El abuelo (Novela en cinco jornadas) - 04

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que en parejas, con marco y todo, se venden al aire libre en calles
céntricas de Madrid, obra de artistas desdichados. _Hacen juego_ con
estos mamarrachos, cromos de cacerías o de revistas navales, figuras
de bazar, fruslerías bordadas, mil laborcillas fáciles de mujer, de
esas cuya explicación y dibujo traen en su sección de recreos útiles
los periódicos de modas. Flores de trapo, en tiestos de cartón, exhalan
en los ángulos su fragancia de cola y tintes descompuestos. Piano
desafinado, musiquero, retratos prendidos en esterillas japonesas,
redoma de peces.~
~NELL y DOLLY; LUCRECIA, CONDESA VIUDA DE LAÍN. Es mujer hermosa, de
treinta y cuatro años, del tipo que comunmente llamamos _interesante_,
mezcla feliz de belleza, dulzura y melancolía; castaño el cabello, el
rostro alabastrino, de un perfil elegante, precioso modelo de raza
anglo-sajona, recriada en América. Sus ojos son grandes, obscuros, con
ráfagas de oro, y el mirar sereno y triste, como de tigre enjaulado que
dormita sin acordarse de que es fiera. En su talle esbelto se inicia
la gordura, fácil de corregir todavía con la ortopedia escultórica
del corsé. Viste con elegancia traje de luto. En su habla, apenas se
percibe el acento extranjero.~
LUCRECIA, ~abrazando y besando a las niñas~.
Hijas mías, no me harto de besaros. ¿Teníais ganitas de verme?
NELL
Figúrate...
DOLLY
Hemos venido a la carrera... ¡Cuánta gente! Creí que no podíamos
entrar, y que nos atropellaban los coches.
LUCRECIA
¡Qué fastidio! Vengo a Jerusa solo por ver a mis niñas, y me encuentro
con este horrible entorpecimiento del entusiasmo público.
NELL
Mamá, la gratitud del pueblo...
LUCRECIA
Creed que he pasado un sofoco y una vergüenza...
DOLLY
Te quieren.
LUCRECIA
Demostraciones tan molestas como ridículas. ¿Y a mí, por qué me
aclaman?... En fin, ya hemos pasado el mal rato de la entrada
triunfal... ~(Mirándolas cariñosamente.)~ Estáis muy bien... las caras
tostaditas. Eso quiero: que se os ponga la tez como de manzanas pardas,
señal de salud y buena sangre...
NELL
Mamá, tú sí que estás guapísima.
LUCRECIA, ~besándolas otra vez~.
Vosotras, mis ángeles salvajitos, sí que sois bellas y buenas, y...
~(La interrumpe la Alcaldesa entrando de improviso.)~

ESCENA II
~DICHAS; LA ALCALDESA, señora enjuta y menudita, que no tiene en aquel
momento más preocupación que parecer fina, y este singular estado de su
espíritu, con la tirantez consiguiente, se revela en todos sus actos,
en sus palabras melosas, y hasta en los mohines estudiados de su boca
y nariz. Viste bata azul, elegante, que le han enviado de Madrid. Poco
después de ella entra EL ALCALDE, señorón macizo, sanote y jovial que,
al contrario de su mujer, pone todo su esmero en parecer muy bruto,
dejando al descubierto, desnudo de toda gala retórica, su natural llano
y la tosca armazón de su ser moral. Entiende que los hombres deben
ser _claros_, cada cual mostrándose como Dios le ha hecho. De origen
humildísimo, empezó a sacar el pie del lodo con la carretería; trabajó
honradamente después en distintas industrias, hasta que halló su suerte
en la fabricación de pastas para sopa. Su laboriosidad le hizo rico,
y la herencia de un tío de América le ascendió a millonario. Viste
levita, y su chistera, que usa con frecuencia por razón de su cargo,
es sin disputa la mejor del pueblo. Su esposa cuida de renovar esta
prenda con la precisa oportunidad para que no sea ridícula.~
LA ALCALDESA, ~finísima~.
