El abuelo (Novela en cinco jornadas) - 11

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Admirable cultivo. Esta santidad agricultora es un encanto... y un gran
progreso, el único progreso verdad.
EL PRIOR
Trabajamos porque Dios lo manda. Dios quiere que no cultivemos solo el
cielo, sino la tierra; la tierra, que es el complemento de la fe.
EL CONDE
Y, como la fe, la tierra no engaña. Ella nos alimenta vivos; muertos
nos acoge...
~(Entran en el convento, y pasan a una sala cuadrilonga, en cuyas
paredes se ven rastros de un fresco decorativo, que borroso asoma por
entre los remiendos de yeso. La sillería es moderna y ordinaria, porque
los monjes no tienen para más. El Prior hace al Conde la presentación
de los Padres más ancianos, o más significados por sus talentos. El uno
es notable por su facultad oratoria; el otro despunta en la agronomía;
aquel es teólogo insigne; estotro, arquitecto. No falta el organista
ni el veterinario, que al propio tiempo es algo canonista, y muy buen
castrador de colmenas. Terminadas las presentaciones, el Prior quiere
obsequiar al Conde y acompañamiento con un Málaga superior, que le han
enviado de su tierra para celebrar. Acéptalo el Conde con galantería,
y D. Carmelo con júbilo. Sirve un lego, y catan todos del finísimo
licor.)~
EL ALCALDE, ~repantigado en un sillón~.
¡Compadres, vaya una vida que se dan ustedes!
EL CURA, ~repitiendo~.
¡Bendita sea la cepa que da este caldo! Debe de ser la que plantó Noé.
EL MÉDICO, ~en voz baja a un fraile, con quien platica~.
Conviene que vea y aprecie las excelencias de Zaratán bajo el punto
de vista de la vida orgánica y de las comodidades, porque, como buen
aristócrata, se inclina al sibaritismo.
EL ALCALDE, ~a un monje que despunta en la agronomía~.
Dígame, compañero, ¿de dónde demonios han sacado ustedes la simiente de
esa remolacha forrajera que he visto en algunos tablares?
EL FRAILE, ~con acento italiano~.
Es de Lombardía, y también el _grano turco_.
EL ALCALDE
¿Qué es eso?... ¡Ah!... el maíz... Buenas cañas. Me han de dar ustedes
unas mazorcas. Pues ¿y la alfalfa? Dan ganas de comerla... También
quiero simiente... Yo no ando con repulgos; soy muy francote... barro
para adentro... Verdad que también doy cuanto tengo... el corazón
inclusive... ~(Pasando junto al Conde.)~ Señor D. Rodrigo, yo que usía,
francamente, me dejaría ya de hacer el caballero andante, y me vendría
a vivir con estos compadres, que me parece... vamos... que no lo pasan
mal.
EL PRIOR, ~que, descuidándose a veces, emplea los tratamientos
italianos~.
¡Oh!... si _monseñor_ viviera con nosotros, nos honraría
extraordinariamente.
EL CURA, ~repitiendo~.
Yo... se lo he dicho... ¡las veces que se lo he dicho!... Pero no
quiere hacerme caso... Él se lo pierde.
EL PRIOR
_Eccellenza_, otra copita.
EL CONDE
No... muchísimas gracias.
EL MÉDICO
No puede desechar el recelo de que en Zaratán carecería de libertad.
¿Verdad, señores, que aquí estaría tan libre como en su casa?
EL PRIOR
Viviría en la más hermosa y abrigada celda que tenemos; comería lo
que más fuese de su agrado; se pasearía de largo a largo por nuestros
plantíos y praderas, y estaría dispensado de asistir a los oficios, y
de ayunos y penitencias. Si esto no es buena vida, que me traigan al
que descubra otra mejor.
EL CURA, _repitiendo_.
Su edad exige cuidados exquisitos, que aquí tendría como en ninguna
parte.
EL CONDE, _con afabilidad_.
