La pata de la raposa (Novela) - 13

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--¡Qué feo es! --exclamó Felipe, el tercero, volviendo la cara con
despego.
--¿Es tuyo? --preguntó Pepito.
--Calla, mazcayo; si es soltera... --dijo Alfonso, el mayor, inflando
los carrillos, volviendo el brazo derecho en señal de desprecio, y
mirando á Pepito por encima del hombro.
--Eso ¿qué tiene que ver? --añadió Pepito.
--¿Tú no conoces á papá, Fina? --preguntó Alfonso.
Y como Fina respondiera que no, los cuatro á un tiempo se pusieron á
vociferar, llamando á su padre, con alaridos tan penetrantes, que tita
Anastasia se llevó las manos á las orejas y el calmuco se despertó
furioso.
Alfonso del Mármol acercóse á saludar á Fina, sombrero en mano.
--Tengo mucho gusto... Estos mocosos siempre me dicen que son muy
amigos de usted.
--Como que lo es --afirmó Felipe.
--Y además decimos que es muy guapa --puso de su parte Pepito.
--Eso no tenéis necesidad de decírmelo vosotros.
Fina le dió las gracias, inclinando la cabeza, sin afectación.
--Oye, papá --habló Alfonsín, echando los brazos sobre el pecho del
padre--, ese fato de Pepe le preguntó á Fina que si ese niño...
--Ese niño tan feo --la interrupción fué de Felipe. Quería dejar bien
sentadas sus opiniones.
--... que si ese niño era de Fina.
Alfonso y Fina se rieron animadamente. Tita Anastasia estaba un poco
escandalizada.
--Van ustedes de paseo.
--Sí, señor.
--Están estas tardes tan hermosas...
--Sí, señor --repitió Fina.
Mármol quería saber adónde, pero sin preguntarlo.
--Y es muy entretenido ver á los soldados, y á la chiquillería.
--Nosotras no nos quedamos aquí.
Providencialmente acudió Pepito.
--¿Adónde vas, Fina?
--Al _monte cerrado_.
--Nosotros vamos contigo --clamaron á una, los cuatro chicos.
--Vosotros os quedáis aquí.
Fina intercedió. Mármol consintió que fueran.
--Adiós, y que sea enhorabuena --dijo Fina despidiéndose.
--¿Por qué?
--Por estos chicos tan hermosos que tiene usted.
--Adiós, y que sea también enhorabuena --Mármol sonreía de un modo
bondadosamente maligno.
--¿Por qué? --dijo á su vez Fina.
--Por ahora no hago más que darle la enhorabuena de nuevo, y dármela á
mí por haber tenido el honor de conocerla y estrechar su mano.
Se inclinó, rendida y ceremoniosamente, y se apartaron. Los cuatro
niños fueron al principio en torno de Fina, guardándola como una
corte de pajecillos, pero muy pronto se dieron á correr y á afrontar
mil temerosas aventuras, que metían en un puño el corazón de tita
Anastasia. Esguilaban los árboles, vadeaban los arroyos metiéndose
en el agua hasta media pierna, hostigaban á las vacas con propósito
resuelto de enfurecerlas, desafiaban el encono gruñón de los canes
rústicos, se mofaban de las campesinas y apedreaban á los gañanes.
--Estaivos quietos, rapacinos, por amor de Dios --suplicaba tita
Anastasia, pensando que de un momento á otro iba á ser víctima de una
vaca, un perro ó un aldeano frenéticos--. Pero ¿tú ves, Fina? Son los
mesmísimos diaños.
Fina se divertía en grande con las diabluras de los muchachos.
--Claro --agregaba tita Anastasia sentenciosa--, de tal palo, tal
astiella.
--Ea, tita Anastasia, que no quiero que hagas suposiciones á costa de
ese señor.
La anciana recogió velas.
--Él, parecer parece muy simpático. Y te miraba de una manera... Dicen
que es un calaverón.
--Dicen, dicen... Tita Anastasia, ¿tú te guías por lo que dicen?
--Líbreme Dios, palombina. Tú siempre tienes razón.
Terminado el paseo, Fina emplazó á sus jóvenes é indómitos amigos para
el día siguiente, en el campo de instrucción.