Dispense usted, Condesa. Mi esposo y yo hemos tenido que convencer
a los notables del pueblo de que usted, por razón de su luto y del
cansancio del viaje, no puede recibir a nadie...
NELL, ~asomándose a la ventana~.
Mamá, mamá, si está la plaza llena de gente.
DOLLY
Quieren que te asomes para darte vivas.
LUCRECIA
Por Dios, Vicenta, líbreme usted de este compromiso... ¡Vivas a mí! Yo
no salgo; no sirvo para eso... Por Dios, que se vayan, que me dejen. Yo
lo agradezco en el alma...
LA ALCALDESA
Las ovaciones populares, por más que sean merecidas, molestan y
fastidian... Jerusa no puede mostrarse ingrata, ni olvidar los
beneficios que usted le prodigó....
LUCRECIA, ~aterrada del rumor popular~.
¿Qué beneficios ni qué niño muerto? Yo no he hecho nada, absolutamente
nada. ¿Pero están locos aquí? Créalo usted, Vicenta, me da miedo _la
voz pública_.
NELL
Mamá, que te asomes... Quieren despedirse de ti.
DOLLY
Hay pueblo y señores... y hasta curas... Mamita, ¿qué te importa que te
victoreen? Mira que si no sales, nos darán los vivas a nosotras.
LUCRECIA
Que no salgo, vamos. Vicenta, por Dios, que su marido de usted me haga
el favor de echarles una arenga, diciéndoles... que estoy enferma, y
que les agradezco infinito sus manifestaciones... que no las merezco...
En fin, él sabrá.
EL ALCALDE, ~limpiándose el sudor de la frente, la levita desabrochada,
el chaleco abotonado a medias~.
Ya, ya se van... ¿Pero qué le costaba a usted, Condesa, asomarse un
poquito? Con una inclinación de cabeza cumplía usted. Pero, en fin,
respeto su repugnancia de las apoteosis. Lo mismo me pasa a mí. Siempre
que me ovacionan me echo a llorar, y se me descompone el vientre.
LUCRECIA
¿Pero qué he hecho yo, Sr. D. José de mi alma, para estos obsequios,
este entusiasmo?
LA ALCALDESA
Hija, la carretera de Forbes, la estación telegráfica... la
condonación...
LUCRECIA
Me bastó pedírselo al Ministro...
EL ALCALDE
Más que todo eso vale el Instituto de segunda enseñanza, que nos
disputaban los de Durante. Nada agradecen tanto los pueblos, señora
mía, como el que les den algo que se le quita al vecino. Cuestión de
amor propio: la entidad pueblo es lo mismo que la entidad persona.
Fastidiar al vecino, y caiga el que caiga. Jerusa verá siempre en la
ilustre Condesa de Laín una individualidad digna de todos nuestros
respetos. Y yo, que llevo el corazón en la mano, que digo siempre
la verdad llana y monda... soy así, muy bruto, muy francote... le
aseguro a usted que la queremos aquí... como sabe querer Jerusa; y si
lográramos que nos concedieran la Escuela de Comercio que pretenden los
de Durante, no le quiero decir a usted... La apoteosis que le haríamos
retumbaría en la China.
LUCRECIA, ~sonriente~.
Yo sí que no vuelvo de mi apoteosis.
DOLLY, ~desde la ventana~.
Ya, ya se retiran.
NELL
Parece que van descontentos. ¡Y cómo nos miran!
LA ALCALDESA
No extrañe usted, Condesa, las vehemencias de mi marido. Desde que es
_edil_ ~(marcando bien la palabra)~, no vive. La fiebre de la cosa
pública altera su genio pacífico. Verdad que no hay otro que mejor
cumpla, ni que sepa consagrarse tan de lleno a los deberes de un cargo
espinoso.
LUCRECIA, ~por decir algo~.
Estos son los hombres, estos son los grandes ciudadanos...
