La pata de la raposa (Novela) - 06

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Hurtado escribió ágilmente, sobre la mesa donde estaban botellas y
vasos.
--Ya está. Usted firma aquí --Alberto obedeció--. Ahora el recibo. Tome
usted. Para lo demás, como cuando los valores estaban en casa de los
Meumiret. Adiós.
En estando solos, Magdalena se agazapó sobre las piernas de Alberto
y apoyó la cabeza sobre su pecho. Lánguidamente murmuraba palabras
de seducción. Poco después, los dos desaparecían detrás de una
puerta de cristales, con visillos de cretona amarilla. Á los diez
minutos salía Alberto, desencajado, con el cabello en desorden y la
pupila desvariada. Corrió escaleras abajo, sin atender á las voces
de Magdalena: «espera que te vaya á despedir. Cómo eres...» Cerró la
puerta, de un portazo furioso, haciendo gruñir á la encargada: «Demonio
con el señorito. Ni una perra de propina.»
Se encontró en la calle, sin saber qué camino tomar. Miró estúpidamente
á la luna, oronda é inexpresiva, y sintió un escalofrío, adivinando no
sé qué tristes augurios en su luz refleja, pálida. Llamó á gritos al
sereno, el cual surgió de los porches á poca distancia. Era un hombre
locuaz y confianzudo. Se adelantó á decir con socarronería:
--Conque ¿de juerga, eh?
Alberto se enarcó en un movimiento de iracundia. Recobróse pronto, y
habló:
--¿Por dónde se sale á la venta del Pino?
El sereno le informó menudamente. Gratificóle Alberto con unas monedas
de cobre, y salió á buen paso. Su corazón estaba saturado de dolor.
El sereno profirió una especie de lamento, en altibajos quejumbrosos:
--La una... la una...


XIV

Hallábase Alberto á campo abierto, en la carretera de Pilares. Sobre
el polvo mate del camino brillaban dos rieles de acero, paralelamente.
Atraído por ellos, Alberto comenzó á andar, siguiendo el centro de la
vía. Aquellas dos rectas que se hundían en una penumbra cercana y que
nunca se habían de unir le martirizaban, inculcándole desesperados
presentimientos. «Estoy perdido» --se dijo--. Las ilusiones que durante
el día se habían ido cuajando en su espíritu disipáronse inexorables
y para siempre. Abarcaba con desolada clarividencia la amplitud de su
desgracia; se habían hundido los cimientos de su vida; había perdido su
dignidad; había infestado, por cobardía y torpeza, el agua de salud en
donde debió abrevarse. Sus ojos volviéronse involuntariamente hacia la
luna, que rodaba á la derecha sobre el lomo esquinado de unos oteros.
La presencia de aquel astro insensible é inútil le causaba aversión.
Veía en él y en sus revoluciones en torno á un mundo corrupto, algo
de sí propio. Dióse á correr, fascinado por los dos rieles bruñidos,
y ansiando embotar con la fatiga física sus torturas morales. Y la
luna corría al lado suyo, botando sobre la cima de las montañuelas al
compás de los pies de Alberto. Ahora, tropezaba en un risco y caía en
del lado de allá de la colina; mas, á poco, aparecía otra vez en la
boca de una barranca, á la par del fugitivo. Aquella persecución llegó
á exasperarle. Anonadado é ijadeante, sentóse en un muro bajo, de
espaldas á la luna, y le parecía sentir su pupila espectral pasándole
el pecho de claro.
Llegó á la venta del Pino, un mesón á la antigua, desmantelado y
esquivo, adonde solían acogerse de paso gentes andariegas. Por debajo
de la puerta destacaba una estría de luz.
Detrás del mostrador alzábase el torso solemne del ventero. Ante
él estaba en pie el señor Ramón de la Pradiña, viejo sabidor y
sentencioso, admirado en la aldea á causa de sus filosofías. Apoyaba
las manos en lo alto de una gran vara de avellano, y la barbeta sobre
ellas. Distribuía sus palabras despaciosamente, y todo su cuerpo se
movía en un ritmo de oscilación lateral.
