El abuelo (Novela en cinco jornadas) - 05

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honradez metida en las entrañas...
LUCRECIA
Lo sé... ~(Apuradísima por librar su olfato del insoportable perfume de
heliotropo que Senén despide de su ropa, saca el pañuelo, y se acaricia
con él la nariz, fingiendo constipación.)~
SENÉN
Sirvo a la Condesa de Laín desinteresadamente en todo aquello que guste
mandarme, sea lo que fuere... Pero no olvide la señora que su humilde
protegido, el pobre Senén, no merece quedarse a mitad del camino en su
carrera.
LUCRECIA, ~con hastío y desdén~.
¿Pero qué... quieres más? ¿Solicitas otro ascenso? Ahora es imposible.
SENÉN, ~quejumbroso~.
No es eso. Por la administración a secas no se va a ninguna parte.
LUCRECIA
¿Pues qué pretendes?... Dilo pronto y acaba de una vez. ¿Quieres el
arzobispado de Toledo, o la cruz laureada de San Fernando?
SENÉN
Aspiro a una posición obscura y de mucho trabajo, con lo cual podré
asegurar mi subsistencia en lo que me quede de vida.
LUCRECIA, ~impaciente, deseando que se vaya~.
Bueno: la tendrás. ¿Es cosa que puedo hacer yo?
SENÉN
Facilísimamente, no dejando pasar la ocasión. Es cosa muy sencilla. Que
me nombren agente ejecutivo para la cobranza de Derechos Reales.
LUCRECIA
¿Y eso da dinero?
SENÉN
¡Que si da!...
LUCRECIA
¿De modo que pidiéndolo al Ministro...?
SENÉN
Como tenerlo en la mano.
LUCRECIA, ~levantándose, por huir del perfume y del perfumado~.
Si es así, cuenta con ello.
SENÉN
Permítame la señora un momentito...
LUCRECIA
¡Insufrible pedigüeño! ¿Todavía más?
SENÉN
Se me olvidó decir a la señora que para desempeñar ese cargo necesito
fianza.
LUCRECIA, ~muy displicente~.
¿También eso?
SENÉN
Una fuerte fianza.
LUCRECIA, ~sofocando su ira~.
Yo no puedo ponértela...
SENÉN, ~dando un paso hacia ella~.
Pero el señor Marqués de Pescara me la facilitará solo con que la
señora se lo diga... o se lo mande.
LUCRECIA
¡Oh!... Esto ya es absurdo... Pides cosas difíciles, enfadosas.
SENÉN, ~dando otro paso en seguimiento de la Condesa, que se aleja~.
Si la señora no quiere molestarse para que yo salga de pobre, no he
dicho nada... Se me olvidaba manifestarle que el dinero estará seguro,
y el señor Marqués cobrará intereses de la Caja de Depósitos.
LUCRECIA, ~deseando concluir~.
Está bien... Pero es dudoso que yo pueda ver a Ricardo...
SENÉN, ~con seguridad~.
Le verá mañana o pasado.
LUCRECIA, ~con súbito interés, aproximándose a él, sin temor a la
fragancia heliotrópica~.
¿Dónde?... ¿Qué dices?... ¿Dónde?
SENÉN
En Verola, a donde la señora va desde aquí.
LUCRECIA
¿Y cómo lo sabes?
SENÉN
Cuando lo digo, es porque lo sé... y lo pruebo.
LUCRECIA
¡Él también en Verola!... ¡Ah! lo sabes por su ayuda de cámara, que es
tu primo. ¿Estás seguro?
SENÉN
Prométame la señora que si encuentra allí al señor Marqués le pedirá la
fianza. Con eso me basta.
LUCRECIA, ~rehaciéndose, avergonzada de sostener coloquio familiar con
un inferior~.
Yo veré... Ignoro en qué disposición encontraré a Ricardo.
SENÉN, ~muy animado~.
Prométame hablarle de mi fianza si le encuentra en buena disposición.
Me conformo.