Al día siguiente salieron solas Fina y tita Anastasia, porque al
pequeño calmuco no le había sentado muy bien el sol. En el sitio
convenido encontró á los cuatro muchachos, muy cariacontecidos y
amurriados. Alfonsín, que era la persona de confianza del padre,
explicó la causa.
--Papá nos prohibió terminantemente que fuéramos hoy contigo. Y tan
guapa que vas hoy, vestida de blanco.
Los tres pequeños pretendían incurrir en rebeldía filial, pero el
mayorazgo, con grandes aires de hombre poderoso sofocó los primeros
síntomas de sedición.
--Ya sabéis que nos dijo que pasaría por aquí á ver si habíamos
obedecido. ¿Por qué será, Fina?
Eso preguntó Fina en apartándose de los abatidos mancebos.
--Sea por lo que sea, palombina, yo alégrome de que vayamos solas. ¿Ves
qué tarde bendita, neña mía?
Fina sentía henchido el pecho de una exaltación maravillosa y sin causa.
Tita Anastasia rememoraba los años de su vida labriega.
--Yo prefiero la aldea á la ciudad, neñina. Mira, por este tiempo, y en
la luna creciente, se siembra el cáñamo y el lino regadío; siémbranse
también las legumbres; injértanse perales y pomares y trasplántanse
naranjos y álamos. Con el menguante es bueno cortar blimales y cañas
para cestos, enrodrigónanse las parras, pódanse los árboles tardíos y
se reconocen las colmenas. Si en este mes se oyen los primeros truenos,
señala muertes de hombres ricos y poderosos, enfermedades de cabeza y
dolores de orejas. Por todo este mes es peligroso el mal de los pies.
Veo que no me escuchas.
Llegadas al _monte cerrado_, sentáronse al pie de un roble. Sonó la
trepidación de un automóvil que pasaba cercano, mas no pudieron ver
quiénes iban en él. Detúvose al punto, y luego de unos minutos volvió á
sonar, alejándose. Fina se levantó.
--¿Adónde vas, Fina?
--No sé. Siento una impaciencia... Deseos de pasear... de moverme. No
sé.
Trabajosamente, tita Anastasia se puso en pie y siguió á su sobrina.
Avanzaban poco á poco por la espesura. Fina aprisionó con nerviosa
vehemencia el brazo de la anciana; con la otra mano señalaba un
hombre que se incorporaba y permanecía de rodillas sobre la hierba,
de espaldas á ellas. Tita Anastasia iba á gritar. Josefina la impuso
silencio con el gesto. Adelantóse y tomó de la mano al hombre.
--¡Fina! Pensaba en ti.
--Ya lo sé.
--¡Bendito sea Dios!
Fina y Alberto ligaron una conversación, que parecía haberse suspendido
pocas horas antes. Y tita Anastasia no salía de su espasmo místico.


XIII

_La pata de la raposa._
Rehízose tita Anastasia de su espasmo místico. Vió que Fina y Alberto
platicaban en estrecha concordia. ¡Oh, grande y generoso corazón el de
su sobrina, que tan presto perdonaba y olvidaba agravios, ingratitudes,
desdenes! Acercóse á la feliz pareja. Su ancianidad le autorizaba á
moralizar sobre el caso. Y tita Anastasia:
--Cuando la raposa cae en el cepo, dicen que se roe la pata hasta que
se la troncha, y huye con las tres sanas. El granizo de antaño no daña
á la flor de hogaño.
Aderezado con el velo de la alegoría, tita Anastasia pretendía decir
que no se debe volver el rostro al pasado, y si por ventura lo
arrastramos á la zaga, fuerza es desasirse de su pesadumbre.
Por la noche, á solas en su estancia, Alberto rumiaba la frase de
tita Anastasia. La idea de la muerte es el cepo; el espíritu, la
raposa, ó sea virtud astuta con que burlar las celadas de la fatalidad.
Cogidos en el cepo, hombres débiles y pueblos débiles yacen por
tierra; imaginando cobardemente que una mano bondadosa y providente lo
ha puesto allí por retenerlos y conducirlos á nueva y más venturosa
existencia. Los espíritus recios y los pueblos fuertes reciben en el
peligro clarividente estupor, desentrañan de pronto la desmesurada
belleza de la vida y renunciando para siempre á la agilidad y locura
primeras, salen del cepo con los músculos tensos para la acción, y
con las fuerzas motrices del alma centuplicadas en ímpetu, potencia y
eficacia.