--Á las buenas noches --dijo cuando entró Alberto, y reanudó su
perorata--. Porque el hombre, ¿entiéndesme? domina todes les creatures;
les creatures del aire; les creatures del fuego, les creatures del
agua, les creatures de sobre y embajo de la tierra. Desde el sol,
que ye lo más alto en el mundo, hasta los infiernos, que ye lo más
prefundo, el hombre, ¿entiéndesme? reina como rey mismamente. Sólo hay
una creatura que se rellambe á su modimanera, y que manda n’el hombre
tanti cuanti quier.
Alberto encendió su _brûle-gueule_, de madera roja de brezo y boquilla
de ámbar.
--¡Dios! --afirmó el ventero, fiando en su perspicacia--. ¿Á que
resulta, señor Ramón, que también tú...?
--La muyer --dijo el viejo, haciendo alto en sus vaivenes...
--Quier decise --objetó el ventero-- que según tú, el matrimonio...
vamos al decir...
--Esa ye custión de muncho tríngulis. Paezte á ti, pongo por caso,
que el hombre va á la muyer como el río va al mare, y que ye tan
dispensable al hombre como el aire que respiria. Acuérdome haber
oído dicir que una vieya en un desierto ye oro molido. Ba, ba, ba.
Mira --sujetó la vara en el sobaco izquierdo y comenzó á liar un
cigarrillo--. Este pituco ¿entiéndesme? val por todes les muyeres...
--Quier decise que contigo no se rellamben á su modimanera.
--¡Rellambieron! Eso vien con la Filosofía. Tu yes mozo entodavía y la
tu Manuela está arrecachada y falaguera.
--Quier decise que tú, viejo, soltero, sin fíos, sin ná, solu...
--¿Solu? Mira --lanzó una gran bocanada de humo en el aire--. Los
fíos... ¿Entiéndesme? La muyer... --expulsó otra gran bocanada.
--Yes el mismo diaño, señor Ramón --epilogó el ventero, riéndose.
Alberto subió á su acostumbrada habitación. Su mente se había posado,
y las ideas, de un nuevo linaje, se articulaban en un tierno organismo
naciente.


XV
In tristitia hilaris, in
hilaritate tristis.
_Giordano Bruno._

Alberto comenzó á pasear por la estancia, desliendo en el aire el
sahumerio melificado y denso del tabaco inglés. Cuando retiró la pipa
de la boca sonreía de una manera tierna y dolorosa. Sentóse á la mesa,
casi sobre los riñones; las manos en los bolsillos del pantalón, y las
piernas rígidas y muy abiertas.
Su estado de espíritu era sentimental é irónico. Acariciaba y resolvía
un concepto cómico-romántico de la vida y del mundo. El mundo... Había
creído verlo brotar, convertido en humo pardo, de la boca del señor
Ramón, aquel Sócrates loco, y luego desvanecerse. Le acometían deseos
de reirse á borbotones de la absurdidad de todo lo creado, y en cierto
modo, se consideraba creador, porque las cosas no tenían otro sentido ó
transcendencia que los que él, humorísticamente, quisiera otorgarles.
En la estancia palpitaban dos rumores; uno vasto, enorme, del mar;
otro, cauto, tenaz y estridente de la carcoma, en las vigas de la
techumbre, pintadas de añil. Alberto se complacía en considerar el
primero como símbolo de la necia garrulería humana; lo asociaba al
recuerdo de los políticos de su país, de los poetas de su país, sonoros
y espumantes, y de todo lo que reputaba ridículo en los hombres, como
lo era el fluir y refluir á merced de un astro de luz prestada. Pero
el estridor de la carcoma le era grato, y en la tarea perseverante del
minúsculo bichejo reverenciaba, como en alegórica correspondencia, la
función corrosiva de las ideas del mañana trocando en polvo las obras
sucesivas de los días.
El curso acrobático de sus pensamientos le parecía muy divertido. Sin
embargo, sentía abierta aún la herida por donde se le había volado el
último aliento de su vida moral; y aun cuando su boca sonreía de una
manera dolorosa y tierna, por dentro lloraba como un niño.
Encendió de nuevo la pipa; requirió pluma y papel y se aplicó á
escribir. De tarde en tarde, se levantaba y recorría la estancia,
á pasos cortos y lentos. Cuando concluyó, entraba la aurora por
las ventanas, diluyéndose á través de las hojas de una higuera, y
los gorriones venían en bandadas chachareras á comer de las brevas
miguelinas, húmedas de rocío.
He aquí lo que escribió Alberto:

LA DULCE HELENA
I
«Si dos minutos la existencia
ha de durar, según Voltaire,
brindemos uno á la sapiencia
ya que dimos el otro al placer.