LUCRECIA
Te prometo no olvidar el asunto, mirarlo con interés... siempre que tú
me asegures una lealtad a toda prueba...
SENÉN, ~con aspavientos de adhesión~.
¡Señora!...
LUCRECIA, ~tapándose la nariz~.
Retírate...
SENÉN
¿Qué... está la señora constipada?
LUCRECIA, ~burlona~.
No, hombre... Es que usas unos perfumes tan fuertes, que no se puede
estar a tu lado... Vete ya.
SENÉN, ~turbado~.
Pues yo creía... No molesto más... ~(Saludando a distancia.)~ Señora...
LUCRECIA, ~agitando con su pañuelo el aire, para alejar los miasmas
olorosos~.
¡Qué desgraciada soy, Dios mío! ¡Tener que soportar a ese animalejo, y
oírle, y olerle... solo porque le temo!...
LA ALCALDESA, ~que vuelve de meter en cintura a sus niños~.
¿Qué hace usted, Lucrecia?
LUCRECIA
Limpiar la atmósfera de los perfumes que usa este imbécil.
LA ALCALDESA, ~riendo~.
Sí, sí: tiene infestada... toda la población.
~(Entra en el jardín _Capitán_, el perrito de la Pardina, y corre hacia
las niñas, brincando de alegría, y meneando el plumacho que tiene por
cola.)~
DOLLY, ~bajándose para cogerle de las patas delanteras~.
Hola, pillo, ¿vienes a ver a tus niñas?
NELL
¿Qué trae por aquí el chiquitín de la casa? Tú no has venido solo,
_Capitán_.
DOLLY
¿Con quién has venido?
EL ALCALDE, ~a Lucrecia~.
Ahí tiene usted a Venancio, con un recado del _León de Albrit_...
Cuidado que no le llamo flaco ni gordo, ni hablo de sus pulgas.
LUCRECIA, ~demudada~.
Voy... ¿Qué será? ~(Entra en la casa, acompañada de la Alcaldesa.)~
EL ALCALDE, ~a Consuelito, que ávida de noticias se le aproxima~.
Esta tarde no podremos librarnos del orfeón. Ya le he dicho a Fandiño
que con un par de cantatas nos daremos por bien servidos.
CONSUELITO
Y echarán, aplicándolo a tu amiga, el coro dedicado a Isabel la
Católica, que dice: «Salve, matrona excelsa...» ~(Cantando.)~
EL ALCALDE
El tábano de Cea debiera celebrar su _interbú_ contigo. Pero como estás
sorda, le encargaré que se traiga una trompetilla.
CONSUELITO, ~amenazándole con su abanico~.
¡Sorda yo!
EL ALCALDE
Quiero decir que debieras serlo... y muda.
CONSUELITO
Eso quisieras tú, para hacer mangas y capirotes en el Ayuntamiento.
LUCRECIA, ~que vuelve de la casa, con la Alcaldesa y el Cura~.
Mi noble suegro me pide hora y sitio para nuestra entrevista. He dicho
a Venancio que le contestaré esta tarde.
EL CURA
Me parece bien que no se demore el careo. Sea usted humilde si él es
orgulloso. Tiene usted la juventud, la fuerza, no sé si la razón... Él
es anciano, infeliz... Merece indulgencia.
LUCRECIA, ~mirando más al suelo que a los que la rodean~.
No sé qué pretenderá... Lo sabremos mañana.
EL ALCALDE
Citémosle aquí. Verá usted cómo conmigo no se desmanda. ¡Leoncitos a
mí!
LUCRECIA, ~vacilando~.
No sé... no sé...
CONSUELITO
Si quiere usted celebrar la entrevista en mi casa, pongo a su
disposición una sala hermosísima... Con franqueza. Estarán ustedes
solitos... Se cierran bien las puertas...
LUCRECIA
No, gracias... Iré a la Pardina.
EL CURA
Fije usted la hora, y yo le llevaré el recado.
LUCRECIA
Mañana, a las diez.
LA ALCALDESA, ~desconsolada~.