UNA CRIADA, ~entrando con una bandeja de huevos moles~.
Esto mandan a la señora Condesa las monjas Dominicas.
NELL, ~corriendo a verlo~.
¡Huevos moles! ¡Qué ricos!
DOLLY
¡Vaya un regalo, mamá!
EL ALCALDE
Para que diga usted que no se portan bien las monjitas de mi tierra.
LUCRECIA
¡Pobrecillas! Tendré que visitarlas.
LA ALCALDESA
Iremos. Son finísimas.
OTRA CRIADA, ~entrando con un descomunal ramo de flores~.
De parte de los capataces de la Granja modelo...
LUCRECIA
También tendré que hacerles una visita.
EL ALCALDE
Iremos; sí, señora. Verá usted los carneros moruecos, que han traído
ahora para padres.
LA ALCALDESA, ~que ha salido un momento, vuelve trayendo una labor de
tapicería y mostacilla~.
Mire usted, Lucrecia, lo que le manda la maestra del colegio de niñas.
NELL
¡Ay, qué precioso!
DOLLY
Mira, mamá. ¿Es un gorro?
LUCRECIA
No, hija: es un _cosy_ para cubrir las teteras...
LA ALCALDESA, ~pesarosa de no haber acertado antes el uso de aquel
chisme~.
Es un adminículo extranjero. Aquí no lo usamos.
EL ALCALDE
Tiene usted que visitar el colegio.
LA ALCALDESA
¡Pobre Condesa! Ya le cayó quehacer.
EL ALCALDE
Y podrá decir que en ninguna parte del mundo ha visto usted labores
tan primorosas como las que hacen las alumnas del colegio de Doña
Severiana.
LA ALCALDESA
Bordan a maravilla... Ya lo ve usted... Y allí tiene usted a las
chicuelas todo el santo día sobre los bastidores...
EL ALCALDE, ~mirando su reloj, descomunal pieza de oro~.
Y a todas estas, Vicenta, son las tantas y no comemos. Mi señora Doña
Lucrecia tiene apetito... las niñas están desfallecidas. ¿Verdad,
_Nelita_ y _Dolita_, que deseáis sentaros a la mesa?... y yo... ¿por
qué no he de decirlo? estoy ladrando de hambre. Conque...
LUCRECIA
Me arreglaré en un momento.
LA ALCALDESA
Subamos a mi tocador. Mientras usted se arregla, dispondré que nos
sirvan la comida.
EL ALCALDE
Y yo, si la señora Condesa me lo permite, voy a librarla de otra _lata_
horrorosa.
LUCRECIA
¿Qué?
EL ALCALDE
El orfeón del pueblo quiere venir a cantar durante la comida.
LUCRECIA
¡No, por Dios!
EL ALCALDE
Ahí está el director. Voy a quitárselo de la cabeza...
LUCRECIA
Sí, sí; que lo agradezco, que siento mucho...
LA ALCALDESA
Que está muy fatigadita. Crea usted que no perdemos nada. Desafinan
como perros.
EL ALCALDE
Y que, motivado al luto, no está usted para músicas... Ya, ya sabré
despacharles... Y sobre todo, que lo mando yo, ea...
~(Vase presuroso.)~

ESCENA III
~Tocador de la Alcaldesa.~
~LUCRECIA, DOLLY y NELL; una criada extranjera que ayuda a vestir a su
ama y no habla; después LA ALCALDESA.~
LUCRECIA
¡Qué descanso! Solas un momento. Prefiero una enfermedad a los
entusiasmos de Jerusa.
NELL
Mamá, es que te quieren.
LUCRECIA
Sí, sí: cariños que reclaman la fuga inmediata, como quien escapa de
una epidemia. Es violentísimo tener que mostrar gratitud ante estas
mojigangas.
DOLLY
Mamá, ten paciencia.
LUCRECIA, ~bajando la voz~.
