La pata de la raposa (Novela) - 07

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--Arrea.
--Tengo novia formal. Es Teresuca, la criada de los de Oliva.
--Sí, la conozco. Muy guapa y que sea enhorabuena.
--Pero es el caso que como soy tan pobre. Si usted me ayudase...
--Qué piensas hacer después de casado...
--¿Que qué pienso hacer? Ju, ju.
--¿Á qué te piensas dedicar?
--Ahí le duele. Yo quisiera venir á vivir en Cenciella, y poner un
negocio de embutidos. Algo prosaico es, ¿verdad, señorito?
--Anda, anda... ¿También tú te preocupas de lo prosaico y lo poético?
Manolo sonrió cazurramente.
--He leído muchos libros del señorito, cuando ya había terminado mis
obligaciones.
--En suma, ¿qué necesitas?
--Yo creo que con unas ocho ó diez mil pesetas...
Alberto se sentó á escribir.
--Mientras escribo, prepárame una maleta con alguna ropa interior.
Escribió á Telesforo ordenándole que entregara diez mil pesetas al
ayuda de cámara, y colocara urgentemente otras diez mil en Meredo, un
pueblo próximo á Cenciella, en una casa de comercio conocida, de donde
Alberto pudiera recogerlas.
--Toma, Manolo. Mañana vas á Pilares, y allí, en la banca de don Celso
Robles, preguntas por el señor Hurtado. Te entregarán diez mil pesetas.
--¡Ah, señorito! Cómo le agradeceré --lloriqueaba y besaba las manos á
su dueño.
--Ea, basta. No seas niño --repuso Alberto enternecido.
--¿Quiere que le haga un recibo?
--No hace falta. Eres bueno y trabajador; irás arriba en tus empresas.
Cuando te sea fácil me devuelves nueve mil quinientas. Las otras
quinientas son mi regalo de boda. Dónde está Azor. ¡Azor! ¡Azor!
--apareció al punto el cojo--. Vamos, hijo mío, á correr mundo. Dame la
maleta, Manolo.
--Yo se la llevaré.
--Que no. Yo la llevo. Adiós, Manolo; que tengas suerte. ¡Ah! Y que
nadie entienda adónde ni á qué me he ido.
Manolo, entre suspirar y contemplar apasionadamente la carta que
Alberto le había entregado, no atinó á decir palabra.


XVII

AL SEÑOR DON JUAN HALCONETE:
Querido Juan; sobre un prado verde y cencido,
de un olmedo á la vera, muy sombroso y tupido,
do las aves organan con un manso ruïdo,
esta epístola quiero hilvanar de corrido.
La belleza apacible del lugar desde donde la escribo parece haberme
movido, casi maquinalmente, á comenzar con el tetrástrofo monorrimo de
nuestro amado Berceo.
Estoy, como le digo, escribiéndole al aire libre, en un prado y cerca
de un bosque de olmos, lleno de pájaros. Todo esto es natural. Pero
ahora viene lo extraordinario. Mi pupitre es... un tamboril. Sí, señor,
un tamboril. Mi asiento una albarda con _panneau_ para _ecuyère_. ¿Qué
tal?
La temperatura es templada, antes caliente que fría, de manera que
me permite permanecer en elástica; una elástica tosca de algodón,
semejante á un _jersey_, á rayas horizontales, rojas y negras, como
las que usan los menestrales por estas tierras. Me costó una peseta.
En cuanto á mis calzones ¡Ah!... Una prenda _very fashionable, the
smartest and most exquisite in the world_. De pana labrada, pero de la
pana más burda; y el corte sublime, digno de haber sido perpetrado en
un obrador de _Bond Street_, á no ser por el derroche de capacidad que
ostenta en la culera. Debo de causar asombro hasta al propio Sol, que
no me quita la vista de encima, á juzgar por el calor que siento en la
espalda.
Estoy quemando y humeando, en mi vieja pipa de brezo, las últimas
reservas de tabaco inglés. ¡Qué dolor! Pronto habré de apencar con
el tabaco rizado y hediondo de la Tabacalera; ese tabaco de aspecto
repulsivo que hace pensar en clandestinas madejas capilares.
La nébula de humo que me envuelve se ha filtrado por mis narices y
llegado hasta los sesos, evocando un recuerdo que ajusta muy al caso
para explicarle á usted por qué me ha venido en ganas escribirle.