¡Bebe esta copa rebosante
de beso y lumbre, y de reir;
y colma este vaso tremante
donde se cuaja el porvenir!»
Así dijiste, dulce Helena,
juntando al verbo el ademán.
Yo vi tu boca de amor llena,
y vi la sagrada colmena,
(miel y una perla de Ceylán).
Y yo: «Pon de nuevo tus linos,
broquel del instinto viril;
recata en tus muslos divinos
la fuente de ocre y de sil.
Tu gracia lasciva de hetera
no inspira venusto furor,
ni tu cuerpo sutil de pantera.
Eso era en un tiempo mejor;
cuando, insaciable adolescente,
vi, la corona en el laurel,
una Aganipe en cada fuente
y un Pegaso en cada corcel.
Ahora, advierto en la frase horaciana
de la cicuta el amargor.
De las cosechas del mañana
yo mismo seré el sembrador.
No bogo en la barca festiva
que hacia Cíteres surca el mar.
Labro en mi huerto piedra viva
para sillares del hogar.
¿No has comprendido, dulce Helena
que tengo en el huerto una flor
una flor blanca, una azucena,
cáliz futuro de mi amor?
Y, si es tan breve la existencia
como dices, citando á Voltaire,
para mí es hora de sapiencia
ya que harto he vivido el placer.»
Dije. Pero Helena, capciosa
en su blanco desnudo fatal,
lloró, la pupila mimosa
como temblando en un fanal.
Sus brazos, marmórea guirnalda
tibia y sensual, me asieron, y
ardió en sus ojos de esmeralda
una infinita luz. Cedí.
Cerré mis ojos al encanto
y al pensar, para mí: «la última vez»,
vi una azucena tinta en llanto
de sangre, ¡Oh, siniestra rojez!
II
Lo que antecede es obra de un amigo
que es poeta sentimental.
Yo, por raro incidente, fuí testigo
de la escena narrada. La vestal
Helena es una daifa de estipendio
muy módico. El fondo fué un burdel
de provincias, esto es, suma y compendio
de la antigua Babel.
Mi amigo, que hace tiempo está en amores
con una virgen de la población
salió del antro lleno de temores,
lleno de confusión.
«¡Malditos» me decía
«estos labios inmundos! ¿Cómo ahora
he de acercarme hasta la amada mía
y su frente besar, que es luz y aurora?»
«¿Por qué no?» le repuse «inoportuno
es tu remordimiento. La prudencia
quiere que de dos seres tenga el uno
la candidez y el otro la experiencia.
¿Por ventura eres tú el primero
que lleve al tálamo nupcial
en los labios el zumo halaguero
de la reciente saturnal?
La casta doncella que al altar llega,
gusta, tenlo por cierto,
que el esposo elegido á quien se entrega
sea en lides de amor ducho y experto.
Y el licor que en el dulce sacrificio
se acostumbra beber
es insípido ó acre, sin que el vicio
mezcle allí sus especias de placer.»
Calladamente caminamos luego.
En el ciclo otoñal y cristalino
veíase palpitar el manso fuego
de estelar vellocino.
Y yo estaba anegado de ternura
y de dolor por mis palabras vanas
dichas en un minuto de locura;
pero ya las sentía tan lejanas...
Contemplando la luz azul de Sirio,
oprimí con la diestra el corazón.
Presa como de súbito delirio
gritó mi amigo: «¡No tienes razón!
¡Somos impuros, torpes, bajos, viles!
¿Cómo osamos hacer contacto, di,
á nuestra piel viscosa de reptiles
con el cordero? ¿Tengo razón?»
«Sí.»
Y luego, viendo en la celeste copa
burbujear el eterno vino de oro.
«De la hostia santa, de la santa boca
somos indignos ya; ¿no ves que lloro?»
Desmesuraba su órbita la luna,
cual ojo de un fatídico ananké.
Un sereno bramó: ¡La una! ¡La una!
Y á poco, bajo, á mí: De juerga, ¿eh?
¿Por qué dividió el autor esta composición en dos partes, y la
dramatizó, desdoblándose en dos personas? Quizá el propio Alberto no se
dió cuenta, obedeciendo al instinto de bifurcación que en tales crisis
escinde el corazón humano en dos porciones; llora la una y ríe la otra
entre tanto.


