergantín con el velamen marfileño
desplegado.
--«¡Pobre Fina!» --se dijo Alberto colocándose de repente en
circunstancias históricas. ¿Amaba ó no amaba á su novia? La imagen de
aquella criatura, amasada con sustancia de mansedumbre y silencio en
carne morena y casta, se le huía á temporadas del corazón y la memoria;
mas de súbito acudía á poseerlo infundiéndosele dentro de las entrañas
de tal suerte, que le provocaba la ilusión de estar animado de un vaho
etéreo, de una fuerza ascendente. Y comenzaba la garganta á inundársele
de sollozos, mitad de remordimiento y mitad de ternura.
--¡Pobre Fina!


X

Don Medardo Tramontana estaba reputado en Pilares como uno de los
capitalistas más fuertes. Emigrante á Cuba en los primeros años de su
adolescencia, la fortuna le fué benigna. Á los treinta y cinco años de
edad volvía á España con sus dos milloncejos de pesetas á cuestas, y en
estado de inefable delgadez, la cual se hacía más notoria á causa de su
aventajada estatura. En Santiago se había dejado el hígado y todas las
sustancias adiposas del organismo, pero volvía cargado de ilusiones,
sabiendo leer en voz alta con mala prosodia y hablar aforísticamente,
y con la misma abundancia cordial con que se había ido. Lo primero,
favoreció en una medida conveniente á su parentela, aldeanos del
interior, extremadamente pobres. Luego se estableció en Pilares, y allí
puso en cotización sentimental su cara huesuda, amarilla, aguileña,
como una onza, muestra patente de las muchas que tenía. Entre los
cuarenta y los quince, la mayoría de las vírgenes pilareñas aspiraron
á la dulce posesión de la onza. Don Medardo seleccionó con buen tino,
y en último término hizo suya á Lolita Muslera, dieciséis años más
joven que él, no mal parecida y de generosas condiciones morales. La
fecundidad del matrimonio fué somera; dos hijas ó _vástagas_, según
don Medardo, dió por todo fruto. Leonor, la primera, fué desde muy
niña vivaracha, desenvuelta, mimosa. Josefina, por el contrario, era
taciturna, meditativa y poco afectuosa exteriormente. Los padres amaban
más á Leonor, y se enorgullecían de su hermosura, que, en rigor, no era
sino movilidad y gracia del rostro. Á Josefina la habían habituado á
considerarse fea; pero, la serenidad clásica de sus líneas, el sosiego
de sus grandes ojos, la sonrisa apenas esbozada y el decoro de su
expresión, eran notas que se armonizaban en una belleza exquisita,
difícil de ser gustada á no ser con reverencia y recogimiento. Sin
embargo, Josefina tenía dentro de su hogar un adepto; la tía Anastasia,
hermana de la madre de don Medardo, y mujer muy ingenua y llana. Leonor
no gustaba de salir á la calle con la tía Anastasia, porque ésta no
había logrado nunca adquirir el buen porte de las ciudades. Á Josefina,
en cambio, le agradaba la compañía de la vieja, y no era raro que
fueran las dos juntas á la plaza á hacer la compra.
Don Medardo había conocido á Alberto en el Círculo de la Alianza
Industrial y Mercantil, en _el cuarto del crimen_, ó sea sala de juego.
Don Medardo entraba por entretenerse. Á las diez monedas de peseta,
que era todo su caudal diario de aventura, las hacía experimentar
infinitas y emocionantes fluctuaciones, y así pasaba las horas, ajeno
de todo cuidado. Delante del tapete verde hubiera sido cumplidamente
feliz á no ser por las burlas de que le hacían objeto los señoritos de
Pilares, burlas que él á su vez solía repetir con la tía Anastasia,
moviendo la hilaridad de doña Dolores y de Leonor; y hasta se permitía
corregir el vocablo á la vieja, sólo que daba la pícara casualidad
que en tales casos era él quien se equivocaba. Desde la primera
vez que don Medardo vió á Alberto, le consagró una gran simpatía y
admiración respetuosa. Alberto no chanceaba con él, como los otros;
indudablemente, era un señorito con _educación_ é _higiénico_; y para
don Medardo estas palabras tenían mucha transcendencia. Un día, como
aspirando á lo imposible, don Medardo osó invitar á Alberto á que
almorzase en su casa, añadiendo que, tanto Dolores como las niñas,
tendrían mucho gusto. Alberto aceptó. En la mesa se condujo con gentil
donaire y sencilla afectuosidad. La familia quedó cautivada. Por la
noche, estando doña Dolores en su alcoba haciéndose la trenza, á punto
de insinuarse en el tálamo conyugal, ó que tal había sido, y que
ella acaparaba en razón de su corpulencia, presentóse de improviso
don Medardo en ropas muy menores y en tremenda manifestación de su
estructura ósea.