¡Mañana que pensaba yo llevármela a visitar a las monjitas!
EL ALCALDE
Y el colegio, y la fábrica, y el matadero, y los casinos de la _masa
obrera_, y el hospital, y el instituto, y las escuelas... Condesa, que
espere el león un día más.
LUCRECIA
No puede ser, mi querido D. José María, porque me voy mañana.
LA ALCALDESA, ~con asombro y cierta indignación, de que participa su
esposo~.
¿Cómo es eso? ¡Lucrecia, por Dios...!
EL ALCALDE, ~dando resoplidos~.
¡Trómpolis! Eso no es lo tratado.
LA ALCALDESA
No, hija mía; no lo consentimos. Dijo usted que cuatro días.
EL ALCALDE
Me opongo. Saco la vara.
EL CURA
Y yo saco el Cristo.
CONSUELITO
¡Ingrata! ¡Dejarnos tan pronto!
LUCRECIA, ~remilgada, suspirando~.
Lo siento en el alma...
EL CURA
¿Pero tan mal la tratamos?
CONSUELITO, ~poniendo morros~.
Sin duda la tratan mejor en Verola, en el castillo de sus amigos los
Donesteve.
LUCRECIA
Compromiso ineludible. Me esperan mañana. Pero no hay que apurarse...
volveré.
EL ALCALDE, ~con grosería~.
¿De veras? ¡Cómo nos está tomando el pelo!
LA ALCALDESA
No, no nos engaña. Volverá.
LUCRECIA
Como que es muy probable que allí determine llevarme a las
chiquillas... Francamente, me inquieta un poco dejarlas en Jerusa.
EL CURA, ~frunciendo el ceño~.
Tal vez...
NELL, ~corriendo hacia su madre~.
¡Mamá, el orfeón!
DOLLY
¡El orfeón! Ahí están.
NELL, ~batiendo palmas~.
¡Qué gusto!
DOLLY
¡Qué alegría!
CONSUELITO, ~cantando bajito~.
«Salve, matrona excelsa...»

ESCENA V
~Sala baja en la Pardina.~
LUCRECIA, ~sentada, melancólica, mirando al suelo~; EL CONDE, ~que
entra por el foro~.
EL CONDE
Señora Condesa... ~(Se inclina respetuosamente. Saluda ella con fría
reverencia.)~ Agradezco a usted que haya tenido la bondad de concederme
esta entrevista, aunque para merecer yo favor tan grande haya tenido
que venir a Jerusa. ~(Toma una silla, y se sienta cerca de ella.)~
LUCRECIA
Es obligación sagrada para mí acceder a su ruego... aquí o en cualquier
parte. Obligación digo: durante algún tiempo me ha llamado usted su
hija.
EL CONDE
Pero ya no... Esos tiempos pasaron. Fue usted, como si dijéramos, una
hija eventual... transitoria, una hija de paso...
LUCRECIA, ~esforzándose en sonreír para engañar su miedo~.
Y a las hijas de paso... cañazo.
EL CONDE
Extranjera por la nacionalidad, y más aún por los sentimientos, jamás
se identificó usted con mi familia, ni con el carácter español.
Contra mi voluntad, mi adorado Rafael eligió por esposa a la hija de
un irlandés establecido en los Estados Unidos, el cual vino aquí a
negocios de petróleo... ~(Suspirando.)~ ¡Funestísima ha sido para mí la
América!... Pues bien: como todo el mundo sabe, me opuse al matrimonio
del Conde de Laín; luché con su obstinación y ceguera... fui vencido.
Me han dado la razón el tiempo y usted; usted, sí, haciendo infeliz a
mi hijo, y acelerando su muerte.
LUCRECIA, ~airada, y todavía medrosa~.
Señor Conde... eso no es verdad.
EL CONDE, ~fríamente autoritario~.
Señora Condesa, es verdad lo que digo. Mi pobre hijo ha muerto de
tristeza, de dolor, de vergüenza.
LUCRECIA, ~sacando fuerzas de flaqueza~.