XVI

Á las once de la mañana, Alberto estaba en pie y apercibido á emprender
la vuelta á Cenciella. Antes de marcharse, escribió á Fina un lacónico
billete:
«_Señorita Josefina Tramontana._
_Fina: mi conciencia me exige renunciar á ti. Soy indigno de
tu amor. Procura olvidarme. No intentes saber la causa de mi
determinación. Te basta saber, de mi boca, que no te merezco.
Adiós: quizá no volveremos á vernos nunca. Temo causarte dolor;
¡perdóname! Si no tuviera ahora la entereza de romper nuestras
relaciones, tal vez te acarrease mayores amarguras andando el
tiempo, y acaso llegaras á despreciarme. Sírvate esto de consuelo,
¡pobre consuelo, en verdad!_
_Adiós. Te quiero más que nunca. Te querré siempre ¡la más
admirable y pura de las mujeres!_
ALBERTO.»
Plegó cuidadosamente el billete, lo cerró y se lo entregó á Manuela,
con orden de que aquella misma tarde lo enviaran á casa de don Medardo.
Llegó á Cenciella á las cinco de la tarde. Dió la vuelta á las afueras
del pueblo y penetró en su finca entrando por la casa del casero.
Así que descabalgó, Manolo acudió á él con el rostro alterado y grandes
señales de aturdimiento:
--¿Usted no sabe lo que pasa, señorito?
--Tú me lo dirás.
--Pues... Pero, si no puede ser... Aquí hay una confusión. Ea, que no
puede ser... Pero ¡qué susto nos llevamos! Que le diga Rufa, la vieja,
y Celedonio... Por supuesto, en el pueblo no se habla de otra cosa.
Parece que no quieren muy bien al señorito.
En aquel momento llegaron Sultán, rebrincando y ladrando, y Azor,
corriendo á su modo sobre las tres patas útiles.
--En resumen, Manolo --inquirió Alberto, aun cuando ya presumía de lo
que se trataba.
--En resumen, que estuvo aquí la justicia reclamándole á usted. Decían
¡qué sé yo! Si el señorito quiere que le cuente...
--No me hace falta.
--Entonces el señorito sabrá lo que ha de hacer...
--Naturalmente que lo sé. ¿Ha ocurrido alguna otra cosa de particular?
--Nada.
--Puedes retirarte.
Oíase de la parte del pueblo un gran vocerío de muchedumbre.
--¿Oyes, Manolo?
--Sí, señorito; es en la plaza.
--Supongo que tratarán de lincharme...
Manolo sonrió estúpidamente.
--Creo que sí.
--¿Crees que sí? ¿Y estás tan fresco?
--No me he explicado bien... Quiero decir que... ¿Cómo era? --no
conocía el verbo linchar, y estaba confuso.
Alberto, que comprendió sus apuros, lo despidió, reprimiendo la risa:
--Puedes retirarte.
Apenas había quedado solo cuando surgió Rufa, temblequeante y llorosa:
--¡Ay, señoritín de mío vida! ¿Ello qué ye? Mal diaño, mal diaño --y se
santiguaba, repetidas veces.
--¡Es mucho moler! --rezongó Alberto, dando una patada en el suelo--.
Hágame el favor de tranquilizarse, Rufa, y de no hacer más pamplinas,
que estoy ya hasta la coronilla.
Rufa sorbió sus lágrimas y miró los ojos de Alberto, como investigando
si eran sanguinarios y criminosos.
--¡Ay, qué gente condergada de Dios! Malhaya pa ellos. Y decíen... Con
esos gueyinos azules de angelín --suspiró en elogio de los ojos de
Alberto.
--Bien, bien, Rufa. Se acabó y no haga caso de cuentos --se acariciaba
la cabeza, envuelta en un inmenso pañuelo de áspero hilo crudo--. ¿Qué
ruido es ese que viene de la plaza?
--Pues esa sí que ye buena. ¡Hay títeres esta noche! Está el pueblo
en rivolución. Esta mañana salieron los comediantes pel les calles.
¡Cuánta majencia! Y ¡qué modo de soplar en el trompón! atruenaben. Ya
ve, señorito, que yo todes les noches á la nueve estoy ya en el xergón:
pues hoy pienso dir á ver los títeres. Non quiero morime sin este
gusto. Dicen que ye una preciosura.