_El óleo del atleta._
Don Medardo y su consorte conocieron la renovación de los antiguos
amores de su hija, así que ésta, con la tita Anastasia, retornaron del
paseo. La vieja quiso tener la honra de anunciarlo solemnemente. Don
Medardo acogió la noticia con resignada tristeza. Tita Anastasia se
irguió, ofendida y solemne:
--Ahora va de veras. Medardo, yo conozco el mundo mejor que tú, que
siempre has vivido con los ojos cerrados. Fina será dichosa, tan
dichosa como ella se merece.
Las primeras entrevistas de los novios tuvieron el fondo rústico y
sacro de aquel monte de robles á modo de basílica. Evitaban la casa
porque Leonor no contrastase en el pensamiento su felicidad pasada con
la ventura actual de la hermana, y de ello extrajera recóndito dolor.
Tita Anastasia se alongaba un trecho de la pareja y hacía labor de
aguja, aderezando fantásticas prendas indumentarias para el pequeño
calmuco.
De los labios de Alberto brotaba sin reposo el amor, diluído en una
facundia melodiosa y trémula, como arroyo invisible que resbalaba en el
aire, derramábase sobre el rostro de Fina é iba sumiéndose en la sombra
translúcida y profunda de sus ojos.
--Es, Fina, como si mi alma hubiera andado muchos años difusa,
evaporada y embebida en el universo, desde la raíz última de la
tierra hasta la estrella más hundida en los senos de la noche; y
en un punto asombroso volvió á concentrarse dentro de mi pecho,
trayendo mezclada con su sustancia innumerables virtudes de sustancias
innumerables, y cada una de esas virtudes aspira hacia ti, como á una
correspondencia musical, y por ti vibra maravillosamente y muere en
cuanto nota solitaria para renacer acoplada con las demás en armonía.
Siento el alma dentro de mí como un sér desnudo y virgen, hijo del
milagro y padre seguro de prodigios. Y lo siento enorme, arrebatado
de humilde frenesí, como si anhelase huírseme de entre los labios en
una elocuencia caudal é ir á templarse en tu alma, penetrando por las
puertas diamantinas y misteriosas de tus ojos, para luego salir al
mundo hasta coronar su obra y decir su palabra de revelación. Y es
que veo y siento tu alma á semejanza de una suavidad magna, densa y
fragante, como un lago de óleo perfumado. Cuando sonríes, la sonrisa
me parece algo aéreo, denso y aromoso que de tu dulce piel morena
por todos los poros se destila. Y antes de ir á confundirme con los
hombres y participar de sus luchas enarbolando mi divisa, quiero hacer
invulnerable mi alma bañándola hasta el éxtasis en la tuya. Fina,
Fina...
Cuando la palabra desmayaba, sin fuerza para conducir sobre sus alas
la magnitud del sentimiento, acudía á los labios de los dos novios el
eterno y divino intérprete de lo inefable, el beso. En este punto tita
Anastasia miraba por encima de las gafas, y dejando caer la labor sobre
el enfaldo, unía las manos y reincidía en sus espasmos místicos.

_Tita Anastasia hace un descubrimiento._
Tita Anastasia había profesado desde su adolescencia un fanático
horror al beso, imbuída de las furibundas execraciones que el cura de
la parroquia profería al referirse en sus sermones á este acto tan
placentero. Según las ideas de tita Anastasia el beso era invención del
propio Satanás, y la más abominable de las deshonestidades, porque
era la puerta falsa por donde todas ellas se colaban con silenciosa
perfidia. Para ella el beso no era un acto de amor único y simple, sino
que lo imaginaba inexcusablemente ligado á vergonzosas concomitancias
prolíficas, y hasta le parecía haber leído en algún libro docto y de
piedad que en las remotas edades gentílicas, cuando el demonio imperaba
en la tierra como señor absoluto, la generación se verificaba á flor
de labio. Acerca de estos misterios tita Anastasia no tenía claras
nociones, sino presunciones muy vagas que nunca había querido ampliar
ni definir. El beso, entre personas á quienes Dios, por ministerio
de un sacerdote, no había unido en matrimonio, constituía torpeza y
pecado gravísimo; entre esposos el beso conyugal era uno de tantos
males necesarios como Dios consiente en sus ocultos designios, pero
siempre algo vergonzoso. Cuando tita Anastasia, por accidente, había
sorprendido á Hurtado depositando y recibiendo besos golosos de su
mujer, había experimentado gran turbación y un movimiento de malestar
en el estómago.