No puedo tolerar...
EL CONDE
Calma, calma. No se acalore usted tan pronto... cuando apenas he
comenzado...
LUCRECIA
Es monstruoso que se me pida una entrevista para mortificarme, para
ultrajarme. ~(Afligida.)~ Señor Conde, usted nunca me ha querido.
EL CONDE
Nunca... Ya ve usted si soy sincero. Mi penetración, mi conocimiento
del mundo no me engañaban. Desde que vi a Lucrecia Richmond la tuve
por mala, y si en algo han fallado mis augurios ha sido en que... en
que salió usted peor de lo que yo pensaba y temía.
LUCRECIA, ~levantándose altanera~.
Si esta conferencia, que yo no he solicitado, es para insultarme, me
retiro.
EL CONDE, ~sin alterarse~.
Como usted guste. Si prefiere que lo que tengo que decirle lo diga
a todo el mundo, retírese en buen hora. Por la cuenta que le tiene,
preferirá sin duda oírlo sola, por mucho que le desagraden mi voz y
mis acusaciones. ¿No es eso? El oprobio de que pienso hablarle quedará
entre los dos. Nos lo repartiremos por igual, sin dejar nada para los
extraños. ¿No es esto mejor que arrojarlo fuera, a puñados, sobre
la multitud? ~(La Condesa, que vacila entre salir y quedarse, da un
paso hacia su asiento.)~ ¿Ve usted cómo no le conviene dejarme con la
palabra en la boca?... Así es mejor.
LUCRECIA, ~angustiada, pasándose la mano por los ojos y la frente~.
Sí, sí... Le suplico la brevedad... Lo que se propone decirme, dígalo
pronto, pronto...
EL CONDE
Es un poquito largo... ~(Le señala el asiento.)~ ¿A qué tanta prisa?
¡Cuánto mejor está usted aquí conmigo, oyendo las terribles verdades
que salen de mi boca, que entre gentes aduladoras y embusteras,
que públicamente la festejan, y en privado la denigran! ¿Acaso es
usted tan candorosa que se paga de esa estúpida farsa de la ovación
callejera, y los vivas y los cohetes? Todos los que se han quedado
roncos aclamando a la Condesa de Laín, se aclaran la voz contando
aventuras galantes, anécdotas maliciosas. Y también digo que, con ser
usted mala, no lo es tanto como creen y afirman los imbéciles que ayer
la vitorearon.
LUCRECIA, ~queriendo serenarse~.
Más vale así... Siempre es un consuelo ser mejor de lo que nos creen
los amigos.
EL CONDE
Siéntese usted. Después de oír tantos embustes y lisonjas, no le viene
mal oír la voz de la justicia, de la verdad... y oírla con paciencia
cristiana.
LUCRECIA
¡Paciencia! Ya ve usted que la tengo, aunque no sea tanta como su
malicia. Pero no hay que abusar, señor mío; no vea usted cobardía en lo
que es respeto a la ancianidad, a los lazos que nos unen y que usted no
puede desconocer, a sus terribles infortunios...
EL CONDE, ~con gran abatimiento~.
Sí, sí: soy muy desgraciado.
LUCRECIA, ~envalentonándose al ver desmayar a su enemigo~.
Pero usted, Sr. D. Rodrigo, no aprende nunca. Las desgracias, que
son lecciones y avisos de la Providencia, doman al más soberbio, y
suavizan al más atrabiliario. Esta ley, sin duda, no reza con usted.
Francamente, yo creí que la pérdida total de su fortuna y el horrible
desengaño de América, amansarían su orgullo... Veo que no. El león,
caduco y pobre, vuelve a España más fiero.
EL CONDE
¿Qué quiere usted?... Dios me ha hecho fiero, y fiero he de morir.
LUCRECIA, ~intentando tomar una posición ofensiva~.