Lo mismo que soportar las amabilidades de estos pobres cursis... Son
muy buenos, lo reconozco... y les aprecio verdaderamente. Pero en
Jerusa no quiero ver a nadie más que a vosotras.
NELL
Mamá, ¿cuándo nos llevas contigo?
LUCRECIA, ~meditabunda~.
No sé... Tal vez muy pronto. Depende de circunstancias eventuales...
DOLLY, ~vivamente~.
Mamá, ¿no sabes? Ha llegado el abuelito.
LUCRECIA, ~disimulando su disgusto, que solo se trasluce en rápidos
destellos de sus pupilas rasgueadas de oro~.
Ya, ya lo sé... Llegó esta mañana. ¿Y qué? Tan gruñón y desabrido como
siempre.
NELL
A nosotras nos quiere mucho.
DOLLY
Irás a verle...
LUCRECIA
Sin duda. Ya sé que hoy come con D. Carmelo... ¿Y con vosotras ha
estado muy expansivo? ¿Qué hacíais cuando llegó?
DOLLY
Le encontramos en el bosque. Primero tuvimos mucho miedo, porque no le
conocíamos.
LUCRECIA
Y después de conocerle, más.
NELL
No, no: el pobrecito no acababa de hacernos cariños. Nos da mucha
lástima de verle tan agobiado, viejecito, casi ciego.
LUCRECIA
Y en el camino del bosque a la Pardina, ¿no habló con nadie? ¿No le
salió al encuentro alguna persona conocida?
DOLLY
Sí, mamá: Senén.
LUCRECIA, ~disgustada~.
Ya me han dicho que está aquí ese tábano. El tal marea... y pica. Os
recomiendo el menor trato posible con él.
LA ALCALDESA, ~entrando~.
Cuando usted quiera.
LUCRECIA
Ya estoy.
LA ALCALDESA, ~llevándola a la ventana, y mostrándole al Alcalde, que
en la calle habla con un joven~.
Vea usted, Lucrecia, los apuros que pasa mi esposo por defenderla
a usted de impertinencias. Ese con quien habla es Pepito Cea, el
periodista de Jerusa, que quiere colarse aquí para celebrar con usted
una _interview_.
LUCRECIA
¡Una _interview_!... ¿Pero está loco ese hombre?
LA ALCALDESA
Mire usted... mire usted a José María, más colorado que un pavo...
Parece que quiere romperle el bastón en la cabeza... Ahora le coge de
las solapas... Al fin parece que le convence.
LUCRECIA
¿Pero qué quiere preguntarme ese tipo, ni qué tengo yo que decirle?
LA ALCALDESA
Pues nada: a qué hora entró en el tren; si le gustó el paisaje; si le
prueba bien Jerusa; si quedó contenta de la ovación o le ha parecido
poca, y, por fin, cuál es su actitud en el asunto de la Cámara de
Comercio, es decir, si apoyará a raja-tabla en Madrid las pretensiones
de esta villa.
LUCRECIA
¡Dios me ampare!
LA ALCALDESA, ~mirando~.
Ya, ya le ha despachado. Allá va el pobre Cea con viento fresco.
Pondrá esta noche las paparruchas que le habrá encajado José María...
Que usted adora al pueblo; que ha venido muy cansada y con dolores de
reúma, y que se desvivirá por conseguirnos lo de la Cámara de Comercio,
apabullando a los de Durante... Ya entra mi marido. Bajemos al comedor.
LUCRECIA. ~(Salen las dos señoras, enlazadas del brazo; las niñas
delante.)~
Es delicioso. Pero no me hace ninguna gracia que ponga ese majadero la
noticia falsa de mi reumatismo. Es una enfermedad que me desagrada más
que otras, porque, no siendo grave, hace engordar.
LA ALCALDESA, ~bajando la escalera~.
Es muchacho fino, y dirá que está usted nerviosa.
LUCRECIA
Menos mal.