Señores míos, yo agradezco infinito su solicitud, y me siento orgulloso
del afecto que me muestran, deseando tenerme en su compañía. Lo
agradezco en el alma; pero no puedo acceder a sus nobles deseos, no y
no. Y rechazo la oferta, no por mí, sino por la Comunidad, por lo mucho
que la quiero, la respeto y la admiro.
EL MÉDICO, _aparte a un fraile_.
¡Viejo más marrullero!...
EL ALCALDE
Veremos por dónde sale.
EL CONDE
Estoy bien seguro de que los señores monjes, a los pocos días de
alojarme aquí, no me podrían aguantar, y renegarían de haberme traído.
Créanlo: tengo un genio imposible.
EL PRIOR
¡_Eccellenza_... por Dios...!
EL ALCALDE, ~volviendo al grupo distante~.
¡Zorro de Albrit, remolón, pamplinero, si acabarás por venir aquí y
tomar lo que te den, aunque sean sopas!
EL CONDE
Sí, soy inaguantable. Cuando no ha podido domarme el infortunio, ¿quién
me domará?
EL PRIOR, ~echándose a reír y palmeteándole en el hombro~.
Yo... sí, _monseñor_, yo... ¡También suelo gastar un geniecillo!...
EL CURA, ~repitiendo~.
La dulzura, el tacto, el don de gentes del Padre Maroto, son una
garantía de concordia... Vivirán en santa paz.
EL CONDE
Además, hay otro inconveniente. En mi vejez triste no puedo vivir
sin afectos; me moriría de pena si no pudiera tener a mi lado a mis
nietecillas, una de ellas por lo menos, la que escogiera yo para mi
compañía.
EL ALCALDE, ~en alta voz~.
Pues que las traigan. Es lo único que falta en Zaratán para que esto
sea completo: un par de niñas...
EL PRIOR
¡Ah! eso no. Aquí no pueden vivir mujeres. Las señoritas le escribirían
con frecuencia.
EL CURA, ~repitiendo, sin beber, y aplicándose, con finura, la palma de
la mano a la boca~.
Ya se iría _jaciendo_. Y alguna vez podrían las niñas venir a visitarle.
EL CONDE, ~un poco molesto~.
Que no me conformo. ¿Cuántas veces he de decirlo?
EL PRIOR
Sí, sí... No se hable más.
EL CONDE, ~con fina marrullería~.
No desconozco la fuerza de las razones expuestas para convencerme.
Ni quiero que vean ustedes en mí un hombre terco, atrabiliario y
desagradecido... No, Prior; no, amigos míos. Mal genio tengo; pero de
las tempestades de mis nervios suele surgir el juicio sereno y claro.
Hermoso es Zaratán, simpáticos y agradabilísimos el Prior y sus dignos
cofrades. ¿Quieren tenerme por compañero y amigo? No digo que sí; no
digo que no... No debo aparecer ingrato, ni tampoco ansioso de un bien
que no merezco.
EL PRIOR, ~repitiendo los palmetazos afectuosos~.
¡Si al fin, _monseñor_, hemos de comer juntos muchos potajitos... y nos
hemos de pelear aquí... como buenos hermanos!
EL ALCALDE, ~dando resoplidos~.
¡Si digo que...!
~El Médico y el Cura cambian una mirada de satisfacción. Propone el
Prior enseñar la sacristía, y dar un paseo por la huerta antes de
comer, y a todos les parece idea felicísima. Aunque el buen Albrit ve
poco, se presta con galana urbanidad a que le muestren prolijamente
las imágenes, los ornamentos, los vasos sagrados. El pobre señor, en
obsequio a los bondadosos frailes, hace como que lo ve todo, y con
discreta lisonja de buena sociedad, todo lo admira y alaba, hasta que
el Prior, abriendo un estuche, saca de él un cáliz y se lo enseña,
diciéndole: «Esta hermosa pieza es donación de la Condesa de Laín.»