Es usted, según creo, el hombre de las equivocaciones, y bien puede
decirse que todo aquello en que pone la mano le sale mal. Le hacen
creer que el Gobierno peruano está dispuesto a reconocerle la propiedad
de las minas de Hualgayoc, y se embarca, la cabeza llena de viento,
discurriendo cómo traerá la enorme carga de millones que allá le tenían
muy guardaditos... Pero la realidad le deparó tan solo desprecios,
cansancio inútil, humillaciones... Y no teniendo sobre quién descargar
su despecho, se revuelve contra una pobre mujer, y la injuria y la
maldice.
EL CONDE
Si al regresar de aquella excursión que consumó mi ruina hubiera yo
encontrado a mi hijo vivo, su cariño me habría hecho olvidar mi triste
situación. Pero la muerte de Rafael, acaecida hace cuatro meses, avivó
en mí la irascibilidad, despecho si usted quiere, el sabor amargo que
en mi alma dejaron las desdichas... y avivó también el odio a la
persona que creo responsable de la infelicidad y de la muerte de aquel
hombre tan bueno y leal.
LUCRECIA, ~altanera~.
¡Responsable yo de su muerte! Eso es una infamia, señor Conde.
EL CONDE, ~con gran entereza~.
Mi hijo ha muerto... del abatimiento, del bochorno a que le llevaron
los escándalos de su esposa. Eso lo sabe todo el mundo.
LUCRECIA, ~airada, levantándose~.
Mire usted lo que dice. Se hace usted eco de viles calumnias. Tengo
enemigos.
EL CONDE
Más que los enemigos, difaman a Lucrecia Richmond... sus amigos.
LUCRECIA, ~desconcertada~.
Repito que es calumnia.
EL CONDE, ~levantándose también~.
Ahora lo veremos... ~(Con cierta dulzura.)~ Lucrecia... aún podría
suceder que yo me equivocara, que fuese usted mejor de lo que
supongo... Este error mío lo confirmaría usted, dándome con ello una
dura lección, si tuviera el arranque de confesarme la verdad...
LUCRECIA, ~aturdida~.
¿La verdad?...
EL CONDE
Sí... sobre un punto delicadísimo sobre el cual la interrogaré.
LUCRECIA, ~medrosa~.
¿Cuándo?
EL CONDE
Ahora mismo... sí, y contestándome sin pérdida de tiempo, me
proporcionará el placer inefable de perdonarla. Crea usted que al fin
de mi vida, quebrantado, triste, moribundo casi, el perdonar es gran
consuelo para mí.
LUCRECIA, ~con terror~.
¡Interrogarme! ¿Soy acaso criminal?
EL CONDE
Sí.
LUCRECIA, ~luchando con su conciencia, que anhela manifestarse~.
Todos somos imperfectos... No me tengo por impecable... ¿Pero a
usted... quién le ha hecho confesor... y juez?
EL CONDE
Me hago yo mismo... Quiero y debo serlo, como jefe de la familia de
Albrit, y guardador de mi decoro.
LUCRECIA, ~con pánico, queriendo huir~.
Esto es insoportable... No puedo más...
EL CONDE, ~deteniéndola por un brazo~.
No, no. No puede usted negarse a responderme... al menos para
demostrarme que no tengo razón, si en efecto no la tuviera y usted
pudiese probarlo. Lo que voy a preguntar es grave, y el acto de
preguntarlo yo, de contestarme usted, ha de revestir cierta solemnidad.
Ahora no soy yo quien habla: es el marido de la que me escucha, es mi
hijo, que resucita en mí... ~(Pausa.)~ Siéntese usted. ~(La lleva al
sillón.)~
LUCRECIA, ~cayendo desfallecida en el sillón~.
Por piedad, señor... Me está usted martirizando.
EL CONDE
Perdóneme usted... Es preciso... Hay que sufrir algo, Lucrecia. No
todo ha de ser gozar y divertirse. ~(Pausa. La Condesa, ansiosa,
no se atreve a mirarle.)~ Al llegar a Cádiz de mi frustrado viaje,
entregáronme una carta de Rafael, en la cual me manifestaba su dolor,
su amargura hondísima. La vida había perdido para él todo interés.