¿Cuál no sería su sorpresa ahora al presenciar cómo Fina y Alberto se
besaban con apasionada castidad, y en el rumor transparente de sus
besos creer oir ella remansado eco de celestiales orquestas? Sabía
que el cielo era mansión eterna del amor, pero, hasta las tardes del
bosque, amor era algo innoble ó una palabra sin sentido. Sintió por
primera vez en su vida la melancolía de no haber amado nunca. Hasta
sus familiares y netas imágenes teológicas hubieron de resentirse un
poco. Ángeles y querubines, bienaventurados en suma, no era posible que
fueran de un solo sexo y por entero espíritus puros, porque entonces no
podrían besarse. Así tita Anastasia, sin despojarlos de su condición de
espíritus puros, acordó favorecerlos con sexualidad diversa y un par de
labios encendidos y traslucidos, á modo de rubíes.
Una mañana que estaban solas tita Anastasia y Fina, dijo la vieja:
--Todos tenemos voz, pero hay voces que nacieron para cantar. Si yo
fuera menistro prohibía, pero así, del todo --con la mano simulaba
rubricar en el espacio--, que cantasen los que tienen voz fea. ¿Y tú?
--Si con ello alivian su tristeza ó su ansiedad... ¿Por qué lo
preguntas?
--¿Á ti te gusta oir cantar recio al que tiene voz fea? Ni á ti ni á
nadie. Pues ya ves, tan vieja y hasta ahora no he averiguado que hay
bocas; mejor dicho almas que han nacido para besar...
Fina bajó los ojos. La cera de sus mejillas se alumbraba de purpúreo
resplandor interno.
Y tita Anastasia, por las noches, á solas en su lecho, después de haber
rezado una padrenuestro para que no la picasen las pulgas --piadosa
costumbre de toda su vida-- fantaseaba sobre el _ars amandi_.

_Cacoethes scribendi._
--Escucha una página de la leyenda dorada de mi alma Fina, y
reverénciame como á uno de aquellos santos juveniles, gloriosos y
esforzados que mataban dragones y vestiglos.
La lluvia cenicienta lagrimecía á lo largo de los vidrios. Fina y
Alberto platicaban en un rinconcito penumbroso de la sala de don
Medardo. Tita Anastasia, al pie de un balcón, enmarañaba un hilo de
estambre y un hilo de recuerdo, oscilando la atención alternativamente
de uno á otro. Alberto, presentándose como un santo vencedor de
dragones, rió muchachilmente; una risa, nueva en su cara, que transía
de placer á Fina.
--Vamos á ver qué dragón has matado.
--Pues he matado al más fiero de los dragones, cuyo aliento me
envenenaba, cuyos mil ojos me paralizaban y cuyas cien bocas se abrían,
no para devorarme, peor aún, para burlarse de mí. Este dragón se
llamaba el Ridículo. Convencido de que está muerto y bien muerto, ya no
tengo miedo de él.
Alberto se irguió en un alarde de petulancia fingida.
--Pero ¿de veras tenías tanto miedo á la opinión ajena?
--Á la opinión ajena jamás. Á la mía propia --Alberto convirtió el tono
de elocuencia cómica en un registro lento y espaciado de disquisición
confidencial--. Ya ves si ahora hablo por los codos, y en ocasiones
con tanta fogosidad é incoherencia que tú misma quedarás asombrada y
confusa. No soy el mismo de hace dos años.
--No. Y yo, si esto es posible, te quiero más ahora, es decir, me gusta
más que seas como eres ahora.
--Y es que antes, para todos mis actos, para todos mis sentimientos,
para todas mis ideas, había un aduanero ó cancerbero inexorable aquí
--colocó el dedo índice entre ceja y ceja--. Era el dragón.
--Ya, ya. No diré que un dragón, pero que tenías ahí un bichito muy
molesto, te lo conocía yo en que no dejabas quieta la frente un minuto.
Como que te han salido arrugas.
--El verdadero ridículo, el temible, es el ridículo para con uno mismo.
El ridículo es la desproporción entre el propósito y el acto. ¿Te
aburro?