~En la puerta del comedor encuentran al señor Alcalde, que ofrece su
brazo a la Condesa. Sofocado, aunque de buen humor, da cuenta del
gracioso _quite_ con que logró evitar la formidable tabarra con que
les amenazaba el audaz foliculario. Debe decirse, tributando a la
verdad los honores debidos, que fue excelente y copiosa la comida,
feliz combinación del _estilo de fonda_ y del arte casero en casa
rica; el servicio atropellado y lento, pues las pobrecitas criadas
no acertaban a desenvolverse en aquel mete-y-saca y quita-y-pon de
platos, fuentes y salseras. Sentáronse a la mesa, a más de la Condesa
y sus hijas y los dueños de la casa, los dos niños de estos, escolares
encogidos que se hallaban en plena _edad del pavo_, y eran de lo más
desaborido que en tan lastimosa edad comunmente se ve. De personas
extrañas solo había una, la que toda Jerusa conocía por CONSUELITO, de
apodo la _Solitaria_, prima del Alcalde, viuda rica sin hijos, que en
investigar vidas ajenas se pasaba mansamente la suya, y era, por tanto,
un viviente archivo de historias, enredos y chismes. Amenizó el señor
Alcalde la comida con un jaquecoso disertar sobre las mejoras pasadas,
presentes y venideras de Jerusa, y a nadie dejaba meter baza. Pugnaba
su esposa por intercalar observaciones finas en medio de la gárrula
oratoria del buen Monedero: pero rara vez vio coronado por el éxito
su laudable propósito. Cuando servían el café (que, entre paréntesis,
llegó a la mesa mal hecho, recalentado y frío), entraron a saludar a la
Condesa EL SEÑOR CURA, que ya la había visto, y SENÉN, que aún no había
tenido el honor de besarle la mano.~

ESCENA IV
~Jardín que no necesita descripción, pues ya se comprende que es un
afectado y ridículo plagio en pequeño del estilo inglés en grande;
trazado en curvas, con praderas, macizos, bosquecillos y plantaciones
ornamentales de variada coloración.~
~LUCRECIA, NELL y DOLLY; EL ALCALDE, LA ALCALDESA, sus DOS HIJOS, que
no hablan, y peor sería que hablaran; CONSUELITO, EL CURA, SENÉN.~
~Fórmanse grupos distintos que cambian de figuras.~
EL CURA, ~sentándose con la Condesa y la Alcaldesa en un banco
_rústico_, de los muchos que hay en el jardín, alternando con los
_civilizados_~.
Ya comprenderá la señora Condesa que no he venido esta tarde solo por
el gusto de verla, que siempre es grande, sino...
LUCRECIA
Ya, ya... Ha comido usted con _él_... y me trae algún mensaje; recadito
por lo menos.
EL CURA
Dispénseme si le digo que se equivoca. El señor Conde no me ha dado
ninguna comisión ni recado para la Condesa de Laín.
LUCRECIA
Entonces...
EL CURA
Lo que yo diga será por cuenta mía, por inspiración propia y consejo de
amigo.
LUCRECIA, ~a la Alcaldesa, que se aparta discretamente~.
No, no se retire usted, Vicenta. No hablamos nada reservado. Puede
usted oírlo... Siga, Don Carmelo. Mi ilustre papá político, como si lo
viera, habrá dicho de mí... qué sé yo... horrores espeluznantes.
EL CURA
No, señora. Ni una sola vez la ha nombrado a usted durante la comida.
LUCRECIA
Permítame el Sr. D. Carmelo que no le crea, con todo el respeto debido.
Es usted un santo, que en este instante no dice la verdad... por exceso
de virtud. Se dan casos.
EL CURA
Habló mucho de su hijo muerto, dignísimo esposo de usted; ponderó sus
virtudes, su mérito no común, lloró...
LUCRECIA, ~que palidece, e intenta desviar la conversación~.