Hallábase enfermo, y en su desesperación no anhelaba curarse. Le
consumía el desaliento, la pérdida de toda ilusión, la vergüenza de ver
ultrajado su nombre...
LUCRECIA, ~revolviéndose~.
¡Señor Conde, por Dios...!
EL CONDE
Mi hijo vivía separado de su esposa desde el año anterior.
LUCRECIA
¿Y quién asegura que fue por culpa mía?
EL CONDE
Yo lo aseguro: por culpa de usted.
LUCRECIA
No es cierto.
EL CONDE, ~colérico~.
No me desmienta usted. Calle ahora y escuche. ~(Recobrando el tono
narrativo.)~ Rafael no me decía nada concreto. Expresaba tan solo el
estado de su espíritu, sin exponer las causas...
LUCRECIA, ~con viveza~.
No decía nada concreto. Luego...
EL CONDE
Pero, a poco de recibir la carta, me dio cuenta detallada de las
aventuras de la Condesa de Laín un amigo mío queridísimo, persona de
intachable veracidad, que no solo refería lo que era público y notorio,
sino algo que por circunstancias excepcionales tuvo ocasión de conocer
y comprobar; hombre que no ha mentido nunca, tan bueno y noble, que
al hacerme la triste historia de aquellos escándalos, casi, casi los
atenuaba... No necesito nombrarle. Usted le conoce.
LUCRECIA, ~aterrada, casi sin voz~.
Yo... no.
EL CONDE
Usted sabe quién es. Y no se atreve, no se atreve a sostener que ha
mentido, porque su conciencia, Lucrecia, se sobrepone a su cinismo;
y antes dudará usted de la luz que de la veracidad de ese hombre,
venerado de todo el mundo, gloria de la magistratura...
LUCRECIA, ~agarrándose a un clavo ardiendo~.
El hombre más recto puede equivocarse... sobre todo si respira un
ambiente malsano de hablillas y embustes...
EL CONDE
Sigo. Me refirió todo, todo... es decir, todo no. Falta algo, tan
secreto, que solo usted lo sabe... y usted me lo va a decir.
LUCRECIA, ~con angustias de muerte~.
¡Qué suplicio, Dios mío!
EL CONDE
¡Suplicio! No se acuerda usted del de su esposo, fugitivo, solo,
muriendo de melancolía, sin que ningún cariño le consolara... porque
yo estaba ausente, y usted, que no le amaba, no hacía más que rebuscar
pretextos para apartarse de su lado... Claro que al recibir la carta
y al oír los informes de mi amigo, me faltó tiempo para correr al
lado de Rafael. Tomé el tren, y sin parar en ninguna parte, me fui a
Valencia...
LUCRECIA
¡Ay de mí!
EL CONDE, ~con voz lúgubre~.
Dos horas antes de llegar yo, mi adorado hijo había muerto. Agravose su
enfermedad en aquellos días. Él no hacía caso... Un tremendo acceso de
disnea, el espasmo... la muerte. Todo en unas cuantas horas... ~(Llora.
Pausa.)~ Murió en el cuarto de una fonda... vestido sobre la cama...
mal asistido de gente mercenaria... ¡Jesús... qué dolor...!
LUCRECIA, ~muy conmovida, sollozando~.
¡Oh! Señor Conde, aunque usted no lo crea, yo le amaba...
EL CONDE, ~iracundo, limpiándose las lágrimas~.
¡Mentira! Si le amaba usted, ¿por qué no corrió a su lado al saber que
estaba enfermo?
LUCRECIA, ~sin saber qué decir~.
Porque... no sé... Complicaciones de la vida que no puedo explicar en
breves palabras. Yo...
EL CONDE
Déjeme concluir... Fácilmente comprenderá mi desesperación al
encontrarle muerto. ¡No escuchar de sus labios explicaciones que solo
él podría darme! Terrible cosa era perderle; pero más terrible aún
verle yerto, frío, mudo para siempre, como le vi yo... y no poder
consolarle, no poder decirle: «cuéntame tus martirios, y tu padre te
contará los suyos.» ~(Cruza las manos, sollozando.)~ ¡Oh, pena inmensa,
agonía lenta de mi vejez, más espantosa que cuantos males en todo
tiempo sufrí! Verle cadáver, hablarle sin obtener respuesta, sin que
a mis caricias respondiese con un gesto, con una mirada, con una voz.