--¡Qué susto, Medardo!
--Calla, mujer. No podré dormir si no te digo un secreto.
--¡Ay! ¿Qué ocurre?
--¿Qué te parece Alberto?...
--Me lo has preguntado cien veces en el día, y te he respondido lo
mismo; muy simpático.
--¿Qué duda coge? Y con educación. Oye, ¿qué te parece si llegara á
casarse con Leonor? Un joven tan higiénico.
--Calla, hombre, no digas tonterías. Y no es porque ella no se merezca
eso y más.
--Ya lo creo; por eso lo digo. Mira que... Vaya, adiós mulata.
Claro está que doña Dolores no era mulata, pero tal era el loor más
tierno de don Medardo, el cual, acercándose á su esposa, la besó en la
frente, alta, rotunda, serena, donde no se habían albergado nunca ideas
tormentosas.
La misma noche, la tía Anastasia preguntaba á Josefina:
--¿Qué te parece ese rapaz, neñina?
--¿Qué rapaz, tía?
--¿Quién ha de ser? El que comió hoy aquí.
--Pues... nada.
--¡Ay, palomina mía! --suspiró la vieja, abrazando fuertemente á su
sobrina.
Alberto frecuentó desde entonces la casa. Sus visitas fueron tan
asiduas y largas que don Medardo, destilando satisfacción por ojos y
boca en forma de sonrisa, se creyó en el caso de preguntar á su hija
Leonor, á tiempo que le prodigaba cariciosos golpecitos en la mejilla:
--¿Qué hay? Al papá no se le oculta nada. ¿Os entendéis ya? ¡Ah,
picarona! Dímelo, ea.
--Pero, ¿quiénes, papá?
--¿Quiénes han de ser? Tú y Alberto.
--Anda, anda... Ni en sueños. ¿Cómo se te ha ocurrido una idea tan
descabellada?
Don Medardo agachó la cabeza, anonadado:
--Pero, entonces... --se atrevió á objetar--, ¿á qué santo ese visiteo
de todos los días?
--Yo qué sé, papá: vendrá por entretenerse.
--Además, si no me equivoco, os he oído trataros de tú.
--Sí; á los pocos días nos hablaba de tú á Josefina y á mi. No sé si
también á la tía Anastasia. Milagro será que el mejor día no os tutee
á mamá y á ti. Dices que es muy buen chico, y no lo dudo, y que tiene
talento, y eso, permíteme que lo dude. No sabe bailar rigodón, ni
recitar versos de Pérez Zúñiga, ni juegos de prendas..., y luego, hay
tardes que apenas si despliega los labios.
Don Medardo intentó exculpar á su ídolo:
--Eso es sin duda culpa de Josefina, que parece una marmota; y,
claro, el muchacho se encontrará prohibido.-- Don Medardo pensó decir
_cohibido_.