También hablaría de su desdichado viaje a América. Lo emprendió atraído
por la ilusión, por el espejismo de un caudal que allí dejó su abuelo
el Virrey, y después de mil fatigas y trabajos, sufriendo desaires y
persecuciones, ha vuelto descorazonado y sin una peseta. Al diantre
se le ocurre plantarse en el Perú a reclamar las famosas minas de
Hualgayoc, olvidadas durante un siglo.
EL CURA
También nos habló de eso... y de otras cosas. Demuestra un cariño
ardiente a sus nietas. Oyéndole hablar de ellas, hemos observado
Angulo y yo cierta exaltación del afecto paternal, y una tenacidad
monomaníaca en el propósito de estudiar y desentrañar los caracteres de
una y otra... Por la incoherencia con que se expresa, no hemos podido
apoderarnos de su pensamiento, si es que alguno tiene. Angulo cree más
bien que en aquella cabeza hay un desconcierto lastimoso, ideas de
grandeza, ideas de venganza, el orgullo y la miseria, que rabian de
verse juntos.
LUCRECIA
No será extraño que las desdichas, amargando su alma, toda soberbia y
altanería, lleven al buen D. Rodrigo a la locura...
EL CURA
No diré yo tanto. Solo apunto la idea de que el señor Conde, por su
ancianidad, por su pobreza, por el estado de amargura e irritación
de su espíritu, merece y reclama exquisitos cuidados, y de esto
precisamente quería que hablásemos usted y yo.
LUCRECIA
Por mí no ha de quedar. Pienso decir a Venancio que si el Conde
permanece en la Pardina tenga con él toda clase de miramientos, le
cuide, le agasaje, atienda con delicadeza a sus necesidades. Pero yo
dudo que acepte estos beneficios dispuestos por mí. Usted le conoce...
EL CURA
Sí, y sé que es atrabiliario, descontentadizo, y que la exaltación de
la dignidad le impulsará a rechazar el bien que usted le ofrezca.
LUCRECIA, ~cruzándose de brazos~.
Entonces, ¿qué debo hacer? Vicenta, dé usted su opinión.
LA ALCALDESA, ~con finura~.
Yo... ¿Qué quiere usted que le diga? Paréceme que no será difícil
encontrar un medio de darle amparo decoroso, digno de su alcurnia, sin
que la vidriosa dignidad de D. Rodrigo se sintiera ofendida.
EL CURA, ~aprobando enfáticamente~.
Mucho, mucho... Vicenta, con su talento admirable, nos indica el mejor
camino. Pues bien: yo tengo una idea, que quiero someter al buen
criterio de usted...
EL ALCALDE, ~presuroso, hacia la Condesa~.
Lucrecia, ahí tiene usted una visita. El Prior y dos Padres Jerónimos
del convento de Zaratán vienen a ofrecer a usted sus respetos.
LUCRECIA
¡Ah!... Zaratán... Ya me acuerdo. Dí una cantidad para la
restauración... y Rafael consiguió del Gobierno un dineral para que
estos benditos pudieran instalarse.
LA ALCALDESA
¿Están en la sala? Vamos un momento. No tema usted que la fastidien.
Son finísimos.
EL CURA
Vamos allá... ¡Qué oportunidad, qué feliz coincidencia!
~(Entran en la casa Lucrecia, el Cura, el Alcalde y su señora.)~
SENÉN, ~en otro grupo, con Nell y Dolly, Consuelito y los niños del
Alcalde, que no hablan ni a tiros~.
¿Quieren ver la pajarera?
NELL
Lo que queremos ver es las sortijas que llevas tú en el dedo meñique.
DOLLY
Son preciosas. Ya podías regalárnoslas.
SENÉN
Están a su disposición.
DOLLY
¡Truhan! Ya sabes que no las tomaríamos.
SENÉN
¿Por qué no? Hagan la prueba.
NELL
Te morirías de rabia.
CONSUELITO
Las necesita para deslumbrar a las chicas del pueblo.
DOLLY
¿Cuántas novias tienes? Dinos la verdad.
NELL
Lo menos dos docenas.