¡Y sabiendo yo el infinito dolor que amargó sus últimos días, ver que
todo se lo llevaba, todo, al abismo del silencio, la muerte, sin darme
una parte, un poco del dolor suyo, que era su alma!... ~(La Condesa,
agitada y poseída de profunda emoción, llora, apretándose el pañuelo
contra los ojos.)~ ¡Horrible, pavoroso!... Usted no tiene corazón y no
sabe lo que es esto. ~(La ve llorar. Pausa.)~ ¡Qué hermoso sería que en
este instante pudiéramos llorar usted y yo por aquel ser querido!...
~(La Condesa da algunos pasos hacia él; están a punto de abrazarse...
vacilan... El Conde la rechaza secamente.)~ No... Tú, no... usted, no.
LUCRECIA
Sinceras son mis lágrimas.
EL CONDE
Naturalmente... Viendo mi pena... No es usted de bronce, no es usted
una fiera... Pero no, no sostenga que amaba a su esposo; al hombre
que se ama no se le engaña solapadamente, pisoteando su honra, y
arrojando al escándalo y a la befa del público su nombre sin tacha.
~(La Condesa inclina la cabeza, y fijos los ojos en el suelo, no dice
nada.)~ Al fin calla usted. Ahora, ahora veo a la desdichada Lucrecia
en el único terreno en que debe ponerse, que es el de la resignación
sumisa, esperando un fallo de justicia. ~(Pausa.)~ ¿Declara usted que
su conducta con mi hijo, al menos en determinadas épocas de su vida, no
fue buena?
LUCRECIA, ~tímidamente~.
Lo declaro... Pero algo debo decir en descargo mío...
EL CONDE
Ya escucho.
LUCRECIA
Mis desavenencias con Rafael son antiguas.
EL CONDE
Lo sé... Datan de los primeros años del matrimonio, porque usted,
penoso es decirlo, no hubo de esperar mucho tiempo para lanzarse por
mal camino. ¿Lo niega usted?
LUCRECIA, ~cohibida, abrumada, queriendo y no queriendo decirlo~.
Acusada con tanta fiereza, no acierto a buscar razones, que algunas hay
siempre en estos casos, para disculparme.
EL CONDE
Búsquelas usted... pero antes, ¿reconoce sus faltas?
LUCRECIA, ~con gran esfuerzo~.
Las reconozco. Sería una hipocresía indigna de mí negarlas en absoluto.
Pero...
EL CONDE
¿Pero qué...?
LUCRECIA
Digo que Rafael, llevándome desde el principio, contra mi gusto, a la
esfera social más favorable a la relajación del vínculo matrimonial,
contribuyó a perderme. Me vi rodeada de gente frívola, de aduladores,
de personas sin conciencia...
EL CONDE
¡Sin conciencia! Tuviérala usted, ¿y qué le importaban los demás?
LUCRECIA, ~premiosa~.
En aquel ambiente no supe o no pude combatir el mal. A mi lado no tenía
un censor severo de mi propia debilidad, un guardián vigilante...
EL CONDE
Difícil es guardar a la que guardarse no quiere.
LUCRECIA, ~batiéndose desesperadamente~.
¡Oh, señor Conde: si hubiera usted encontrado vivo a su hijo, si
hubiera podido escuchar de sus labios la confidencia o confesión que
deseaba... estoy segura de ello, Rafael, que era sincero y justo,
habría tenido la generosidad, la rectitud de decirle: «no solo es ella
culpable; yo también...»!
EL CONDE
No lo habría dicho, no.
LUCRECIA, ~con firmeza~.
Creo, como esta es luz, que Rafael, al juzgarme, no habría sido
extremadamente duro.