El recuerdo es de una marca de tabaco que ha tiempo fumé. Se llamaba
tabaco Carlyle. En la tapa de los botes de lata donde se guardaba había
un grabado: Carlyle y Emerson, frente á frente, separados por una mesa,
sendas pipas en la boca y sobre sus cabezas densa nube de humo. Debajo
del grabado una inscripción que decía sobre poco más ó menos: «Cuenta
Emerson que, habiendo llegado á Inglaterra, quiso lo primero visitar
á Carlyle, el cual fué una de sus más fervientes admiraciones. Carlyle
ofrecióle una silla y luego tabaco. Sentáronse cara á cara, aplicáronse
á fumar silenciosamente, y así, sin desplegar los labios, dejaron pasar
varias horas hasta media noche. Levantóse entonces Emerson, tendiendo
la mano al maestro, y éste, á guisa de despedida le dijo: Hemos tenido
excelente tiempo. Gracias, me ha hecho usted pasar una de las tardes
más felices de mi vida».
De la propia suerte, yo no puedo olvidar las horas que he pasado en
compañía de usted, cuándo sentados en el Ateneo, cuándo paseando por
Madrid, cuándo recorriendo las aldeas, y siempre en silencio. No hago
memoria de ninguna conversación transcedental ó polémica que hayamos
sustentado. Es más: ateniéndome á los últimos escritos de usted parece
que sus puntos de vista sobre la vida son errados y caprichosos, que
vale tanto como decir que no concuerdan con los míos, ó con los que
hasta hace muy poco tiempo eran los míos. Á pesar de esto, ó quizás por
esto mismo, creo que mi espíritu anda muy cerca del de usted, y que
nadie como usted sabrá comprenderme. Por eso me aventuro á escribirle.
No pido que usted me conteste por largo, ni concisamente siquiera.
Sé que usted no gusta de preparar para las generaciones venideras un
epistolario aparentemente íntimo y descuidado, pero con vistas á la
inmortalidad. Sólo le pido que me diga con toda lealtad si le enoja
seguir recibiendo cartas mías. Si no me responde, entenderé que no debo
continuar esta correspondencia.
La presente sólo tiene un objeto, y ya es hora de abocarlo. Le
participo á usted que me he hecho titiritero.
Le abraza,
_Alberto_.

Querido Juan: muchas gracias. Ya sabía yo que usted se prestaría con
noble afecto á ser el sujeto paciente de mi furor epistolar.
Me dice usted que la profesión de titiritero le parece muy digna y
conveniente para el buen gobierno de la república, así como, en opinión
de Cervantes, lo es la de alcahuete. De acuerdo con usted, y también
con Cervantes.
Permítame usted unos toques de erudición, y disculpe los errores en
que incurra, porque, como usted se hará cargo, no tengo un solo libro
conmigo y cito de memoria. Quinto Curcio, historiador de Alejandro
Magno, cuenta que cuando este conquistador recorría la India se
le presentó un juglar, el cual poseía la más peregrina maña para
arrojar á gran distancia guisantes sobre una aguja, y los espetaba
todas las veces sin errar golpe. Alejandro, que era un borracho y se
paraba poco á inquirir la verdadera importancia de las cosas, como
lo atestigua la solución que dió al nudo gordiano, pensó que la del
juglar era habilidad superflua, y por mofa ordenó que se le diese por
toda recompensa una mata de guisantes; y luego, con ironía fácil, le
alentó á que continuase cultivando su arte. Si no recuerdo mal, Juan
de Timoneda, en su Patrañuelo, modifica algo el cuento y lo atribuye
á Carlos V. En lugar de una aguja pone un cántaro de angosta boca;
y lo que allí eran guisantes son ahora garbanzos. El emperador dice
desdeñosamente: «dénsele dos hanegas de garbanzos.»
Me parece que tanto Alejandro como Carlos pecaron de estolidez
supina. Á la larga (una larga que siempre será muy corta) la propia
importancia tiene conquistar el mundo antiguo, como hizo Alejandro,
ó imponer el papismo al antiguo y al nuevo, como pretendió Carlos,
que clavar guisantes en una aguja ó meter garbanzos en un cántaro.