--Yo también iré y le pagaré á usté la entrada, Rufa, si hay entradas.
Quizá, al final, pasen un guante.
--Yo qué sé de eso, señoritín. Diz que un guante; en mi vida oí eso de
pasar un guante como no sea pa los doraos. Eso, ustedes que anden pel
mundo.
--Hasta luego. Que me suban un vaso de leche. Voy á dormir hasta la
hora de los títeres.
Tumbóse en la cama vestido como estaba. Dió vueltas y más vueltas, sin
conciliar el sueño. Se le había ocurrido un proyecto inmediato, y á él
se aferraba con tanto ahinco é ilusión, que le produjo desequilibrio
físico. Las sienes le latían sordamente sobre la almohada y los nervios
le daban sacudidas. El cansancio le rindió á la postre. Despertáronlo
los alaridos de un cornetín. Comenzaba la función de títeres.
Alberto saltó de la cama y descendió apresurado las escaleras. En el
portal tropezó con Rufa, que iba ataviada con sus prendas más ricas;
mitones, un mantón que parecía manteleta, mantilla, un abanico con un
gato de tamaño natural sobre fondo verde que le había regalado Alberto,
y un grueso libro de misa.
--¿Qué es eso, Rufa? --preguntó Alberto señalando el devocionario.
Rufa permaneció perpleja unos minutos. Dióse luego en la frente con el
gato, y dijo:
--Estoy toña. Ye la edad. Como nunca me pongo estes gales más que
pa dir á misa... ¡Señor, señor, qué cabeza! Pues nada, que iba tan
riscantimplada con el libro de misa. ¿Usté ve? Y á lo mejor ye pecao.
Alberto la dió dos pesetas por si la entrada fuese de pago, y salió á
escape.
En la plaza pública había un barracón circular, cubierto de lona. Los
cencielleses hormigueaban en derredor del improvisado circo. De vez en
vez sobresalía del mosconeo general un llanto de niño.
Á la entrada, debajo de seis grandes candiles de aceite, estaba una
muchacha huesuda y de avinagrado rostro, vestida de mallas. Á su
lado un hombre cincuentón, arrebolado de nariz y mejillas, panzudo.
Vestía de frac, cuyos faldones, á causa de las grandes asentaderas
del individuo, se entreabrían y levantaban como las alas del grillo
puesto á estridular. Alberto pidió una localidad de primera fila. Un
jovenzuelo, con un gabancillo pelado y cochambroso, á través del cual
se descubría el traje de acróbata, y las mejillas untadas de bermellón,
condujo á Alberto hasta su localidad. Hubo de sentarse sobre un tablón,
no desbastado y sin respaldar; ante él una maroma que, suspendida de
trecho en trecho por medio de estacas, trazaba el círculo quebrado de
la pista, espolvoreada de aserrín. Apenas se había sentado, diéronle
unos golpecitos en la espalda. Era un rapaz del pueblo.
--Señorito; ahí fuera le llaman.
--¿Quién?
--El _Morciello_. Dice que salga aína, que le ha de hablar.
El _Morciello_ era el juez de Cenciella. Salió Alberto sin disimular su
contrariedad. Conjeturaba el objeto de la conversación. El niño guió
á Alberto, señalándole el lugar en donde el _Morciello_ aguardaba.
Puesta la mano sobre la boca, el juez tosía con tos breve y hueca de
tuberculoso. Llevaba un gabán claro echado sobre los hombros á modo de
esclavina; debajo de sus pómulos se abrían fosos profundos, y sus ojos
estaban bañados de un humor denso y brillante. Aprovechándose de la tos
del juez, Alberto se adelantó á hablar:
--Ya sé para qué me llama usted. Pues bien, yo le digo que parece
mentira que esa majadería tan sin pies ni cabeza se prolongue tanto
tiempo. Así, me creo excusado de añadir una palabra más, y vuelvo á mi
sitio.
--Un momento, le suplico. No puedo meterme en si se trata de una
majadería ó no. Basta que usted me lo diga. El asunto concretamente es
que he recibido un exhorto del Juzgado de Pilares y debo detenerle á
usted, á lo cual no estoy dispuesto porque no olvido los favores que
debo á su difunto padre, comenzando por el juzgado, que, gracias á él,
me concedieron... Supongo que se trata de una locura de jóvenes y que
se arreglará sin pasar á mayores. Por eso he determinado hacer la vista
gorda. Pero comprenderá usted que no puedo entrar en el circo, tenerle
á usted cerca de mí toda la noche, y mañana asegurar que no he dado con
usted. La responsabilidad... Retírese á su casa, márchese mañana de
Cenciella y todo se arreglará.