--¿Qué? ¿Aún colea el bichito? No me aburres, hombre.
--Entonces, ¿te pongo un ejemplo?
--Te he entendido. El ejemplo voy á ponerlo yo. Ese Carriles de quien
tanto te han hablado se proponía casarse conmigo, y se proponía que yo
no sospechase que lo hacía por dinero...
--Justo; se puso en ridículo. Pero como los propósitos son la porción
secreta de cada cual y los demás sólo los conjeturan ó presumen, para
los espíritus delicados el verdadero y temible ridículo es para consigo
mismo. Consecuencia...
--Que se tumba uno á la bartola y no hace nada, porque como las cosas
nunca resultan á la medida del deseo, resulta que siempre se pone uno
en ridículo para consigo mismo. Por ahora todo es bastante claro.
--Me encanta oirte discurrir y hablar, Fina.
--Lisonjero y adulador no te quiero. ¿Qué más ibas á decir?
--Otra clase de ridículo: el de las cosas sin propósito. Por ejemplo...
--Alberto paseaba los ojos por la estancia, en tanto con la imaginación
perseguía un ejemplo expresivo.
--Por ejemplo, los madroños de ese velador.
Alberto rompió á reir jovialmente.
--No me atrevería yo á decir tanto.
--Yo sí. Es gusto de papá. Y á mamá y tita Anastasia les parecen
preciosos. De manera que, en último término, ¿qué importan los
madroños? Á lo tuyo. Á ti te parecía que todas las cosas del mundo y
todos los actos de la vida eran madroños.
--Sí, Fina --murmuró Alberto humildemente.
--¿Y ahora?
--Ahora...
El divino y eterno mensajero de lo inefable cruzó entre ellos con vuelo
furtivo. Asumieron de nuevo el tono confidencial.
--Lo que me asombra, Alberto, es que te costara tanto tiempo y trabajo
matar ese bichito.
--Cuando se ha estado seis años entre jesuítas, esa es la hazaña más
grande de la vida.
--Los quieres tanto, que los enviarías á todos de una vez al cielo por
la línea directa del martirio.
--No los quiero mal ni bien, Fina, aun cuando me han hecho mucho daño.
Seis años, Fina, día por día, ligándome el alma y apretando fuerte con
la soga del temor al ridículo, embotándola con la idea de la inutilidad
del esfuerzo. Cuando se cree, después de estos seis años se hace uno
fraile ó se entrega uno á ellos como un cadáver. Cuando no se cree...
La voz de Alberto latía con amargura. Fina le acarició las manos, sin
hablar, por no descubrir que estaba enternecida. Y ya serena, dijo:
--Comprendo lo que has sufrido y he sufrido yo también adivinándolo.
Pero, tú me ibas á hablar de otras cosas con motivo del dragón. ¿Eh?
--Sí. Pensaba aclarar algo que hasta ahora te parecerá un poco oscuro.
Me has oído varias veces que estoy determinado en construir mi vida
en un plazo que no excederá, creo yo, de dos años, de manera que al
cabo de ellos pueda dignamente decir á tu padre: Señor mío, me voy á
casar en seguida con Fina. Me has oído que estoy resuelto á trabajar,
conforme á los tres versículos del Evangelio de San Francisco: trabajar
sin dinero, siendo pobre; trabajar sin sensualidad, siendo casto;
trabajar con humildad, siendo obediente.
La simplicidad seráfica del santo de Asís hacía eco transparente en los
ojos de Fina. Alberto continuó:
--Una especie de labor religiosa. Y tú preguntarás, ¿en qué?
Una pausa. Alberto adelantó la cabeza, á mirar muy de cerca el rostro
de su novia y de esta suerte percibir hasta el más huidero matiz de
emoción suscitado por sus palabras. Dijo con voz lenta y firme:
--Voy á escribir para el público.
La sonrisa delicada y profusa, en este punto de fervorosa aquiescencia,
irradiaba de todos los rasgos de Fina, de manera que Alberto se sintió
ungido y fortificado en su vocación. Un ímpetu expansivo le embriagaba.
--Ya sabes que he matado al ridículo. Aficiones á escribir siempre
las he sentido, y he cultivado este arte secretamente. Pero por nada
del mundo me hubiera aventurado á lanzar mis ensayos al juicio de las
gentes. ¿Por qué? Por temor al ridículo, á que me preguntasen: ¿imagina
usted, de buena fe, señor Guzmán, que el sistema cósmico ó la especie
humana no cumplirían cabalmente sus destinos si usted no sacara el
pecho fuera á comunicarnos sus particulares ideas y sentimientos?