Con una diferencia en disfavor de entrambos soberanos, y es, que sus
empresas fueron ridículas; porque el ridículo no es otra cosa que un
desacuerdo entre el esfuerzo y el resultado, entre lo que se piensa
que se va á hacer ó se cree que se está haciendo y lo que realmente
se hace. Alejandro y Carlos, persiguiendo una finalidad transcendente
dentro de un mundo perecedero, se ponían en un ridículo cósmico. El
de los guisantes y el de los garbanzos, no; no perseguían finalidad
alguna, sino que cultivaban la destreza por la destreza, desdeñando
usarla en altos empleos. Alejandro y Carlos creyeron triunfar de la
muerte, pasando á la historia. ¡Menguada historia la que tiene por
fuerza limitado y fatal cómputo de páginas! Pero el de los guisantes y
el de los garbanzos sí que triunfaron de la muerte porque triunfaron en
la vida misma, comprendiendo muy cuerdamente que no morir es ignorar
el mañana, es exaltar todas las facultades y ponerlas en el presente
eterno de un esparcimiento arbitrario y sin propósito final. Dentro de
un universo infinito compuesto de seres y cosas finitos, la única forma
de inteligencia activa es el obrar conscientemente sin finalidad. Si no
me equivoco, esta es la esencia del humorismo; discernir y sentir la
sublimidad invertida de un mundo tonto, como quería Juan Pablo. Hace
cosa de pocos días yo pude discernirla y sentirla con intensidad casi
dolorosa. Por eso, ya que no me era dado realizar humorismo artístico
(la pintura no es vehículo á propósito), aproveché la ocasión de pasar
por mi pueblo una pandilla de saltimbanquis, para, uniéndome á ellos,
vivir el humorismo.
Otro día le explicaré cómo vine á dar en este flaco. Temo haber escrito
hoy demasiadamente, y, lo que es peor aún, con bastante desconcierto.
Le abraza,
_Alberto_.

Querido Juan: Colmado me tiene usted de bondades. No le pedía sino que
tuviera la resignación de leer mis cartas. Nunca esperé tener la honra
de que me contestase, parándose á discurrir sobre mis espontáneas y
caprichosas ideologías. Me asegura usted que el humorismo no es el
postrer estadio del espíritu. No lo sé aún. Allá veremos.
¿Qué es de Fina? Su pregunta ha venido á redoblar ciertos reconcomios
que me escarban y roen de continuo el corazón.
¿Recuerda usted aquellos ocho días de Agosto que el verano antepasado
tuvo á bien dedicarlos á acompañarme en Villaclara? Comenzaba yo mis
amores con Fina. Un día le pregunté á usted: «¿qué le parece mi novia?»
Usted se ruborizó un poco, se sonrió un poco, y dijo: «no sabe andar
y lleva siempre los brazos como atados al cuerpo.» Esto fué todo.
¿Pensaba usted descubrirme dos defectos, ó dos cualidades de cierto
orden de belleza? Aun cuando no volvimos á hablar de Fina, presumo lo
segundo, á pesar de su rubor de usted. Sí: el movimiento general de la
figura de Fina, y la laciedad, tal vez rigidez de sus brazos, son dos
cualidades de belleza gótica, ó sea de belleza cristiana, de belleza
moral, sugerida por formas plásticas. La estatuaria griega tiene el
movimiento hacia adelante y á ras de tierra, y la gracia dinámica de
los caballos y de los ríos. En la estatuaria gótica el éxtasis anula
al movimiento, y en vez de la gracia helénica, de naturaleza activa,
pasajera y musical, aparece en aurora, como cernida por las nubes de
la materia, la gracia divina á modo de una luz inmarcesible. ¿Y en qué
vidrio se ha de espejar esta luz mejor que en el vidrio de los ojos,
umbral por donde el cielo entra al alma y el alma sale al cielo? Los
antiguos acostumbraban cegar sus estatuas. Las esculturas góticas
son contrariamente todo ojos, y el resto de la figura no es sino
sustentáculo de ellos, como el incensario lo es de la brasa fragante y
votiva.
Habrá observado usted que las mujeres en mármol que los griegos nos han
dejado no son vírgenes ni madres. No nos conmueven con la inocencia
frágil de la doncellez ni con la serenidad noble de la maternidad.
Pero el arquetipo de la mujer cristiana es la virgen madre; sublime
paradoja. Y tal es el linaje de belleza de Fina. Con ser sutil é
infantil, como usted sabe, sugiere no sé qué densa impresión de apta
maternidad presunta; y estoy cierto que, en siendo madre, envolverá á
quienes al lado suyo vivan en fresco aliento de virginidad incólume.