Sí, la marmota era la causa del silencio de Alberto, y también de las
visitas diarias. Había comenzado por sentir un llamamiento recóndito
desde el hogar del indiano. Á él acudía sin saber por qué, como si la
mecánica de su espíritu le indujera á pensar que sólo allí encontraría
equilibrio estable. En los preámbulos de sus relaciones, mostrábase
locuaz y chispeante, perseguía la amenidad y aspiraba á hacerse querer
de todos. Á Josefina la trataba como á una niña, porque si bien andaba
por los veinte, á ello le autorizaban las trazas infantiles de la
muchacha, su grande ingenuidad y la misma opinión del resto de la
familia. Pero, poco á poco, Alberto fué comprendiendo que la supuesta
niña guardaba un arcano interior, profundo y rico. Arrepintióse de las
palabras frívolas, de las gracias de poco momento que hasta entonces le
había dicho, y pensó, como en un ideal vislumbrado, en poseer el alma
de Josefina. Soñaba con ella de continuo. Estando á solas, rebuscaba
y componía las frases modestas y llenas de pasión que luego había de
decirle; pero, en acercándose á ella, sentíase desesperanzado y como
á infinita distancia de aquella pureza estelar que debía de ser el
corazón de Josefina. Rehuía la conversación, considerando que tal vez
el silencio era la única vereda que le condujera al afecto de la amada.
Una tarde Alberto sorprendió á Josefina contemplándole de tan intensa
manera que no cabía duda acerca de la naturaleza de sus sentimientos.
Al verse sorprendida, no bajó los ojos, no se ruborizó, sino que
siguió mirando, fijamente, tenazmente, amorosamente. Alberto estuvo á
punto de abalanzarse á besarle los pies, á adorarla, sin miramiento de
los que estaban presentes. Refrenó su frenesí hasta que pudo hablar un
momento á solas con Josefina, y dijo, tembloroso, los ojos húmedos:
--Pero, ¿es verdad que me quieres?
--Sí --respondió Fina, con voz tersa.
--¿Desde cuándo?
--Desde siempre; y para siempre.
Y siguieron mirándose de hito en hito, como si el amor los hubiera
inmortalizado, trocándolos en estatuas.
Los amores de Alberto y Fina se traslucieron muy pronto. La tía
Anastasia los consideró como un triunfo personal suyo. Don Medardo no
se resolvía á alegrarse; se encontraba vagamente vejado; le hería que
Leonor hubiera sido postergada. De otra parte, no podía entender qué
era lo que Alberto había visto en Fina, para enamorarse de ella, y
llegó á dudar de la sinceridad del joven.
--¿No se querrá reir de ella, Dolores? --preguntaba á su esposa.
--Yo qué sé, Medardo. Los hombres sois tan particulares... ¿Qué tenía
yo para que tú te hubieras fijado en mí?
--No acompares, mujer. Ya quisiera Fina parecerse á ti, cuando tenías
su edad... --Luego inesperadamente encendido.-- ¡Y aun ahora...,
mulata! --la oprimió con ímpetu el mantecoso brazo.
--¡Ay, Medardo; no seas bruto! Ellos parece que se quieren, de modo que
mientras dura...
--Sí, pero hay otra cosa. ¿Te parece bien que la mayor, la más lista,
la más guapa esté sin novio? Es una injusticia y no puede ser.
--Ya sabes que pretendientes no la faltan.
--Si tú llamas pretendiente á ese Hurtado... Un títere.
--Y ya ves; á ella no le disgusta.
Leonor se había encaprichado por Telesforo. Olióselo éste y se propuso
cultivarle el capricho, hasta que alcanzase el máximo desarrollo. Para
ello, había sobornado, con bastante tacañería, á una criada, la cual
entregaba á diario á la señorita una carta y una composición poética.
Los versos de Hurtado estaban cargados de vehemencia y detonantes
ripios. Pero á Leonor la sacudían los nervios, haciéndola suspirar, con
una mano sobre el corazón.
El emponzoñamiento poético llegó á manifestarse por medio de alarmantes
perturbaciones. La infeliz enamorada perdió el apetito, la risa, el
arte de bordar zapatillas de moqueta, y con periodicidad abusiva
experimentaba soponcios y patatuses. La entereza de don Medardo sufrió
con esto tan rudos golpes que en poco tiempo hubo de desmoronarse,
dejando abierta á la voluntad de su hija amplia brecha por donde
penetró triunfalmente Telesforo Hurtado.
Pero Telesforo se determinó en captar las simpatías de los papás y lo
consiguió. Por el contrario, Alberto, según pasaba el tiempo, incurrió
en tales arbitrariedades y ligerezas que don Medardo y su esposa
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