--Usted perdone que no le dé gusto; pero hoy estoy particularmente
determinado en hacer mi capricho. Buenas noches.
--Entonces me obligará usted á privarme de ver la función.
--Haga usted lo que le plazca. Buenas noches --giró secamente sobre sus
talones y se apartó del _Morciello_.
Durante toda la noche, Alberto se mantuvo con los codos apoyados en las
rodillas, y la mandíbula inferior hundida entre las manos, siguiendo
con porfiada fijeza los ejercicios de los titiriteros. Entretanto, su
espíritu se conservaba en ebullición continua. La viuda de Ciorretti,
no lejos de él, le miraba á hurtadillas, suponiéndole presa de
remordimientos atroces, y, movida de compasiva ternura, meditaba la
manera de atraerlo en terminando la función, y hacer por endulzarle la
sombría soledad de la noche.
Marchaba ya la gente, celebrando la destreza y gracejo de saltimbanquis
y payasos. Alberto aguardó inmóvil, la barba metida tozudamente en
el ángulo que hacían las dos manos. La viuda de Ciorretti hubo de
renunciar á su obra de misericordia. Alejóse el hervor del público.
Alberto levantó la cabeza y miró á todos lados; estaba solo. Saltó, por
encima de la maroma, y, atravesando la pista, fuese al lugar adonde se
habían acogido los titiriteros. Batió palmas. Salió el _Pichichi_, uno
de los _clowns_, eliminando el albayalde con que se había embadurnado,
merced á las virtudes corrosivas de una arpillera.
--¿Qué se le ocurría?
--¿El Director?
--Está mudándose de ropa.
--Deseo hablar con él.
--¿No lo puede usted dejar para mejor ocasión?
--No.
--¿Y si él no pudiera hoy hablar con usted?
--Podrá.
--¿Es usted un carabinero?
--Basta de payasadas, amigo, que ha terminado el espectáculo --y le
tendió una moneda de cinco pesetas.
--¡Oh! Egsto egstar un aggumento podegoso --dijo, remedando la
macarrónica prosodia francesa que afectaba en sus farsas. Hizo una
reverencia bufa y desapareció.
--Pase usted --se oyó desde la oscuridad.
Alberto se adelantó, tanteando con los pies. Había una tienda de lona,
cerrada, y en la raíz líneas de luz, lindando con la hierba; una masa
negra, rectangular, al fondo, sobre la cual se abría un cuadro de
resplandor débil, cernido por una cortina de tela verde. Levantóse la
cortina y se recortó en lo claro el perfil del hombre cuyos faldones se
enhiestaban sobre las posaderas. Ahora estaba en mangas de camisa.
--Subir usted á la _caravana_. Tener cuidado, cuatro escalones
--hablaba con los dientes apretados y la lengua proyectada sobre la
bóveda palatina, imitando el acento inglés convencional de las obras
cómicas.
Alberto se dió cuenta al punto de que el individuo que le recibía era
un sajón nacido en solar ibérico, quizás en tierras de Pontevedra ó
Lugo.
--_One, two, three, four_ --dijo, según subía los escalones. Y en
estando arriba--. _Oh, thanks, many thanks. I am so glad to meet you.
You are Mister Levitón I suppose? are you not?_
Mister Levitón quedó corrido y fulminado de afasia repentina. Alberto
hallaba muy amena la situación, y se dispuso á prolongarla. Examinó el
lugar de la acción. Estaba dentro de la carreta de los saltimbanquis.