Esta era mi novia y debió ser mi esposa. Ahora comprendo, más
claramente que nunca, lo que representaba en mi vida. Y la he perdido.
El mismo día que santificó mis labios con un beso tan puro y diamantino
que debió haberlos sellado á todo contacto torpe, como á toda palabra
agria, fútil ó mentirosa, aquel mismo día y á las contadas horas, yo,
depositaba el tesoro confiado á mi boca sobre una boca mercenaria y
lasciva. Comprenderá usted que no soy tan miserable que volviese á
Fina, con la podre infestando mis palabras de simulación, ni tan cruel
que confesase descubiertamente mi abominación. Le escribí una carta.
¡Pobre Fina! ¡Pobre Fina! No quiero pensar...
Es la hora de anunciar los títeres para la noche. Voy á tiznarme el
rostro, vestirme la botarga y salir por las callejuelas de este pueblo,
tañendo el tamboril. Los vecinos se maravillarán del denuedo con que he
de golpear el parche, y se preguntarán: ¿estará loco el tamboritero?
Rataplán, plan, plan. ¡Duro; amigo mío! ¡Qué sólo se oiga tu voz!
(Hablo con el tamboril.)
Suyo,
_Alberto_.

Querido Halconete: me convida usted, en su última carta, á que le
refiera lances de mi vida actual, y á que por el momento deje de lado
mis filosofías espontáneas. Veo que lo primero no es sino pretexto ó
arbitrio para lograr lo segundo. No gusta usted de verme filosofar,
llamémoslo así. ¿Por qué? Dos motivos descubro: ó bien, que mis
disquisiciones le parecen caprichosas y de poco momento; ó bien,
porque adivinando que me traen dolor, intenta usted distraerme hacia
el tumulto de las cosas externas. ¿Qué importa el motivo? Usted me
aconseja y yo voy á seguir el consejo con toda docilidad. Sea, pues,
esta carta un mero documento narrativo.
La comunidad nómada, á la cual pertenezco desde hace quince días, se
compone de trece miembros de diferentes sexos y especies.
El preboste ó superior se llama Víctor. Es la cabeza de este cuerpo
andariego; una cabeza bastante gorda. Aparentemente una cabeza es
algo á modo de callosidad ó protuberancia que suele surgir sobre los
hombros, sin utilidad conocida. En la mayoría de las personas, tanto
individuales como colectivas, la cabeza tiene todo el aspecto de no
servir para nada. Así ocurre con nuestro director. Sin embargo; ¿qué
sería de todos nosotros sin él? Él es la teoría, la idea; los demás,
el instrumento. Él no tiene fuerza para saltar, ni gracia con que
payasear, ni intrepidez para colgarse de un trapecio, ni sutilidad
para hacer equilibrios. Pero conoce el secreto eficaz de todas estas
habilidades, ó cuando menos cree conocerlo, de manera que el músculo,
el donaire, la braveza y la agilidad ajenas alcanzan, adoctrinados por
él, su máxima potencia. Fachendea mucho, lo cual le sienta al dedillo
cuando recorre la pista con una fusta en la mano, y es tremendamente
alardoso de su ciencia gimnástica. Por él me voy enterando de varias
y curiosas particularidades, concernientes al acrobatismo. Mister
Levitón, que tal es el sobrenombre que ha adoptado, pertenece á la
segunda de las dos categorías en que se dividen los artistas de circo.
(_Les artistes de rencontre_, son sus palabras). Siendo niño, ingresó
en la compañía de monsieur Grignon, y muy presto demostró excelentes
aptitudes para lo que los ingleses llaman _hand-balancer_, y los
alemanes _hands-toender_, ó sea para ponerse cabeza abajo, apoyado tan
sólo sobre las manos.
--Yo, amigo Alberto --me asegura con aire catedrático--, he llegado á
hacer la _montée en planche_ y la _montée par groupement_, con la misma
frescura con que ahora me bebo un vaso de aguardiente ó le doy un revés
á mi señora. Y he saltado; sí, señor. ¡Que si he saltado! Hasta he
realizado el _twist_. Pues yo le pregunto á usted. Seamos claros; si se
tiene en cuenta que ingresé en mi profesión hacia los diez ó doce años
¿puede decirse que pertenezco á _les artistes de rencontre_? ¿No será
más justo sostener que pertenezco á _les enfants de la balle_?
Pero, ¿qué es uno y qué es otro? se preguntará usted, querido Juan. Que
Mister Levitón satisfaga su curiosidad. Atención.