Y tendrían harta razón; porque la mayor parte de los literatos y
artistas que por ahí andan exigiendo nuestra admiración me parecen tan
enojosos, impertinentes y ridículos como esas floristas viejas que en
los vestíbulos de los teatros se obstinan en colocarnos en el ojal
una flor mustia. La intromisión social que supone colocar un nombre
propio al pie de una obra ha de justificarse, por lo pronto, con una
vocación de linaje religioso. Esto, puede acarrear al principio mofa
y escarnio, ¿qué importa? Además, es necesario haberse encontrado en
trances vividos, muchas veces insignificantes en apariencia, de los
cuales se ha podido extraer, como si se creasen por vez primera en la
historia, los valores y conceptos fundamentales de la conducta y del
universo. Tengo la certidumbre de que este es mi caso. Hasta hace muy
poco tiempo, mi espíritu estaba como una noche con lluvia de estrellas;
era una zarabanda de resplandores en demencia, que aparecían, se
cruzaban, huían caóticamente. Y de pronto, todos esos orbes fugaces y
arbitrarios, que en ocasiones llegaban á ocasionarme verdadero vértigo,
se armonizaron sistemáticamente como obedeciendo á las leyes de una
mecánica celeste, y aquellos resplandores volubles, que no eran sino
aliento angustioso de todos los actos de mi vida pasada, se aquietaron,
se cristalizaron, se hicieron elocuentes y transparentes. Y como,
por nefasta influencia de la educación jesuítica, yo había llegado á
aniquilar el mundo antiguo, puede decirse que he creado un mundo de la
nada.
Y Fina, sonriendo:
--Eso tienes que agradecer á los jesuítas.
Y Alberto, sonriendo:
--Pues, es verdad.

_Lo bello, lo bueno, lo verdadero y la misa._
Tita Anastasia interroga:
--Con sinceridad, Alberto: ¿usté encuentra al pequeñín tan feo como
algunos dicen?
--Nada hay que sea feo, tita Anastasia.
--¿Cómo? Por lo menos hay cosas que son más guapas que otras.
--Nada hay que sea más guapo que otra cosa, tita Anastasia.
--Entonces, ¿por qué se ha enamorado usted de Fina, y no de mí?
Fina se adelanta á decir:
--Aún está á tiempo, tita Anastasia.
--Calla, zalamera.

El señor Robles había movido un escándalo mayúsculo en casa de don
Medardo, mostrando singular empeño en informar á Leonor de que su
marido era un ladrón y un gorrino, que había huído con un _indecente
plumero_; esto es, con una dama galante. Á la tarde, comentando el
suceso, tita Anastasia interroga:
--¿No cree usted, Alberto, que eso es una acción muy mala?
--Nada hay que sea una mala acción, tita Anastasia.
--¿Ni el robar?
--Ni el robar.
--¿Ni el matar?
--Ni el matar.
Tita Anastasia se santiguó.

Discutiendo familiarmente un asunto de poca monta, tita Anastasia se
encara con Alberto y le pregunta:
--¿Qué es la verdad?
--Tita Anastasia, una vez se lo preguntaron á Pilatos, y él se lavó las
manos.
--¿Y qué quiere decir eso? Que es verdad lo que se toca con las manos.
¿Eh?
--También puede querer decir que se debe tener muy limpia la piel, de
manera que no ocurra que cuando creemos tocar una cosa, estemos tocando
tan sólo nuestra propia inmundicia.
--¿Usted va á misa, Alberto?
--No, tita Anastasia.
Tita Anastasia permanece meditabunda. Dice luego:
--Usted dice que todo es guapo, que es lo mismo que decir que todo
es feo. Usted dice que todo está bien, que es lo mismo que decir que
todo está mal. Usted dice que para conocer la verdad hay que lavarse
las manos, y esto se me figura que es lo mismo que decir que no se
puede conocer la verdad. Y usted no va á misa, que es lo mismo que no
creer en Dios. Y, sin embargo, me parece usted un santín... ¡No me lo
explico!