CONSUELITO
Que yo conozca, tres... A mí no me lo negarás, pillo, engañador. Te he
visto de telégrafos con Delfina, la del confitero; sé que te carteas
con Amalia Ruiz, y es de dominio público que le mandas versitos a ese
retaco de Hilaria Sevillano, y que ella te envía, con la mujer del peón
caminero, peras de su huerta. Todo se sabe, amiguito.
SENÉN
Sí, y lo primero que sabemos es que se deja usted tamañita a _La
Correspondencia_. Todo lo averigua y todo lo trabuca. Para que se
entere, no han sido peras, sino abridores.
CONSUELITO
Y ahora te está preparando una calabaza de cabello de ángel. Es rica la
niña, aunque cargadita de espaldas; pero los padres, que son plateros y
conocen el oro falso, no te pasan... Tienes liga...
~(No se oye lo que contesta Senén, porque Nell y Dolly, viendo pasar
a un sujeto al través de la verja que da a la calle de Potestad, se
abalanzan gozosas a llamarle.)~
DOLLY
¡D. Pío, Pío, Piito, venga, ven acá!... entra.
CONSUELITO, ~dejando a Senén con la palabra en la boca~.
¿Es Coronado, vuestro maestro?
NELL, ~gritando~.
Maestro, maestrillo, entra. Mamá quiere verte.
DOLLY
No seas vergonzoso... ven.
SENÉN
No entrará ni a tiros. Es muy corto de genio. ~(Se asoman los cuatro, y
ven a un anciano que se aleja calle adelante, y risueño saluda con la
mano.)~
NELL
¡Pobrecillo!... ¡Le queremos más...!
~Los dos niños del Alcalde se dedican, con perseverancia digna de mejor
causa, a untarse las manos de tierra mojada. La _Solitaria_, viendo
salir a los frailes, y a las señoras, que en la verja de la plaza les
despiden, corre a gulusmear. Fórmanse nuevos grupos: en un lado están
el Cura, la Alcaldesa y Consuelito; en otro, el Alcalde, la Condesa,
Senén y las niñas.~
CONSUELITO, ~a la Alcaldesa~.
¿Se puede saber a qué han venido los padricos de Zaratán?
LA ALCALDESA
Visita de parabién, y nada más. ~(Al Cura.)~ La verdad, D. Carmelo,
aquí que nadie nos oye: ¿D. Rodrigo le dijo o no le dijo a usted los
horrores que supone Lucrecia?
EL CURA, ~escurriendo el bulto~.
Psch... Exageraciones, monomanías... chocheces.
CONSUELITO
A esta buena señora no le vendría mal mirar un poquito por su
reputación... Ella será buena; pero no puede hacerlo creer a nadie.
LA ALCALDESA
Chitón, Consuelo. Lucrecia está en mi casa.
EL CURA
De todas las historias que por ahí corren, descontemos lo que añaden la
malicia, la envidia, el afán de los chistes, y...
CONSUELITO
Quite usted todo el _jierro_ que quiera, y siempre quedará lo que es
público y notorio.
LA ALCALDESA
¿Y quién te asegura que no sea invención?
CONSUELITO
No creo en las invenciones, ni siquiera en la de la pólvora... Esta
Vicenta, cuando se pone a no querer entender las cosas...
LA ALCALDESA
Indicábamos que podría ser invención...
CONSUELITO
¿He inventado yo que esta buena señora no tenía ni pizca de amor a su
marido... y que le dejó morir como un perro en una fonda de Valencia?
LA ALCALDESA
¡Consuelo, por Dios...!
CONSUELITO
Hija, en Madrid lo oí... Los chicos de la calle no sabían otra cosa.
Bueno: que es mentira. ¿Queréis que diga y sostenga que miente todo
el mundo? Pues lo digo: a benevolencia nadie me gana. Pero también os
aseguro una cosa: en mi fuero interno creo que el Conde de Albrit tiene
razón en odiar a su nuera, y lo pruebo, como diría Senén.