--¡Ah! Es bien fácil. Seamos claros. _Les enfants de la balle_, ello
mismo lo dice, son... pues, en pocas palabras, la aristocracia del
arte. ¿Qué se necesita para ser conde, por ejemplo? Pues haber nacido
de otro conde y de una condesa. _Les enfants de la balle_ son los que
tienen pureza de sangre de artista, por herencia, quiere decirse. Mi
esposa, madama Ramona, es aristócrata; mis hijos, Mamerto y Rosita,
son aristócratas. ¿Es mucho pretender de mi parte ser aristócrata,
teniendo en cuenta... bien, lo que le he dicho? Los otros, _les
artistes de rencontre_, son, verá usted...; seamos claros, son los
intrusos. ¿Intrusos? No, claro que no. Son los que no tienen sangre
antigua. ¿Me explico? Entre estos artistas los puede haber muy
estimables, ilustres también; pero, ¿no es como la luz del sol que
faltándoles los primeros años de la vida, que son los más blandos,
digo, faltándoles el aprendizaje de aquellos años, los resultados serán
muy deficientes? Estos artistas que empiezan un poco tarde no pueden
dedicarse más que á la gimnástica de aparatos: anillas, barras-fijas,
trapecios volantes... Uno de los del trío Júpiter, que acaso usted
haya oído nombrar, era sastre. ¿Qué tal? Pero la gimnasia verdad,
la gimnasia... aristócrata es la de alfombra, sobre todo los juegos
icarios. Este es el rey de los ejercicios --y al final con gesto de
absoluta convicción--: Seamos claros; ¡no se improvisa un artista de
alfombra!
Usted, querido Halconete, pensará, como yo, que debe ser difícil, en
efecto, improvisar un artista de alfombra.
En cuanto á cualidades morales, Víctor es un bárbaro, como marido; como
padre, un semi-bárbaro.
Tiene, según me aseguran, una amante, entre cuyas garras se le
queda buena porción del dinero que gana. Esta mujer sigue nuestro
itinerario, pero no viaja con nosotros. No la he visto aún. Lo cierto
es que Víctor pasa la mayoría de sus noches fuera del carretón.
Y vamos ahora con madama Ramona. Adelantaré un dato que es muy
significativo. Esta señora, el año pasado pesaba ciento treinta
kilogramos. Sí, señor; ciento treinta, ni uno más ni uno menos. En
la actualidad está entre los ochenta y los noventa. El período de
vertiginosa eliminación carnal comenzó en el punto de recibir la nueva
de que Víctor le era infiel. Es decir, que madama Ramona era hace un
año una especie de mastodonte sentimental. Me aseguran que su número
era siempre el de mayor éxito, y consistía en ejercicios de equitación,
á lo Franconi, sobre un desmedrado é interesante pollinejo que responde
por _Pionono_. Con el bajón de los cuarenta y tantos kilos, su aspecto
es imponente y repugnante. La piel, que en otro tiempo ciertamente hubo
de ser túrgida y tensa como la del vientre de un abad, se ha replegado,
y en consecuencia oscurecido, adoptando las pardas tonalidades del
caucho. Además le pende en lamentosa flacidez por todas partes. Parece
un gigantesco murciélago alicaído. Varias veces he tenido ocasión de
sorprenderla llorando silenciosamente.
El hijo Mamerto es un adolescente taciturno y ojeroso. Sus ojos se
caracterizan por cierta hondura ígnea é inquietante. Es perezoso;
no habla casi nunca. En las horas de descanso, que son muchas, se
entretiene en arrancar verdascas cimbreantes de los árboles; luego
las monda de hojas, muy despaciosamente, silbando sin cesar melodías
tenebrosas. Él es el encargado de conducir las caballerías á pacer de
los prados en abertal. Una tarde pude descubrir que se entretenía en
atormentar á los pobres animales, asestándoles agudos verdascazos en
los belfos y en la coyuntura de las ancas. _Pionono_ era la víctima
predilecta de su ensañamiento. Y el rapaz reía de una manera aviesa y
extraña. Su número es el trapecio. Víctor dice que llegará á eclipsar
la gloria del querubín Léotard.