Inmútase el anciano, y después de preguntar a Maroto si celebra en la
_hermosa pieza_, y de responderle el fraile que sí, suelta un terno...
y tras el terno una denominación que es escándalo y azoramiento de
todos los que cerca están. Hace el Prior como que no ha oído nada, y
siguen.~
~Se sirve la suculentísima y abundante comida en una salita próxima al
refectorio, mientras come la Comunidad, y solo asisten a ella, a más
de los forasteros, el Prior y un monje anciano, el más calificado de
la casa. Muéstrase, desde la sopa al café, decidor y jovial el buen
Prior, arrancándose a contar salados chascarrillos andaluces de buena
ley; y el Conde, aunque con pocas ganas de conversación, y como atacado
de tristeza o nostalgia, se esfuerza en cumplir la tiránica ley de
cortesía, riendo todos los chistes, incluso los del Alcalde, el cual,
después de un impertinente disputar sobre cosas triviales, barre para
su casa, sosteniendo la supremacía de las pastas españolas para sopa
entre todas las del mundo, incluso las italianas. Termina despotricando
contra el Gobierno, porque no protege la industria nacional recargando
fuertemente en el Arancel... ¡el _fideo extranjero_!~
~De sobremesa, propone el Prior un agradable plan para la tarde:
siesta, el que quisiera dormirla; después, paseo hasta la casa de labor
de abajo, que es la más interesante; visita a los corrales, establos y
cabañas, y, por fin, solemnes vísperas con órgano, Salve, etc.~

ESCENA IX
~Coro de la iglesia conventual de Zaratán.~
~EL PADRE MAROTO, en la silla prioral. A su lado EL CONDE DE ALBRIT.
Siguen a derecha e izquierda los monjes, ocupando con sus venerables
cuerpos más de la mitad de la sillería. En el centro, frente al
facistol, los cantores. No hay verja que separe el coro de la iglesia,
que es tenebrosa, sepulcral, cavidad cuyos límites y contornos se
deslíen en un misterioso ambiente, tachonado por las luces de los
cirios. En el fondo lejano se adivina, más que se ve, el altar mayor,
disforme carpintería barroca y estofada. A la derecha un órgano
pequeño, nuevecito, de excelente son. Toca con maestría el mismo fraile
italiano que antes hablaba de la simiente de alfalfa y remolacha
forrajera.~
EL CONDE, ~que sin darse cuenta de ello, entrelaza y confunde su rezo
con sus meditaciones~.
Señor de los cielos y la tierra, ilumíname, dame la verdad que
busco... No muera yo sin conocerla... Que acabe mi vida con mis dudas
horribles... _Padre nuestro que estás_... Creí que la falsa es Dolly,
y la legítima Nell... y ahora creo lo contrario: Dolly es la buena,
Nell la mala, la intrusa... Señor, que no prevalezca en mi familia la
usurpación infame... _El pan nuestro..._
EL CORO
_Recordare Domine quid acciderit nobis... Intuere et respice opprobrium
nostrum._
EL CONDE
No me tengas, Señor, sobre esta zarza de las dudas... Me revuelvo en
ella, y mi cuerpo es todo una llaga... Dame la verdad, y que la verdad
sea puerta para entrar en la muerte... Líbrame del oprobio de mi
nombre, y aparta de mi descendencia el deshonor.
EL CORO
_Hæreditas nostra versa est ad alienos, domus nostræ ad extraneos..._
~Suena con dulcísimos acordes el órgano. Encantado de oírle, el Conde
se inclina hacia el Prior para elogiar el instrumento y las hábiles
manos que lo tocan.~
EL PRIOR
¡Excelente organito!... Regalo de su hijo de usted, el señor Conde de
Laín, que nos lo mandó de París. La carta en que me anunciaba este
obsequio fue la última que de él recibí.
EL CONDE, ~que desvaría un poco, afectado de la solemnidad del lugar y
ocasión, y de la lúgubre poesía que allí emana de todas las cosas~.