EL CONDE
Fue, más que duro, implacable.
LUCRECIA
¿En sus últimos momentos?
EL CONDE
En sus últimos momentos: fíjese usted en lo que afirmo.
LUCRECIA, ~con estupor~.
Pero si acaba usted de decirme...
EL CONDE
Que le encontré muerto... sí.
LUCRECIA
Entonces... ~(Pausa. Ambos se miran.)~
EL CONDE
Los muertos hablan.
LUCRECIA, ~con terror~.
¡Y Rafael...! ~(Vacilante entre la incredulidad y un miedo
supersticioso.)~
EL CONDE
Desesperado, loco, permanecí... no sé cuántas horas... ante el cadáver
de mi pobre hijo, sin darme cuenta de nada que no fuera él y el
misterio inmenso de la muerte. Pasado algún tiempo, empecé a fijar
mi atención en lo que me rodeaba, en sus ropas, en los objetos que
le pertenecieron, en los muebles que había usado, en la estancia...
~(Pausa. La Condesa le escucha con ansiosa expectación.)~ En la
estancia había una mesa con varios libros y papeles, y entre ellos una
carta...
LUCRECIA, ~temblando~.
¡Una carta...!
EL CONDE
Sí. Rafael estaba escribiéndola a las tres de la madrugada, cuando se
sintió mal. Vino bruscamente la muerte, le atacó con furia, ¡ay!...
El infeliz llamó; acudieron... Se le prestaron los auxilios más
perentorios... Todo inútil... La carta allí quedó medio escrita... Allí
estaba ¡hablando... y viva! hablando... ¡era él!... La leí sin cogerla,
sin tocarla, inclinado sobre la mesa, como me habría inclinado sobre su
lecho si le hubiera encontrado vivo... La carta dice...
LUCRECIA, ~casi sin aliento, la boca seca~.
¿Era para mí?
EL CONDE
Sí.
LUCRECIA
Démela usted. ~(El Conde deniega con la cabeza.)~ ¿Pues cómo he de
enterarme...?
EL CONDE
Basta que yo repita su contenido. La sé de memoria.
LUCRECIA
No basta... Si me acusa, necesito leerla, reconocer su letra...
EL CONDE
No es preciso. Yo no miento. Bien lo sabe usted... Principia con un
párrafo de amargas quejas que pintan la discordia matrimonial, lo
inconciliable de los caracteres. Siguen estos gravísimos conceptos
~(repitiéndolos palabra por palabra)~: «Te anuncio que si no me envías
pronto a mi hija, la reclamaré. Quiero tenerla a mi lado. La otra...
la que, según declaración tuya en la desdichada carta que escribiste a
Eraul, y que pusieron en mi mano sus enemigos... no es hija mía... te
la dejo, te la entrego, te la arrojo a la cara...» ~(Pausa silenciosa.)~
LUCRECIA, ~con estupor, que casi es embrutecimiento~.
¿Eso decía... eso dice...?
EL CONDE
Esto dice... ~(Repitiendo con pausa.)~ «La otra... la que no es mi
hija, te la dejo, te la entrego, te la arrojo a la cara.» Y luego
añade: «Ya sabes que lo sé. No puedes negármelo... Tengo pruebas.»
LUCRECIA, ~buscando una salida~.
¡Pruebas!... ¡Quiero ver la carta!
EL CONDE
¿Duda usted de lo que digo...?
LUCRECIA
No lo dudo... no sé... Pero la carta puede ser falsa. La escribiría
algún enemigo mío para vilipendiarme.
EL CONDE, ~con ademán de sacar la carta~.
La escribió mi hijo.
LUCRECIA, ~espantada~.
No, no quiero verla... ¡Qué abominación!
EL CONDE
Luego, usted niega...
LUCRECIA, ~maquinalmente~.
Lo niego.
EL CONDE
Y yo ¡necio de mí! esperaba encontrar en usted la suficiente grandeza
de alma para revelarme toda la verdad, sin ocultar nada, única manera
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