Rosita es una mozuela retrasada, dócil y afectuosa. Para llegar á guapa
no le falta más que dejar de ser fea. Su piel es albariza, exangüe,
como la panza de la rana. Yo creo que padece de amenorrea. Me ha dicho
que le gustaría mucho saber leer; yo la estoy enseñando. También me
pide que la diga versos. Le gusta cantar y canta como un cerrojo tomado
de orín. Es una especialidad para el crochet (herencia materna) y otras
labores propias de su sexo. Su número es las anillas; sabe hacer la
sirena y dar el salto del mico. (Y observe usted que estos dos _enfants
de la balle_ no son artistas de alfombra.) Víctor dice de ella que
llegará á sobrepasar el renombre de la celeste Nathalie Foucart. Se
me ha figurado que el buen Levitón quiere colocarme la niña. Ya me ha
hecho algunas indicaciones. Opina al revés que Teresa Cascajo. Para
él, mejor parece la hija bien abarraganada que mal casada. Yo, _ça va
sans dire_, no acepto el envite.
Descontados los miembros de la familia Levitón, el que les sigue
en jerarquía dentro de la _troupe_ es un joven, bien parecido, muy
discreto y simpático, llamado Fernando, al cual estaba destinada Rosita
antes de mi advenimiento. Como á él maldita la gracia que le hacía la
niña dice que el mío ha sido el santo advenimiento. Físicamente, es un
hermoso ejemplar de la raza humana. Moralmente, le reputo un individuo
normal, inteligente y honesto. Artísticamente, es fuerte, elástico,
ágil y hábil.
Viene luego el _Pichichi_. Largo y flaco, fibroso, activo. Su cara,
á ratos es de sonriente idiotez, á ratos de puntiaguda malicia. Su
obsesión es la pintura. En cuanto halla vagar se absorbe en una obra
gigantesca que ha tiempo comenzó: la historia sagrada que siendo niño
le enseñaron, puesta en láminas. La mayor parte de los personajes
bíblicos van vestidos de saltimbanquis. Sus dibujos son de perturbadora
simplicidad primitiva; no sólo los seres, que también las cosas parecen
estar dotados de pupilas que le miran á uno tenazmente. Los colores,
minerales y vegetales, él mismo se los compone. Una circunstancia
curiosa de este _clown_ es que sus sentencias y proverbios son
italianos. Por ejemplo, cuando yo intenté acabildar y unir las
voluntades de Víctor y Ramona, porque sus querellas continuas me
hacían daño, el _Pichichi_ vino á decirme misteriosamente al oído: _Tra
moglie e marito non bisogna mettere il dito_.
_The last but not the least_, el último pero no el más bajo es el otro
_clown_, Maimón. ¿Por qué le llaman Maimón? Lo ignoro. Presumo que es
una onomatopeya, sugeridora de su traza y de sus hechos. Es lo que
llaman los ingleses un _tumbler_, es decir, de esos payasos que conocen
el arte de caer pesadamente al suelo, levantando el mayor estruendo
posible. Declaro que Maimón es un especialista; cuando se precipita
con la barriga contra el aserrín que cubre la pista, por la superficie
terráquea corre así como un movimiento sísmico. Otro don conspicuo de
Maimón es su voz, voz digna de un tribuno de la plebe.
Como esto se va haciendo largo, hago punto. Hasta otro día. Le abraza,
_Alberto_.

Querido Juan: celebro que mi carta le haya distraído. Al enviársela
sentí ciertos escrúpulos, porque ¡caracoles! su latitud la hacía digna
de haber nacido de la pluma de Don Alonso de Madrigal, alias el Tostado.
Me advierte usted que se me ha quedado en el tintero la descripción del
resto de los individuos que integran nuestra nómada comunidad, hasta
trece. Añádame usted á mí, de quien usted conoce todo lo que se puede
conocer, y á mi zaga imagine usted varios irracionales; los caballos
que arrastran de una á otra aldehuela nuestro bagaje, Pionono y Azor.
Este último es un perro cojo, de mi exclusiva propiedad; lo destino á
artista de alfombra y estoy muy satisfecho del provecho con que recibe
mis enseñanzas y las de Mister Levitón.
Desde que profesé en esta orden andante, el circo de Mister Levitón ha
ganado desapoderadamente en decoro estético y en categoría artística.