Pues me lo había figurado... Como apenas veo, mi oído tiene una
sutileza extremada, y en esos dulces acentos escuché la propia
voz de mi pobre Rafael resonando en la iglesia... ¡Desdichado hijo
mío! ¿Verdad, P. Maroto, que mi hijo merecía mejor suerte? Pero la
felicidad no es para los buenos.
~(El Prior contesta con cabeceos, por no creer que es ocasión de
largas conversaciones, y continúa rezando. Pasa tiempo. La placidez
del sitio, la suave temperatura, el monótono canto, determinan en el
viejo Albrit una sedación dulcísima, y recostándose sobre la derecha
en el amplio sitial, se adormece. A ratos se despabila, y perdida la
noción de la realidad, olvidado de donde está, dirige al Prior palabras
que este estima de una incongruencia absoluta. En aquel sopor, cuyas
intercadencias no es posible apreciar, ve y oye el desdichado prócer
extrañísimas cosas. Si al despertar tiene algunas por disparates, otras
quedan en su mente como verdades incontrovertibles. No puede dudar que
su hijo Rafael se aparece en el coro, viniendo de la iglesia, vestido
de monje, y avanzando lentamente se llega a su padre, y le habla...
Bien seguro está de que le dice algo, y más le dijera si su imagen no
desapareciese súbitamente como una luz que el viento apaga.)~
EL PRIOR
¿Qué dice el señor D. Rodrigo?
EL CONDE
Me parece que hablo claro... La falsa es Nell. Me lo dice quien lo
sabe... ~(Enteramente despabilado.)~ ¡Ah!... perdone usted... No he
dicho nada. Estas cosas no deben decirse. ~(Mira en torno suyo, y nada
ve. Pero advierte que han cesado los cánticos, y que el oficio ha
concluido. La Comunidad se retira.)~
EL PRIOR, ~levantándose~.
_Eccellenza_... hemos terminado nuestro rezo. Tome usted mi brazo, y
saldremos.
EL CONDE, ~apoyado en el brazo del Prior~.
Es hermoso poseer la verdad...
EL PRIOR
Cuando se posee.
EL CONDE
Yo la tengo.
EL PRIOR
Verdades hay, amigo mío, que no merecen que las poseamos. Vale más la
duda que ciertas verdades. Lo que hay que tener es fe.
EL CONDE
También la tengo. A ella me acojo, y de ella tomo mi energía para esta
batalla con la espantosa duda... ~(Con grande extrañeza.)~ Pero dígame,
¿dónde se meten Carmelo y el Alcalde y el Médico de Jerusa? No les
siento. ¿Es que están todavía examinando carneros y vacas?
EL PRIOR, ~retardando la contestación, que supone ha de ser penosa para
el anciano~.
Pues D. Carmelo...
EL CONDE
¿Es que duerme aún la siesta para empalmar mejor la comida con la
merienda? Me asombra que el Alcalde, que es tan beato... por dar
ejemplo a las _masas_, como él dice... no haya venido a las vísperas.
EL PRIOR, ~arrancándose, por aquello de «el mal camino andarlo pronto.»~
Señor Conde de Albrit, esos señores se han vuelto a Jerusa.
EL CONDE, ~parándose en firme, erguido. El estupor contiene aún el
estallido de su ira~.
¡Se han vuelto a Jerusa...!
EL PRIOR, ~resuelto~.
Esos caballeros piensan, como yo, que el señor Conde debe permanecer
aquí.
EL CONDE, ~airado~.
Me han traído con engaño, me dejan con perfidia... se van... Me
encierran como a una bestia dañina... ¡Me ponen en manos del carcelero,
que es usted, la Comunidad... Zaratán maldito!

ESCENA X
~Atrio de la iglesia. Alameda. Portalón.~
EL CONDE, EL PRIOR; algunos monjes, que a distancia se mantienen
observando la escena, prontos a intervenir en ella, si lo ordena el
Superior con seña o simple mirada.