EL CURA, ~riendo~.
Recomiéndele usted a su fuero interno que no sea tan malicioso.
CONSUELITO
Pero no puedo recomendar a mis ojos que no vean lo que ven; y han visto
que la cara de la Condesa se queda como el mármol cuando le nombran a
su suegro.
EL CURA
De mármol blanco. Es que tiene una tez que ya la quisiera usted para
los días de fiesta.
CONSUELITO
Yo no presumo.
EL CURA
Podía...
LA ALCALDESA, ~cortando la cuestión~.
Basta. Mientras esta señora esté en mi casa, yo no tolero...
CONSUELITO
Claro... pero conste que ella viene a honrarse a tu casa... no eres tú
quien se honra con recibirla y agasajarla. ¡Pues no le han dado hoy
poquita ovación!... Y dice que no le gustan los vivas... A poco más
revienta de orgullo.
EL CURA
Señora Doña Consuelito, no abre usted la boca sin decir algo en ofensa
del prójimo. Haga caso de mí, que la quiero bien: ponga mesura en sus
palabras, y enfrene un poco su curiosidad de las vidas ajenas.
CONSUELITO
¿Qué mal hay en saber lo que pasa, siendo verdad? La curiosidad es hija
de Dios, y de la curiosidad nace la historia que usted cultiva, y nace
la ciencia que descubre tantas cosas.
EL CURA
La curiosidad perdió a Eva.
CONSUELITO
Hay opiniones...
EL CURA, ~riendo~.
Es dogma.
CONSUELITO
Bueno... lo creo por ser dogma, que si no, no lo creía. Una cosa
siento, acordándome de lo del Paraíso... Sí, señor, siento no haberlo
visto yo, para que nadie me lo contara.
LA ALCALDESA, ~viendo llegar a la Condesa~.
Silencio... Aquí viene.
LUCRECIA
¡Pobre Senén! Las chiquillas le traen loco.
~La inopinada presencia del periodista en la verja de entrada exige
nueva intervención de la muleta del señor Alcalde. Preséntase también
el director del orfeón. La Alcaldesa se ve precisada a poner coto a los
juegos inocentes de sus hijuelos, y acude al estanque, donde se lavan
las manos, mojándose la ropita nueva. Nell y Dolly llaman a Consuelito
y al Cura. Senén y la Condesa se encuentran un rato solos.~
LUCRECIA, ~sentada a la sombra de una magnolia frondosísima~.
Ya sé que has visto a ese hombre, que le has hablado.
SENÉN, ~en pie, respetuoso~.
Viene de malas.
LUCRECIA, ~disimulando su miedo~.
¿Y qué me importa? Forzoso es darle algo para que viva... Me dejará en
paz.
SENÉN
Lo dudo... Como soberbio que es, no querrá limosna; como quisquilloso y
camorrista, querrá escándalo.
LUCRECIA, ~trémula~.
¡Escándalo!... ¿Qué?... ¿te ha dicho algo?
SENÉN, ~haciéndose el misterioso~.
A mí, no... En Madrid, un amigo mío que vivió en Valencia con el señor
Conde, me dijo que este, desde la muerte de su hijo (Dios le tenga
en su gloria), no vive más que para un fin: revolver lo pasado, los
desechos del pasado...
LUCRECIA
Como los traperos en los montones de basura.
SENÉN
Revolver para sacar... lo que encuentre.
LUCRECIA, ~muy inquieta~.
Y a ti te haría mil preguntas... Sabe que fuiste mi criado... y los
criados siempre poseen algún secreto... digo mal, algún dato de las
intimidades de sus amos.
SENÉN, ~enfáticamente~.
En mí tuvo y tendrá siempre la señora Condesa un servidor leal...
LUCRECIA
Lo sé... Confío en ti.
SENÉN
Y aunque no me obligaran a la lealtad los motivos de agradecimiento
que me hacen esclavo de la señora, seré fiel y seguro porque tengo la
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