Á este paso pronto llegaremos á codearnos con los célebres circos
Gillaume, Rancy ó Pinder. No atribuya mis palabras á un sentimiento de
orgullo, que las mejoras no son hijas de mi inteligencia é inventiva,
antes hijastras de mi dinero. Hemos adquirido una deliciosa techumbre
cónica de lona encerada que nos permite piruetear y gansear aun en las
más inclementes y procelosas noches. El fétido y costoso alumbrado
de aceite ha sido sustituído por el de carburo. Tenemos una muelle y
enflorada alcalifa circular para cubrir la pista. Tenemos arambeles,
obra de la falsificación catalana, con que adornar los palcos. Hemos
comprado sillas de Viena, y sirven para las localidades preferentes. He
ideado un frontal del circo, pintado. Yo lo hice y Pichichi me ayudó á
embadurnar, de colores lisos, entrepaños y fondos. Simula un atrio de
columnas dóricas, en mármol; en los intercolumnios destacan sobre paños
de púrpura mitológicas divinidades en guisas y posturas fantásticas.
He aquí dos ejemplos; Palas Atenea, vestida de mallas azules y con
el casco de oro, hace la _neurabates_, que dijeron los griegos, ó
la _funámbula_, que decían los romanos, con la cabeza hacia abajo y
sobre un hilo de araña; al extremo derecho de la pintura, apoyada en
uno de los caballetes que sostienen el hilo, se posa como sobre una
alcándara el buho simbólico, emblema de estudiosas vigilias, fumando
estúpidamente una pipa de opio. Otro asunto; Zeus olímpico, tumbado de
lomos sobre livianas nubecillas, eleva al aire las zancas, al modo de
un _pilarius_, con las cuales ejecuta juglerías despidiendo y amparando
en los pies buen número de muñecos, reyes, emperadores, pontífices,
artistas y filósofos, según aquel dicho de Platón: los hombres somos
juguete de los dioses. ¿Qué dice usted á esto? Ahora resulta que he
realizado pintura humorística. De factura, esta es mi obra más suelta,
más entonada y expresiva. Si se acordase por consenso unánime de las
gentes elevar un gran templo á la Sandez Humana, creo que podría
decorarlo con hermosas pinturas murales.
En lo alto de la fachada campea un letrero con caracteres lombardos:
_Gran circo acrobático de Mister Levitón_. Debajo, una hilera de
serafines que tañen largas trompetas heroicas, y otra inscripción: _Vox
et praeterea nihil_. Por algo me eduqué en los jesuítas y conservo
algunas reliquias del latín.
Me parece que basta por hoy.
Su leal,
_Alberto_.

Querido Juan: Copio de su carta: «Todo lo que usted me refiere es
interesante y divertido.» _Merci bien._ «Pero ¿qué hace usted para el
público? ¿Salta usted? ¿Trabaja usted en el trapecio? ¿Quizá en las
anillas? ¿Juegos de manos tal vez? Sáqueme de dudas.» Le sacaré de
dudas.
Por lo pronto, me gasto mi dinero; esto ya es algo. Después de haberle
escrito mi última carta hemos recibido un órgano enorme y admirable:
parece una orquesta. La mayor parte de las cintas he querido que fuesen
_Cake-Walks_, y de esos valsecitos de circo que suscitan en los nervios
no sé qué misterioso impulso y ansias de movimiento furioso, de saltar,
de gritar, de lanzar objetos á lo alto, de correr sin punto final.
Cuando los oigo, comprendo aquello que los griegos llamaban feamente
_Kalocagathia_, y es, si no me equivoco, un ideal de vida física
perfecta. ¡Qué delicia, qué fruición, hacer piruetas, flinflanes,
dar saltos mortales elásticamente, en tanto suena esa música! ¡Y qué
tristeza sentirse _artiste de rencontre_, acordarse de que es ya tarde
para la cultura del cuerpo!
Pero, aparte de la prodigalidad de bolsa, yo tengo en el programa mi
número correspondiente, y puedo asegurarle que es recibido con gran
aplauso. La idea no es original mía, sino fusilada de un artista que vi
en un Music Hall de Londres. Se trata de modelar rápidamente á la vista
del público carátulas groseras en arcilla. Yo nunca había modelado,
pero me doy muy buena maña para hacer en un periquete uno de estos
esbozos rudimentarios. El inglés trabajaba exclusivamente con arcilla
gris. Yo he introducido una modificación. Tengo varios calderos de
barro que he coloreado con anilinas, y así, el muñeco que hago resulta
muy pintoresco. Una boca, por ejemplo, con poner dos choricitos de
barro rojo ya la tiene usted á punto de prorrumpir en una exclamación.
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