EL PRIOR
Yo ruego al ilustre Albrit que se sosiegue, y que vea en esto un acto
sencillísimo, dictado por la amistad, por el afecto que todos le
profesamos.
EL CONDE
¡Encerrarme traidoramente, como a un loco, como a un criminal!
EL PRIOR, ~empleando la persuasión y buenos modos, que estima más
eficaces~.
_Eccellenza_, considere que está en su casa... ¿No dice nada a
su espíritu la paz de este santo instituto? Cuantos aquí vivimos
consagrados al servicio de Dios y al trabajo de la tierra, somos sus
amigos, no sus carceleros.
EL CONDE
Estimo la buena intención, señor mío; pero a mí no se me enjaula,
atentando inicuamente a mi libertad.
EL PRIOR
¿Y para qué quiere usted esa libertad más que para calentarse los
sesos, acometiendo empresas ideológicas en busca de una luz que no ha
de encontrar? ~(Queriendo acariciarle.)~ Créame a mí, que soy su amigo.
Esos señores dejan a mi cuidado al _león de Albrit_, y yo respondo
de que, pasada esta efervescencia de amor propio, _monseñor_ nos lo
agradecerá. Mi orden me manda acoger al desvalido, y practicar en todo
caso las Obras de Misericordia.
EL CONDE, ~decidido a partir~.
Muy bien. La novena dice: «No encerrar al prójimo contra su
voluntad...» Dígame usted por dónde se sale.
EL PRIOR, ~dominándose, y persistiendo en los procedimientos de
dulzura~.
Por segunda vez, Sr. D. Rodrigo, le invito a considerar que es locura
oponerse a esta santa reclusión, dispuesta por la familia, patrocinada
por los amigos, aconsejada por la Facultad... En ninguna parte tendrá
_monseñor_ la paz, la tranquilidad y los bienes materiales que aquí le
prodigaremos sin tasa.
EL CONDE, ~cada vez más colérico~.
Maldigo a la familia, maldigo a los amigos, a la Facultad y a este
endiablado laberinto de Zaratán, donde quieren que yo me vuelva loco...
Pronto, señor Prior, mande usted que me franqueen la salida. ~(Avanza
con paso resuelto por la alameda de chopos jorobados.)~
EL PRIOR, ~tras él, suplicante~.
Reflexione usía, señor Conde; considere que ofende a Dios renegando de
este santo recogimiento, en que la Religión y la Naturaleza le ofrecen
descanso y paz...
EL CONDE, ~revolviéndose furioso~.
No me hable usted de religión... Aquí no la quiero... ¡aquí, donde
tendría que oír las misas que dice usted con ese cáliz!... ~(Con ligera
inflexión humorística, que chisporrotea en medio de su indignación.)~
Del cáliz nada tengo que decir, porque está consagrado... ¡Qué culpa
tiene el pobre cáliz!... ¡Pero la misa... usted... esa _tal_!... No,
no quiero vivir en Zaratán, no quiero estar preso... ¿Ni quién es esa
_cual_ para encerrarme a mí?... Me encierra porque no haga públicas
sus ignominias... ¡Y el Prior de Zaratán es su cómplice; el Prior de
Zaratán dice misa en su cáliz; el Prior de Zaratán se presta a ser
mi carcelero para que no hable, para que no investigue, para que no
descubra la verdad odiosa!... Pero no les vale, no, porque ahora mismo,
señor D. Maroto o señor don Diablo, va usted a mandar que me abran
aquella puerta, que jamás, jamás ha de volver a abrirse para el Conde
de Albrit.
EL PRIOR, ~ya cargado, con fuertes ganas de meter mano al viejo prócer,
y hacerle entrar en razón por el procedimiento más expedito~.
Señor Conde, que ya me va faltando la paciencia.
EL CONDE
¡La salida... pronto, la salida!
EL PRIOR, ~apretando los puños~.