Y cae en profunda confusión de pensamientos. Alberto no dice nada. Fina
acude:
--Dale las gracias por lo menos, hombre.
--Gracias, tita Anastasia.
Pero la vieja no le oye. Está absorta en sus cavilaciones; dentro de
su espíritu hay el malestar de una contradicción que nunca atinará á
resolver.

_Figuras elegíacas. El ideal._
Así que Alberto se apartaba de su novia, acudía á retirarse en
el cuarto de la fonda y allí gozar largamente de un sabroso
embebecimiento, del cual venían á sacarle á modo de impulsos delicados
y sutiles de lo inefable, que le exigían con urgente emoción, ser
expresados de manera plástica y rítmica. Y así comenzó á esbozar una
serie de cortos poemas elegiacos, de técnica sobria, de suerte que lo
conciso del artificio literario provocase gran suma de sugestiones
emotivas. La ebullición elevada de su espíritu le proporcionaba
dadivosamente imágenes vírgenes de corrupción retórica y remotas
similitudes cuya trayectoria estaba repleta de vibrante cúmulo de
evocaciones. La inefable sensación de acatamiento y estremecimiento
deleitoso que recibía con sólo oir la voz de Fina, era:
... el trigal cargado de maduras
espigas bajo los pies del viento.
La inefable intuición de eximirse de las leyes de lo temporal y vivir
en las linfas remansadas de lo eterno, que estando al lado de su novia
le poseía, la expresaba comparando la prodigiosa suspensión del tiempo,
con la cuchilla de Abraham en alto, porque
la voz de Dios moraba entre la zarza ardiente.
La inefable certidumbre de haberse liberado de sombras y rémoras
pretéritas se definía imaginando el alma de Fina, á semejanza de vasta
y profunda foresta intacta, dentro de la cual él se emboscaba, é iba
despojándose
de miserias añejas
como muda la víbora de piel
frotándose en las madreselvas.
Gustaba, estando al lado de su novia, de asirle á veces de la mano,
cerrar los ojos, é ir asimilándola, por decirlo así, en sentimientos,
sin pensar. Era un linaje de casta voluptuosidad que tradujo en un
poema:
Cerrar los ojos. Luego, con la mano,
--aunque ciega, sagaz y cauta-- asirte
la tuya breve. Luego, por el brazo
deslizarla, tan tenue y tan humilde
como llovizna que del musgo empapa
la tersura sedosa. Aspirar luego
tu aroma sin aroma, que dimana
de infantil pulcritud, como del heno
en la noche estival. Luego, con honda
emoción, ir sintiendo cómo, poco
á poco, transfundiéndote vas toda
tú dentro de mi cuerpo, como el oro
del poniente en el mar, y cómo cada
fibra mía de ti se ha saturado,
al modo de la tela que se baña
en la púrpura. Luego, el sobrehumano
goce de no mirar y ver, prodigio
de tenerte cual bálsamo en redoma,
discernir, como el ojo alejandrino,
más claramente dentro de la sombra.
Prefería, con sensitiva dilección, los metros impares, según aquel
dicho de los antiguos: _numero Deus impari gaudet_, percibiendo en
ellos más refinada armonía que en los pares, y una gracia incierta
y flotante de inestabilidad que es adecuada correspondencia de ese
último vaho ó comezón en el ápice del espíritu, en cuyo seno vibran
los requerimientos líricos. Procuraba también que los versos vivieran
en un curso ondulante, fundiéndose unos en otros y todos ellos en una
atmósfera tónica común; y para ello apelaba sin reparo al recurso que
los retóricos llaman encabalgamiento, que es al metro lírico lo que
las notas ligadas al violín, ó lo que el modelado aéreo á las pinturas
leonardescas.
Cuando aun participaban del trémulo ardor de su pecho, Alberto leía á
Fina los poemas que había rimado. Fina los escuchaba, contagiada de la
emoción del poeta, de suerte que, en terminando la lectura, el divino
intérprete de las altas tensiones amorosas no era raro que sobreviniese
á sellarles en silencio los labios. Pero á solas, Fina reasumía la
serenidad clarividente, que era la característica de su espíritu, y
cierta zozobra se apoderaba de ella. Temía que la exaltación de Alberto
se alimentase á costa de la constancia. Conforme pasaban los días,
Fina vió, con gran contento, que su novio humanizaba cada vez más sus
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