Veíase la armadura interior del vehículo, de maderas ensambladas,
como un vagón de ferrocarril. De la techumbre pendía una lámpara
de aceite. Había dos ventanillas á los lados y prendas de vestir,
mugrientas y mal olientes, colgadas de los tabiques. Frontera á la
puertuca de entrada, corría una cortina, de color ecléctico y remiendos
profusos, detrás de la cual se adivinaba algo á manera de alcoba y
se oía rebullir de gente. Del lado de acá de la cortina, además de
Alberto y de Mister Levitón, que así se anunciaba sobre el frontis del
circo, estaba una mujer, sentada sobre un tamboril estrecho y alto,
semejante á una columna. Arrebujábase en astroso mantón, mostrando los
vuelos inferiores de un tonelete amarillo y las piernas, de papandujos
molledos. Su cara era excesivamente marsupial; bolsas debajo de los
ojos, bolsas en las comisuras de los labios, bolsas en las mejillas,
bolsas en las mandíbulas, bolsas en la barba, y bolsas en sus tres
papadas: amén de otras bolsas que no hay para qué mencionar. La carne
la caía á pedazos. Se comprendía que había sido obesa en increíble
medida y que un morbo tenaz y diligente la iba consumiendo. Su mirar
era alelado y doloroso.
Alberto preguntó en inglés á Mister Levitón si aquella dama era su
esposa. Mister Levitón permanecía herido de mudez. Continuó hablando
Alberto, siempre en el dulce idioma de Shakespeare; la risa le
retozaba en el cuerpo.
La mujer dijo, con voz cansada que dejaba traslucir un sentimiento de
rencor.
--Te está bien empleado, por acémila, Víctor --y elevando los ojos
hacia Alberto--. Es de Calahorra, calagurritano. Si usted habla
español, diga lo que se le ocurra, caballero. Y perdónele, que no sabe
lo que hace.
--¿Pues no he de saber castellano? Usted es quien debe perdonarme la
broma, Víctor. ¿No ha dicho Víctor la señora? Quiero que seamos buenos
amigos.
--Es que... la costumbre de hablar así ante el público... --balbució
Víctor. Miró por encima del hombro á su mujer, y refunfuñó
cruelmente--. Tú también ya podías meterte la lengua donde te cupiera,
y no decir mamarrachadas. Tanto suspirar... Muérete de una vez.
--Ya te encargarás tú de matarme. ¡Ay! --y se estremeció dentro del
mantón.
--Papá... mamá... --suplicó una voz femenina y joven, detrás de la
cortina.
--Tengamos paz --aconsejó Alberto, riéndose--. Vuelvo á repetirles que
quiero que seamos muy buenos amigos.
Y á continuación les explicó sus propósitos. Pretendía formar parte
de la compañía, y seguir con ella, mundo adelante. Víctor y Ramona le
escudriñaban de pies á cabeza, sin determinarse á responder. Rosita
asomó la nariz y los ojos por un desgarrón de la cortina. En el
silencio, se oía á un caballo que arrancaba acompasadamente la hierba
de la tierra. Víctor se atrevió á preguntar.
--¿Qué cosas sabe usted hacer?
--Haré payasadas.
--¿Y sueldo?
--De eso no hay que hablar.
--Es que nuestra vida es muy dura...
Ramona suspiró.
--Ya la haremos blanda. Elevaremos nuestro circo á la altura de los
mejores.
Víctor, oyendo á Alberto decir _nuestro_, experimentó una sacudida de
los nervios.
--Ha dicho usted que... ¿nuestro?
--Sí, yo seré el empresario; un empresario que renuncia desde luego á
todos los beneficios. Por lo pronto, están á su disposición diez mil
pesetas. ¿Hace?
--¡Piñones! --murmuró Ramona.
Rosita extendió con la nariz el desgarrón de la cortina.
--¿Pues no ha de hacer? Venga esa mano.
--¿Cuándo partimos?
--Mañana á eso de las ocho de la mañana.
--Pues voy á recoger mi ropa. En media hora estoy de vuelta. ¿Puedo
dormir aquí?
--En el carretón, no. Dormirá usted en la tienda, con mi hijo, con
Fernando y con los otros. Algo recio, para usted...
--¡Quiá! Entretanto ahí van cinco duros para que preparen un refresco
á mi salud. ¡Ah! Traeré conmigo un perro que estoy amaestrando.
--De pistón de mico --afirmó Víctor, quizás algo misteriosamente.
De vuelta en su casa conferenció con Manolo y le preguntó si quería
seguir sirviéndole y vagamundear á la ventura. Manolo mostrábase remiso
en contestar, de donde Alberto dedujo que no lo deseaba ni se atrevía á
negarse, por temor de enojar al señorito.
--Bueno, pues te quedas, que á nada te obligo. Pero, yo no sé cuándo
volveré.
--Es el caso, señorito, que yo va para tiempo que ando cavila que te
cavilarás... --y se arrascaba el occipucio--. Porque... quiero casarme.
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