Le digo a usted que conmigo no se juega. Albrit es un niño, y como a
tal habrá que tratarle. A los niños mañosos se les sujeta y se les...
~(Acércanse varios frailes, a quienes el Prior ha hecho seña. El Conde,
que en sus tiempos ha sido un excelente boxeador, se prepara de puños y
brazos, dando a entender su propósito de romper cráneo o clavícula, si
hay alguien tan osado que ponga la mano en su ancianidad venerable.)~
EL CONDE, ~con bravura caballeresca~.
Abusas tú, Prior, de la desigualdad de nuestras fuerzas, y porque me
ves solo pretendes acoquinarme. Pero yo te aseguro que si me vence el
número, no será sin que caiga al suelo alguno de estos bigardones, y
bien podría suceder que el que caiga no se levante más.
EL PRIOR.
Ahora lo veremos. ¡Leoncitos a mí!...
~(Aunque no ha boxeado nunca, es hombre de empuje; sus puños cerrados
igualan a la maza de Fraga, y los músculos de su brazo compiten en
elasticidad y fuerza con el acero. La actitud guerrera del anciano le
saca de quicio, y su primer impulso es dar cuenta de él, sin ayuda de
sus cofrades.)~
EL CONDE, ~ciego de ira, poniéndose en guardia~.
¡Aquí te espero!
~(Rodean los frailes al Prior, haciéndole ver con gestos y palabras
expresivas la inconveniencia de emplear la fuerza. Basta un momento de
reflexión para que así lo comprenda Maroto; se domina: encuéntrase en
la posesión plena de sus facultades perfectamente equilibradas; se ríe
de sí mismo, se ríe del Conde con más lástima que menosprecio, y manda
que se le abra la puerta.)~
EL CONDE
¡Ah! Se me obedece al fin... Abierta la jaula, el león recobra su
libertad... ¡Ay del que quiera sujetarle!
~(Sale presuroso, y se aleja con tal viveza, sacando bríos de sus
piernas cansadas, que su rápido andar parece milagroso.)~
EL PRIOR, ~rodeado de los frailes, viéndole partir~.
¡Pobre demente! Te ofrecemos el descanso y lo rehúsas; te damos el
olvido de lo pasado, y prefieres revolver las escorias inmundas de tu
deshonrada familia. Rechazas nuestra dulce compañía por correr tras un
enigma, cuya solución no has de encontrar... no, no la encontrarás,
porque Dios no lo quiere... ~(Hablando para sí.)~ No, no lo quiere; yo,
único mortal que sabe la verdad, no puedo decírtela, y aunque pudiera,
menguado y díscolo viejo, no te la diría... ~(Alto.)~ Mirad, mirad cómo
corre. Ni una sola vez ha mirado para atrás. La inseguridad de su paso
denuncia el tumulto de sus ideas...
UN FRAILE
Toma la dirección del Páramo.
EL PRIOR
Quiere ir como hacia la mar.
OTRO FRAILE
Hacia el cantil de Santorojo.
EL PRIOR
Dios ataje sus pasos si van en busca de la muerte. Recémosle un
Padrenuestro. ~(Rezan.)~ Ya no se le ve... Cae la tarde, hermanos:
vámonos a cenar en paz y en gracia de Dios.

ESCENA XI
~Meseta árida, en la cual no crecen más que cardos y aliagas. A
trechos, rocas de singulares formas que parecen cuerpos a medio salir
del suelo arenoso. Termina la planicie por el Norte bruscamente, como
si la tajaran de un golpe con arma formidable. Allí está el filo del
cantil, colosal muralla que del mar se eleva, en algunos sitios con
declive de peñas escalonadas, en otros con una verticalidad espantable,
terrorífica. La altura varía, por la desigualdad de la rasante en la
meseta; pero en ninguna parte deja de ser tal, que difícilmente la
soporta sin vértigo la mirada. Sube de lo profundo el murmullo hondo
y persistente de la mar, dando testarazos en la base del cantil.
Anochece. El cielo es tempestuoso.~
EL CONDE, ~solo, andando lenta y descompasadamente, fatigado ya de la
carrera que emprendió en su fuga de Zaratán~.
Ya me lo decía el corazón... Carmelo, el Mediquillo, y ese Alcalde que
envenena a media humanidad con sus fideos falsificados, han vendido sus
conciencias a la infame. ¡Hechuras mías habían de ser! Yo les favorecí,
ellos me crucifican, me escarnecen, quieren enjaularme. ¡Dios mío, las
veces que le he matado el hambre a ese Pepillo Monedero, cuando venían
inviernos crudos y no podía trajinar con sus caballerías!... Con el
vino que me ha robado, cuando me traía las tercerolas de Villarán, se
podría emborrachar Carmelo, cuyo vientre es una bodega... Al padre de
ese mediquejo le libré de presidio, cuando las talas de Laín. Era un
hombre que siempre que Rafael o yo pasábamos por su lado, se ponía
de rodillas, y teníamos que darle de palos para que se levantara...
Y ahora ¡ay!... ¡Generación ingrata, generación descreída y que nada
respetas, generación parricida, pues devoras el pasado, y menosprecias
las grandezas que fueron! El honor, la pureza de los nombres, ¿qué
son para estos menguados, que se pasan la vida hociqueando en el
suelo, para recoger el pedazo de pan que la suerte les arroja? Son de
vista baja, y no ven el cielo, ni el sol que nos alumbra... Y ahora,
recobrada mi libertad, voy detrás de mi idea, como los Reyes Magos
tras de la estrella que les guió al pesebre, en que acababa de nacer la
verdad.
~(Detiénese, un tanto sobrecogido del espantoso estruendo de la mar
en aquel sitio. Retumba el suelo. Las olas, en pleamar, penetran en
tortuosas cavernas, y se revuelven con furia en las profundidades
tenebrosas.)~
¡Cómo brama! Mal vino trae esta noche el agua... Y allá, el reventar de
la ola suena como cañonazos... Desde este borde distingo el tremendo
salivazo de espuma cuando lo escupe para arriba... ¡Hermoso, sublime!
~(Continúa andando, no sin dificultad, porque va de cara al viento, que
sopla del Oeste en rachas violentísimas.)~ Vaya con el aire... hay que
ponerle la proa sin miramientos, y cortarlo con la cabeza, después de
bien asegurado el sombrero. De nada me sirve el palo... ¡Qué soledad!
O yo no veo absolutamente nada, o no pasa alma viviente por estos
sitios... ¿Quién demonios, quién que no sea el estrafalario Albrit,
este loco enjaulable, se ha de arriesgar por el horrible páramo en
noche tempestuosa? ~(El viento le hace girar sobre sí mismo; tiene que
acudir con ambas manos al sombrero; el palo se le cae.)~ Hola, hola,
¿esas tenemos, señor vientecito? Pues ahora nos veremos las caras.
Primero se cansará usted que yo. Recojo mi palo, y adelante. _Potestad_
me llamo; no hay quien me rinda.
~(Es ya noche cerrada, noche lúgubre, de cielo revuelto, invadido de
negras nubes veloces, que corren hacia el Este, montando unas sobre
otras, acometiéndose... Por entre sus vellones deshilachados, se deja
ver, a ratos, la luna creciente, despavorida, que con su lividez
ilumina el Páramo, y da siniestro relieve a los peñascos esparcidos,
los cuales semejan aquí gatos en acecho, allí esfinges egipcias, más
adentro esqueletos de ballenas.)~
Vaya... parece que afloja la racha. No podía ser menos. ¡Vientecitos a
mí...! Adelante... ~(Sorprendido de oír una voz, que parece humana.)~
¿Qué voz es esa? Si no es que el viento se da a la imitación del
graznido de los hombres, ha sonado una voz. ~(Parándose, para oír
mejor.)~ Sí, hasta parece que oigo mi nombre... No, no: es el viento,
que sabe pronunciar la última sílaba... _brit... brit..._
~(En dirección contraria a la que lleva el Conde, avanza un hombre;
pero como anda a favor del viento, más bien parece que vuela. Lo que en
tan extraño sujeto aparenta alas, son faldones de un largo abrigo. Pasa
veloz junto al Conde. Se para no sin gran esfuerzo, le llama... vuelve
a llamarle.)~

ESCENA XII
~EL CONDE; D. PÍO, sin sombrero, que le ha sustraído el huracán; lleva
bufanda al cuello, que se enrosca y desenrosca a cada instante; levitón
largo, que se le pone por montera; los pantalones arremangados.~
EL CONDE, ~con voz firme~.
¿Quién es... quién me llama? Si es el viento... perdone, hermano, no
llevo suelto.
D. PÍO, ~que se ve obligado a agarrarse al Conde para no caer~.
Soy yo, señor. ¿No me ha conocido? Soy Pío, el profesor de las niñas.
EL CONDE
¡Ah! Coronado... Acabáramos. ¿Y qué traes por estos sitios tan amenos,
en noche tan deliciosa?
D. PÍO
En el momento de encontrar a usía buscaba mi sombrero, que me arrebató
el viento.
EL CONDE
Pues no es fácil que te lo devuelva. Si temes constiparte sin sombrero,
ponte el mío. En verdad, no me sirve más que de estorbo...
D. PÍO
Gracias, señor Conde. Estamos en el peor sitio. Agarrémonos bien el uno
al otro, y vámonos a lugar más abrigado y seguro... Por aquí, señor...
~(Se agarran y se internan, alejándose del cantil.)~
EL CONDE
Por lo visto, las revueltas del Páramo te son familiares.
D. PÍO
Sí, es mi paseo favorito. Esta soledad, esta aridez, este ruido de la
mar me enamoran. Llega para mí un momento, al terminar el día, en que
me hastían de tal modo las personas, que me arrimo a los animales;
pero me hastían también los domésticos, y busco la compañía de los
lagartos, de los saltamontes, de los cangrejos, y de todo lo que más se
diferencia de nosotros.
EL CONDE
Comprendo tu odio al género humano, infeliz Pío. Dícenme que eres muy
desgraciado en tu casa.
D. PÍO, ~llevándole a un sitio resguardado del viento~.
Sí, señor. Más de una vez he venido a estos cantiles con el propósito
de arrojarme por el más empinado. Pero...
EL CONDE
Te ha faltado valor.
D. PÍO, ~candoroso~.
Sí, señor... Me faltan ánimos. Esta noche misma llegué decidido, tan
decidido, que ya me estaba viendo cenado por los peces; pero en el
momento crítico...
EL CONDE
¡Matarse, qué locura! Hay que luchar, luchar sin desmayo para aniquilar
el mal.
D. PÍO, ~con tristeza~.
¡Ah! eso no es para mí. Luche quien pueda. Yo no sirvo; nací para dejar
que todo el mundo haga de mí lo que quiera. Soy un niño, señor Conde, y
no un niño de la raza humana, sino de la raza ovejuna; soy un cordero,
aunque me esté mal el decirlo. Nací sin carácter, y sin carácter he
llegado a viejo. Permítame que me alabe. Soy el hombre más bueno del
mundo; tan bueno, tan bueno, que casi he llegado a despreciarme a mí
mismo, y a _futrarme_, con perdón, en mi propia bondad.
EL CONDE
Y tuya es una frase que corre como proverbial en Jerusa: «¡Qué malo es
ser bueno!»
D. PÍO
Porque de la bondad me vienen todas mis desgracias... parece mentira.
En mí no encuentro fuerza para hacer daño a ningún ser, llámese
mosquito, llámese mujer u hombre. Donde yo estoy, está el bien, la
verdad, el perdón, la dulzura... y llueven sobre mí las desdichas como
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